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En cierto modo, Dunedin era igual a Christchurch. También esta ciudad era joven y estaba todavía en construcción. Los primeros colonos habían llegado hacía solo diez años. Antes, sin embargo, ya había habido una estación ballenera y también la colonia de focas, que todavía resistía en las proximidades del centro y había atraído cazadores.
Los decididos trescientos cincuenta escoceses que habían llegado en 1848 en dos embarcaciones a la Isla Sur pusieron punto final a los primitivos asentamientos de tiendas y cabañas de madera. Querían fundar una ciudad y edificaron para la eternidad. Un nuevo Edimburgo iba a nacer. Los seguidores ortodoxos de la Iglesia de Escocia emprendieron enseguida la construcción de edificios de piedra monumentales. Todos ellos eran calvinistas fanáticos y la postura de la Iglesia tradicional escocesa en cuestiones de fe les resultaba demasiado liberal. Los nuevos pobladores de Nueva Zelanda se consideraban los elegidos de Dios e intentaban mostrarse dignos de tal honor trabajando incansablemente para alcanzar un bienestar económico. Todos cultivaban una severa y ordenada disciplina.
Eso era lo que Claire había oído decir y lo que contaba ahora a Kathleen y los niños mientras las mulas tiraban de la calesa rumbo al sur.
—Espero que a las mujeres les interese la moda por muy ascetas que sean. ¡A lo mejor consideran los vestidos bonitos un lujo superfluo!
Kathleen se encogió de hombros.
—Algo tendrán que ponerse. Y no todas serán escocesas, ¿no crees?
—No lo sé. Pero deben de ser muy, muy aplicadas y nosotras también lo somos. ¡Ya saldremos adelante, Kathleen!
Desde que Claire estaba de viaje su humor había mejorado notablemente. Kathleen encontraba, incluso, que se olvidaba del ladrón de su marido a una velocidad pasmosa; Claire era una soñadora optimista. La belleza del paisaje circundante le levantaba los ánimos. Ya había una carretera costera bien hecha que ofrecía una y otra vez vistas sobre aguas azules y escarpados acantilados. Además, las montañas parecían estar más cercanas, pues abandonaban la tierra llana de las granjas de Canterbury y se acercaban al montañoso Otago. Para Claire, detrás de cada recodo del camino aguardaba una maravilla. No se cansaba de hacer bromas con Chloé y Heather y de contarles historias.
Kathleen había sentido temor los primeros días del viaje, aunque sabía que Ian no podía seguirla. Incluso si, por la razón que fuera, hubiera regresado antes, Colin lo habría enviado a Nelson. Pero estaría más tranquila cuando pudiera esconderse en una ciudad grande y poblada. Había soñado muchas veces con su fuga, pero ahora tenía mala conciencia. Había pecado por segunda vez a los ojos de su Iglesia. Primero, se había casado no siendo virgen, y ahora abandonaba a su marido. No se atrevía ni a pensar en lo que el padre O’Brien diría de los pecados de su otrora alumna favorita.
En cambio, Sean se sentía como Claire. Aquella aventura lo emocionaba y se sentía libre. Para los calvinistas, había oído decir Claire, la formación era importante, así que debían de estar construyendo buenas escuelas en Dunedin, incluso se había planeado edificar una universidad. Y ahí nadie le reñiría si prefería estudiar antes que trabajar en las cuadras. Seguramente tampoco tendría que desplazarse kilómetros a caballo para llegar a la escuela. Sean ya se alegraba de su nueva vida y observó cautivado los nuevos edificios y la actividad de la gente en las calles cuando por fin llegaron a la ciudad.
Heather y Chloé estaban menos fascinadas con su nuevo hogar.
—¡Pero, mamá, aquí no hay nada terminado! —señaló Heather cuando pasaron junto al tercer edificio en obras—. ¿Dónde vamos a vivir?
Durante el viaje, los niños habían dormido en el carro, Kathleen y Claire con ellos. Pero en Dunedin eso sería imposible, en especial para unas futuras empresarias. Kathleen, tan insegura como su hija en la nueva ciudad, miraba preocupada a Claire, quien con los ojos brillantes contemplaba el trajín de la gente.
—Bien, al principio en una pensión —declaró—. O en un hotel. Hasta que encontremos una casa que podamos alquilar.
Kathleen la miró escéptica.
—¿Dónde vas a encontrar aquí algo para alquilar? Heather tiene razón, las casas todavía están en construcción.
Claire se encogió de hombros.
—Los propietarios tendrán que vivir en algún sitio. Y una vez tengan lista la casa nueva, quedará la vieja libre. ¡No te preocupes tanto, Kathie! ¡Algo encontraremos!
Así pues, lo primero que buscó Kathleen fue un establo de alquiler, y lo encontró. Junto a los establos se construía un hotel, pero de momento solo estaban los cimientos.
—¿Una pensión? —repitió el encargado del establo a la tímida pregunta de Kathleen.
Era un hombre grande como un oso cuyo nombre, Duncan McEnroe, hizo surgir en la mente de Claire imágenes de guerreros de clanes e historias de héroes. Aun así, McEnroe no parecía muy heroico, sino más bien malhumorado y arisco. Tan solo la forma en que pronunciaba la palabra «pensión» hacía pensar en un burdel.
—Pues sí, algún albergue decente y limpio debe de haber donde una mujer respetable pueda pernoctar un par de noches sin que la moleste nadie —precisó Claire.
McEnroe arqueó una ceja.
—¿De dónde vienen ustedes? —preguntó groseramente. Al parecer, en Escocia no sabían gran cosa de cortesía ni de discreción—. ¿Dos mujeres solas en una calesa llena de niños pero sin hombre?
—Mi marido es marino —explicó Claire, próxima a la verdad, pero luego empezó a mentir—. Y la señora Coltrane es viuda.
Kathleen bajó la cabeza.
—¿Y qué las trae solas por esta región?
Duncan McEnroe no era el único que quería saberlo. También las dos propietarias de las pensiones cuyas direcciones les facilitó de mala gana se pusieron a hacer preguntas. La primera se negó a aceptar a las mujeres y los niños; tampoco la segunda creyó del todo la historia de Claire acerca de un esposo desaparecido y una cosecha que se había echado a perder y que las había forzado a dejar sus granjas de Canterbury.
—¡Dios concede una abundante cosecha al que es honrado y cultiva su tierra como es debido! —sentenció la pequeña anciana, cerrando la puerta en las narices de las dos mujeres.
—Al parecer nunca ha oído hablar de la gangrena de la patata —observó Kathleen después.
—Esa nunca había salido de Edimburgo antes de emigrar —supuso Claire—. Es probable que estuviera casada con un calvinista severo, pero debió de morir en la travesía y ahora tiene que alquilar habitaciones para mantenerse a flote…
Kathleen interrumpió a su amiga con un gesto.
—Claire, no malgastes tu imaginación con esa bruja, piensa mejor qué hacemos. En algún lugar tendremos que alojarnos.
Seguidas por unos niños agotados y quejumbrosos, las mujeres recorrieron el centro de la ciudad, cuyas calles formaban un grandioso octógono. Estaba listo el proyecto urbanístico y algún día Dunedin sin duda sería una ciudad bonita, pero por el momento solo había unas pocas casas. Y además empezaba a llover.
—Será mejor que volvamos a sacar la calesa y busquemos algo en las afueras —dijo Kathleen desalentada.
Claire no le hizo caso. Acababa de descubrir una obra extraña en medio del octógono. A diferencia de las demás obras, todavía no tenía piedras colocadas, pero alguien había montado una carpa.
—Mira, ahí hay alguien acampado —señaló la joven—. A lo mejor es así como lo hacen cuando tienen la intención de construir más tarde. ¡Así a lo mejor pueden obtenerse tierras! Si se vive el tiempo suficiente así, se adjudican. ¡Ven, vamos a preguntar!
Kathleen arqueó las cejas. Claire tenía unas ideas extrañas respecto a la adquisición de tierras, lo que de nuevo procedía de leer demasiadas historias fantásticas. En los cuentos de su amiga los dioses regalaban la tierra en torno a la cual uno había caminado durante un día, en la que se arrojaba una lanza o la que se abarcara con la piel de un buey, como ocurrió en una ocasión a Dido con Cartago. Kathleen no podía imaginarse que tales arcaicos rituales se dieran en Dunedin. Ahí, lo más probable era que la tierra simplemente se arrendara o se comprara, y si uno montaba una tienda en un sitio donde estaba prohibido hacerlo, lo ponían de patitas en la calle.
Sin embargo, ya nada podía frenar a Claire. Llamó a la entrada de la tienda hasta que algo dentro se movió. Un hombre alto y vestido de negro salió a la lluviosa penumbra.
Kathleen no entendía lo que su amiga le decía, pero respiró aliviada cuando él le indicó que entrase.
—¡Pase, pase, o la lluvia la empapará!
El hombre tenía una voz agradable y unos ojos castaños y cordiales, un cabello liso castaño claro, una frente alta y unos hoyuelos, como si riera con frecuencia. Su posición, sin embargo, seguramente le obligaba a mantener una actitud digna: un alzacuellos indicaba que era un sacerdote.
Kathleen y los niños siguieron a Claire para ponerse a salvo de la lluvia y entraron en la tienda, inesperadamente acogedora. Había una butaca y un sofá, un bufet de madera y una mesa para comer con sillas. Daba la impresión de estar llena hasta los topes, como si los muebles estuvieran en realidad pensados para una casa más grande. Pese a ello, no parecía que el reverendo la considerase una vivienda provisional.
—Reverendo Peter Burton, de la Iglesia anglicana —se presentó—, de la diócesis anglicana de Dunedin, para ser más exactos. Pero hasta ahora todavía sin obispado.
—¿Será usted el obispo? —preguntó Claire respetuosamente.
Burton se echó a reír.
—No. Con toda seguridad, no. Yo soy el que guarda la plaza. En el sentido más estricto de la palabra.
—¡Lo ves! —exclamó Claire triunfal, mirando a Kathleen. Mientras que las niñas le hacían una reverencia formal al reverendo y Sean le estrechaba educadamente la mano, Claire explicó a Burton su teoría sobre la adquisición de tierras en Dunedin. El reverendo rio todavía más fuerte.
—No, milady, no es tan sencillo, aunque en mi caso no está usted del todo equivocada. Resulta que Johnny Jones, un antiguo ballenero de Waikouaiti, que ahora dirige granjas, ha regalado este solar a la Iglesia. El edificio se llamará un día catedral de San Pablo, aunque al noble bienhechor seguramente le habría parecido más adecuado que se llamara San Juan, lo que sin duda habría aumentado su predisposición a hacer donativos. Lo sugerí, pero a mí nadie me hace caso.
El reverendo ofreció asiento a Kathleen y Claire. Cogió un cántaro de agua y vasos y sirvió a todos. Luego se sentó y siguió hablando.
—La ubicación de nuestra futura casa de Dios es sumamente céntrica, como ciertamente usted ha advertido, lo que de nuevo no parece bien a nuestros ediles calvinistas. ¡La Iglesia de Inglaterra en medio de Nueva Edimburgo! En cualquier caso, nos disputan el solar, así que mientras a nadie se le ocurra erigir aquí un monumento a Calvino o algo similar, yo acampo. —Peter Burton hizo una mueca irónica—. Yo soy algo así como Pedro, la piedra sobre la que en algún momento se construirá nuestra iglesia. Espero que el obispo no se lo tome al pie de la letra y me emparede en los cimientos como portador de la buena suerte según la costumbre hereje.
Kathleen lo observaba perpleja.
—Pero no lo harán, ¿verdad? —preguntó Sean.
Burton volvió a reír.
—Hay gente que opina que sería una buena idea. Pero te doy la razón, hijo mío, no sería muy cristiano que digamos, y el obispo seguro que prescindirá de ello.
Claire dirigió al reverendo una sonrisa pícara.
—¡Infiero de sus palabras que no ocupa la posición más codiciable dentro de la Iglesia anglicana! —observó—. Pero deje primero que nos presentemos. Claire Edmunds y Kathleen Coltrane. Y Chloé, Heather y Sean.
Burton estrechó la mano a las mujeres. Kathleen volvió a levantarse e hizo una tímida reverencia.
—Chloé y yo somos anglicanas —añadió Claire—. Kathleen… bien, es irlandesa.
Burton asintió.
—Con lo que acaban de sumarse a mi congregación dos miembros. Si contamos a todos, ¡ya somos cinco! La señora Coltrane y sus hijos son bien recibidos, faltaría más. Ya verán que las diferencias no son tan grandes.
Kathleen asintió. En Lyttelton había asistido a la misa del domingo anglicana.
—Pero ¿qué las trae por aquí, además de su intención de adquirir tierras deprisa y sin problemas?
Claire volvió a contar su historia del esposo desaparecido y el esposo muerto.
—Queremos abrir una tienda de confecciones —añadió—. ¿Podríamos dejar tal vez aquí un par de dibujos? La esposa del párroco de Christchurch es una de nuestras mejores clientas.
Kathleen se puso como un tomate, pero Claire ya sacaba un par de dibujos de su bolsa de viaje.
El reverendo soltó un travieso silbido entre los dientes.
—¡Muy bonitos! —dijo—. Pero ya se lo digo ahora, aquí no entablarán relación con más gente que la que entablo yo con la misa. ¿Han echado un vistazo a las mujeres? ¡Se superan en su intento de semejarse lo máximo posible a cornejas!
Claire soltó unas risitas y Kathleen tampoco pudo contenerse. A diferencia de su optimista amiga, ella ya se había dado cuenta, mientras paseaban por la ciudad, de lo tristes y deslucidas que vestían las mujeres de los escoceses. Era cierto que la propietaria de la pensión era idéntica a una maligna corneja. Burton miró a la joven mujer con satisfacción. Hasta el momento, Claire había llevado la voz cantante, pero ahora se percató del cabello color miel de Kathleen, de sus rasgos aristocráticos y sus desconcertantes ojos verdes.
—Para un puritano —dijo el reverendo señalando uno de los dibujos, un vestido de noche ceñido— esto puede parecer el camino directo a la perdición. A fin de cuentas, un vestido así provoca en cualquier hombre pensamientos pecaminosos.
Su sonrisa quitó dureza a sus palabras. Claire hizo un guiño conspirador y solo Kathleen se quedó mirando a Peter Burton con aprensión.
Burton empezó a examinar discretamente a las mujeres. Claire Edmunds era despreocupada, pero Kathleen Coltrane no parecía una emprendedora ni una empresaria de éxito. Más bien se la veía intimidada. ¿O tal vez estaba huyendo?
—Y bien, ¿qué hacemos ahora con ustedes? —preguntó al grupo. Las mujeres tenían aspecto de estar cansadas, lo mismo que los niños.
—Creo que esta noche les daré primero asilo eclesiástico. Para ello tendrán que imaginarse la iglesia.
—¿Vamos a dormir aquí en la tienda con usted? —preguntó Claire con el ceño fruncido.
El reverendo sacudió la cabeza.
—Por todos los cielos, mi obispo me… Bien, en Nueva Zelanda no hay peor puesto que este, pero ¡en algún sitio del mundo debe de haber caníbales a los que enviar urgentemente a un misionero!
—¿Qué delito ha cometido? —se interesó Claire—. Para que lo desterraran aquí, quiero decir, aunque no directamente a los caníbales.
Pero Kathleen ya estaba harta de tanta cháchara. Heather se apoyaba en ella agotada e incluso Sean parecía a punto de desfallecer. Y ella misma se sentía igual, necesitaba una cama urgentemente. Se dirigió al religioso con cierta impaciencia:
—Díganos dónde vamos a dormir, por favor. Si no tendremos que buscarnos otro sitio, ya es de noche. Y no creo que ese señor McEnroe nos permita dormir en el establo.
—¡Ni hablar! —exclamó secamente Burton—. Podrían seducir a los caballos. No, como ya he dicho, les daré asilo eclesiástico. ¿Ven eso? —Levantó un poco la lona trasera y señaló otra tienda similar a unos metros de distancia—. Eso es la iglesia de San Pablo. Colocamos ceremoniosamente una primera piedra y monté allí la tienda. Ahora les pertenece a ustedes. El domingo celebraremos la misa allí. Pero ustedes no necesitan toda la catedral. Tiene cabida para unos quinientos creyentes, según mi obispo.
Kathleen dirigió al reverendo una sonrisa tímida, algo culpable.
—Es… es muy amable por su parte.
Peter Burton le quitó importancia con un gesto.
—No me dé las gracias. O sí, puede hacerme un favor y compartir esta noche mi escasa cena conmigo, aunque no será tan escasa si me permiten enviar a este jovencito ahora mismo al carnicero. —Señaló a Sean—. No había contado con recibir visitas. Pero no me dejan que pase hambre y también tengo un rebaño. Sería un placer alimentarlas a ustedes y sus hijos si me lo permiten.
Kathleen ya estaba a punto de decirle que estaba cansada y a rechazar la invitación, pero Claire asintió radiante.
—¡Claro que se lo permitimos! Dejad que los niños se acerquen a mí… En realidad es su deber. Y estamos todos muertos de hambre. ¿Cocinamos nosotras? Bueno, a mí no me sale especialmente bien, pero Kathleen es una estupenda cocinera.
Al final, Kathleen se encargó a disgusto de la cocina provisional de la tienda, mientras el clérigo acompañaba a Claire y los niños al establo de alquiler. En la futura iglesia no había humedad ni hacía frío, pero salvo un par de bancos de madera y una cruz tampoco había mobiliario y, naturalmente, ninguna cama. Claire había sugerido coger esa noche las mantas y sábanas que llevaban en la calesa y aceptó con agrado el ofrecimiento de acompañarla del reverendo.
—Aunque a ojos del señor McEnroe esto tal vez lo ponga en un compromiso —bromeó Claire con él.
Burton se encogió de hombros y abrió un enorme paraguas negro sobre la cabeza de la joven.
—A ojos del señor McEnroe estamos todos condenados al infierno. Y lo mejor es que no podemos hacer nada por cambiar la situación. Ya desde el comienzo de los tiempos Dios determinó que Duncan McEnroe iría al cielo y nosotros no. No es de extrañar que lleve la cabeza tan alta, aunque ni siquiera sea mérito suyo. También le podría haber tocado a él. En fin, recojamos ahora sus cosas y mañana ya buscaremos otro establo de alquiler. Por otra parte, en la ciudad vive un irlandés: Donny Sullivan. Comercia un poco con caballos y, cómo no, es católico. Pese a ello es un tipo simpático.
—¿Qué es lo que hizo? —volvió a preguntar Claire una hora más tarde, después de que todos hubieran ocupado sus sitios alrededor de la gran mesa del reverendo Burton.
El reverendo había bendecido la mesa, sobre la que humeaban platos con carne, verduras y patatas. Se sirvió diligente y no ahorró elogios para la cocinera. Kathleen enrojeció de turbación y tomó unos sorbitos de vino. Nunca antes lo había probado, pero, a fin de cuentas, Jesús también lo había hecho, no debía de ser tan reprobable como beber whisky. Burton brindó despreocupadamente con las mujeres después de haber abierto la botella con gran ceremonial.
—¡Por mis primeras visitas en la nueva diócesis! ¡Y por nuestra fabulosa cocinera la señora Coltrane! —declaró sonriendo a Kathleen. Esta bajó la vista con timidez y, entre las pestañas, buscó a Claire con la mirada para pedirle ayuda.
Esta reiteró su pregunta.
—A ver, ¿qué le ha ocurrido a usted?
Claire podía desarrollar una curiosidad inquisitorial. No cejaría hasta que el reverendo hubiese contado su historia.
El hombre la examinó.
—Si yo confieso ahora, quiero después escuchar su historia —advirtió—. Y una versión mejor que la de la cosecha arruinada. Llegué hace un par de meses a través de Christchurch, señoras. En las llanuras no se había estropeado ninguna cosecha. De gangrena de la patata, nada. Deberían decir la verdad o ser más diestras a la hora de mentir, si no cualquiera las descubrirá enseguida.
Kathleen volvió a ruborizarse. Incluso Claire se mordió el labio con expresión culpable.
—Una… ¿marea viva? —preguntó—. ¿Una inundación? Vivíamos al lado del Avon.
Burton puso los ojos en blanco.
—Tiene suerte de que yo no pueda oírlas en confesión —señaló—. Su amiga no miente de forma tan desvergonzada. ¿No desearía contarme la verdad, señora Coltrane?
Kathleen bajó tanto la cabeza sobre el plato que apenas se le veía el rostro.
—Yo… yo… bueno… en su origen no fue una marea viva —balbuceó—, pero… pero sí que tiene que ver con los campos junto al río y… bueno, con una cosecha perdida.
El reverendo y Claire se miraron igual de perplejos. Entonces Burton hizo un gesto de negación.
—Está bien, a lo mejor no tengo que entenderlo. Y acepto que me toque a mí confesar. —Sonrió burlón a las mujeres, se dirigió a la librería y sacó un libro—. Supongo que no lo conocerán.
Kathleen todavía no se había repuesto del interrogatorio, pero Claire cogió interesada el librito y Sean enseguida lo miró con curiosidad: La selección natural. Sobre la tendencia de las variedades a diferenciarse indefinidamente del tipo original, de un tal Charles Darwin.
Claire frunció el ceño.
—¿De qué trata? —preguntó.
—Es una teoría fascinante —respondió el reverendo con los ojos brillantes—. Trata del origen de las especies animales y vegetales. Darwin parte de la idea de que han ido evolucionando unas a partir de las otras en el transcurso de miles de años.
—Ajá. ¿Y? —inquirió Claire tomando otro sorbo de vino. Era evidente que le encantaba: era su primera copa desde que había abandonado Inglaterra—. Es como en la cría de ovejas. Se cruza un tipo con el otro para que la lana sea más bonita, y las mismas ovejas se vuelven también más resistentes a la intemperie. Es así, ¿no, Kathie?
Kathleen asintió distante.
—Pero el señor Darwin también lo relaciona con los seres humanos —prosiguió Burton.
—Eso tampoco es nuevo. —Claire aprobó la teoría con indiferencia—. Yo tengo el cabello oscuro y los ojos castaños, mi marido tiene… tenía… bueno… tiene… —Claire ya había contado tantas versiones de la historia que no sabía exactamente si había dicho que la viuda era ella o Kathleen—. Ojos azules y pelo rubio. Y Chloé tiene el cabello negro y los ojos azules. ¿Dónde está el problema?
Burton apretó los labios.
—Tiene que analizarlo desde una perspectiva más amplia, señora Edmunds. El señor Darwin opina que el hombre, en cierta medida, ¡proviene del mono!
Claire volvió a fruncir el ceño.
—Una vez vi un mono —recordó—. Era muy gracioso. Y se parecía un poco a un hombre. Además, también parecía muy juicioso, reunía el dinero del organillero.
El reverendo no pudo evitar echarse a reír de nuevo.
—Al señor Darwin se le ha pasado por alto la codicia que parecen tener en común las especies más desarrolladas.
Claire soltó unas risitas, pero Kathleen no parecía escuchar.
—¿Y qué tiene esto que ver, reverendo, con que tenga que defender de la Iglesia libre de Escocia una parcela de tierra en Dunedin, en lugar de estar predicando en Canterbury? —preguntó Claire—. No acabo de entender la relación.
El hombre señaló el tratado.
—Estuve predicando acerca de esto —explicó—. Sobre que esto obliga urgentemente a realizar una reinterpretación de la Biblia.
Claire comprendió.
—Porque esto no concuerda con Adán y Eva —señaló—. De todos modos, yo tampoco podía imaginarme algo así: ¡yo no estoy hecha de una costilla! —Echó orgullosa la cabeza atrás y Burton casi no pudo contenerse de satisfacción.
—Con lo que ambos estamos hechos unos sacrílegos —bromeó—. A diferencia de usted, señora Edmunds, mi obispo insiste, y con él toda la Iglesia anglicana, en que Darwin no tiene razón y la Biblia sí. Tendrá que contentarse con la costilla, aunque el mono le resulte más simpático.
—Pero ¿qué encuentra el obispo de molesto en la nueva interpretación? —preguntó Claire, y bebió otro sorbo de vino—. ¿No da lo mismo que Dios haya creado el mundo en seis días o que haya necesitado de un poco más de tiempo?
Kathleen levantó la cabeza. Parecía indiferente, pero sin embargo había escuchado atentamente.
—Si el obispo admite que el asunto de la costilla no es cierto —dijo con serenidad—, tendrá que confesar también que tal vez todo lo demás tampoco lo sea. Lo… lo de la Virgen María, por ejemplo, y la inmaculada concepción. O… o lo de la indisolubilidad del matrimonio.
No sabía por qué, pero Burton tenía la impresión de que aquella hermosa mujer rubia había hallado algo de consuelo en esa conversación.