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Lorena bajó las escaleras de la torre y siguió al chambelán a través del pasillo que cruzaba la segunda planta del palacio de los priores sin prestar atención ni a los techos artesonados ni a las estatuas y frescos que jalonaban el recorrido. A ambos lados del pasillo se multiplicaban las puertas, todas ellas cerradas. Lorena pensó que en el interior de alguna de aquellas estancias quizás estuvieran reunidos los priores deliberando sobre la suerte de su marido. Lamentablemente no podría hablar con ninguno de ellos para defender la inocencia de su esposo. ¿O tal vez sí? El enjuto chambelán de librea verde abrió una de las puertas y la invitó a pasar con un ademán de su mano. Una vez dentro, el sirviente le indicó con otro gesto que esperara y cerró la puerta por fuera.

La sala carecía de ventanas y estaba iluminada únicamente por el tintineo de una pequeña vela colocada sobre una bella mesa de nogal cubierta por una tabla de mármol verde veteado. Dos ángeles negros fundidos en bronce sostenían la mesa. Alrededor de ésta se distribuían cuatro sillas plegables de listones de madera que, por su inferior categoría, deberían haber hallado mejor acomodo junto a muebles menos lujosos. En una de las paredes destacaba un gran frente de chimenea tallado en bajorrelieve, si bien no había rastro de cenizas ni de maderas, algo muy extraño teniendo en cuenta el frío que hacía en aquella época del año. Unos viejos baldes de hierro gastado se apilaban desordenadamente sobre una esquina. Lorena concluyó que nadie utilizaba habitualmente aquella habitación. Y sin embargo, la habían conducido hasta ella con algún propósito. ¿Cuál?

La puerta se abrió y ante ella apareció Luca Albizzi, ataviado con la giornea escarlata propia de los priores.

—Hola, Lorena —la saludó, cerrando rápidamente la puerta tras de sí—. Toma asiento —le indicó a continuación.

—Gracias, prefiero estar de pie —contestó Lorena con recelo.

El encuentro con Luca era potencialmente peligroso, por lo que prefería no ver limitada su capacidad de movimientos sentándose en una silla. Resolvió que la mejor manera de no dejarse intimidar era adoptar una postura agresiva.

—Tenía entendido que los priores no podíais reuniros con familiares de ningún acusado —dijo Lorena, aparentando seguridad.

—Existen personas, como tú, que deben acatar las reglas, y otras, como yo, que no están sujetas a ellas. Yo creo las normas del juego. No lo olvides. Si has podido visitar a tu marido y comprobar que se encontraba bien, ha sido porque yo lo he autorizado. De lo contrario, tu entrada en prisión hubiera continuado estando vedada. Del mismo modo, Mauricio quedaría absuelto de su crimen si ése fuera mi deseo.

—¡Mi marido es inocente! —proclamó Lorena.

—No me convencerás con palabras, sino con tus acciones —dijo Luca secamente.

—¿Qué puedo hacer para persuadirte? —preguntó Lorena, sin adivinar qué deseaba de ella.

—Desnúdate —exigió Luca como si estuviera dando una orden.

—¿Qué? —preguntó Lorena, sin creerse lo que estaba escuchando.

—Ya me has oído. Desnúdate; es decir, sácate la ropa —dijo Luca, arrastrando lentamente las palabras. Parecía que el marido de su hermana disfrutaba con aquel perverso juego.

—¡Estás loco! —contestó Lorena con desprecio.

—No lo estoy. Si quieres salvar a tu marido de la muerte, debes obedecerme sin replicar. Te gustará. Ya verás…

—¿Y tu mujer? ¿Has pensado en ella? —inquirió Lorena, tratando de abrir una brecha en el siniestro comportamiento de Luca.

—Esto no tiene nada que ver con el amor. Digamos que es, simplemente, un merecido castigo.

A Lorena le temblaba el cuerpo de miedo e indignación. ¿Qué buscaba realmente Luca? ¿Su sexo? ¿Humillarla? Estaba dispuesta a realizar cualquier sacrificio por sacar a su marido de la cárcel. Sin embargo, entregarse a Luca no le garantizaba nada. En la sangre de aquel hombre bullía la venganza y nada le impediría votar en contra de su esposo tras haber abusado de ella.

—Si das un sólo paso más hacia mí, gritaré con todas mis fuerzas. ¿Cómo justificarás entonces haberte reunido conmigo en una habitación en desuso? Por mucho que alardees, un prior debe acatar ciertas normas si no quiere ver perjudicada su reputación. Algo, por cierto, muy peligroso en estos tiempos que corren…

El gesto de Luca se crispó con furia contenida, pero no se movió.

—Ordenaré a un mayordomo que te escolte hasta la salida. De aquí a dos días recibirás una nueva autorización para visitar a Mauricio. Si para entonces persistes en una actitud tan orgullosa como estúpida, tu esposo será condenado.

La alianza del converso
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