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Mauricio solía acudir cada mañana temprano a escuchar misa en la basílica de San Lorenzo, reformada por entero gracias al patrocinio de los Medici, y situada frente a su palacio. Hoy, sumido en pensamientos tan espesos como la pegajosa niebla que ocultaba caprichosamente la silueta de algunos edificios, dejó atrás la basílica y continuó andando hasta llegar a la imponente iglesia de Santa Maria Novella.

Mauricio decidió unirse a los fieles que allí acudían a celebrar los santos oficios, traspasó la puerta principal, flanqueada por mendigos a los que ofreció el consuelo de unas monedas. Sintiéndose abrumado por las enormes medidas de la nave central, buscó refugio en la recogida capilla financiada por el banquero Tommaso Strozzi como expiación de sus pecados. Sobre la pared principal se representaba el Juicio Final, y en sus laterales se exhibían los dos posibles destinos del ser humano: el Infierno, con los nueve círculos concéntricos descritos por Dante, y el Paraíso anhelado. Naturalmente, en el fresco se podía admirar como san Miguel conducía hasta el Cielo a Tommaso Strozzi y a su amada esposa.

A Mauricio también le hubiera gustado expiar sus pecados erigiendo una capilla a costa de su caudal. De momento, a falta de otros recursos, debía sufrir en silencio la ausencia de noticias sobre Lorena, rogando que su particular purgatorio fuera un camino de castigo que le condujera pronto a un buen final. Hasta la fecha, los criados de Francesco Ginori le habían comunicado invariablemente la misma respuesta: «El señor está ocupado. Si desea verle, ya le mandará recado». Mauricio se aferraba a tan ambigua contestación, y cimentaba en ella su esperanza. Si Francesco estuviera completamente seguro de prohibir su enlace con Lorena, o bien ya se lo hubiera hecho saber, o bien los criados le hubieran comunicado de manera más taxativa que no volviera por allí. El dejar esa puerta abierta, la posibilidad de mandarle recado, quería decir que no estaba todo decidido.

Mauricio salió nuevamente a la espaciosa nave central de la iglesia, se arrodilló ante el sagrario y se santiguó. Ya era hora de acudir al banco y afrontar los desafíos del día. Últimamente tenía la impresión de que Francesco Sassetti, el director general, estaba boicoteando sutilmente sus intentos de profundizar más en el funcionamiento real de la tavola. Incluso Bruno, inicialmente muy entusiasta, se mostraba parco en sus respuestas cuando el director estaba presente. Continuamente le escamoteaban explicaciones detalladas sobre algunos asientos contables que no le acababan de cuadrar y —estaba seguro de ello— también le vedaban el acceso a determinados contratos o cartas financieras.

Mauricio prefería simular que no se daba cuenta de las maniobras de Francesco Sassetti. Antes de dar ningún paso en falso debía aprender más sobre las prácticas financieras para averiguar qué podía estar ocultando el director de la tavola, y sólo entonces denunciar con fundamento su turbio proceder ante Lorenzo. De otro modo, el Magnífico, inmerso en un mar de problemas, podría interpretar sus quejas como las de un niño incapaz de valerse por sí mismo. Mientras Francesco Sassetti no le considerara un peligro, Mauricio podría continuar cultivando en secreto su amistad con Bruno sin levantar sospechas. En efecto, Bruno era siempre el primero en llegar a la tavola, mientras que el director se tomaba su tiempo. Por dicho motivo, Mauricio se había acostumbrado a madrugar, pues cuando Bruno se hallaba a solas con él, se mostraba mucho más amistoso y predispuesto a compartir sus valiosos conocimientos.

Al salir a la calle le deslumbraron los primeros rayos de sol de la mañana. Mauricio alcanzó la principal Via della Scala, que conducía hasta la tavola, cuando un espectáculo inusual le detuvo. A la altura del cruce con la Via della Porcellana, tres hombres ayudaban a andar a una mujer que, súbitamente, se desplomó al suelo.

Mauricio se acercó rápidamente al grupo, para averiguar qué había ocurrido. Los tres hombres tenían los rostros desencajados. Uno de ellos meneó la cabeza y se dirigió a Mauricio.

—No hay nada que hacer. La peste se ha llevado su vida. ¿Nos podrías ayudar a transportarla hasta el cementerio del hospital de La Scala?

Mauricio retrocedió instintivamente. Asustado, pensó que tocar las ropas de aquella mujer le podía acarrear la muerte. El hospital estaba a menos de quinientos pasos, pero ese pequeño trayecto le podía conducir a un lugar del que los vivos no vuelven.

Los tres hombres empezaron a levantar a la difunta sin esperar ayuda. En ese momento, Mauricio cambió de parecer. Tal vez, allí, en la salida de la iglesia, Dios le estuviera esperando para probar su fe. ¿O acaso rezar mucho y ayudar poco era propio de buenos cristianos? Debía actuar con valor. Si Dios le miraba con buenos ojos, quizá le concedería la gracia de permitir su enlace con Lorena. Mauricio se animó recordando que según Marsilio Ficino no estaba comprobado que la causa del contagio fuera el contacto físico, pues había personas que, pese a convivir con enfermos de peste, no la contraían.

Mauricio se encomendó a Jesucristo mientras sus manos entraban en contacto con el cadáver.

La alianza del converso
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