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Lorena y Mauricio, provistos de palos de madera reconvertidos en antorchas, siguieron a Michel en su descenso al inframundo. El resto de los hombres no habían querido saber nada de tal aventura y habían preferido apurar el odre de sus vinos reconfortados por el calor del fuego.
Toda la montaña retumbaba bajo el estrépito de la tormenta. El agua se filtraba incesantemente a través de las rocas y caía gota a gota. Como si las paredes fueran de arcilla y pudieran derretirse, miles de afiladas columnas de piedra descendían desde las alturas adoptando formas prodigiosas. Lorena apenas prestaba atención a tales portentos, pues era necesario andar muy lentamente para evitar perder el equilibrio al apoyarse inadvertidamente en rocas resbaladizas o en alguna hendidura del terreno. Lo que resultaba imposible era mantener los pies secos, ya que el terreno estaba humedecido y abundaban las zonas con charcos. En determinadas ocasiones, Michel les recomendó andar a cuatro patas, y en otras, tuvieron que arrastrarse por angostos túneles. Lorena creyó ver también oscuros precipicios sin fin apenas alumbrados por la modesta luz de las antorchas. Sin la guía de Michel, Lorena hubiera caído en el desmayo o la desesperación. No obstante, la mera voz de aquel hombre, tan llena de vitalidad y confianza, hacía que cualquier temor pareciera una niñería. La oscuridad que los envolvía era enorme y las sombras parecían ocultar ominosas amenazas, pero Michel sabía atajar los momentos de tensión con bromas o instrucciones precisas.
—¡Ya hemos llegado a la catedral! —anunció triunfalmente Michel.
Lorena cogió de la mano a Mauricio. Fuera del campo de luz proyectado por las antorchas no era posible ver nada.
—Incluso la mayor iglesia del mundo cabría dentro de esta enorme sala, cuyos techos superan los cien metros de altura. Encenderé tres pequeñas hogueras para que podáis apreciar algo de lo que digo.
Michel, iluminado por la antorcha que portaba, anduvo un buen trecho en solitario hasta detenerse en un punto distante, donde encendió un fuego tras sacar de su zurrón hojarasca seca y leña fina. A continuación volvió a desplazarse y repitió la operativa en otros dos lugares muy alejados entre sí. De este modo, las tres modestas hogueras permitían ver la enorme extensión de aquella sala de piedra que la naturaleza había construido sin necesidad de arquitecto humano. Por supuesto, la mayoría de la gruta continuaba a oscuras y no era posible avistar los techos con tan parca iluminación. Sin embargo, resultaba muy sugerente imaginarse la magnitud del lugar contemplando las enormes paredes de roca blanca recortadas contra los fuegos, así como los vastos espacios que permanecían a oscuras. Aquello era sencillamente un mundo diferente al que existía ahí fuera.
Michel regresó a donde estaban ellos y propuso cantar una trova. Poseía una voz tan profunda como sentida, y entonó la primera estrofa. La cueva devolvió los sonidos con un eco, y Mauricio se unió al festival. Era un dueto formidable. Lorena, emocionada por la magia del momento, hizo de tercera voz. El efecto fue sobrecogedor. Allí, entre su padre y su esposo, con las manos entrelazadas, le pareció que los tres se fundían con la música en una única melodía.
Al acabar, continuaron adentrándose en el interior de las entrañas de la Tierra. A la luz de las antorchas se podía apreciar la existencia de mármoles rojos y negros que hubieran causado furor entre los artistas y constructores de Florencia. Lorena pensó que incluso los mejores escultores florentinos no habrían podido superar algunas de las creaciones modeladas por el agua en los bloques de roca. Y es que las antorchas iluminaban con su luz figuras de piedra que adoptaban formas tan variopintas como verosímiles: diablos, brujas, vírgenes en miniatura, capuchas de frailes, turbulentas cascadas, animales diversos… Desde luego, a la naturaleza no le faltaba imaginación.
—Y ésta es la tumba de la princesa Piriné —apuntó Michel Blanch señalando una gran roca blanca en el suelo que imitaba la forma de un antiguo sarcófago—. Cuenta la leyenda —prosiguió explicando— que Hércules se enamoró de la princesa Piriné, hija del dios Atlas, quien a su vez odiaba al irascible héroe. Aquel amor era imposible. Desesperado, Hércules separó con un mazo la tierra que unía entonces el norte de África con el sur de la península Ibérica. Como resultado, las corrientes marinas cambiaron su curso e inundaron la Atlántida. La fantástica civilización de la isla desapareció y tan sólo algunos atlantes consiguieron salvarse en frágiles embarcaciones, que navegaron a merced de las tempestades. Piriné, una de las pocas supervivientes, se refugió en esta cueva tras un accidentado viaje. Desafortunadamente para ella, ni siquiera aquí pudo encontrar protección contra la maldición que pesaba sobre los atlantes: un gran oso blanco, tan fiero como el propio Hércules, se abalanzó sobre la princesa y la despedazó con sus garras. Una antigua civilización desaparecía y un nuevo mundo estaba por nacer. Las pléyades, compañeras de Piriné en el firmamento, erigieron esta tumba en su memoria y lloraron largamente su triste muerte. Desde entonces esta cordillera de montañas recibe el nombre de Pirineos. Las lágrimas derramadas por las estrellas no fueron en vano, pues de ellas nació un bello lago. Venid, os lo mostraré.
Lorena vio un estanque de agua que se le antojó un espejismo en mitad de aquel desierto de rocas.
—Es un lago mágico —comentó Michel—, porque las lágrimas vertidas por las pléyades permiten recordar el pasado a quien beba de ellas.
—Así la Atlántida y Piriné pueden seguir viviendo en la memoria de los viajeros que llegan hasta aquí —señaló Mauricio.
—Es una bella conclusión —concedió Michel—, pero sólo hay una forma de comprobar si la historia es cierta, además de hermosa: bebiendo el agua del lago. ¿Os atrevéis?
—¿Por qué no? —dijo Lorena—. Estamos fatigados. Nos irá bien beber y reposar un rato.
—Excelente idea —alabó Michel.
Lorena no quería quedarse dormida. Sin embargo, después de beber se recostó sobre el pecho de Mauricio y los ojos se le cerraron durante unos instantes.
—Descansad tranquilos —dijo Michel—. Yo os despertaré de vuestro sueño.
Imágenes sin sentido, antesala del sueño profundo, desfilaron incoherentemente dentro de la cabeza de Lorena. Le parecía peligroso despedirse de la conciencia en un lugar como aquél, sin otro vigía que Michel Blanch. ¿Y si hubiera errado en su juicio sobre él? Si les hurtaba la esmeralda y desaparecía, jamás encontrarían el camino de regreso. Tal vez hubiera sido más seguro revelarle que en realidad era su hija. No obstante, en un momento dado, dejó de pensar, porque una apetecible oscuridad se estaba apoderando de su mente sin que la razón pudiera hacer nada por evitarlo.