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Lorena no podía haber estado más equivocada. Todas las casualidades que habían conspirado para hacer posible aquel viaje respondían a un designio ineludible: que fuera capaz de escuchar los gritos de una conciencia que yacía enterrada en el subsuelo de una gruta olvidada.
Nada de eso sospechaba cuando, tras nueve jornadas de marchar a lomos de burro, el cielo oscureció para anunciar una peligrosa tormenta. Los animales enmudecieron, y el viento se calmó por unos instantes mientras negras nubes se avistaban en su avance desde el norte.
—Dentro de poco necesitaremos un refugio seguro —anunció Michel—. Afortunadamente conozco unas cuevas muy cercanas. Acamparemos allí hasta que la tormenta haya descargado su furia.
El tiempo había sido benigno en las nueve jornadas precedentes. El calor había resultado tolerable durante el día, y al anochecer habían podido dormir al raso sin más precaución que la de encender una hoguera a cuya luz los hombres se turnaban haciendo guardia. Sin embargo, las tormentas podían adquirir proporciones apocalípticas en el terreno montañoso donde se hallaban. Los enormes árboles desplomados que había contemplado Lorena en el camino mostraban muy claramente lo que podía ocurrir cuando se desencadenaban tempestades en las montañas del Sabarthès. Por eso, Lorena recibió con alivio la noticia de que cerca de allí había unas grutas donde guarecerse. Su esposo agradecería especialmente el descanso. Pese a que prácticamente no se había quejado, Lorena sabía muy bien que el irregular trajín de las mulas le provocaba mucho dolor en los hombros. Felizmente el viaje tocaba a su fin. Tan sólo los separaba de Tarascón un temporal pasajero y aquel último alto en el camino.
El grupo alcanzó la cueva cuando el cielo parecía ya un campo de batalla donde ejércitos voladores ocultos tras las nubes estuvieran utilizando rayos, truenos y relámpagos a fin de aniquilarse mutuamente. La entrada de la caverna era suficientemente grande para que pudieran entrar sin dificultades junto a las mulas, que estaban más nerviosas que ningún otro día. Tras atarlas con oficio, evitando que alguna coz perdida diera en el blanco, los hombres procedieron a encender un par de fuegos que calentaran el ambiente y ahuyentaran a posibles animales. Lorena, Mauricio y Michel, cuya amistad había ido creciendo a lo largo del viaje, se recogieron espontáneamente en la hoguera más pequeña. El resto de los hombres compartieron el fuego más grande.
—Esta gruta ha sido utilizada por el hombre desde los inicios de la humanidad —explicó Michel Blanch—. Apenas hemos recorrido unas decenas de metros. Si continuáramos avanzando encontraríamos una auténtica ciudad subterránea, más digna de visitarse que Roma, Aviñón o Florencia.
—¿Deberíamos, pues, aprovechar la tormenta para explorarla? —preguntó Mauricio risueñamente.
—Sin duda. Bastaría con que os atrevierais a recorrer unos cientos de metros para que llegáramos a «la catedral», una sala grandiosa de roca viva más alta y espaciosa que el Duomo de Florencia. La acústica del lugar es extraordinaria. En ocasiones he cantado allí junto con algunos músicos intrépidos. No sé cómo sonará la música de las esferas, mas no creo que en ningún otro lugar de la Tierra las notas vibren como en esa prodigiosa catedral subterránea.
Durante el camino, Michel había demostrado ser un excelente líder cuyas indicaciones nadie cuestionaba. Pero también era un hombre de risa contagiosa que sabía extraer dulces frutos del árbol de la vida. Era sacerdote y, a la vez, un poeta inspirado. Gran admirador, como Lorena, de las antiguas trovas occitanas, había cantado junto a su esposo versos que la transportaban a su infancia y más allá.
—Debe de ser impresionante escuchar un concierto en semejante auditorio natural. Ahora bien, ¿no es peligroso adentrase en de las grutas? —preguntó Mauricio.
—No conmigo. Conozco sus recovecos mejor que las arrugas de mi rostro y podría recorrer sus pasadizos con una venda en los ojos sin temor a extraviarme. Confiad en mí y seguidme. Veréis, existe una conexión entre la esmeralda y el interior de esta caverna que sólo puede comprender quien es capaz de entrar en su vientre. Únicamente entonces podré dar, al fin, satisfacción a vuestras dudas sobre el anillo.
Lorena miró a su esposo. En los nueve días de viaje, Michel había ignorado sus preguntas respecto a la esmeralda alegando que no era el momento adecuado. Ahora, según él, se encontraban en el lugar y el momento propicios. A Lorena le daba miedo adentrarse en aquella caverna, cuyo interior albergaba un mundo del que no conocía nada. Un reino subterráneo en las mismísimas entrañas de la montaña que podía extenderse por remotas profundidades del interior de la Tierra. ¿Sería acaso la morada del Maligno? Lorena desechó tan fantasioso pensamiento. Michel Blanch no guardaba ningún temor hacia aquellas cuevas, y de sus palabras se desprendía que las conocía profundamente. Durante el transcurso del viaje, Lorena había ido adquiriendo un gran afecto y una enorme admiración por quien fuera su padre. No era usual lo que les pedía, aunque nada de lo relacionado con la esmeralda lo era. Y Lorena sabía instintivamente que podía confiar en aquel hombre. Mauricio la cogió de la mano y su esposa se la apretó con amor.