Nota de la autora

Como suelo hacer siempre, también en esta novela me he esforzado por permanecer fiel a la mayor autenticidad histórica posible. El lector puede confiar en que las circunstancias en la Irlanda de la hambruna, y las condiciones en Wicklow Gaol y en los barcos prisión británicos eran tal como las he descrito. En efecto, el Asia V navegaba, en aquel período, con ciento sesenta y nueve presidiarias a bordo desde Woolwich hasta la Tierra de Van Diemen, la actual Tasmania. A los doce hombres, no obstante, los he colado. Hay otro aspecto en que mi narración tampoco resulta del todo ajustada históricamente: no hubo fallecimientos a bordo; la tasa de mortandad en los barcos de deportados era mucho más reducida de lo que uno lee a menudo. Según las estadísticas, era mucho más seguro viajar a Australia en un barco de convictos que en las embarcaciones regulares para emigrantes rumbo a Nueva Zelanda o incluso América. Naturalmente, la Corona británica deportaba solo hombres y mujeres sanos, en su mayoría jóvenes, mientras que en los otros casos también se transportaba a ancianos, enfermos y muchos niños. No obstante, se realizaba una revisión médica previa, aunque muy superficial, aunque nadie supervisaba la higiene en el barco. Es obvio que los débiles pronto eran víctimas de las epidemias. Los barcos de presidiarios, por el contrario, estaban mejor vigilados y las enfermedades se podían controlar mejor.

Las descripciones sobre el estado de las cárceles australianas, sobre todo del Penal de Mujeres Factory, también son históricamente correctas. Es cierto que allí tenían lugar los grotescos mercados matrimoniales de las presidiarias. Y también es verídico que una vez un presidiario trató de escapar de la prisión de Hobart vestido de canguro. Lo capturaron. Pero que nadie lograra fugarse de la Tierra de Van Diemen es una afirmación cuestionable. En cualquier caso, en la costa occidental de Nueva Zelanda había tantos fugitivos del país vecino que entre Nueva Zelanda y Australia se negociaba con las extradiciones.

Algunas personalidades históricas representan un papel en este libro, sobre todo James Busby, Robert Fyfe y su primo George. La historia de la estación ballenera de Waiopuka, junto a Kaikoura, es tan auténtica como la de los asentamientos de Port Cooper, la posterior Lyttelton, y Tuapeka, cerca de la actual ciudad de Lawrence. El antes cazador de ballenas Johnny Jones donó realmente el solar de la iglesia anglicana de Dunedin y trasladó a emigrantes decepcionados de Australia a Waikouaiti, Nueva Zelanda.

Mi reverendo Burton, con su fatal debilidad por el darwinismo es, sin embargo, ficticio, al igual que el resto de los protagonistas. Lo mismo sucede con los nombres y fechas de los barcos de inmigrantes y transbordadores entre Nueva Zelanda y Australia.

Respecto a la autenticidad de los datos sobre las costumbres y tradiciones maoríes, el asunto se vuelve más complicado. La cultura maorí difiere mucho de la nuestra. Resulta difícil familiarizarse con ella y más aún por cuanto ya no existe. Los maoríes cuidan de sus tradiciones y, en las últimas décadas, han ido obteniendo más apoyo a través del gobierno neozelandés y la oficina de turismo; los blancos, su cultura y sus epidemias fueron, sin embargo, nefastos. De la población maorí original solo sobrevivió en la Isla Norte una pequeña parte y su modo de vida era tan poco compatible con la cultura pakeha que fue desapareciendo con mayor o menor presión. Los ngai tahu de la Isla Sur se desvincularon de buen grado de sus tradiciones y tapu, que tampoco habían sido nunca tan estrictos. El estilo de vida de los blancos les ofrecía tal mejora de la calidad de vida que se amoldaron a él rápidamente.

No puede negarse lo que Kahu Heke afirma en este libro: el clima en la Isla Sur de Nueva Zelanda tiene más en común con Escocia y Gales que con Hawaiki en Polinesia. Las plantas y animales que introdujeron los inmigrantes británicos crecieron mejor, la indumentaria, la construcción y el tipo de vida de los pakeha era más compatible con el país que la cultura de los anteriores inmigrantes llegados de Polinesia. A mi entender, esto explica que los ngai tahu fueran lo suficientemente sensatos y flexibles para amoldarse en lugar de enfrentarse a los recién llegados. Que con frecuencia los engañaran es harina de otro costal. Todavía hoy están en trámite judicial parte de las compensaciones que las tribus reclaman porque fueron estafadas al vender las tierras.

Si se quiere reconstruir la vida de las tribus maoríes hace ciento cincuenta años, hay dos posibilidades:

Una son las publicaciones de los propios maoríes, que es la que más me gusta. Tomo muchos datos de fuentes oficiales maoríes. No obstante, son muchos los maoríes que tienden a presentarse de la forma más positiva posible. De ahí que las descripciones de los maoríes sean reticentes a la hora de informar sobre los tapu en torno a los jefes y sus familias, mientras que están encantados de facilitar datos sobre actividades inofensivas como los rituales de saludo, danzas, pesca, etc.

La segunda posibilidad consiste en el estudio de las publicaciones de etnólogos blancos contemporáneos. Estas fuentes suelen ofrecer más informaciones, pero tienen otros defectos. En el siglo XIX la historia y la sociología modernas todavía se hallaban en pañales y, precisamente en el ámbito de la etnología, la investigación y datación se encontraba con frecuencia en manos de aficionados. Si bien realizaron informes detallados, se les escaparon conocimientos básicos, como el que no había una cultura maorí en sentido estricto. Hoy en día se pone énfasis en los elementos comunes entre tribus, pero entonces cada iwi y hapu tenía sus propias costumbres, preceptos y tapu. Los investigadores pakeha contemporáneos tienden equivocadamente a la generalización, por lo que solo puedo decir respecto a la veracidad histórica de mis investigaciones lo que sigue:

Todos los tikanga y tapu que aparecen en este libro existieron, pero no se sabe con exactitud en qué tribu, en qué entorno ni exactamente de qué forma. Por otra parte, puede afirmarse con certeza cuándo vivía qué tribu en qué entorno. Con frecuencia también se han conservado los nombres de los jefes.

Como autora de esta novela, me surgió un dilema. La tribu de Kahu Heke tenía que haber sido un iwi de los nga puhi, cuyo gran jefe Hongi Hika fue uno de los firmantes del Tratado de Waitangi. Pero ¿podía limitarme a atribuir cualquier costumbre y tapu a los nga puhi porque se ajustaba bien a la historia de Lizzie y Kahu? Después de meditarlo largamente me decidí, por el contrario, a sustituir a los ngai puhi por la tribu ficticia de los ngati pau. Espero que no se lo tomen a mal si llega a su conocimiento. Fue exclusivamente por respeto a su historia real, que no quise falsear: Kia tu tika ai te whare tapu o nga puhi: «Perdure por siempre la santa casa de los nga puhi».

Y para concluir, una observación para los puristas que comprueban los más mínimos detalles de las novelas históricas, y que con ello, a mi parecer, actúan de forma muy beneficiosa, pues obligan a los autores a realizar minuciosas investigaciones: cuando Claire bautiza su granja de Canterbury se refiere varias veces a Stratford upon Avon, convencida de que el río Avon se llama así por el lugar de nacimiento de Shakespeare. Pero no es cierto. El río obtuvo su nombre por John Deans, un escocés que con ello quería recordar al río Avon de Falkirk, en Escocia.