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Florencia, 21 de marzo de 1498
Flavia se arrodilló para orar en una pequeña y solitaria capilla de la iglesia de Santa Croce. Le gustaba aquella hora de la tarde, en la que no había oficios religiosos ni apenas gente. El silencio le permitía meditar sobre aquel día cargado de significado. El 21 de marzo señalaba el inicio de la primavera, un nuevo ciclo de renovación donde todo volvía a florecer.
Flavia ya era una mujer de cierta edad, y no podía pretender volver a ser una jovencita, pero tampoco era una flor marchita. A su modo, ella también se había preparado para el nacimiento de la primavera: se había peinado hacia atrás su pelo recién lavado, perfilado sus ojos, maquillado la cara con blancos polvos de nácar y había elegido una elegante cioppa de alegres colores como vestido. A Flavia le gustaba arreglarse, pues consideraba que el aspecto exterior reflejaba la vida y la historia de cada persona. Y es que la belleza tenía mucho que ver con el alma que iluminaba los ojos, con los pequeños gestos repetidos durante años, con ese halo invisible que es indiferente a la regularidad de las facciones. La belleza, a su entender, era también una actitud, una forma de mirar la vida…
Se preguntó por qué la Iglesia se complacía en cubrir sus templos con pinturas sobre el martirio y la crucifixión. Ella prefería contemplar frescos como el que cubría la pared derecha de la capilla, que mostraba cómo san Nicolás de Bari hacía resucitar a tres muchachos injustamente asesinados. Por ello, cada primavera, después de orar, siguiendo un ritual inalterable, consagraba una vela a la resurrección en aquella capilla erigida por los Castellani.
Michel Blanch tembló de emoción al entrar en la capilla. Cuatro mujeres oraban en silencio de rodillas. Una de ellas era Flavia Ginori, la llama que incendió su vida con la herida del amor y cuyo recuerdo siempre le había acompañado. Le bastó distinguir su silueta de espaldas para reconocerla, incluso después de tantos años. Su figura había cambiado, pero no demasiado, y su pelo seguía siendo precioso, aunque hubiera perdido el brillo de antaño. Maravillado, se sentó tras ella en un viejo banco de madera, contempló en silencio a su antiguo amor y esperó a que terminara de rezar antes de ir al encuentro de su alma, la que había permanecido en Florencia desde que se viera obligado a abandonar la ciudad con el corazón destrozado.
Flavia se levantó, caminó lentamente y depositó su vela de la resurrección frente el altar de la capilla. Una mano masculina encendió la vela antes que ella. Al volver la vista hacia el desconocido, su corazón se detuvo. El joven trovador, con el que compartiera risas, canciones y juegos en la villa de los Medici en Careggi, había vuelto a buscarla hasta aquella pequeña capilla. Los ojos se le nublaron de lágrimas, las piernas le flaquearon y creyó desmayarse. Michel le sujetó el antebrazo y la sostuvo con su mano.
Continuaba siendo un hombre alto y apuesto que imponía con su presencia. Su larga cabellera ya no era rubia, sino blanca, y su barba, plateada. Sus rasgos faciales continuaban transmitiendo fuerza y serenidad, su frente despejada no había perdido el brillo de la inteligencia, y sus penetrantes ojos azules le seguían hablando de otros mundos.
En aquellos instantes, nada era menos necesario que las palabras. Juntos salieron de la capilla y unidos atravesaron el largo pasillo de la enorme nave central de la Santa Croce, andando lenta y solemnemente. Ambos sabían que aquel paseo era sagrado, y a Flavia le pareció que no hacía falta más para que Dios los bendijera como marido y mujer.