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Florencia, 7 de diciembre de 1478

Mauricio contempló ensimismado el bello juego de luces que iluminaba el salón principal del palacio de Lorenzo Medici. Decenas de velas perfumadas ardían lentamente en las grandes lámparas de bronce que colgaban del techo. Sobre la mesa, cilindros de vidrio rodeados de esferas llenas de agua contenían candelas elaboradas con cera de abeja. El diseño, obra del desconcertante Leonardo da Vinci, lograba que la luz tuviera una mayor difusión. Mauricio era incapaz de calcular las astronómicas cifras que costaba mantener alumbrado el palacio en invierno. Los días eran breves, y las noches, oscuras y frías. Por fortuna, la magnífica chimenea situada junto a la mesa de roble ardía con la suficiente intensidad como para calentar a las cuatro personas allí sentadas.

—Ya he completado mis estudios de Derecho Canónico en la Universidad de Bolonia y por fin he podido trasladarme a Ferrara para iniciar el aprendizaje de la filosofía. Particularmente, considero extraordinario descubrir en autores del pasado, anteriores a la venida de Cristo, fogonazos de luz capaces de disipar la oscuridad con la verdad, esa realidad que nunca somos capaces de contemplar en toda su grandeza.

Quien así hablaba era Giovanni Pico della Mirandola, hijo menor de los condes de Mirandola y Concordia, y un portento intelectual según lo que había oído Mauricio. Sólo tenía quince años, pero ya dominaba el latín, el griego y otras lenguas romances. De nariz recta, larga y delicada, labios sensuales, frente alta y pelo rizado, su físico hablaba tanto de su belleza como de su noble cuna. Las calzas bicolores que vestía, sujetas por un cinturón recamado de piedras preciosas, mostraban bien a las claras que era alguien que prefería destacar antes que pasar desapercibido.

—Compartimos, pues, intereses comunes —dijo Lorenzo—. Mi abuelo Cosimo era de la misma opinión. Por eso no reparó en gastos hasta que consiguió traer a Florencia los maravillosos escritos perdidos de Platón y del mismísimo Hermes Trimegisto. Marsilio Ficino fue el encargado de traducirlos. Lástima que hoy se encontrara indispuesto y no haya podido acompañarnos. En cualquier caso, mi biblioteca está a tu entera disposición para cualquier consulta que desees hacer durante los días que permanezcas con nosotros.

Lorenzo era también una estrella que deseaba brillar. Sin embargo, por contraste, su atuendo era mucho más discreto que el del joven Pico della Mirandola. Se conformaba con portar jubón y calzas del mismo color azul, aunque, eso sí, del mejor terciopelo. Fiel a los ideales teóricos de la República en la que ningún ciudadano es superior a otro, el Magnífico vestía con cierta sobriedad, sin hacer demasiada ostentación de oro ni de joyas ni de atrevidas combinaciones de colores. El fabuloso anillo que le había comprado era la única excepción. Mauricio admiraba a Lorenzo por su versatilidad. Hacía pocas horas había estado despachando con Tommaso Soderini, instruyéndole sobre su papel como embajador en Venecia, misión vital para conseguir los anhelados refuerzos. Y ahora, cambiando de registro, se disponía a hablar distendidamente de los autores clásicos, como si Florencia no estuviera en guerra. Afortunadamente, el gélido frío había obligado al ejército enemigo a retirarse a sus cuarteles de invierno. Era necesario aprovechar aquel paréntesis para reorganizarse mejor, pues de otro modo estarían perdidos.

—Os agradezco mucho vuestro ofrecimiento, del que haré buen uso —respondió Pico—. Desde niño siempre he pensado que hallaría la sabiduría en los libros, aunque fuera en una nota a pie de página. Sin embargo, empiezo a vislumbrar que las bibliotecas albergan universos de conocimiento, mas la sabiduría con mayúsculas bien pudiera hallarse fuera del alcance de la palabra escrita.

—Un punto de vista muy interesante que compartes con Marsilio Ficino —dijo Lorenzo sonriendo—. ¿Te refieres a algo en concreto o es algo que te ha inspirado el Cielo?

—En verdad son muchos los indicios que me llevan a una afirmación tan osada. Así, dos de nuestros insignes padres de la Iglesia, Orígenes e Hilario, escribieron que Moisés recibió en la montaña no sólo la ley de Dios, sino también una interpretación veraz sobre su sentido último. Según ambos obispos, el Señor ordenó a Moisés que proclamase la ley entre la gente, pero le prohibió que escribiera acerca de su interpretación secreta, que se revelaría únicamente a quienes estuvieran preparados.

—¿Y cómo justificarías esa restricción en la información? —preguntó Lorenzo con gran interés.

—Leyendo los santos Evangelios topé con un pasaje donde el propio Jesucristo es el que nos ofrece una respuesta: «No deis a los perros lo que es santo, ni echéis vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen con sus patas y después os despedacen a mordiscos». ¿No será que ocultar los arcanos de la excelsa divinidad al vulgo y mostrarles tan sólo el ropaje de las palabras fue una providencia del propio Yahvé, por motivos que desconozco? No deja de llamarme la atención que el gran Pitágoras no dejó escrito alguno, como tampoco lo hizo Sócrates, el maestro de Platón. Y aun nuestro reverenciado Jesucristo no escribió sino una sola vez sobre la arena, a fin de que el viento borrara sus palabras.

—En verdad sería una pena que te marcharas de Florencia sin conocer a Marsilio Ficino, aunque tal vez tu audacia le resultara excesiva —señaló Lorenzo, cuyos ojos expresaban una enorme satisfacción—. ¿Qué opinas tú, Elías, de lo que ha comentado este talentoso jovencito?

Mauricio ya conocía a Elías Leví, un prestigioso rabino que aparecía por palacio con cierta frecuencia. Buen amigo del Magnífico, de unos cuarenta y cinco años, su cabeza irradiaba inteligencia. Calvo, de frente amplia, barba cuidada y ojos vivaces, sus palabras eran siempre enérgicas al tiempo que amables.

—Ha planteado de forma brillante una discusión que es tan vieja como la propia humanidad. En cualquier religión nos encontraremos con individuos que afirman tener un conocimiento superior. De hecho, los sacerdotes, rabinos e imanes serían los encargados de instruir a cristianos, judíos y musulmanes en la recta interpretación de su respectiva fe. Pico hila más fino. Sugiere que tras la letra de cada religión se puede esconder una sabiduría mayor conocida sólo por unos iniciados. Posiblemente así sea. Pongamos por ejemplo la religión judía que yo practico. Existe un libro hebreo, el Zohar, donde se revelan importantes secretos, aunque su interpretación es harto difícil. Pues bien, he escuchado a eminentes rabinos quejarse amargamente de que cualquier persona pueda leerla, siempre y cuando esté en condiciones de adquirirla. Según afirman, ello entraña dos peligros mortales. El primero consiste en que lo lea quien no esté preparado para entenderlo, en cuyo caso lo interpretará erróneamente. El segundo riesgo, mayor que el anterior, sería que lo estudiara quien pudiendo comprenderlo no tuviera una conciencia suficientemente desarrollada, y que utilizara lo aprendido de forma egoísta, en perjuicio de los demás.

—¡La eterna discusión entre libertad y seguridad! —declamó Lorenzo teatralmente—. ¿A partir de qué edad debemos permitir que alguien maneje un cuchillo? ¿Cuando aún es un bebé, cuando es todavía un niño, o cuando ya es un adolescente? Algunos no deberían empuñar dagas ni siquiera de adultos y, sin embargo, en ciertos casos, es conveniente que un niño sepa utilizar cuchillos y hasta puñales. Como siempre, las grandes preguntas no tienen respuestas sencillas.

Mauricio estaba desconcertado con la conversación. Una cosa era que Elías creyera que tras su religión existía una doctrina oculta, pero que Pico y Lorenzo insinuasen algo parecido respecto a todas las religiones, incluida la cristiana, no tenía cabida en su rígida educación, donde el mero hecho de plantearse preguntas era sospechoso.

—¿Queréis decir que también el cristianismo contiene secretos que nos son desconocidos? —inquirió Mauricio.

—No nos malinterpretes —dijo Lorenzo sonriendo afablemente—. Es bien sabido que los grandes santos han estado más cerca de Dios que nosotros, pobres pecadores. Incluso en los Evangelios se habla de que cuando el Espíritu Santo visitó a los apóstoles, su discernimiento de las cosas aumentó extraordinariamente. Picolo, tú y yo compartimos la misma religión, pero nuestro conocimiento del cristianismo no es el mismo que el de los santos ni los apóstoles, porque ellos tuvieron más presencia de Dios. A esa mayor sabiduría, a la que es imposible acceder a través de la palabra muerta, es a la que nos estamos refiriendo.

La verdad, reflexionó Mauricio, podía tener diferentes niveles de comprensión.

—En mi caso —intervino Pico—, quería expresar otro matiz. Aunque resulte sorprendente, en distintas religiones aparecen elementos, como el misterio de la Trinidad, que confirman los misterios revelados posteriormente por Jesucristo. Y estoy seguro de que si profundizáramos en las doctrinas secretas de egipcios, judíos, o griegos como Pitágoras y Platón, encontraríamos todavía más elementos maravillosos en los que se demostraría que Dios, en su infinita misericordia, ya insertó los elementos esenciales del cristianismo en las religiones anteriores. Entonces, ¿para qué pelearnos unos contra otros? Sería preferible honrar a amigos como Elías celebrando lo que nos une, aunque de momento no comparta nuestra fe, en lugar de matarnos por lo que nos separa.

—Agradezco profundamente vuestras palabras —dijo sentidamente Elías mientras inclinaba ligeramente su cabeza—. Vuestro credo es distinto del judío, pero me parece hermosamente bella la imagen de un mundo donde, tal como ha señalado Pico, un príncipe de la concordia, pudiéramos respetar nuestras diferencias y reverenciar lo que nos une. Desgraciadamente eso queda muy lejos de la realidad. La historia de nuestro pueblo es la de la intolerancia, el desprecio, el odio y la persecución. Hoy, por la gracia de Lorenzo, los judíos somos respetados y aceptados en Florencia. Mas, ¡ay de nosotros si faltara el Magnífico! Sin su protección, el pueblo ya nos hubiera echado la culpa del brote de peste, y tal vez mi voz ya hubiera sido acallada para siempre.

Algo profundo se removió en las entrañas de Mauricio al escuchar las emocionadas palabras de Elías. El sabio rabí tenía razón. ¿O no habían sido exterminados casi todos los judíos del call de Barcelona a finales del siglo pasado con el pretexto de ser los causantes de la peste que asolaba la ciudad? Sus abuelos paternos habían practicado el cristianismo, pero no de corazón. Y desde la distancia, cada vez le parecía más comprensible que hubieran profesado externamente una religión que no sentían como propia, impelidos por el miedo. Miedo a perecer de un modo horrible, como tantos lo habían hecho. Y en ese caso, ¿merecerían sufrir eternamente en el Averno durante toda la eternidad? Si de él dependiera, no los enviaría al Infierno, y si en la ciudad condal la mayoría de las personas hubieran sido como las allí reunidas, no se hubiera linchado a los judíos del call. ¿Era posible que en el corazón de aquellos hombres hubiera más piedad que en el de Dios? Mauricio se asustó de sus propios pensamientos. Discurrir así iba contra lo que con tanto ahínco le habían inculcado. Si el Señor había creado el Infierno, ¿quién era él para ponerlo en duda? ¿Acaso no se había sacrificado Jesucristo para que la salvación de todos los hombres estuviera al alcance de la mano?

—En el mundo conocido, los judíos no disfrutaremos de la paz sino temporalmente —afirmó Elías—. Demasiados odios se acumulan contra nosotros. Tarde o temprano siempre acabamos siendo perseguidos. No obstante, los límites del mundo son desconocidos. Tal vez exista una tierra distante donde alguna de las diez tribus perdidas de Israel haya creado un reino en el que pudiéramos vivir sin miedo. O puede también existir una tierra lejana donde no vivan cristianos, judíos ni musulmanes. Una tierra sin historia, libre de odios ancestrales. Tal vez allí, hombres como nosotros, pudiéramos vivir en paz sin enfrentarnos por ser de diferente raza o religión.

—Un bello ideal por el que soñar —dijo Pico della Mirandola.

—Caballeros —anunció Lorenzo—, ya sólo nos queda encontrar la Tierra Prometida. ¿Quién sabe?, tal vez en alguno de esos antiquísimos pergaminos que compró mi abuelo Cosimo se halle el mapa del tesoro.

Lorenzo había hablado de forma ligera y burlona, pero Mauricio creyó detectar un matiz sincero en su voz. El Magnífico era un hombre con demasiadas lecturas como para tomarle a risa, ni siquiera cuando hablaba en broma. Mauricio se acordó de lo que Lorenzo había dicho durante los trágicos sucesos de la catedral: «¡un asesinato ritual!», había exclamado. Días más tarde había sugerido que la conspiración formaba parte de un plan diabólico de cuyos entresijos prefería guardar silencio. Y esas alusiones a conocimientos secretos a los que no se podía acceder a través de la palabra escrita incrementaban el misterio. Era como si estuviera contemplando una partida en la que podía vislumbrar algunas piezas, pero no conocía ni el objetivo ni las reglas del juego.

Mauricio posó su vista perdida en uno de los escudos de armas de los Medici que colgaban de las paredes del salón. Su divisa eran seis bolas. Bajo la luz tintineante de las velas se percató por vez primera de que aquellas bolas redondas podían dividirse en dos bloques. El de arriba estaba compuesto por tres círculos que formaban un triángulo cuyo vértice apuntaba al techo. El de abajo, por los otros tres círculos, que formaban un segundo triángulo cuyo vértice se dirigía al suelo. Aquello, estaba seguro, tenía un significado, aunque también se le escapaba.

Tal vez fuera mejor así. Bastante tenía con enfrentarse diariamente a los enigmas del banco como para añadir otros diferentes. Lo único importante era que la plaga hubiera terminado cuando Lorena diera a luz. Hasta ese día sus esfuerzos debían centrarse exclusivamente en adquirir una residencia en Florencia que estuviera a la altura de su esposa y en la que pudieran vivir orgullosos y felices. Mientras tanto, alojarse en el palacio Medici, en el que estaban situadas las oficinas centrales de su imperio comercial y financiero, era muy conveniente, puesto que podía mantenerse en contacto directo con Lorenzo. No obstante, su mayor ilusión era ser el señor de su propia casa. Ya lo había hablado con Lorenzo, y éste le había propuesto un acuerdo que, estaba seguro, complacería tanto a Lorena como a su adinerada familia.

La alianza del converso
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