4
La carretera de Wicklow se extendía ante los ojos de Kathleen, pero el trayecto era largo, mucho más de lo que había imaginado. La joven avanzaba tan deprisa como le era posible. Era consciente de que un jinete le daría alcance fácilmente, y ya habían pasado dos por su lado. ¿Eran mensajeros de los casacas rojas? Pero deberían haber ido de uniforme. Trataba de mantener la calma y no detenerse. Antes de que llegara a la ciudad ya habría oscurecido.
De repente oyó que un carruaje se aproximaba por su espalda. Lanzó una mirada temerosa al pescante. Posiblemente ya estaban llevando a Billy a la cárcel de Wicklow. Pero entonces vio los dos fuertes caballos píos que tiraban del carro y creyó reconocer al hombre que llevaba las riendas. Ian Coltrane, el hijo del comerciante de ganado.
—¡Y eso! ¡Mira a quién tenemos aquí! —Ian le sonrió desde lo alto—. Pero si es la pequeña Kathleen O’Donnell. ¿Adónde vas, bonita?
La muchacha se obligó a devolverle la sonrisa. Ian Coltrane era un chico guapo, moreno y de ojos brillantes. Hasta se parecía un poco a Michael, aunque sus pupilas eran negras como el carbón. La gente rumoreaba que los Coltrane tenían sangre de nómadas irlandeses, de tinkers.
Ian no solo parecía un gitano, sino que se comportaba como tal. Mientras Patrick Coltrane, su padre, comerciaba con ovejas y vacas, él se había especializado en el comercio de caballos. Debía de sacar buen provecho de ello, pues vestía una chaqueta a cuadros casi nueva, de abrigo y forrada; pantalones de piel y botas recias y fuertes. Kathleen las miró casi con envidia. Sus propios zapatos estaban gastados y no abrigaban lo suficiente, y en ese momento ya tenía los pies helados.
—Voy… voy a Wicklow… —respondió—. A… a visitar a mi tía. Está enferma.
Ian sonrió burlón.
—Y tu madre te ha enviado con un poco de pan y whisky, ¿no? ¿Y con una capa de lana? —señaló, mirando las manos vacías de Kathleen y su ropa, demasiado ligera para un viaje así en pleno invierno.
Kathleen se ruborizó. ¡Claro, tendría que haber pensado en ello! Los O’Donnell eran pobres, pero seguro que su madre habría preparado algo y encontrado algún abrigo para que la joven se protegiese del frío. Y ella se habría puesto un vestido de domingo para ir a la ciudad.
—No… no tenemos nada que regalar —explicó lacónica—. Se trata de… de apoyo espiritual.
Ian rio.
—¡Eso también puedo necesitarlo yo! —bromeó—. En fin, si me ofreces un poco de ese apoyo, aquí arriba a mi lado hay un asiento libre. —Dio unos golpecitos al pescante.
El carro de dos ruedas también tenía un banco atrás, donde Kathleen se habría sentado, pero estaba lleno de arreos y arneses, y en su miserable estado no podía andarse con pruritos. Así pues, se subió al pescante junto a Ian, que puso de nuevo en movimiento a los píos. Por detrás, el carro llevaba atados dos caballos más y un mulo.
—Y… ¿y tú? —preguntó Kathleen, aunque no tenía el menor interés en saberlo—. ¿Adónde vas?
Ian arqueó las cejas.
—¿A ti qué te parece? ¿Crees que he sacado a pasear a estos jamelgos? Hay mercado de caballos en Wicklow. Mañana por la mañana en la plaza junto al muelle. Espero vender esos tres…
Kathleen echó un vistazo a los animales. Conocía uno de ellos.
—Pero el negro ya no es joven —observó.
El caballo ya tiraba del carro del zapatero cuando Kathleen era una niña. ¿O lo confundía con otro? ¿No tenía el caballo del zapatero el pelaje cano alrededor de los ojos? ¿Y en el lomo una matadura que se había puesto blanca? El animal que iba tras el carro era negro y brillante.
—¡Ese solo tiene seis años y ni un día más! —Ian pareció ofenderse—. Mírale la dentadura si no me crees.
Kathleen se encogió de hombros. La dentadura no le habría dicho nada, pero habría jurado que de niña había cogido dientes de león para ese animal cuando esperaba a su amo delante del taller del zapatero. Eran tiempos mejores y la gente no tenía que prepararse sopa con las malas hierbas que crecían al borde del camino. El caballo tenía una especie de bigote retorcido encima de los ollares. La muchacha nunca había visto algo semejante en otros animales y al zapatero debía de haberle pasado lo mismo, porque si no nunca lo hubiera llamado Barbanegra. Pero no quería discutir, estaba contenta de tener la oportunidad de ir en carro. Los píos trotaban con brío. Solo precisaría de una o dos horas para llegar a la ciudad.
Así pues, intentó conversar sobre caballos, un tema inocuo. También preguntó a Ian por su padre, cuyo negocio, según contó el hijo, iba más mal que bien.
—Ahora no hay nadie que tenga dinero —señaló el joven.
Ian rondaba los veinte años. Era algo mayor que Michael. También su padre era arrendatario de lord Wetherby, pero mucho mejor situado que los demás. Patrick Coltrane no trabajaba su terreno, lo pagaba con los ingresos de su comercio de animales, y tampoco dependía de su propia cosecha de patatas. Su tierra servía para la explotación del ganado. Él mismo no cultivaba lo que comía, o solo cultivaba una parte.
—Al menos para vacas y ovejas… —prosiguió Ian casi despectivo—. ¿Qué van a comer? La gente cava en la tierra para sacar las últimas raíces y llevárselas al estómago.
—Pero ¿se venden los caballos? —preguntó asombrada Kathleen.
Ian rio.
—Siempre acude algún señor rico; en Wicklow y en Dublín hay algunos que necesitan un caballo, o que lo quieren. Lo único que hay que hacer es explicar que eso convierte al tendero en un lord. Y en el campo, los caballos ahora son baratos.
Kathleen se preguntó qué conocimientos tendrían los tenderos sobre caballos. Igual compraban el viejo Barbanegra si Ian les hacía creer que procedía de los establos de lord Wetherby.
—Pero a la larga no me quedaré aquí —añadió Ian—. En esta tierra no hay dinero. Sí hay suficiente para vivir, pero si uno quiere un poco más… No, a mí me atrae lo de cruzar el charco. ¡Quiero hacer fortuna!
—¿De verdad? —preguntó Kathleen, interesada de repente.
El tratante de caballos era el primero que no hablaba de emigrar por mera necesidad, sino que parecía alegrarse de marchar al Nuevo Mundo.
—Un… un amigo mío también habla de esto —dijo—. Y yo… yo…
Ian la miró de reojo.
—¿A ti también te gustaría? Pues eres la excepción. La mayoría de las chicas se echan a temblar cuando se les habla del Nuevo Mundo…
—Bueno, claro, la travesía por mar…
Ian resopló.
—¡Bah, la travesía! Vale, de acuerdo, será un poco incómodo y puede que no haya mucho que comer. Pero en comparación con lo que vas a comer aquí… Aunque a mí me parece que estás muy bien alimentada. ¡Una chica bonita! ¡Y valiente!
Continuaron un rato en silencio. Hasta que Ian miró a Kathleen, que temblaba de frío, con renovado interés.
—¿Tienes frío, bonita? —preguntó, aparentemente preocupado, y sacó una manta. Al ponérsela sobre los hombros, aprovechó para atraerla un poco hacia sí—. Ven, yo te calentaré.
Kathleen se alegró de ver pasar el cartel que anunciaba que iban en dirección a Wicklow.
—Y no tiene por qué ser América… —prosiguió Ian, mientras la mano que tenía bajo la manta se deslizaba por los hombros y el escote de Kathleen.
La muchacha se apartó de él.
—¿Puedes parar aquí para que baje? —pidió.
Ian rio.
—¿Aquí? Pero todavía estamos en plena naturaleza, como quien dice, bonita…
De hecho se hallaban en la periferia, donde se veían unas encantadoras casas de campo y huertos entre pequeños campos de cultivo. Deberían quedar todavía entre tres y cinco kilómetros para llegar al centro de la ciudad, el muelle y Barney’s Tavern.
—Mi tía vive por aquí —afirmó Kathleen.
—Sí, ya, tu tía… —se burló Ian—. ¿No quieres que te lleve hasta su puerta?
Kathleen negó con la cabeza.
—No… no, gracias. Ya has hecho suficiente… ya me he aprovechado bastante de tu ayuda. El resto del camino lo haré a pie. ¡Muchas gracias, Ian!
El joven levantó las cejas y tiró de las riendas. Los caballos se detuvieron al instante.
—Si insistes… ¡tus deseos son órdenes! ¡A lo mejor nos vemos en el pueblo! —Se tocó la gorra.
Kathleen bajó del pescante y le dirigió una sonrisa forzada.
—Claro, el… el domingo en la iglesia… si es que vas.
Patrick e Ian Coltrane solían estar los fines de semana en los mercados de ganado. Por eso Ian no debía de saber nada de la relación de la joven con Ralph Trevallion. En caso contrario habría bromeado con eso.
Ian volvió a saludarla y puso de nuevo en marcha los caballos. Kathleen esperaba fervientemente no volver a verlo.
En el pescante del carro casi había pasado más frío que caminando. Ahora tenía que concentrar toda su energía, entumecida y cansada como estaba, en poner un pie tras otro. Pero ya debía de estar cerca.
En efecto, todavía no había oscurecido cuando Kathleen llegó a la calle Mayor. El primer transeúnte a quien le preguntó por Barney’s Tavern le indicó el camino.
—No te perderás, pequeña, justo ahí, detrás de la primera curva. Pero ¿qué quieres hacer en ese cobertizo? ¡En otros sitios puedes ganar más!
Kathleen deseó que se la tragara la tierra cuando al seguir caminando comprendió por qué clase de mujer la había tomado el hombre. Aceleró el paso. Cuando por fin llegó al pub, jadeaba. Ya casi no tenía frío.
Con un suspiro de alivio, abrió la puerta y la recibió una bocanada de aire caliente y rancio, que apestaba a whisky, cerveza y tabaco. Kathleen sintió náuseas. No parecía que el bebé fuera a convertirse en un hombre dispuesto a pasarse todo el día en el pub.
—¡Cuánto esplendor en nuestro miserable antro! —la saludó un hombre regordete y bajito detrás de la barra—. Rizos dorados, piel de alabastro y los ojos tan verdes como los prados de Irlanda. Si eres una ilusión, oh bella, puedes quedarte. En caso contrario, aquí solo entran chicos, con tu perdón.
La mayoría de los pubs no permitían la entrada a las mujeres.
Kathleen se forzó a esbozar una sonrisa.
—Soy Kathleen O’Donnell —se presentó—. Tengo que ver a Michael Drury.
El gordito le lanzó una mirada de aprobación.
—Yo soy Barney —se presentó a su vez—. ¿Eres la chica que quiere marcharse con él? —preguntó—. Con todos mis respetos, podrías haber pescado algo mejor. ¿Qué tal yo, preciosa? Yo al menos tengo algo que ofrecerte. ¡Un pub siempre funciona!
Kathleen sintió que la invadía la rabia. Estaba harta. No tenía más ganas de andar sonriendo y adulando. ¡Quería ver a Michael!
—Escuche —repuso con tono decidido—, tengo que advertir a Michael de un asunto importante. Los casacas rojas van detrás de él. Así que, por favor, déjese de tonterías.
El gordo se puso serio de repente.
—¿Los soldados? Maldita sea, chica, ya me olía muy mal… ¡Desde luego que apestaba! Que si una habitación solo para un par de días, Barney. Que solo hasta que mi chica pueda marcharse. Que no es sencillo para ella separarse de su familia… Utilizó su labia y yo me dejé convencer. Y ahora me mete a los casacas rojas en casa. ¡Michael! —llamó hacia atrás, en dirección a la trastienda.
Como nadie respondió, fue hacia allí. Kathleen lo siguió por la pringosa cocina hasta un pasillo al que daban varias puertas.
—¡Michael! —La voz de Barney no podía pasar desapercibida y, de hecho, se abrió una puerta por la que salió Michael.
—¿No chillas demasiado, Barney? —preguntó con desgana, pero entonces la vio a ella tras el gordo tabernero.
»¡Kathleen!… Retiro lo dicho, Barney, ella justifica cualquier vocerío. En realidad deberían anunciarla trompetas y tambores allá por donde vaya para que los indignos aparten la vista antes de quedar cegados por tanta belleza. ¡Kathleen, todo ha ido más deprisa de lo que había esperado en mis sueños más audaces! —Hizo ademán de ir a abrazarla, pero ella se apartó.
—Michael, no tenemos tiempo para estas cosas. ¡Han atrapado a Billy! ¡Y hablará! ¡Tenemos que irnos!
—¿Han atrapado a Billy?… Maldita sea, ¡menudo idiota! No ha soltado la botella de whisky, ¿a que sí? Y mira que se lo advertí…
—¡Michael! —Kathleen casi gritó—. ¿Conoce este escondite?
—Eso mismo me gustaría saber a mí —observó Barney con la expresión de un bull terrier enfurecido.
Michael se encogió de hombros.
—Puede que lo haya mencionado. Al menos… bueno, el sábado estuvimos aquí, ¿no? Si les habla de todos los pubs…
—¡Estoy arruinado! —gimió el tabernero—. ¡Tengo que esconder las botellas! Si las encuentran aquí justo ahora… ¡Ya puedes largarte, Michael Drury!
El joven empezó a recoger sus cosas. Pero cuando todavía estaba cerrando su hatillo y Barney recorría a toda prisa el pasillo cargado de botellas de whisky adquiridas ilegalmente, un chiquillo entró en la cocina.
—Barney, me envía papá. Ya sabes, el de Finest Horse. Los casacas rojas están aquí, por el whisky. Y por Michael Drury. Tendrías que…
El tabernero volvió a clamar ayuda al cielo y se apresuró todavía más, mientras Michael miraba alrededor como una fiera acosada.
—¡Kathleen, tenemos que largarnos! Deprisa, el Finest Horse está dos casas más allá, cuando hayan acabado vendrán directos aquí. Tú vete antes. Por ahí, por el salón…
—¿Y tú? —Kathleen estaba como petrificada.
—Yo saldré por la puerta trasera. Nos encontramos luego en… en el muelle, ya te buscaré. —Michael se echó el hatillo al hombro, pero entonces se le ocurrió algo. Sacó una bolsita del bolsillo y se la entregó a Kathleen—. Aquí tienes. Llévatelo. Deprisa, ¿a qué estás esperando? —La empujó al pasillo.
—Pero… pero…
—No hay peros que valgan, Kathie. Nos encontraremos más tarde. —Michael tendió una moneda al niño—. Toma, Harry. ¡Lleva a la señorita a un lugar seguro!
De pronto, en la sala de la taberna resonaron voces. Voces fuertes y autoritarias. Michael corrió por el pasillo y el pequeño Harry, un niño pelirrojo y avispado, con el rostro redondo y dulce de un querubín, tiró de Kathleen en la otra dirección. Ella solo tuvo tiempo de echarse el chal sobre la cabeza antes de encontrarse cara a cara con dos casacas rojas. Los soldados los empujaron a un lado con rudeza y empezaron a abrir las puertas de las habitaciones. Kathleen siguió a Harry como atontada por la sala, donde volvió a sentir ganas de vomitar. Esta vez no solo a causa del mal olor, sino también del miedo. Dos soldados más retenían a los pocos bebedores que habían encontrado a hora tan temprana.
—¡Documentación! ¡Que nadie abandone la sala sin que sepamos quién es y de dónde viene! —ordenó uno de ellos.
Un par de parroquianos enseñaron sus documentos, los otros facilitaron verbalmente la información. Kathleen palideció de espanto: ella no podía identificarse. La arrestarían, averiguarían de dónde venía y la encerrarían por ser cómplice de Michael.
En el patio detrás de la taberna se oían gritos. Pero Michael había huido… Kathleen temblaba.
Pero entonces sintió la pequeña y cálida mano de Harry en la suya.
—¡Ven, mamá, no está aquí! —dijo el pequeño con su dulce voz—. ¡Aquí solo están los soldados! ¡Mira, mamá, qué uniformes tan elegantes llevan!
El niño miraba con inocente admiración a los británicos, sin dejar de apretar la mano de Kathleen.
—¡Llora! —le susurró.
Ella rompió a llorar, lo que le resultó más fácil que forzar las sonrisas que había estado repartiendo en las últimas horas.
Harry la arrastró hacia la salida.
—Buen señor, dejadnos pasar —pidió respetuosamente al corpulento militar que guardaba la puerta—. No hemos encontrado aquí a mi padre. Pero tenemos que seguir buscándolo o se gastará en bebida todo el dinero que nos ha dado el abuelo.
El niño tiraba fuertemente del vestido de Kathleen. ¡Tenía que cooperar! No podía dejar que el crío se ocupara solo de que ella saliera de ahí a base de mentiras.
La muchacha gimió.
—Lo quería apostar a los caballos —se quejó—. ¿Se lo puede imaginar, amable señor? Y eso que era para pagar las deudas… y el alquiler. Si no encontramos a Paddy enseguida, el señor nos pondrá de patitas en la calle…
Harry también fingió echarse a llorar y sus lágrimas habrían ablandado hasta una piedra. El militar los dejó pasar. El llanto le enervaba y la mujer no le interesaba. Por lo visto, Billy no había mencionado a Kathleen cuando había delatado a Michael. Al menos eso…
—Lárgate, mujer —gruñó el soldado—. Y espero que encuentres a ese hombre, pero así son vuestros Paddys y Kevins… borrachuzos y jugadores, ¡todos unos maleantes!
Kathleen no siguió escuchando. Apenas consiguió titubear un “gracias” cuando Harry, entre repetidos «¡Que Dios se lo pague, señor!», la sacó del pub. Fuera, el niño dejó de llorar y preguntó a Kathleen:
—¿Adónde quieres ir ahora?
Michael había huido por el pasillo. La puerta trasera era fácil de encontrar, a fin de cuentas ya era la tercera vez que Barney salía por allí con botellas para ocultar. No obstante, no se accedía realmente al exterior, sino a un patio con un muro alto.
Parpadeó a la luz crepuscular mientras se precipitaba hacia fuera. Tenía que haber una puerta de salida o un portalón. El patio estaba lleno de cachivaches, botellas, toneles vacíos, mesas y sillas viejas. Al parecer, Barney sacaba allí todo lo que ya no utilizaba pero que por alguna razón no quería tirar. En la penumbra apenas se distinguía nada… ¡Ahí, ahí había una salida!
Michael corrió hacia una sólida puerta de madera, pero estaba cerrada. Desesperado, buscó el tirador, a lo mejor tenía la llave puesta.
—¡Barney! —llamó.
Fue inútil. O bien el tabernero había vuelto al pub para fingirse inocente, o acababa de salir por esa puerta. Y en este caso sabía que condenaba a Michael al cerrar tras de sí.
Mientras, en la casa, los casacas rojas registraban las habitaciones. No tardarían en llegar al patio. Michael tenía que tomar rápidamente una decisión. ¿Esconderse o tratar de escapar saltando el muro? Lo primero era absurdo, los británicos lo registrarían todo. Y en especial el patio, donde seguramente se escondía el whisky ilegal. Debía saltar el muro. Si se subía a uno de los toneles… o aún mejor, si colocaba un tonel sobre una de las mesas viejas…
Michael puso manos a la obra a toda prisa. Lamentablemente, la primera mesa cedió bajo el peso del tonel. La segunda aguantó, pero para poder encaramarse precisaba realizar un número de equilibrismo. Y los soldados ya estaban ahí. Michael rogó que la oscuridad no les permitiera descubrirlo enseguida, pero los dos hombres llevaban faroles.
—¡Allí está!
Michael subió al tonel con el valor que da la desesperación y se aferró al borde del muro para poder trepar. Pero entonces se oyó un disparo. Michael sintió el olor de la pólvora, pero no cejó en su empeño.
Sin embargo, era demasiado tarde. Uno de los soldados ya estaba a su lado y apartó de una patada la mesa y el tonel. Michael intentó aguantarse con ambas manos, pero la piedra estaba resbaladiza a causa de la lluvia helada de los últimos días. Los dedos del joven patinaron y él cayó pesadamente al suelo.
—¿Michael Drury? —preguntó el soldado, al tiempo que lo levantaba de un tirón.
El joven no pronunció palabra.
—No sé —susurró Kathleen—. Al… al muelle. Cuando Michael…
—Si es que no lo pillan —le recordó Harry, pesimista—. Es mejor que lo comprobemos. Antes de que les diga que lo esperas en el muelle.
Kathleen se indignó.
—¡Él nunca me traicionaría!
Harry torció el gesto, reflexionando.
—¿Sabes qué, señorita?, sígueme, te llevo con Daisy. Allí no llamarás la atención… bueno, un poco sí, con esa pinta. Pero funcionará. Lo único que no tienes que hacer es enseñarle la bolsa, o estarás perdida.
El pequeño la empujó enérgicamente por una callejuela, pero Kathleen lo detuvo cuando oyó ruido procedente de Barney’s Tavern.
¡Un disparo!
—¡Michael! Oh, Dios mío, tengo que… —gritó Kathleen.
Harry la agarró del vestido con una fuerza insospechada.
—Tú ahí no vas. Ahora que te he sacado, ¿quieres volver a meterte? ¿Estás loca o qué? Igual me persiguen también a mí si les dices quién eres.
—Pero yo…
De todos modos, Harry sentía tanta curiosidad como Kathleen desesperación. Al menos no la arrastró más lejos, sino que la sujetó tras la esquina. Los dos espiaron lo que sucedía en el pub, de donde salían gritos y más ruido. Y entonces la puerta se abrió. Dos casacas rojas sacaron a un hombre que se revolvía. Habían maniatado a Michael, pero se veía que no estaba herido.
—Ya dije yo que lo iban a pillar —observó Harry—. Ven, a ese ya no puedes ayudarlo. Descuida, no lo colgarán enseguida. Mañana puedes preguntar adónde lo han llevado. Pero ahora, ¡vámonos de aquí!
Kathleen era incapaz de pensar. Estaba paralizada por el horror que le producía el destino de Michael. ¿Qué le harían? ¿Harry decía en serio que lo colgarían? ¡No iban a ahorcar a nadie por haber robado tres sacos de grano!
El niño la condujo hasta una casa sobre la que colgaba un cartel rojo con la palabra «Daisy’s». Nada más, pero no era necesario tener mucha imaginación para saber qué era.
El espanto de Kathleen iba en aumento.
—Pero esto es… no puedo…
—Madame Daisy no hace nada —la tranquilizó el niño—. Y las chicas son muy majas. En cualquier caso no roban a los pobres y a mí siempre me dan azucarillos. ¡Vamos, no temas!
Kathleen se internó con el corazón desbocado por el oscuro pasillo que había tras la puerta, pero a esa hora tan temprana todo estaba sereno. El niño la condujo arriba por una escalera, que daba a otro estrecho pasillo con varias puertas. Detrás de una se oían risas y gente charlando. Harry llamó con los nudillos y la abrió sin esperar respuesta.
—¿Madame Daisy? Aquí hay una chica del campo. Es de los destiladores, la novia de Michael Drury. Pero acaban de detenerlo y no sabe adónde ir.
Kathleen mantenía la cabeza gacha, observando amedrentada bajo el chal. Era una habitación llena de espejos, adornos y baratijas, una especie de vestidor. Para su horror, cuatro o cinco chicas ligeras de ropa estaban convirtiéndose en aves nocturnas multicolores con ayuda de ligas carmesíes y vestidos con volantes chillones. Una joven se ceñía el corsé, otra se maquillaba delante de un espejo.
De esa forma u otra parecida se imaginaba Kathleen el camino hacia el infierno. Pero las muchachas no parecían nada diabólicas, sino totalmente normales. Algunas tampoco eran tan jóvenes como se diría a primera vista. En especial, la mujer que en ese instante se volvía hacia Harry ya había pasado con toda seguridad los cuarenta.
—¿Y yo tengo que darle cobijo? ¿Qué soy yo? ¿Un hotel?
—Esconderme no —susurró Kathleen—. Nadie… nadie me está buscando. Y yo tampoco quería… Yo… mejor me marcho ahora mismo… —Se dio media vuelta.
La mujer rio.
—Vaya, ¿y adónde quieres ir? Una jovencita sola por la calle, en este barrio… Los hombres se llevarán gratis lo mismo por lo que aquí han de pagar. Y conozco a Michael, es un chico noble. El whisky que trae siempre es de primera calidad.
Kathleen suspiró. Así que Michael también suministraba su mercancía clandestina a ese local. ¿Cuánto pagarían aquellas mujeres por el servicio? Sintió que la invadía la cólera.
A madame Daisy —la mujer madura, que parecía la propietaria del burdel— se le ocurrió una idea al pronunciar la palabra «whisky». Pidió que sacaran una botella de debajo del tocador, llenó un vaso y se lo tendió a Kathleen.
—¡Toma, bebe! Con esa cara, parece que hayas visto un fantasma.
—Yo tengo que irme —dijo el niño.
La madame le sonrió y cogió del mismo escondite un azucarillo.
—Ten unas pequeñas provisiones para el viaje, bribonzuelo. —Sonrió—. El único hombre al que todas queremos —explicó, volviéndose hacia Kathleen—. Las chicas se pelean por cuál de ellas se encargará de desvirgarlo.
Kathleen se ruborizó, pero Harry sonrió a la bondadosa dueña del burdel.
—De eso nada, madame Daisy, yo quiero una chica decente, como hizo Michael. «Harry, búscate a una buena chica», me dijo. Y luego me contó de su amada y de los ojos tan bonitos que tenía, verdes como el campo irlandés, y de su pelo de oro…
La madame soltó una risotada y quitó juguetona el chal de la cabeza de Kathleen. La joven se protegió de forma instintiva, pero el pañuelo se deslizó sobre sus hombros y dejó a la vista su cabello y su rostro.
La mujer silbó entre dientes y un par de chicas también emitieron exclamaciones de sorpresa.
—¡Madre mía! —dijo la propietaria del burdel—. ¡Siendo campesina, me esperaba un ratoncito asustado! Pero parece una verdadera princesa. Vaya si le han dado bien de comer a ese bribón de Michael… —Su mirada escrutadora se deslizó por el cuerpo de Kathleen, que se quitó el chal. Todavía tenía el vientre bastante plano, pero a la experimentada madame le bastó con una mirada sagaz.
—¡Oh, pequeña! Y yo que había pensado en contratarte… pero no me servirías por mucho tiempo. ¿Es Michael el afortunado?
Kathleen replicó airada:
—¡Claro que es Michael! ¿Qué se ha pensado usted? Yo… nosotros… nosotros queremos casarnos… en América. Nosotros…
De repente rompió a llorar. Sollozó sobre el whisky que Daisy le tendía y al final hasta bebió un sorbo. Era el primero de su vida y le sentó como si hubiese tragado fuego. Tosió.
—Pues ya no va a ser así —anunció madame Daisy—. A Michael no volverás a verlo pronto, al menos en libertad. Podrás visitarlo en la cárcel, pagando un par de peniques al celador. Pero cuando lo dejen salir… si es que lo dejan, el niño ya habrá crecido.
—¿Si es que lo dejan? —repitió Kathleen horrorizada—. ¿Se refiere a que lo colgarán? Dios mío, por eso no pueden ahorcar a nadie, ¡solo ha robado tres sacos de grano!
—¿También ha robado? —suspiró Daisy—. Criaturita… Pero no, ahorcarlo no lo ahorcarán. Solo lo desterrarán a la Bahía de Botany, o la Tierra de Van Diemen… ¿Nunca has oído hablar de ese sitio, pequeña?
Kathleen intentó a un mismo tiempo asentir y negar con la cabeza. Claro que había oído hablar de las colonias. De Australia, donde enviaban a los presidiarios ingleses a realizar trabajos forzados. Pero… pero ¡no iban a hacerle eso a Michael!
—Si te caen más de siete años, estás listo —señaló Daisy—. Y eso es fácilmente lo que le echarán. Y si encima ha robado… Lo siento por el chico… y también por ti. De todos modos, puedes quedarte aquí si quieres. ¿En qué mes estás? Todavía es pronto, ¿no? También puedes ir a que te lo saquen.
Kathleen se la quedó mirando. ¿Que le quitaran al niño? ¿Estaba loca?
—Conozco a una mujer que lo hace bien. Muy pocas la palman… Vale, vale, ya veo que ni te lo planteas. Lo lamentarás, pequeña.
Kathleen volvió a llorar. Entonces las otras chicas se reunieron alrededor de ella. Una la rodeó con el brazo en un gesto de consuelo. Kathleen miró horrorizada aquel rostro pintarrajeado y vio que bajo todo el polvo y maquillaje se distinguían los rasgos de una mujer también madura y de actitud más maternal que Daisy.
—Dejemos tranquila a esta jovencita —dijo apaciguadora—. Todavía no sabe qué quiere.
—¡Michael! —sollozó Kathleen—. Quiero a Michael… y el niño lo necesita. No pueden…
—Tranquila, tranquila. —La mujer la meció.
»¿Qué te parece si mañana vamos a buscar a Michael?
Kathleen la miró esperanzada.
—¿A buscarlo? ¿Se refiere a verlo? ¿Dónde? En…
—En la cárcel, pequeña. Puedes decirlo tranquilamente. Lo primero es que lo encontremos; puede que lo retengan aquí, pero también que lo lleven de vuelta a vuestro pueblo. O a Dublín. Aunque no lo creo, al menos no tan deprisa. En cualquier caso, nos enteraremos. A lo mejor hasta puedes verlo. Así que deja de llorar, no es bueno para el gusanito que llevas dentro que su mamá esté triste…
La mujer cogió uno de los pañuelos sucios de maquillaje del tocador y le secó las lágrimas a Kathleen.
—Me llamo Bridget —se presentó la mujer—. No tienes que hablarme formalmente. ¿Y cómo te llamas tú?
—Kathleen —musitó la joven—. Mary Kathleen.
Nunca había necesitado la ayuda de la Madre de Dios con tanta urgencia.