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Mauricio se tomó otro vaso de vino mientras esperaba a Lorenzo en una de las estancias cercanas al salón principal del palacio Medici. Pese a que le habían citado a primera hora de la tarde para una audiencia con el Magnífico, la caída de Colle de Valdesa tenía prioridad. Por ello, Lorenzo llevaba ya algunas horas encerrado con sus asesores analizando la situación. A diferencia del salón principal, en cuyos muros lucían frescos, las paredes de esta sala se hallaban decoradas con bellos tapices importados de Flandes. Los paños flamencos estaban de moda en Florencia, no sólo para cubrir las paredes y las puertas con sus dibujos, sino también las sillas, los cojines, los cubrecamas y hasta los doseles… Bruno, que conocía a un joven maestro de Brujas, había barruntado la idea de introducir en Florencia sus excelentes paños tejidos con seda, plata y oro, pero habían pospuesto el proyecto hasta que acabara la guerra. Mauricio se disponía a contemplar por penúltima vez los Triunfos, de Petrarca, que adornaban la habitación cuando Lorenzo, acompañado de Elías Leví, entró en la sala.
—Siento haberte hecho esperar —se disculpó—. Las noticias del campo de batalla son tan graves que pronto me veré obligado a tomar decisiones que hubiera preferido evitar. Sin embargo, no te he hecho venir para hablar de la pérdida de Colle de Valdesa, sino para continuar la inconclusa conversación del otro día sobre tus orígenes. Precisamente hoy me han llegado los informes que había mandado recabar sobre tu pasado hace ya algunos meses. Nuestros hombres han hecho un excelente trabajo y han comprobado todos los archivos. Coloma no es más que el apellido que adoptó tu abuelo paterno cuando se convirtió al cristianismo. Eres efectivamente descendiente del gran cabalista Abraham Abufalia y, por tanto, nuestra gran esperanza.
—¿Gran esperanza? —repitió Mauricio, sumamente confuso y más bien receloso de que uno de sus antepasados se hubiera dedicado al dudoso estudio de la cábala. Una cosa eran las ansias de saber, y otra muy distinta, traspasar la puerta que lindaba con el Infierno.
—Para descifrar el significado del anillo, por supuesto. No creo en las coincidencias. Tu familia tenía en su poder la gema que se desprendió de la frente de Luzbel y resulta que «casualmente» descendéis de uno de los más grandes cabalistas de todos los tiempos. Desconozco cómo llegó hasta él y cuál es el secreto que esconde, pero lo descubriré con tu ayuda.
—Yo ni siquiera le conocí —protestó Mauricio—. ¿Por qué estaría más capacitado que cualquier otro para desentrañar un misterio semejante?
—Sangre de su sangre corre por tus venas —respondió Elías—: en tu cuerpo se hallan grabadas las experiencias de Abraham Abufalia. Bastaría tan sólo que recordaras…
Mauricio se sentía mareado. Posiblemente a causa del vino, ya que últimamente no le proporcionaba la claridad ni la alegría de antaño, sino un consuelo parecido al provocado por las esponjas somníferas impregnadas de mandrágora y beleño empleadas por algunos médicos. No obstante, aquella conversación, lejos de aletargar sus sentidos, le estaba provocando un vértigo mental semejante a estar al borde del abismo.
—No entiendo bien lo que afirmas, Elías, pero, en cualquier caso, ahora me da pavor pensar siquiera en ese anillo. ¡Si realmente contiene la gema de Lucifer, no sería de extrañar que la piedra estuviera maldita…!
—Tranquilízate, Mauricio —le calmó Lorenzo—. Lejos de estar maldita, la piedra sería sagrada. Una tradición persa, que a buen seguro conoció Abraham Abufalia, habla de una gran esmeralda de brillo insuperable que se desprendió de Luzbel en el momento de su caída. Sus custodios conocían sus virtudes mágicas y la consideraban capaz de otorgar claridad interior a su portador. Tal vez por ello, Luzbel la arrojara fuera de sí al ser incapaz de aceptar la verdad sobre sí mismo. Estaríamos hablando, por tanto, de un objeto tan santo que incluso el trovador Wolfram von Eschenbach, en su famoso poema Parsifal, identificó el Grial con esa piedra preciosa caída del Cielo: probablemente la misma esmeralda que custodió tu familia. Y si bien somos meros peones en esta partida de ajedrez cósmico, quizá con la ayuda de la sortija podamos transformarnos en reinas.
—¿Partidas de ajedrez cósmico? ¿A qué te refieres exactamente? —preguntó Mauricio.
—Ya que estás en medio del tablero, tienes derecho a saberlo —afirmó el Magnífico—. En el Apocalipsis de san Juan se relata cómo las huestes de Lucifer son derrotadas en los Cielos y encadenadas a la Tierra hasta el día del Juicio Final. Nadie sabe cuándo llegará ese final de los tiempos, pero, entre tanto, las fuerzas de Lucifer tienen libertad para seguir interactuando sobre nuestro mundo. Y lo están haciendo desde dimensiones ocultas al ojo del ser humano, fomentando nuestros pecados en sus más diversas formas. También existen hombres cuya maldad no tiene nada que ver con aquellos que nos dejamos arrastrar por nuestras bajas pasiones. Si los conocieras se te helaría la sangre. No son malos porque se precipiten al abismo impelidos por la lujuria, la ira o la estupidez. Por el contrario, tienen un perfecto dominio sobre sí mismos y han abrazado la causa del mal de manera muy consciente, con la misma frialdad con la que un avezado banquero analiza una transacción financiera. Esas personas son adeptos de Luzbel, al que ellos consideran el portador de la luz. Por eso se conocen entre sí como los resplandecientes.
—Luzbel, el ángel cuya luz brillaba más intensamente —susurró Mauricio—. ¿Y qué sabemos de sus seguidores terrenales? —preguntó Mauricio, con los ojos muy abiertos y el corazón encogido.
—Mi red de espías se ha dedicado en cuerpo y alma a investigar sobre los resplandecientes, pero no han encontrado nada que no fueran sombras. Entre ellos se reconocen, pero son una sociedad tan hermética que es imposible desenmascararlos. Prefieren actuar indirectamente utilizando a personas que desconocen sus verdaderos propósitos. El intento de asesinarme se produjo en el interior de la catedral, en el preciso momento en que se alzaba el cáliz consagrado a la vista de todos, como parte de un ritual satánico del que sus ejecutores materiales desconocían su auténtica naturaleza. Ya hablaremos de ello otro día. Yo estoy cansado, y tú, confuso. Basta con que sepas que contamos contigo y que estás protegido. Aunque te parezca increíble, estoy convencido de que el destino te ha puesto aquí por un motivo muy especial.