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El día había amanecido sin una sola nube que ocultara el intenso azul del cielo tras una semana de copiosas lluvias. Una suave brisa acariciaba las calles de Florencia mientras Luca deambulaba acompañado por su esposa e hijos hacia el Duomo. Muchas de las tiendas y talleres estaban cerrando sus puertas para acudir al primer sermón de fray Girolamo en aquel mes de septiembre. Todo era perfecto. ¿Por qué no se encontraba feliz, pues?
La imagen de Mauricio y Lorena acudió a su mente. Sabía que tenían serios problemas financieros. Pietro Manfredi le había revelado que Mauricio había solicitado en secreto un enorme préstamo poco después de que el Tribunal del Comercio recibiera la demanda en la que los herederos de Tommaso Pazzi reclamaban el palazzo de su padre. Era evidente que Mauricio había tenido acceso a esa información antes de que fuera pública, y que había aprovechado dicha circunstancia para obtener el préstamo sin garantía alguna. Tan artero proceder indicaba que no disponía de fondos propios y que, cuando el plazo finalizase, Lorena y su esposo se verían abocados a la ruina si no eran capaces de reintegrarlo. Para complicarles más las cosas, Pietro Manfredi ya se había encargado de filtrar la noticia respecto a la importante suma que Mauricio debía. Lo más probable es que acabara ingresando en prisión por las deudas contraídas. Sin embargo, el proceso podía durar meses, tal vez más de un año, y Luca tenía prisa por paladear el derrumbe de Mauricio. Ser condenado por deudas era una ignominia, pero la pena por un delito de alta traición o por practicar la fe judía en secreto era la muerte. Tan sólo era cuestión de pulsar las teclas adecuadas y urdir las pruebas falsas que llevaran a ese extranjero bien pagado de sí mismo a la perdición. ¡Cómo se arrepentiría entonces Lorena de haberse casado con Mauricio, de haberlo rechazado!
Luca Albizzi, uno de los prohombres florentinos, respetado por el pueblo y la nobleza; Mauricio Coloma, un patán extranjero que, tras una increíble racha de buena suerte, había acabado deshonrado como un vulgar delincuente. ¡Qué imagen más justa! Aunque el Cielo y el Infierno eran la medida final de la valía humana, no había nada de malo en que la vida terrenal ofreciera un pequeño anticipo de lo que cada cual merecía.
Luca elevó su ánimo sopesando las perspectivas de futuro y se alegró de ver al gentío arremolinándose en torno a la catedral. Dios impartía su justicia de forma lenta pero inflexible, y Savonarola era su mejor profeta. Sin duda era reconfortante escuchar a fray Girolamo vociferando desde el púlpito los castigos eternos que soportarían los que no cumplieran rectamente la voluntad del Señor.