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—Me alegra mucho volver a verlo —aseguró Domenico Leoni, el romano que le había visitado junto con otro caballero en su villa de Pian di Mugnone.
—Es un placer —mintió Luca cortésmente—. Le agradezco que reforzara mi escolta durante el viaje, con el envío de algunos hombres.
—Los caminos siempre han sido peligrosos, pero hoy en día lo son más que nunca.
«Vivir siempre es peligroso», reflexionó Luca mientras atravesaban el patio interior del palazzo. Las numerosas columnas que soportaban los pisos superiores proporcionaban al paseo un elemento adicional de misterio. El lugar elegido para el encuentro era el palacio del duque de Urbino, tradicional aliado a sueldo de los Medici, aunque ligado al Sumo Pontífice por vínculos de sangre más estrechos y provechosos que el oro florentino. Al final del recorrido llegaron a un fantástico jardín poblado de naranjos, limoneros, rosas, jazmines, lirios y árboles del amor. El árbol del amor, conocido popularmente con el nombre de «algarrobo loco» o «árbol de Judas», había sido el elegido por el apóstol traidor para suicidarse, pensó Luca con aprehensión. Ajeno a cualquier conspiración, un pavo real se contoneaba exhibiendo ufano su colorido plumaje.
—¿Qué le ha hecho cambiar de idea? —preguntó Leoni.
—Los tiempos cambian, los hombres también. Su vestimenta, por ejemplo, no se parece demasiado a la que portaba semanas atrás.
En efecto, Leoni había trocado su elegante lucco de seda por una sotana de color rojo púrpura cuyo uso estaba reservado a los cardenales.
—Demasiados clérigos muertos en Florencia últimamente, para mi gusto. Me pareció más seguro visitar la Toscana vestido como cualquier rico mercader. La discreción exige diferentes etiquetas en cada situación. Entre nosotros no es necesaria.
—Seamos francos, entonces. Estoy dispuesto a colaborar siempre que la oferta esté a la altura del trabajo.
—Desde luego, señor. De acuerdo con nuestras averiguaciones, tiene usted deudas ya vencidas por importe de dos mil florines. Es una cifra respetable que nosotros asumiremos con mucho gusto. Por su parte, nos mantendrá informado de cuanto suceda en Florencia. Ya disponemos de otros infiltrados en la ciudad elaborando planes en los que quizá se le pida que colabore.
—¿Qué tipo de planes? —quiso saber Luca.
Leoni demoró su respuesta, contemplando una pequeña gacela que mordisqueaba unas plantas. Cerca de ella había dos avestruces que picoteaban semillas. Definitivamente al duque de Urbino le gustaban los animales exóticos, pensó Mauricio. ¿Qué otras aficiones tendría? Las conspiraciones, probablemente, los juegos a dos y tres barajas… Luca rezó para no acabar siendo cazado en una trampa.
—Planes muy interesantes, señor. Asesinar a Lorenzo y robarle ese anillo del que ya hablamos en nuestra anterior reunión.
Luca tragó saliva. Se estaba embarcando en un viaje sin retorno. Si algo de esto salía a la luz, nadie le iba a ahorrar la muerte tras una dolorosa tortura. Desgraciadamente ya no le quedaba otra salida. La ruina, la vergüenza y la cárcel eran su seguro destino si no saldaba sus deudas. Su apellido, Albizzi, merecía un futuro más glorioso, aunque para ello tuviera que correr graves riesgos.
—Como buen cristiano —dijo cautelosamente—, mi corazón se inclina siempre a complacer los deseos del Papa.
—No se equivoque. La enemistad del papa Sixto con Lorenzo se debe fundamentalmente a ambiciones familiares y territoriales. Nuestra animadversión hacia Lorenzo tiene causas más profundas.
—¿Nuestra? —preguntó Luca, deseoso de saber quiénes eran los que le encargaban tan tenebrosas tareas.
—Como le he dicho antes, la discreción es una virtud muy útil. Comprenderá que sería algo precipitado revelarle otros nombres. Sí puedo adelantarle una opinión de la que todos participamos: los Medici son un peligro para la fe cristiana tal como la entiende la Iglesia. Por eso hay que detenerlos antes de que causen daños irreparables.
Luca no acabó de creerse que Leoni, un cardenal romano, actuara de espaldas al Papa. En cualquier caso, compartía los juicios de Leoni sobre los Medici.
—Yo también considero que muchas de las actividades de Lorenzo no se avienen con las propias de un buen cristiano.
Leoni asintió con satisfacción.
—Eso suponía. Los que estamos unidos en el pensamiento también debemos estarlo para pasar a la acción.
—Una última pregunta —solicitó Luca—: esa gema del anillo de Lorenzo, no es importante únicamente por su gran valor, ¿verdad?
—Cierto —aseveró Leoni dirigiéndole una atenta mirada—. Mas no es el momento de hablar de asuntos arcanos que no son de su incumbencia. Bástele saber que el anillo es un objeto de poder. ¿No es eso lo que todos buscamos?
Tal como sospechaba desde el principio, anotó Luca, el anillo jugaba un papel importante en la conspiración contra Lorenzo.
—Por cierto —prosiguió Leoni—, le estaría muy agradecido si le hiciera llegar esta carta a Pietro Manfredi cuando vuelva de Londres.
Luca encorvó ligeramente los párpados.
—No se preocupe, señor. Pietro Manfredi es uno de los nuestros.
Luca cogió con decisión el sobre con su mano derecha. Ya era demasiado tarde para echarse atrás.