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La puerta de la celda se abrió. El mismo médico que le había atendido durante su desmayo en la sala de torturas entró.
—Me llamo Sandro y he venido a ayudarte —se presentó—. ¿Cómo te encuentras?
—Me duelen muchísimo las articulaciones. Siento como si los antebrazos se me pudieran desprender de los hombros, y no puedo mover las muñecas. Los tobillos me molestan, pero mucho menos.
Sandro palpó con cuidado las zonas afectadas.
—Tienes los hombros dislocados, mas no te preocupes: voy a encajar las bolas del húmero en su sitio.
Mauricio sintió un alivio inmediato pese a que persistían los dolores. A continuación, Sandro le colocó una tela debajo del brazo derecho y la pasó por encima del hombro opuesto. Después amarró los dos extremos de la tela por detrás del cuello, mientras el codo se mantenía suspendido sobre el cabestrillo, e inmovilizó el brazo contra el pecho abrochando un cinturón que le recorría el pecho y la espalda. Sin perder ni un momento, el galeno repitió la operación con el brazo izquierdo. Finalmente, le vendó fuertemente las muñecas con dos trapos.
—Necesitarías hielo y nieve sobre los hombros para que te bajara la inflamación, pero ya ha sido un éxito que me permitieran entrar con trapos, telas usadas y un par de cinturones viejos. Los tobillos los tienes lastimados, no rotos. En cambio, las articulaciones de los hombros y las muñecas están destrozadas. Tu trabajo consistirá exclusivamente en no mover ni hombros ni muñecas. El resto lo hará tu cuerpo, que con la ayuda de Dios soldará los desgarros que has sufrido. La naturaleza es sabia, aunque el hombre sea necio. Por eso tus muñecas y tus hombros te envían señales de dolor, para reclamar así el reposo absoluto que necesitan para recuperarse. Los vendajes y el cabestrillo te ayudarán a que permanezcan inmóviles.
—Gracias —dijo Mauricio—. Supongo que nadie se tomaría tantas molestias conmigo si la Signoria tuviera previsto someterme otra vez al strappado.
—Supones bien. No quieren arriesgarse a que mueras bajo la tortura y que el Gran Consejo les pueda acusar posteriormente de haber matado a un inocente.
Pese al dolor de sus articulaciones, Mauricio sentía el fuego de la vida renacer en su interior. Aquella buena nueva significaba, por lo pronto, dejar sin trabajo al verdugo y, por ende, que el Gran Consejo podría decretar su absolución aunque la Signoria le condenase. ¡El milagro era posible!
—Espero recompensarte en un futuro próximo por cuanto has hecho por mí. Si no hubiera sido por tu intervención cuando me desmayé, ya estaría muerto.
—No exactamente —afirmó el médico esbozando una media sonrisa—. Fingí que estabas sufriendo un ataque cardiaco, cuando simplemente te habías desvanecido por el dolor. No me gusta mentir, pero espero que Dios no me lo tenga en cuenta, ya que sin ese ardid hubieran continuado sometiéndote al tormento.
—¿Por qué te arriesgaste así por mí?
—Teniendo en cuenta que era el único médico presente —dijo Sandro arqueando una ceja—, el peligro era insignificante. En cuanto al porqué, digamos que había llegado a un acuerdo con cierto abogado que se ocupa de tu defensa.
—¿Quién es? —quiso saber Mauricio.
—Descuida, es el mejor: tú preocúpate sólo de sobrevivir en esta celda sin moverte demasiado. Del resto se ocupará Antonio Rinuccini.