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Florencia, 28 abril de 1500
Mauricio repasó sus notas sobre la ejecución de Savonarola sentado frente a la cripta de la iglesia de San Miniato. Habían transcurrido dos años desde su muerte, y, por fin, estaba satisfecho con la descripción plasmada en la piel de vellón de su cuaderno. Escribir, en ocasiones, era semejante a observar la realidad a través de los ojos de otra persona, y una inefable sensación de dicha lo invadía cuando consideraba haber sido fiel notario de esa mirada diferente a la suya.
Existían tantos mundos como miradas, y una de las más originales y clarividentes era la de su amigo Leonardo da Vinci: un genio tan extraordinario que hasta había sido reconocido como profeta en su tierra. En efecto, tras la caída de sus protectores, los Sforza de Milán, Leonardo había regresado a su ciudad natal tras una breve estancia en Mantua y Venecia. Muchos florentinos lo consideraban un hombre extravagante y caprichoso, pero todos coincidían en estar orgullosos de que el magistral pintor, consagrado con su extraordinaria Última Cena, residiera nuevamente en Florencia.
En el pasado, Mauricio había pasado largas horas con el maestro observando en silencio las figuras geométricas de San Miniato, la iglesia favorita de Leonardo. En una ocasión éste le había dicho en voz queda, contemplando aquellas figuras circulares que parecían moverse como las ondas del agua cuando uno fijaba su vista el tiempo suficiente sobre ellas: «¿Sabes, Mauricio?, sólo es realista quien no descarta lo imposible».
Mauricio albergaba una ilusión imposible de cumplir. Ahora que Leonardo había regresado a Florencia tenía una oportunidad, por remota que fuera, de que su anhelado proyecto se transformara en realidad. ¿Por qué no intentarlo?