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Savonarola no había permitido ni fiestas ni bailes durante el carnaval, pero había preparado una gran diversión para despedirlo: nada menos que una gigantesca hoguera que consumiría en su fuego todo aquello que el sacerdote y sus huestes consideraban vanidades y obras inspiradas por el demonio. Lorena opinaba que la influencia satánica no se reflejaba en los objetos, sino en los corazones de hombres despiadados y crueles como Luca.

La Signoria había concedido a Maria una dispensa especial para ver a su esposo con motivo de la muerte de su padre. Aprovechando tal circunstancia, su hermana le había interrogado sobre los cargos que pesaban sobre Mauricio. Luca había señalado que, pese a ser muy graves, haría lo posible por mitigar la condena. ¿Mitigar la condena? ¿No implicaba eso un juicio previo sobre la culpabilidad de Mauricio? Lorena, muy exaltada, había censurado duramente la actitud de Luca delante de su hermana. Maria le había defendido, aduciendo que las actividades sospechosas de Mauricio eran la comidilla de media Florencia: desde sus críticas a Savonarola hasta la cálida acogida a familiares temerosos de la Inquisición española, pasando por el afecto que profesaba a ciertos amigos judíos, y acabando por su reconocida amistad con los Medici. ¿Acaso Luca era responsable de que Mauricio fuera uno de los cabecillas de una conspiración encaminada a derribar al Gobierno de Savonarola e instaurar nuevamente a Piero de Medici en el poder?

Lorena vio así confirmados los rumores sobre los motivos de la detención de su esposo, al tiempo que perdía la esperanza de que Maria pudiera ser una baza en la defensa de Mauricio. Las últimas palabras que cruzó con su hermana fueron tan hirientes que de no estar presente su madre, a buen seguro que hubieran llegado a las manos. Después, Lorena dedicó el resto del día a visitar a todas aquellas personas cuyos contactos pudieran ayudar a su esposo. Agotada, cuando el sol del atardecer comenzaba a ocultarse, acudió a casa de su amiga Sofia en busca de consuelo. Allí compartió cena junto con su familia mientras la oscuridad ganaba su partida diaria a la luz. Al acabar, Sofia se ofreció a acompañarla hasta casa.

Así, hablando durante el paseo, se toparon con el insólito espectáculo que ofrecía la plaza de la Signoria. En el centro se había erigido una pira monumental rodeada de un rectángulo de madera de más de siete metros por lado en la que se amontonaban millares de objetos, entre los que también se, encontraban extraordinarias obras de arte. Un coleccionista veneciano había llegado a ofrecer una fortuna a la Signoria por rescatar algunas de aquellas obras de la hoguera. La Signoria había rechazado en tan enérgicos términos la propuesta del veneciano que éste había huido presuroso de Florencia, al temer por su vida.

La cantidad de artículos allí depositados era incalculable, sopesó Lorena, ya que ocupaban toda la base del rectángulo y se alzaban hasta una altura de casi treinta metros.

Las primeras plataformas de la pirámide simbolizaban el adiós definitivo a los pecaminosos carnavales: pelucas, máscaras, barbas postizas, caretas y demás prendas propias de las fiestas aguardaban en silencio su inminente ejecución. También se encontraban en los primeros pisos de la pirámide aquellas vanidades propias de mujeres que el fraile odiaba con tanta pasión: perfumes, pomadas, tenacillas, borlas, espejitos, baratijas de brillante fantasía… No faltaban tampoco libros de Aristófanes, Sófocles, Apuleyo, Ovidio, Boccacio, Poliziano y otros insignes autores cuyos escritos habían sido juzgados como heréticos o licenciosos. Sobre tan excelsas composiciones literarias se desparramaban naipes, dados, bolos, pelotas, partituras musicales, laúdes, flautas, liras da braccia… ¿Era acaso la voluntad divina un coladero por el que el diablo se filtraba con más facilidad que el agua? Ésa debía de ser la triste creencia de Savonarola, puesto que consideraba fuente de pecado no sólo todos los juegos conocidos, sino también cualquier música que no fuera sacra. Incluso la pintura y la escultura podían estar contaminadas por el azufre de Satanás. Por eso en los pisos superiores de la pira hallaban acomodo docenas de cuadros y esculturas: dioses griegos, héroes de la Antigüedad, ninfas y figuras mitológicas no habían encontrado perdón a los ojos de Savonarola, ya fuera por encarnar el paganismo, ya fuera por no mostrar el debido decoro en su vestimenta.

Finalmente, en lo más alto de la pirámide, se había colocado la efigie de un Satanás velludo, con pies de cabra, barba de sátiro y cola de caballo, cuya cara deformada imitaba la del mercader veneciano que había pretendido salvar de la quema las obras de arte más valiosas.

—¿Qué rescatarías de la pira si pudieras? —preguntó Lorena a su amiga.

—Las láminas de La divina comedia, de Dante, que dibujó Sandro Botticelli, junto con el corazón del pintor. Es una vergüenza que un artista tan grande abomine de sus propias creaciones, por más que la culpa por los pecados ocultos sea un peso difícil de sobrellevar.

Lorena conocía perfectamente los rumores que corrían sobre las inclinaciones sexuales de Botticelli, así como el contenido de esas láminas. Las había visto en casa de Lorenzo di Pierfrancesco de Medici, primo del Magnífico, junto a los cuadros El nacimiento de Venus y La alegoría de la primavera. Los grabados de La divina comedia habían sido trazados con un punzón de metal sobre pergamino de piel de carnero, repasados posteriormente con un lápiz de plomo, y fijados, por último, con tinta. También conocía bien a Sandro Botticelli. Alentado por Lorenzo de Medici, fue uno de los abanderados en la introducción de escenas paganas en la pintura. Sin embargo, con los nuevos vientos de temor propagados por Savonarola, el genial pintor había olvidado su amor por Platón y se había convertido en un «llorón», apodo con el que se denominaba despectivamente a los seguidores del fraile visionario. También Pico della Mirandola había renegado tiempo atrás de sus ideas y se había convertido en una oveja más del rebaño apacentado por el prior de San Marcos. Lorena barruntaba que tan súbitas conversiones pudieran hundir sus raíces más profundas en tóxicos sentimientos de culpa y miedo. Miedo a la muerte, al Infierno y al vértigo que provocaba la libertad. Pico, muerto prematuramente, habría encontrado ya las respuestas verdaderas en el más allá. Los vivos, por el contrario, disponían tan sólo de su conciencia como única guía para orientarse en las turbias aguas de Florencia.

—Sandro Botticelli opina ahora que se le fue la mano al dibujar determinadas escenas del segundo círculo del Infierno de Dante, dedicado a los lujuriosos. Por eso ha preferido que arda en las llamas la representación de tan graves pecados.

—La lujuria, como el amor, provoca reacciones encendidas y, a veces, difíciles de comprender —dijo Sofía—. Por tal razón hombres tan dispares como Dante y Savonarola tienen más puntos en común de los que pudiera parecer a simple vista. ¿O acaso no comparten ambos un corazón roto por el amor a una mujer?

—El amor de Dante Alighieri por Beatrice es legendario, pero no creo que el corazón de Savonarola fuera capaz de alterar su latido por ninguna mujer —afirmó Lorena.

—Pues las malas lenguas aseguraban que Savonarola, en su juventud, se prendó de los encantos de Laodamia Strozzi. No obstante, el joven Savonarola era un hombre sin fortuna, tan feo como tímido, cultivado intelectualmente pero torpe; alguien, en suma, que no estaba destinado a brillar en la alta sociedad florentina. Por eso, cuando declaró atropelladamente su amor a la encantadora Laodamia, ésta se echó a reír como si acabara de escuchar una broma. Seguramente esa risa cristalina resonara en el alma de Savonarola y le convenciera de que él nunca accedería a un paraíso terrenal que le estaba vetado, pero se dio cuenta de que renunciando al mundo y a sus tentaciones podría acabar triunfando sobre él. ¿O acaso su verdadero deseo consistiera en vengarse del mismo mundo que le había excluido?

Los cánticos de «Te deum laudamus» anunciaron que Savonarola estaba entrando en la plaza de la Signoria. La multitud guardó un espontáneo silencio mientras el fraile ascendía los escalones que le llevaban a la ringhiera, la plataforma que rodeaba la fachada principal del palacio de Gobierno. Savonarola contempló su obra con semblante satisfecho, alzó con su mano derecha el crucifijo hacia los cielos y pronunció las palabras que posiblemente habían pugnado por salir de su interior desde el desengaño amoroso de su juventud: «Prended fuego a todas las vanidades y obras del Averno».

Varios niños vestidos de blanco, tocados de verde laurel en su pelo, avanzaron con teas impregnadas de resina para ejecutar la orden del fraile. El fuego dudó un momento antes de hacer su aparición: gente disconforme con la hoguera o bromistas con ganas de provocar se las habían apañado para introducir gatos y perros muertos en aquella pira monumental. No obstante, el material colocado en la base era altamente inflamable y, además, se había esparcido maleza para que ardiera mejor. De la pirámide empezó a ascender un humo gris que pronto se convirtió en negro. Los heraldos tocaron trompetas, los dominicos entonaron una letanía y en la torre del palacio Viejo repicaron las campanas.

—Dante —continuó Sofia— también fue rechazado por Beatrice, pero su reacción fue complemente distinta. El inmortal poeta florentino, siguiendo la tradición de los trovadores del sur de Francia, no renegó de su amor, sino que lo sublimó, y construyó la escalera que le transportó hasta los cielos de su Divina comedia.

—Así que el amor, la fuente de las más sublimes creaciones, puede estar en la raíz del odio —resumió Lorena, que dirigió sus reflexiones internas hacia las motivaciones de Luca Albizzi.

—No lo dudes, pequeña. El amor no correspondido puede propiciar el más amargo de los odios.

Las llamas habían ganado en intensidad; los colores rojo y naranja abrasaban cuanto encontraban a su paso. «El fuego, como las pasiones inflamadas, consume cuanto abraza», reflexionó Lorena. ¡Cómo le hubiera gustado que una enorme tromba de agua apagara aquella pirámide incendiada! Sin embargo, aquella noche, no cayó ni una sola lágrima del cielo.

La alianza del converso
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