8
Lizzie llegó a tierra vadeando. Kahu no había querido entrar en el pequeño puerto de Kaikoura con la llamativa canoa del jefe, sino que la había dejado en una playa junto a la colonia. La joven se volvió a poner las medias y los zapatos y se dirigió a la ciudad. ¿O era más bien un pueblo? Estaba situado en un lugar maravilloso, y desde el mar le había parecido un lugar muy atractivo a la luz del sol. Aun así, observado de cerca, el sol también mostraba suciedad y abandono.
Kahu había dicho que en su origen había sido una colonia de cazadores de ballenas, y eso era exactamente lo que parecía, pese a que Lizzie nunca había visto ninguna. Sin embargo, conocía el fango portuario de Londres y sabía qué aspecto ofrecía un lugar donde encontraban refugio sobre todo hombres, así como mujeres jóvenes, perdidas y poco hogareñas. Kaikoura estaba formada por casas de madera construidas precariamente y en distintos estadios de decadencia. El asentamiento no se había realizado como en Nelson. Todo estaba concebido para dar un refugio provisional a los aventureros que cazaban ballenas y focas. Nadie se quedaba largo tiempo, nadie se buscaba a una mujer para algo más de dos horas, a nadie le pertenecía nada. Las únicas excepciones eran unas pocas cabañas de pescadores miserables en las que sin duda no necesitaban ninguna doncella. Una tienda de ultramarinos ofrecía de todo, desde provisiones hasta anzuelos, pero también ahí movió negativamente la cabeza el propietario cuando Lizzie le pidió trabajo.
—Me las arreglo con mi esposa —respondió—. Por todos los santos, ¡una doncella! ¡Llevan cofia y delantalito! Mi Allison se troncharía de risa si me presentara con una.
—¡Te echaría de casa! —observó una mujer basta y rechoncha que en ese momento salía de la trastienda. Superaba en una cabeza a su marido, un hombre bastante bajo. Con toda certeza era ella quien llevaba los pantalones en la pareja—. Todo el mundo sabe lo que pasa en las casas nobles entre los señores y las doncellas.
Lizzie se preguntó cómo sabría eso todo el mundo. Volvió a ruborizarse.
—¡Soy una chica decente! —afirmó—. Y… y tengo referencias.
En efecto, las tenía… escritas por Kahu Heke gracias a sus estudios en la escuela de la misión. Lizzie se había sentido muy conmovida cuando había descubierto las falsas cartas de referencia que le había puesto Kahu en la bolsa. ¡Y ella ni siquiera había podido darle las gracias!
La esposa del tendero rio.
—Aquí no encontrarás nada, muchacha. Ya seas o no decente, aquí nadie necesita empleados domésticos. A lo mejor en las granjas de ovejas del interior. Pero tampoco son casas tan grandes y nobles como las de las llanuras. Todos los granjeros eran antes cazadores de ballenas o de focas. Si alguno necesita a una mujer de la limpieza coge a una maorí, que le sirve también para la cama y no exige nada. Nada de nada, guapa. Ya puedes buscarte otra ciudad u otro trabajo.
Era desalentador, pero Lizzie continuó vagando por el lugar. Kaikoura no tenía nada más que una tienda, una herrería, un carpintero que al mismo tiempo era el encargado de la funeraria, y tres pubs. Delante de uno de ellos encontró a otra chica, algo más joven y muy maquillada. A Lizzie le pareció que la había conocido en Londres.
—¿Trabajas aquí? —preguntó—. ¿En… en la calle o en una casa?
La chica miró a Lizzie atónita. Era rubia y llevaba el cabello recogido en un complicado peinado, y vestía de un rojo demasiado chillón para ser la honorable hija de un tendero. Lizzie, con su aseado traje de doncella oscuro, daba la impresión de ser una chica sumamente formal. La muchacha del bar habría esperado de ella una mirada cargada de reproches en lugar de una pregunta cortés.
—En el pub —respondió—. Aquí en la calle nadie se pone. Llueve demasiado y hace un frío que pela. Además, los patrones siempre necesitan sangre nueva. Y pagan más o menos bien. ¿Buscas trabajo?
Lizzie asintió.
—Sí, pero no de este tipo.
La chica rio.
—Ya. A ti te va más el trabajo en la cocina de un convento, ¿o quieres hacerte monja? Tu vestido es el adecuado. Pero lamentablemente no hay ningún convento por la zona. De lo contrario ya estaría yo misma dentro. Soy Irin, una buena católica…
Lizzie frunció el ceño. No sabía nada de conventos, pero no cabía duda de que la chica le tomaba el pelo.
—Hasta ahora he trabajado de doncella —explicó—. Antes de moza de cuadras.
—Bueno, al menos no te asustará el tufo de los clientes —dijo la rubia—. En serio, querida, aquí apestan. Aceite de ballena, sangre, qué sé yo. Los balleneros no son tipos delicados. —Evaluó a Lizzie con la mirada—. Pero tú tampoco eres una persona delicada, ¿verdad, hermanita? Me da en la nariz que no eres nueva en el oficio.
Lizzie suspiró. Así pues, se le notaba. Siempre lo había sabido.
—Hace tiempo que no me dedico —respondió.
La chica hizo una mueca.
—Eso no se olvida.
Lizzie puso una expresión compungida.
—Pero me gustaría no volver a hacerlo.
La rubia resopló.
—Querida, yo tampoco lo hago para divertirme. Pero echa un vistazo alrededor: por aquí solo hay este pueblucho. Justo detrás de las montañas, un poco más al sur, está Waiopuka, la estación ballenera junto a la costa, de donde venían antes casi todos los clientes. Pero ahora hay menos, necesitan barcos para perseguir esas bestias. Fondean aquí y nosotras servimos a los clientes. Con los parroquianos era más agradable, de vez en cuando se lavaban. Pero es lo que hay. Los Fyfe de la estación ballenera se dedican además a las ovejas.
Lizzie se aferró a esto como a una tabla de salvación.
—He oído hablar de las grandes granjas de ovejas. Ahí debe de haber gente distinguida, a lo mejor necesitan personal doméstico.
—Los Fyfe son viejos lobos de mar. Lo que necesitan es buen whisky y alguna chica de tanto en tanto, pero seguro que no como doncella. Y grandes granjas no hay por la zona. Las grandes están en las llanuras. En Christchurch hay casas de ricos, al menos eso se dice.
—No puedo ir hasta allí —dijo cansada Lizzie.
—Yo tampoco. Desplumé a un cliente —confesó la chica con franqueza—. No fue culpa mía, el tipo no quería pagar, así que le di con una silla en la cabeza y luego me marché con su bolsa. Por desgracia era hermano del oficial de policía… Total, que ahora me buscan. Como sea, Christchurch es un sitio demasiado pacato. Y Dunedin todavía es peor, está lleno de calvinistas…
Lizzie pensó angustiada.
—¡Tiene que haber otra cosa! No me importa trabajar duro. Sé de pescado. ¿Crees que podría hacer algo en una estación ballenera?
La joven soltó una carcajada.
—¡Una chica en una estación ballenera! Me gustaría ver cómo te mueves medio desnuda entre el aceite de ballena y la sangre, y descuartizas al animal. Querida, no necesitas hacer eso. Eres lo suficientemente bonita y tienes experiencia profesional… ¿para qué quieres saber si esos pescadores necesitan ayuda con las langostas?
—¿Con las langostas?
—Sí. Las sacan en grandes cantidades del mar. Son muy sabrosas. Pero no creo que los pescadores contraten a una chica. Eso sí, suelen llevarse a sus esposas con ellos, aunque ¡las matan a trabajar! Podrías casarte con uno. Todos andan locos buscando mujer. Apenas tienen algo de dinero vienen al pub y hacen proposiciones de matrimonio a las chicas. Pero ¿es eso lo que quieres?
Lizzie reconoció que no. Las cabañas de los pescadores tenían un aspecto abandonado y miserable, las esposas seguro que se rompían la crisma trabajando con sus maridos y luego las esperaban la casa y los niños. Podría ser muy grato a Dios, pero la devoción de Lizzie tenía sus límites.
—Me lo pensaré —respondió—. Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Claudia —se presentó la rubia—. ¿Y tú?
—Lizzie.
Un mundo, de nuevo, en que bastaba con un nombre de pila. Lizzie tampoco necesitaría en Kaikoura el apellido Portland. No podía hacerle algo así a Anna.
Volvió a intentarlo con el carpintero que confeccionaba ataúdes, quien le comunicó que era muy amable pero que sus clientes no necesitaban ningún estímulo. Dio una vuelta más alrededor de las cabañas de los pescadores y luego se dirigió al poblado maorí. Los ngai tahu eran cordiales, más abiertos que las tribus de la Isla Norte. Lizzie se sintió a gusto con ellos, entre otras cosas porque eran muy pocos los jóvenes que iban tatuados. Vestían también más al estilo europeo. Por lo visto, los maoríes de la Isla Sur estaban más dispuestos a adoptar las costumbres de los pakeha que los de la Isla Norte. Sin embargo, la tribu tenía problemas económicos. Muchos hombres habían trabajado en la estación ballenera, siempre como jornaleros. Desde que allí había cesado la actividad, no ganaban más dinero. Y para las chicas no había mucho que hacer. Algunas ayudaban en las granjas, pero solo en el establo y temporalmente. Respecto al personal doméstico, le confirmaron lo que habían dicho los pakeha en la ciudad. Allí nadie había instruido a un maorí como criado, jardinero o cochero, menos a una chica para convertirla en doncella o asistente de cocina.
Lizzie se quedó una noche en el poblado, que más se parecía a un campamento que al marae de los ngati pau, decorado con elaboradas tallas de madera. Los habitantes abandonaban también con más frecuencia el asentamiento.
—En primavera, cuando las provisiones se agotan —contaron a Lizzie—, nos vamos a las montañas para encontrar mejores territorios de caza. Si quieres, puedes venir, pero casi no hay pakeha y seguro que tampoco casas grandes.
Naturalmente, las tribus que se encontraban tan cerca del mar siempre podían alimentarse de pescado, pero los pakeha se disputaban cada vez más con ellos el área de pesca. A Lizzie le extrañaba que no peleasen como las tribus rebeldes del norte, pero los ngai tahu contemplaban la evolución con indiferencia.
—Antes de que los pakeha vinieran nos iba peor —le informaron las mujeres—. Bueno, había pescado, pero ninguna semilla y ninguna oveja. Hacía frío en invierno. Ahora tenemos ropa de más abrigo, cultivamos nuestros campos, y durante mucho tiempo los blancos nos dieron trabajo.
Los resultados de dicho trabajo se apreciaban en las casas de la tribu. Eran más cómodas que las de los ngati pau, las mujeres tejían lana y tenían mantas y esteras. Los platos que se servían eran más variados, la comida no se preparaba en hornos de tierra y en asadores improvisados, sino en cazuelas y sartenes introducidos por los pakeha. Por supuesto, la situación geográfica era otra. Lizzie enseguida se percató de que hacía más frío que en la Isla Norte. Seguro que era más difícil resistir el invierno.
No quería vivir a expensas de la tribu durante mucho tiempo. Se despidió pasados dos días, dio algo de dinero a las mujeres y volvió a la ciudad.
El pub delante del cual había conocido a Claudia se llamaba Green Arrow y era el más limpio de Kaikoura. Lizzie entró y pidió trabajo.
Pete Hunter, el fornido tabernero, no le pidió referencias ni su nombre. Hizo una breve evaluación de la muchacha, refunfuñó algo, pero le asignó una habitación sucia en el primer piso.
—Tú misma te encargarás de la limpieza, las sábanas se llevan a la lavandería china una vez a la semana. Si quieres cambiarlas más a menudo, te las lavas tú misma.
Lizzie empleó las primeras horas de su nueva antigua vida fregando la habitación y luchando contra las pulgas.
—¿Te presto un vestido? —le ofreció Claudia cuando por la noche bajaron al salón—. Hunter te adelanta el dinero si quieres coserte tú misma uno, pero hay que devolvérselo con intereses.
Lizzie sacudió la cabeza. Había empleado la última hora en abrirse el escote de su vestido de trabajo y en recoger la falda por debajo del delantal, de modo que por delante era más corta y dejaba ver las piernas. Se había maquillado y recogido el cabello, y llevaba la cofia de forma atrevida y algo inclinada.
Se colocó pudorosa junto a la puerta del pub e hizo una reverencia cuando entró el primer hombre.
—¿Desea el señor que le guarde el abrigo? —Lizzie sonrió con picardía y reconoció al carpintero. Este sonrió y le metió mano en el escote.
Lizzie tenía su primer cliente.
Kahu Heke navegaba en su canoa rumbo al norte, pensando en la muchacha que había dejado atrás. La primera que parecía capaz de viajar con él entre dos mundos. Pero Elizabeth todavía se mantenía con los pakeha. ¿Y él? Kahu Heke no tenía respuesta. Probablemente lo elegirían jefe cuando muriese su tío Kuti Haoka. Los nagti pau lo respetaban. Pero si tenía un poco de suerte y conquistaba a Lizzie, entonces debería convertirse en granjero. Desprenderse de todos los tapu que rodeaban a un jefe guerrero, adaptarse como los ngai tahu a la Isla Sur, a la que ahora veía alejarse. Podría aproximar los dos mundos.
Kahu decidió no vagar más por Kororareka y negociar con los cazadores de ballenas. Sería mejor aprender algo sobre agricultura, puede que hasta aquello que tanto cautivaba a Lizzie: el cultivo de la vid.
El joven maorí sonrió con ironía mientras la Hauwhenua avanzaba sobre las olas. Cuando fuera jefe y si tenía ganas, podía incluso hacerse coronar rey. Hasta el momento nadie se disputaba por el puesto, a los maoríes les resultaba ajena la idea de un gobierno central. Si alguien como Kahu, con sus conocimientos de la cultura pakeha y la fluidez de su inglés se presentaba al cargo, todos lo apoyarían encantados.
Kahu Heke se entregó a sus sueños. Elizabeth era su reina y un día se la llevaría a Londres. El joven maorí se imaginó negociando con la soberana, y se rio al imaginar que Elizabeth hacía una reverencia delante de la reina Victoria y que el príncipe Alberto le besaba galantemente la mano. Elizabeth haría honor a su nombre. Una reina que enternecía el corazón de los demás con su irresistible sonrisa.