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Desesperada, Lorena acudió de buena mañana al barrio de San Ambrosio para hablar con Sofia, la mujer que tantas veces le había ayudado en el pasado, cuando la vida le había planteado desafíos que escapaban de su comprensión. Lorena sintió temor al cruzar la ciudad tras la primera noche de ocupación de las tropas extranjeras. Tratando de pasar desapercibida, se cubrió el cuerpo con un manto largo de lana desgastada, y la cabeza, con un velo, prenda muy del agrado de los seguidores de Savonarola. A Dios gracias, Florencia había amanecido sin incidentes, envuelta en una calma tensa. Aunque se podían ver soldados extranjeros rondando por las calles, ninguno de ellos estaba causando problemas. Probablemente el rey Carlos, tras haber recibido informes del reciente alzamiento contra Piero de Medici y concluir que los florentinos eran un pueblo fogoso, presto a empuñar las armas ante las ofensas, habría advertido a sus soldados que cualquier tropelía sería duramente castigada. Sea como fuere, Lorena llegó a la botica del esposo de Sofia sin que nadie la molestara. Encontró a su amiga en el cuarto donde almacenaban las diferentes hierbas, especias y pócimas magistrales que vendían en el establecimiento. Tras ayudarla a desempaquetar unas cajas, Sofia se ofreció a escucharla.

Como el marido de Sofia estaba despachando en el mostrador y la casa estaba repleta de gente, incluidos algunos mercenarios, ambas concluyeron que lo mejor para departir con intimidad era no moverse del lugar en el que estaban. La habitación no tenía ventanas, estaba iluminada por un gran velón, la mezcla de olores era embriagante. Sofia le explicó que en los recipientes de cristal de aquel cuarto habían destilado diversas plantas al baño María previa maceración en alcohol, obteniendo así aguas y aceites que se podían utilizar para aromatizar y embellecer o curar enfermedades, según los casos. Lorena se intentó abstraer de la intensa mezcla de suaves fragancias y extraños olores que inundaban la estancia, mientras explicaba a su amiga lo que tanto le preocupaba.

—No es la caída del régimen Medici ni la entrada de los franceses en Florencia, ni siquiera la crisis económica, lo que ha desatado ese mal del alma en tu marido, sino tu embarazo —dictaminó Sofia.

—Imposible —protestó incrédula Lorena.

—Sin embargo, tú misma has dicho que la actitud errática de Mauricio comenzó al poco de que le dieras la buena nueva replicó Sofia.

—Sí, pero justo por aquellas fechas nuestra casa de campo fue saqueada, y cualquiera podía vislumbrar los peligros que acechaban nuestra ciudad —argumentó Lorena.

—Puede que tengas razón, pero, si no recuerdo mal, las dos veces que tu marido sufrió crisis parecidas coincidieron con la muerte de tu primer hijo en el parto y con el aborto natural de hace tres años y medio —apuntó Sofia.

—¡Pero esto es completamente distinto! En los dos casos que mencionas estuve a punto de morir: eso fue lo que afectó tanto a mi esposo. Por el contrario, ahora me encuentro perfectamente. Además, esta vez su reacción está siendo mucho más preocupante: está paralizado hasta el punto de descuidar sus obligaciones en el negocio de telas que comparte con su socio, quien ya me ha confesado que atraviesan problemas financieros. Hay días en los que se excusa de acudir a cualquier compromiso social para abandonarse en los brazos de Baco, hasta que Morfeo le traslada al país de los sueños. Ayer mismo tuve que acompañarle a la cama porque se quedó dormido en el salón, ¡mientras los mercenarios suizos pasaban su primera noche en casa!

—Ciertamente, el comportamiento de tu marido es temerario, dadas las circunstancias actuales, y bien podría deberse a una enfermedad del alma.

—Eso es lo que te estaba diciendo. Mauricio jamás había llegado a estos extremos y no puedo creerme que sea a causa de que estoy encinta. Por favor, Sofia, necesito ayuda desesperadamente y creo que sólo tú puedes ayudarme. ¿Qué puedo hacer? ¿Cuál es la solución?

La mujer se levantó de la silla y se paseó por la estancia mirando los tarros y frascos allí apilados antes de volver a hablar.

—Ni aguas ni esencias; ni ungüentos ni aceites; ni sales ni hierbas; ni plantas ni pócimas. Nada tenemos aquí que pueda curar a tu marido. Su enfermedad no es del cuerpo, sino del alma. La primera vez que diste a luz vuestro bebé falleció al nacer, y la última vez el feto pereció en tu vientre. En ambas ocasiones estuviste a punto de morir. La vida y la muerte son dos caras de la misma moneda. Por ello tengo la sospecha de que tu estado fértil puede haber provocado esta imprevisible reacción en Mauricio, aunque quizá sea otra la causa. Probablemente tras las brumas de Baco se oculte la respuesta, mas únicamente tu esposo puede hallarla. Pregúntale. Yo te prometo rezar esta noche para que Morfeo le revele sus secretos.

Lorena miró a aquella poderosa mujer. A lo largo de los años había ido engordando y envejeciendo, pero sus grandes ojos azules permanecían iguales y su fuerza intacta. Había un halo alrededor de ella que transmitía una enorme fe y confianza. La abrazó y se despidió, al tiempo que su marido la llamaba desde el mostrador con voz potente.

La alianza del converso
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