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Lorena, que permanecía acurrucada junto a la chimenea del salón, tiritando bajo una manta, se asustó cuando oyó unos nuevos golpes en la puerta. Le parecía imposible que unos oficiales de la Signoria estuvieran conduciendo a su marido a prisión cuando poco antes estaban abrazados en el lecho compartiendo su calor.

¿Estaba su esposo implicado en un delito de alta traición? Lorena dudaba. Quizá Mauricio, desesperado por la situación económica en la que se encontraban, hubiera aceptado participar en una conspiración, con la esperanza de ocupar un puesto relevante en el nuevo Gobierno surgente. La peste había vuelto a aparecer en Florencia, ni Pisa ni el resto de ciudades les habían sido devueltas, y la crisis estaba provocando que fueran ya muchos los que pasaban hambre. Por tanto, no era descabellado que un golpe de Estado bien ejecutado pudiera propiciar un cambio de régimen.

En cualquier caso, Lorena no disponía de ningún indicio que señalara a Mauricio como sospechoso, y lo único que realmente le importaba era encontrar los medios adecuados para liberarle de la cárcel con independencia de su culpabilidad o inocencia. Pero ¿qué hacer? ¿Por dónde empezar? Nuevos golpes en la aldaba de hierro anunciaron que no había tiempo para reflexionar. Mientras las preguntas se le agolpaban en la cabeza, Lorena se desprendió de su manta y bajó con temor las escaleras que conducían hasta el portón del vestíbulo.

El viento que soplaba con fuerza aquella noche continuaba siendo portador de noticias funestas. Un sirviente anunció que Francesco, su padre, acababa de morir. Lorena se quedó boquiabierta unos instantes, como queriendo encontrar rastros de falsedad en el rostro del heraldo, antes de romper a llorar. Hacía ya semanas que su padre permanecía en la cama gravemente enfermo, por lo que su fallecimiento no era algo inesperado. Pese a ello, la noticia golpeó a Lorena con la misma potencia con la que un rayo es capaz de destruir al más robusto de los árboles. Imaginó los instantes finales de su padre, aferrándose a la vida con escasas fuerzas, contemplando el insondable abismo de la desaparición aguardándole al otro lado de la frontera… Su progenitor le había dado la vida, la había educado, había formado siempre parte de su existencia, y ahora, súbitamente, desaparecía para siempre.

Se consoló pensando que, como correspondía a un buen cristiano, estaría ya en las puertas del Cielo. Aun así, las lágrimas se desbordaban incontenibles por sus mejillas. Lorena sentía una honda pena que la ahogaba y no podía quitarse de su mente la última imagen que guardaba de su padre, postrado en cama, enflaquecido y demacrado hasta tal punto que sus rasgos se habían diluido perdiendo su firmeza característica.

¿Era posible que el destino le fuera a quitar en un mismo día a su padre y a su esposo? Dios no lo permitiría, y ella tampoco. Luca era uno de los miembros de la Signoria y, por tanto, su capacidad de influencia era enorme. Pensar que la llave para decidir el sino de Mauricio estaba en sus manos le produjo escalofríos de pavor. Y sin embargo, el voto de su cuñado podía ser decisivo para liberar a Mauricio de los grilletes que le aprisionaban. Así que debía utilizar hasta la última onza de sus recursos para que el ánimo de Luca se predispusiera a favor de su esposo.

Por supuesto, ella no era la persona indicada para convencerle. No obstante, conocía muy bien a alguien que sí tenía suficiente ascendiente sobre Luca: su hermana Maria, con la que había roto relaciones. Sin embargo, ¿acaso un hecho tan conmovedor como la muerte de un padre no era suficiente como para provocar un cambio en los afectos? Lorena resolvió dejar de lado el orgullo, olvidarse de los agravios pasados y suplicar tanto como fuera menester. El primer paso era acudir a casa de su madre, ofrecerse consuelo mutuo y explicarle la dramática situación en la que se hallaba. Sin duda, su madre, con esa mezcla de sensibilidad y convicción que tan magistralmente sabía administrar, sería la mediadora idónea.

La alianza del converso
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