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Habían transcurrido once días desde que los franceses ocuparan la ciudad. Finalmente, se estaba oficializando su despedida en la plaza de la Signoria. Desde el balcón del palacio de Gobierno, un oficial público, flanqueado por las banderas francesas y florentinas, leía a viva voz los términos del tratado ante la asamblea del pueblo reunida en la plaza. Lorena calculó que casi dos tercios de todos los ciudadanos debían de hallarse allí presentes. Al lado del pregonero estaban los miembros de la Signoria junto al rey Carlos, cómodamente sentado bajo palio en un trono que Lorena recordaba haber visto en el palacio Medici.
Las cosas parecían ir a mejor. Su marido, tras haber recordado aquel sueño tan extraordinario, parecía estar superando la crisis que le había sumido en la parálisis. Seguía sufriendo tensiones y angustias, pero eso ya no le impedía enfrentarse nuevamente a los desafíos que le planteaba su negocio de tejidos. La situación no era fácil, porque bajo el liderazgo de Savonarola casi nadie quería comprar prendas de lujo en Florencia y las exportaciones también estaban flaqueando. La ocupación francesa había sido nefasta comercialmente hablando, puesto que la mayoría de las tiendas habían optado por cerrar atracando sus puertas ante cada uno de los múltiples rumores sobre posibles enfrentamientos. Sin embargo, estaba esperanzada, porque Mauricio se hallaba en el buen camino para volver a ser él mismo.
La atención de Lorena se concentro de nuevo en el balcón del palacio. El rey Carlos, con el rostro teñido de incredulidad, había saltado como un resorte de su trono, para encararse con el pregonero justo después de que éste proclamara la suma que Florencia pagaría a la corona francesa: ciento veinte mil florines. El monarca, con gesto airado, mostró claramente que no estaba de acuerdo con aquella cláusula.
Lorena sabía que aunque la cifra ofrecida por Piero de Medici al soberano de Francia ascendía a doscientos mil florines, la Signoria había negociado bajar a ciento cincuenta mil. Posiblemente la furia del rey se debiera a esa diferencia de treinta mil florines con respecto al último pago acordado. En aquel preciso momento, el gonfaloniere discutía violentamente con el monarca. Lorena se alegró de haber tenido la precaución de dejar a los niños en casa con Cateruccia. En demasiadas ocasiones bastaba una chispa para que prendiera un incendio. Tras un breve y acalorado intercambio de palabras, el monarca francés guardó un tenso silencio; a continuación cogió amigablemente al gonfaloniere por el hombro y bromeó amistosamente. El peligro había pasado. El pregonero continuó leyendo, sin incidencias, los demás pactos del tratado.
—¿Cómo habrá conseguido nuestro gonfaloniere calmar al monarca francés? —se preguntó Mauricio.
—Me ha parecido leer en sus labios que le decía al rey Carlos: «Si tú haces sonar tus trompetas, nosotros haremos sonar nuestras campanas».
—Sí, es posible. El rey sabe que el repicar de las campanas implica una llamada a las armas, y habrá preferido que su ejército no sufra ninguna baja; se conforma con los ciento veinte mil florines, que, por otro lado, son una auténtica fortuna. En cuanto al comentario jocoso del rey Carlos, aunque no sé leer los labios como tú, me jugaría un brazo a que soy capaz de adivinar sus palabras.
—¿Ah, sí? —preguntó, intrigada, Lorena—. ¿Y cómo es eso?
—Verás. Piero di Gino Capponi, nuestro gonfaloniere, fue embajador en Francia durante los tiempos de Lorenzo, el Magnífico. En aquella época, el rey Carlos no era más que un niño y Piero solía jugar con él como un tío lo haría con su sobrino. Más de una vez Lorenzo me había comentado carcajeándose que el príncipe heredero de Francia cuando bromeaba con nuestro embajador le decía: «¡Oh, Capponi, Capponi! Eres realmente un buen capón». Por eso apostaría lo que fuera a que el rey, recordando su niñez, habrá repetido aquella ocurrencia para que ambos pudieran recordar su amistad pasada.
Lorena se rio con ganas. Pensar que aquella frase hubiera podido solucionar amistosamente un asunto tan grave…
—Así se escribe la historia —comentó Lorena sonriendo.
—Sí —señaló Mauricio—. Cuando la Signoria eligió a Piero di Gino Capponi como gonfaloniere, lo hizo con la intención de crear un lazo emocional con el rey Carlos. Lo que nunca pudieron imaginar es que sería un capón quien salvara a Florencia del desastre.