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—¿Qué cree usted, miss Elizabeth? ¿Pido ahora mismo la mano de Claudia o me espero a regresar del yacimiento de oro? —Ronnie Baverley ya no estaba del todo sobrio, pero planteaba muy en serio si debía declararse.

Lizzie suspiró. Ya hacía tiempo que se había acostumbrado a que los clientes de su bar la tratasen como una especie de madre sustituta y a verse confrontada con todos los problemas existenciales posibles. Pero ¿podría ayudar a ese hombre?

—Ronnie, como antes no le ofrezcas diez onzas de oro, no te aceptará —respondió—. Ella no cree en promesas, para eso mejor se queda en el Green Arrow. Y, aparte de esto, ya no puedo oír más las palabras «yacimiento de oro». ¿Qué esperáis de andar removiendo tierra en Otago? ¡Ninguno de vosotros ha cogido jamás una pala!

Exageraba, por supuesto. Muchos de los hombres que Lizzie había visto partir en esos últimos meses hacia Otago procedían del campo, como Michael, y el manejo de herramientas para cavar no les resultaba nuevo. Pero según la opinión de la joven, para buscar oro se necesitaba algo más que dos manos fuertes y una pala. Uno tenía que conocer el terreno, saber qué tipo de río llevaba oro y en qué lugar no valía la pena cavar. Naturalmente, Lizzie no estaba segura, pero no había olvidado nada de lo que había aprendido sobre el cultivo de la vid, y una de las lecciones más importantes era que las cepas no crecían en todas partes. En algunos lugares había sustancias nutritivas para las plantas; en otros, no. Con el oro sucedería lo mismo. Cavar en cualquier lugar le parecía una insensatez, y cavar justo donde los demás ya lo estaban haciendo se le antojaba igual de inútil. Pero no lograba convencer a su clientela masculina con estos argumentos.

—¡Miss Elizabeth, en Otago no se necesita pala! —declaró convencido Ronnie—. Allí el oro se encuentra en la calle. Si los maoríes se interesasen en eso, podrían pavimentar las calles con oro.

Lizzie levantaba la vista al cielo. Estaba harta de esas historias, pero los hombres se las creían. Y si Ronnie era incapaz de encontrar oro y no podía permitirse una boda con Claudia, la rubia de vida alegre se marcharía más deprisa que él a Otago. El primero de los tres viejos pubs de Kaikoura ya había cerrado por falta de clientela. Los hombres que antes habían trabajado en las estaciones balleneras y en la agricultura se marchaban en masa hacia Dunedin. A Lizzie no le gustaba admitirlo, pero también su local últimamente estaba sufriendo pérdidas importantes. La población de Kaikoura disminuía, y Lizzie volvía a pelear con su destino. Si la situación seguía así no podría seguir manteniendo el Irish Coffee, y aún menos cuando Michael mostraba poco interés en resistir la crisis. Al contrario: también él se hubiese puesto en camino hacia Otago.

Lizzie estaba en general satisfecha de su vida como patrona de un bar y durante todo ese tiempo la destilería de whisky no les había causado ningún problema. El negocio conjunto daba lo suficiente para vivir y también podía costearse algún modesto lujo. Lizzie tenía vestidos bonitos y Michael un buen caballo. Tenían un vehículo para repartir los artículos con el que Lizzie salía a pasear los domingos si quería. Mantenía buenas relaciones con la tribu maorí local, y su negocio también había aportado cierto bienestar a los ngai tahu. Con las instrucciones de Michael aprendieron en muy poco tiempo a cultivar cereales y convertir la cebada en malta, de modo que la destilería no dependía de las granjas de Canterbury. Esto resultó especialmente beneficioso en esas semanas. Los precios del cereal habían subido a unos niveles astronómicos en Canterbury desde la explosión de la fiebre del oro. Era imposible abastecer a la muchedumbre que marchaba hacia Otago.

Pero, principalmente, Lizzie era una habitante de Kaikoura querida y respetada. Incluso volvía a asistir a la iglesia y participaba en la preparación y ejecución de los bazares benéficos y en las colectas para los más necesitados. Las otras mujeres no tenían en cuenta su pasado, también algunas de ellas habían llegado a Kaikoura siendo prostitutas y se habían hecho decentes después de casarse con algún comerciante o trabajador. Claro que la trataban con cierto escepticismo, pero su talante amable y su cálida sonrisa le garantizaron la amistad del reverendo y de las damas más importantes de la sociedad. Ya hacía tiempo que se sabía que Lizzie no tenía interés por los hombres, aunque había opiniones distintas acerca de la causa. La mayoría creía que tenía una relación secreta con Michael, quien la cortejaba abiertamente.

Si no hubiese existido Mary Kathleen, que nunca abandonaba los sueños de Michael, ella habría correspondido a sus deseos hacía tiempo. Pero temía la noche en que él volviera a gritar el nombre de su amada. No lo soportaría otra vez. La destrozaría.

Algunos románticos de la congregación religiosa le atribuían un amor desdichado, posiblemente con un indígena. Era sabido que tenía amigos en el poblado y que hablaba la lengua maorí. La propia Lizzie todavía pensaba a veces en Kahu Heke, pero no había vuelto a saber nada de él, aunque en la Isla Norte reinaba la calma. Las guerras que Kahu había anunciado no habían estallado por el momento.

Lizzie oyó el carro entoldado delante de su local, antes de que Michael entrase con la nueva entrega de whisky. El caballo relinchó excitado. Lizzie solía malcriarlo cada vez que paraba delante del bar dándole pan o azúcar, y también en esa ocasión salió a recompensarlo por su sonoro saludo. Michael saltó del pescante y la besó en la mejilla.

—¡La dulce miss Lizzie! —exclamó con su sonrisa atrevida—. ¿Es posible que en el transcurso de esta última semana todavía te hayas puesto más guapa? ¿O solo un poco más decente? No, eso es imposible. Este vestido tiene un escote más grande que los otros, mi pequeña miss Owens o miss Portland o como quieras llamarte. El reverendo no lo aprobará.

Lizzie lo rechazó sonriente. Llevaba un bonito vestido de lino azul claro con el escote y el delantal adornados con encajes. Era, en efecto, nuevo y la halagó que él se diese cuenta.

—¡El escote solo sigue la moda londinense! —le informó—. Ahora es un poco más frívola, y esto me lo ha dicho precisamente la esposa del reverendo. Recibe de vez en cuando revistas de moda de Inglaterra. Y su marido no ha puesto reparos hasta ahora.

—También a él le gusta ver un bonito escote —replicó Michael, lanzando una mirada descarada al nacimiento de aquellos pechos. El corpiño del nuevo vestido se los levantaba un poco y los hacía parecer más grandes. Lizzie se gustaba con toda esa decencia cuando se miraba en el espejo.

»Pero ahora en serio, Lizzie, tenemos que hablar.

Michael levantó una caja de botellas del carro, además de un pequeño tonel que se puso al hombro. Aún conservaba la fuerza y los músculos que a Lizzie tanto la habían fascinado en Australia. Destilar whisky no era un trabajo difícil, pero había que cortar madera para hacerlo, y un par de semanas al año Michael se marchaba con su vieja cuadrilla a esquilar ovejas en las granjas del entorno. Ya había cuadrillas de profesionales que trabajaban más rápidamente, pero las granjas de los alrededores de Kaikoura no eran tan grandes como para que compensara traer una cuadrilla desde Canterbury.

Michael llevó las botellas al patio y colocó el pequeño tonel sobre la barra del Irish Coffee.

—¿El whisky bueno? —preguntó Lizzie atónita—. Pensaba que tenía que madurar diez años. —Durante todo ese tiempo, Michael no había tocado el primer licor destilado en el tonel de Robert Fyfe.

—Lleva tres años envejeciendo, es suficiente. Y yo ya estoy harto de destilar whisky, Lizzie. Esta ha sido la primera y última entrega. Me voy a Otago, estoy decidido, y cuando vuelva beberemos whisky irlandés traído directamente de mi antigua patria.

Lizzie ya se había imaginado algo así al ver el caballo de Michael detrás del carro: llevaba las alforjas llenas. Michael había pensado incluso en palas desmontables y en una escudilla nueva para lavar el oro. Todo eso, así como mantas y saco de dormir, estaba bien sujeto detrás de la silla. Lo que a Lizzie realmente la dejó pasmada fue la intención de Michael de regresar en algún momento a Kaikoura.

—¿De verdad vas a ir a buscar oro, Michael? —preguntó—. ¿No ganas aquí lo suficiente? ¿No tienes, ya desde hace tiempo, bastante para regresar a Irlanda? Eso era lo que querías, ¿no?

Él se mordió el labio.

—Sí, ya… pero… no sé qué es lo que tengo que hacer.

Se dejó caer en una silla; el local estaba vacío salvo por Ronnie, que soñaba con Claudia mientras se tomaba su tercer whisky. Lizzie se sentó frente a Michael. Su actitud no era nueva, tan poco nueva como sus palabras. Eran incontables los hombres que le habían hecho confidencias por el estilo.

Michael empezó a hablar con voz quejumbrosa.

—Si ahora me marcho a Irlanda…

—Espera un poco, Michael.

Lizzie sabía que el nombre de Mary Kathleen no tardaría en aparecer y sintió que antes necesitaba un reconstituyente. Así que abrió el tonel de whisky y llenó un vaso para cada uno. El licor era estupendo, ahumado, lleno y un poco dulce.

También Michael pareció encantado. Pidió un segundo trago.

—Mira, si ahora volviese a Irlanda… ¿qué haría allá? Mary Kathleen se ha marchado y nadie sabe dónde está. Bueno, quizá sus padres, pero ¿me lo dirán? A saber si todavía viven, y a saber qué habrá ocurrido con el pueblo y los aparceros y Trevallion.

—Yo no me dejaría ver ni por Trevallion ni por vuestro patrón —señaló Lizzie.

Si bien ya hacía tiempo que se había cumplido la condena de Michael, la joven no sabía si el delito de fugarse de la cárcel prescribía.

Michael asintió preocupado.

—Y si lo averiguase allí, necesitaría otro pasaje de barco. Y América es muy grande…

Lizzie tomó un sorbo de whisky.

—Si realmente quieres encontrar a una persona, sin dirección, tendrías que contratar a alguien, un detective o algo así.

—¡Exacto! —acordó Michael, aunque no daba la impresión de haberlo pensado antes—. ¡Y para todo eso necesito dinero! Mucho, mucho dinero. Claro que he ahorrado. Pero con eso no puedo comprar el mundo.

—El mundo no… —admitió Lizzie con el corazón en un puño. Michael la conducía hacia un tema que llevaba tiempo queriendo abordar, pero nunca se había atrevido a hacerlo. ¡Tal vez fuera esta su última oportunidad! Cuando estuviera en Otago ya sería demasiado tarde—, pero una parte de él, sí. Michael, si trabajásemos aquí un par de años más, tendríamos dinero suficiente para comprar una granja. Por mí, una granja de ovejas, al menos al principio. O de bueyes, ahora se gana mucho dinero con los bueyes.

Él rio atónito.

—¿Quieres comprar una granja conmigo?

Lizzie se forzó a guardar la calma.

—¡También puedo hacerlo sin ti! —contestó—. Pero tú eres el único que sabe de agricultura y serías tu propio capataz. Podríamos trabajar del mismo modo que aquí: yo me encargo del negocio y tú de la producción. Sería una vida segura… ¡una vida tranquila!

Cuando Lizzie soñaba con su propia granja, veía una casa señorial de piedra con balcones y torrecillas. Algo así como la casa de los Smithers en Campbell Town. Pero ella sería la señora de esa casa. Tendría doncellas y una cocinera, podría invitar a amigas a tomar el té. Y en cierto modo irían en el mismo paquete un esposo y un par de hijos, pero Lizzie no se permitía imaginarse demasiado esa parte de la historia.

Michael enseguida lo entendió.

—¿Se trata de una proposición de matrimonio, miss Lizzie? ¿O dirigiremos la granja como hermanos? —Lizzie lo miró ofendida, pero él sonrió—. Venga, no es más que una broma. Y tener una granja de ovejas sería muy bonito. Pero sé honesta, no estás pensando en una granja, sino en algo más grande: en las casas de barones de la lana, como las haciendas Kiward, Barrington o Lionel.

—¿Y? ¿Qué hay de malo en eso?

—Sería inasequible. Lizzie, conozco las granjas de aquí. En proporción son pequeñas. Claro, los granjeros tienen un par de miles de ovejas, suena estupendamente. Pero ¡trabajan de sol a sol! No es algo que tú quieras. Me hablaste de tu trabajo con ese alemán, tú no eras la persona adecuada para hacer de moza de cuadra, Lizzie. Y tampoco lo eres para trabajar en los campos y pastorear las ovejas.

—¿Y para qué soy adecuada, según tú? —preguntó ella, iracunda.

Michael lo pensó brevemente.

—Para lo que estás haciendo —respondió—. Eres el alma de este local. Podrías dirigir un hotel o un comercio… Tienes esa sonrisa que embelesa a todo el mundo.

No supo por qué la decepcionó esa respuesta. Daba justo en el clavo: el trabajo en el bar le gustaba, se sentía bien en Kaikoura. Y no podía esperar que Michael compartiera su sueño, que la viera como madre y ama de casa… con o sin doncella y cocinera.

—¡Deja que me vaya ahora a Otago, Lizzie! —Era evidente que Michael quería poner punto final—. Cuando vuelva… cuando vuelva y sea realmente rico, ya veremos qué hacemos. He dejado la destilería a Tane. Sabe cómo funciona y será él quien te abastezca en el futuro. Sigue en lo que estás, Lizzie, un día tal vez llame a tu puerta y te cubra de oro.

Rio. Luego la besó complacido en las dos mejillas y se dirigió hacia su caballo.

—¿Puedes llevar el carro y el caballo al establo de alquiler? Tengo que irme, si no lo hago ya mismo, no valdrá la pena que me marche hoy.

Michael no volvió la vista atrás cuando dejó Kaikoura. Claro que le sabía un poco mal no volver a ver a Lizzie con tanta frecuencia, escuchar sus consejos y, en los días malos, dejarse consolar por su cálida sonrisa. Pero le aguardaba una aventura para la cual no iba a necesitarla.

Mientras cabalgaba hacia el sur, seguía pensando en la joven. Era una idea seductora la de bañarla en oro. Ver su sonrisa cuando él la llevase a la gran casa de piedra de una granja en cuya entrada la esperase una doncella haciendo una reverencia y llamándolos «señor» y «señora». Michael quería satisfacer los sueños de Lizzie. Él llevaba tiempo suficiente siendo su socio, ella ya había llevado los negocios tiempo suficiente. Ahora le probaría que era un hombre capaz de amasar su propia fortuna. Lizzie tenía que admirarlo, que respetarlo de una vez, tal vez entonces volvería a amarlo y quisiera vivir con él como su esposa.

Lizzie siguió con la mirada al hombre a quien amaba y pensó en lo que había dicho sobre las granjas de ovejas en Kaikoura y en las Llanuras de Canterbury. Tal vez era cierto que se necesitaba más dinero para construir una gran granja. ¿Lo conseguiría Michael solo? Lo dudaba, pero le daría algo de tiempo.

De hecho, Lizzie resistió la vida sin Michael seis meses, y seguro que habría conseguido aguantar más si sus negocios no hubiesen ido de mal en peor. Sin embargo, la decadencia de Kaikoura era inevitable. Los balleneros se habían marchado casi todos, los pastores probaban suerte en los yacimientos de oro y, en el ínterin, hasta los pequeños granjeros abandonaban sus tierras para ir en pos de una riqueza fácil de ganar. La amiga de Lizzie, la esposa del pescador con el puestecillo de cocina contiguo, perdió así a su marido y su hijo. Ambos desaparecieron un día, con su pequeño bote de pesca rumbo al puerto de Otago.

—¿De qué voy a vivir ahora? —se lamentaba—. Si tengo que comprar las gambas a otros pescadores, mis precios subirán y cada vez tendré menos clientes.

Lizzie tenía además problemas al despachar. Tane no le suministraba el whisky de forma tan regular como Michael. Los maoríes, al menos los hombres, no eran apropiados para realizar actividades metódicas. Tane solo destilaba cuando tenía ganas, y a veces el producto obtenido no acababa en los pubs, sino en el campamento maorí. Cuando se celebraba allí una fiesta, Tane les suministraba alcohol gratis. Después de quedarse dos veces sin suministro, Lizzie se hartó.

—¿Qué tal si te encargas del pub? —preguntó a su desesperada vecina—. Ya no es una mina de oro, pero seguro que sirve para alimentar a una persona, junto con el asadero de pescado, desde luego. Y tú eres maorí, deberías saber cómo estimular a tus compañeros de tribu. A mí, dicho con franqueza, me faltan las palabras o gestos correctos para espolear a Tane, pero seguro que tú lo consigues.

La pescadora —que estaba deseando patear un culo masculino— aceptó contenta y se puso en camino hacia la montaña. Lizzie empezó a hacer el equipaje. Ignoraba si hacía lo correcto y dudaba de si Michael se alegraría de verla. Pero no creía que consiguiera hacerse rico sin ella.