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Mauricio intentó serenarse contemplando nuevamente la capilla del palacio Medici. Ya habían transcurrido cuatro días desde el fallido golpe de Estado y todavía no había podido hablar con Lorenzo acerca del anillo. Hoy, por fin, volvería a verlo. Sería a la hora de comer y compartiría mesa con otros invitados. ¿Le haría una oferta por la sortija? ¿O no mencionaría ni siquiera el asunto? Tras escapar con vida de la catedral, Lorenzo le había agradecido su decisiva actuación y le había invitado a residir en su palacio, pero no le había dicho nada respecto al anillo. Tampoco se lo había devuelto. Inmerso en un torbellino de dificultades crecientes era probable que ni siquiera se hubiera acordado de algo tan nimio para él. Mauricio no había dejado de pensar en ello. Y es que su destino estaba, literalmente, en manos de Lorenzo, el Magnífico.

¿Quién era realmente el Magnífico? Mauricio observó nuevamente la capilla del palacio en busca de alguna pista que desvelase su personalidad. Jamás había visto ningún oratorio parecido a aquél. Las vívidas pinturas que cubrían por entero las paredes asaltaban los sentidos del espectador por su intenso colorido. En ellas, los tres Reyes Magos, acompañados por una espectacular comitiva, avanzaban por el camino que lleva a Belén rodeados de verdes montañas.

La composición no había sido elegida al azar. Todos los personajes vestían al elegante modo florentino. Obviamente, los reyes simbolizaban a los propios Medici. Curiosa paradoja. Florencia era una República. Los representantes del Gobierno eran elegidos mediante sorteo y renovados periódicamente. Lorenzo, nominalmente, no era más que un ciudadano particular. No obstante, a nadie se le escapaba que su influencia era decisiva en la resolución de los asuntos importantes, incluido todo lo relativo a la política exterior de la República. Aquel fresco pretendía hacer ver a los embajadores de otros países que los Medici eran auténticos reyes, y el Papa colaboraba en cierta medida, pues únicamente concedía dispensas especiales para disfrutar de capilla particular a los más altos dignatarios de la cristiandad.

Los Medici… ¿Se consideraban a sí mismos reyes? ¿Se creían magos? ¿Eran realmente portadores de prodigiosos regalos? Mauricio se sintió vacilar, alternando su mirada entre el techo y el suelo. Los armónicos contrastes geométricos en forma de círculos, cuadrados, rombos y rectángulos poseían una cualidad hipnótica. Nada había sido dejado al azar, pero no era el momento de profundizar en las enigmáticas claves de la capilla.

Lo que realmente necesitaba era cobrar una pequeña fortuna por aquel anillo y comenzar su vida en otro lugar menos peligroso. Aunque Lorenzo había sobrevivido, su posición era en extremo vulnerable. En el complot para asesinarlo estaban implicados nada menos que los Estados Pontificios, el reino de Nápoles, la república de Siena y el conde Girolamo, señor de Imola y Forli. El papa Sixto —indignado por la ejecución del arzobispo de Pisa y por la detención de su sobrino, el cardenal Raffaele— estaba decidido a ir a la guerra. Roma y el resto de los aliados, que ya habían iniciado represalias contra los mercaderes y banqueros florentinos instalados en sus dominios, eran enemigos demasiado poderosos, incluso para el Magnífico.

La estrella de Lorenzo no podía seguir resplandeciendo mucho tiempo. ¿Y la suya propia? ¿Estaba condenada a extinguirse antes siquiera de haber comenzado a brillar? ¿Es que su sino estaba marcado por algún genio maligno que se complacía en sembrar su camino de asesinatos y muertes? Sin padre, madre, abuelos ni hermanos… ¿Acaso había sido maldito desde su nacimiento? Como en un destello se le apareció el rostro de una joven mujer agonizando. Era la misma imagen que se le repetía en sueños desde que era un niño.

Aunque la visión de la cruz sobre el altar solía tranquilizarle, esta vez sólo provocó que aumentara su ansiedad. Mauricio se santiguó, rogó por la salvación de su alma y se aprestó a compartir mantel con Lorenzo. Mientras abandonaba la capilla le vino a la mente la bendición de su padre: «En tu persona, el único Coloma vivo de nuestra casa, se cifra el futuro de toda una estirpe. Que nuestro pasado no haya sido un viaje en vano».

La alianza del converso
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