15

Lorena recitó mentalmente la nota que Mauricio le había dejado dentro del pañuelo. Contenía un poema de extraordinaria belleza y una indicación: estaría todos los días en la misma tienda a la hora nona[2].

Allí la aguardaría impaciente, deseando volver a verla. La propuesta era inaceptable. Una distinguida dama en edad de merecer no podía frecuentar habitualmente la tienda de Lucrecia. Mucho menos hablar en público con aquel extranjero un día tras otro. Ni siquiera una vez por semana. En ese caso, su reputación quedaría en entredicho y le sería imposible encontrar un marido adecuado. Por otro lado, Mauricio debía de ser un hombre acaudalado, a juzgar por sus ropas. El que ignorara totalmente las costumbres florentinas —lejos de disgustarle— le confería un punto atractivo a sus ojos. Y existía una posibilidad honorable que valía la pena explorar…

Al principio, Cateruccia se había resistido, pero, tras ofrecerle un pequeño soborno, había aceptado cumplir el encargo.

—La tarea que me encomendaste ha sido más fácil de lo previsto. Me ha bastado con preguntar a Lucrecia, que está al corriente de todos los cotilleos que circulan sobre sus clientes. Resulta que el tal Mauricio es el hombre que salvó la vida de Lorenzo de Medici cuando iban a apuñalarle en la catedral. Su persona está llena de misterios. Se rumorea que fue él quien regaló a Lorenzo ese fabuloso anillo que luce en algunas apariciones públicas. Hay quien afirma que se trata de un poderoso mago que está enseñando sus técnicas al mismísimo Marsilio Ficino. Otros dicen que, por el contrario, es él quien tiene mucho que aprender de los sabios que rodean al Magnífico. Pocas cosas se conocen de su origen. Únicamente sabemos por cierto que es natural de Barcelona. De cualquier modo, ahora es uno de los hombres de máxima confianza de Lorenzo. Se aloja en su palacio, y a no mucho tardar será nombrado subdirector de la Tavola Medici en Florencia, sobre la que ya ostenta una pequeña participación.

La cabecita de Lorena se trasladó al mundo de los sueños y los cuentos. Mauricio, el milagroso salvador del Magnífico. Un hombre de extraordinarios poderes llegado de lejanas tierras para evitar que triunfara la perversa conspiración de los Pazzi. ¿Sería acaso un héroe como el Percival descrito por el trovador Wolfram Eschenbach…? Lorena se rio de sí misma y bajó nuevamente a la arena de la realidad.

—¿Cuánto te ha costado averiguar todo eso? —preguntó, intentando que su rostro no reflejara el enorme interés que hervía en su interior. Cuanto más ansiosa se mostrase, más caro le saldría el próximo favor que le iba a solicitar de Cateruccia.

—Lucrecia siempre está muy bien informada, pero se hizo de rogar. Me tuve que comprar un par de zuecos a un precio muy superior al habitual. Casi no he podido traerte dinero de vuelta.

Lorena suspiró con resignación. Era imposible engañar a Cateruccia. La había cuidado desde que era una niña. ¿Cómo no iba a darse cuenta de cómo le subían los colores cuando hablaba de Mauricio? Así que recogió las pocas monedas di piccioli que le devolvió Cateruccia y reflexionó sobre cómo enfocar su siguiente petición. Finalmente decidió que lo más adecuado era una táctica ofensiva, dando por supuesto que sus deseos no admitían discusión.

—La próxima tarde que salgamos a pasear sin mi hermana, haremos algunas compras en la tienda de Lucrecia alrededor de la hora nona.

—Señorita Lorena —replicó Cateruccia, alarmada—, ya hemos ido más lejos de lo que el decoro permite. No puedo continuar siendo cómplice de este juego. Es demasiado peligroso.

—No te preocupes tanto —la tranquilizó Lorena—. Todavía no me he vuelto loca. La próxima visita será la última. Lo único que te pido es que mientras hablo con Mauricio recorras la tienda buscando algo que te gustaría comprarte.

Lorena esperaba haber calculado bien. Cateruccia no sólo la quería muchísimo, sino que era una mujer extremadamente práctica. El nuevo regalo que tan sutilmente le estaba ofreciendo era un incentivo no desdeñable. No obstante, la baza verdaderamente decisiva era que el futuro de Cateruccia estaba ligado al suyo propio. Descartado el enlace con Galeotto Pazzi, sus padres ya estaban considerando nuevos pretendientes. Era muy probable que en el plazo máximo de un año se viera obligada a contraer matrimonio. En tal supuesto, de reclamar a Cateruccia como gobernadora de la nueva casa, nadie se lo iba a negar. Y dirigir una gran mansión —si el enlace se ajustaba a las aspiraciones de sus padres— era mucho más interesante que cuidar de dos hermanitas.

—La próxima visita será la última —sentenció Cateruccia.

La alianza del converso
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