7

El embarazo de Kathleen ya no podía pasar desapercibido por más tiempo. En algún momento su madre había dejado de gritarle y su padre había renunciado a pegarle. A fin de cuentas, eso no servía para nada. Los primeros meses, durante los cuales un suceso piadoso podría haberla librado del niño, ya hacía tiempo que habían pasado. En lugar de lamentarse y reñirla, los padres y los hermanos castigaban ahora a la muchacha con el silencio y el desdén, y la gente del pueblo cuchicheaba a sus espaldas.

Esa era la causa por la que Kathleen apenas salía y solía quedarse sola en la sofocante cabaña de su familia. Después de haber pasado la peor helada, la vida de los aparceros volvía a orientarse hacia el exterior. La falta de espacio en las pequeñas y ahumadas cabañas agobiaba a todos.

Kathleen, que se sentía siempre cansada, pasaba todo el día sollozando en su cama, hasta que un día su madre hizo valer su autoridad y la obligó a levantarse.

—¡A ver si haces algo útil, al menos! —le ordenó enfadada, señalándole el telar y la rueca—. ¡O te largas con tu bastardo! ¡Bastante trabajo va a darnos!

Kathleen se arrastraba hasta la rueca, pero cuando su madre salía de casa, sacaba la bolsa de Michael de debajo del jergón de paja y contaba el dinero. Pronto llegaría la primavera y los barcos partirían hacia América… ¡Si pudiera hacer acopio de un poco más de fuerza y valentía! Pero al parecer, el niño que llevaba en su seno le consumía toda la energía… ¿o era tal vez el desdén y la maldad de la gente que la rodeaba? El único en el pueblo que le mostraba un poco de amabilidad era el padre O’Brien. El viejo sacerdote ya había visto caer a muchas muchachas y consideraba que ya no era momento para reproches.

Cuando Kathleen le confesó entre lágrimas toda su historia, intentó incluso que el sacerdote de la prisión interviniera.

—Si Michael realmente quiere casarse contigo, a lo mejor puede bendecir vuestra unión —opinó O’Brien, proporcionando con eso varios días de ilusión a la joven. Pero la respuesta del clérigo llegó con el próximo correo. Desaconsejaba con contundencia que los presos se casaran antes de ser deportados.

«No se puede bendecir un matrimonio que nunca podrá consumarse —escribió al padre O’Brien—. Por el contrario, con ello propiciaríamos el pecado. El joven permanecerá para siempre en las colonias y la muchacha en Irlanda. ¿Deben mantenerse toda su vida en castidad? Eso sería, claro está, lo deseable, pero la carne es débil. Además, con una boda antes de la deportación alimentaríamos la esperanza de que el hombre quizá regrese. No se integrará en el Nuevo Mundo, fomentaremos la rebeldía y la oposición, y aún más por cuanto Michael Drury no es un siervo dócil y devoto del Señor. Sería pues mejor que la tal Kathleen O’Donnell se resignara a su suerte y la considerara una penitencia por su pecado. Puede servir como ejemplo disuasorio para otras muchachas del pueblo».

El padre O’Brien esperaba que Kathleen se echara a llorar cuando le comunicó la respuesta del capellán de la prisión. Pero las lágrimas no acudieron a los ojos de la joven y el sacerdote reconoció en ellos más rabia que dolor o contrición.

—¿Y qué pasa con el niño, padre? —preguntó con sequedad—. ¿Ese niño a quien la Iglesia niega el padre y un buen nombre? ¿Debo bautizarlo con el nombre de «Ejemplo Disuasorio»?

El religioso hizo un gesto de impotencia. Habría podido reprenderla por injuriar a la Iglesia, pero se abstuvo. En el fondo de su corazón estaba de acuerdo con ella.

Los primeros días de marzo salió el sol; a Kathleen casi le recordaban el otoño pasado y los días felices con Michael. Apenas si soportaba la oscura cabaña, le habría gustado salir. Su madre, sin embargo, había traído lana para hilar en abundancia y para tenerla todo el día ocupada.

Estaba pensando precisamente en si debería sacar la rueca delante de la casa o si eso atraería sobre su persona la burla y el desprecio de los aldeanos que pasaran por allí, cuando alguien llamó a la puerta. Sorprendida, vio a Ian Coltrane delante de la casa.

El joven comerciante de caballos le sonrió.

—Buenos días tengas, Mary Kathleen O’Donnell —dijo educadamente.

La joven hizo una leve inclinación y respondió al saludo.

—¿Qué te trae por aquí, Ian Coltrane? —preguntó, no con descortesía pero sí con recelo—. No tenemos caballo que vender y mi padre tampoco quiere comprar uno.

Ian sonrió con descaro.

—Un caballo no, señorita… Pero no vengo por eso. Quería hablar contigo, Kathleen… ¿Deberíamos entrar o ir a la plaza del pueblo? Si la gente te ve aquí a solas conmigo pueden pensar mal de ti.

La muchacha se preguntó si hablaba en serio.

—No serás tú el que me dé peor reputación de la que ya tengo —respondió—. A mí no me importa lo que la gente diga. Así que, ¿qué te trae por aquí Ian Coltrane?

Él sonrió.

—Bueno, uno de estos días tengo que volver a Wicklow otra vez. Y quería proponerte que me acompañaras… En caso de que… de que quieras visitar otra vez a tu tía.

Kathleen bajó la cabeza. ¿Se estaba burlando de ella? ¡Se haría la desentendida! No quería sentir vergüenza.

—Mi tía hace tiempo que está bien —adujo.

Ian se encogió de hombros.

—Me alegro por ella —dijo—. Pero tal vez haya otra cosa que te lleve a Wicklow. Se dice que zarpa un barco de allí rumbo a Londres…

Kathleen frunció el ceño.

—Cada día salen barcos de Wicklow —le recordó.

Ian asintió y en sus ojos negros algo centelleó. Un brillo pícaro, travieso… ¿o con un asomo de malicia?

—Pero no todos llevan a condenados camino de Australia. Y me han dicho que a ti te interesa uno de ellos. Uno que parte en ese barco hacia Londres…

—¿A Londres? ¿Envían a Michael a Londres? Y de allí a… a… ¿Crees que podré verlo? —Emocionada, agarró el brazo de Ian.

—No sé. Solo sé que el lunes temprano voy al mercado de caballos de Wicklow. Y si te encuentro delante del pueblo te llevaré de buen grado.

Kathleen reflexionó. Tendría problemas si se marchaba sin decir nada a sus padres. Era posible que se negaran a aceptarla de nuevo en casa. Pero seguro que eso ocurriría si les comunicaba que se iba. ¿Y qué esperaba Ian Coltrane a cambio de su ofrecimiento? ¡Su ofrecimiento no era por puro amor al prójimo!

—¿Y tú qué ganas con eso, Ian? —preguntó desconfiada.

Él se encogió de hombros.

—Veré un cabello dorado agitado por el viento y unos ojos verdes brillando. Tal vez incluso unos labios rojos y tiernos me den las gracias…

—¡No me vengas con eso! —le espetó Kathleen—. No necesitas gastar cumplidos conmigo. De mí no sacarás más que un par de miradas y un par de palabras. Diga lo que diga la gente.

Ian se inclinó galantemente.

—Jamás me habría pasado por la mente esperar de ti un acto inmoral, Mary Kathleen —dijo, sonriendo burlón—. Al contrario, te tengo en alta consideración. Una chica tan buena que sin pensárselo dos veces acude a cuidar a su anciana tía…

Kathleen apretó los labios. Su instinto le decía que no era una buena idea aceptar aquel ofrecimiento, pero su corazón ardía en deseos de volver a ver a Michael, aunque no pudiese hablar con él. Incluso si solo veía el barco en el que se lo llevaban… Se consumía por estar cerca de él.

—Me… me lo pensaré… —contestó.

El joven sonrió.

—¡Te espero, pues!

El lunes al amanecer, Kathleen se deslizó fuera de la casa cuando creyó oír el carro de Ian. El vehículo de dos ruedas, del que esta vez tiraban dos burros, esperaba, en efecto, a la entrada del poblado.

—¡No te lo has pensado mucho! —se mofó Ian, cuando la muchacha subió al pescante—. Pero puedo entender que a uno le guste ver zarpar los barcos… y todavía sería más bonito partir en ellos.

Sus ojos negros adoptaron un aire soñador. Parecía mucho más joven, más niño y honesto.

—Solo tienes que cogerle tres sacos de grano a Trevallion y tendrás tu billete gratis —replicó ella con insolencia.

Ian se rio. Luego empezó a hablar del mercado de caballos en Wicklow. En esa época, primavera, la gente compraba animales de trabajo y esperaba vender los burros a buen precio. La chica echó una mirada fugaz a los animales y creyó reconocer al burro del jardinero en uno de ellos. Últimamente el viejo O’Rearke no dejaba de quejarse de que el animal era viejo y cojeaba. En ese momento, sin embargo, parecía más vivo y no arrastraba ninguna pata. Al parecer, Ian Coltrane tenía buena mano para rejuvenecer su mercancía.

Soltó una carcajada cuando Kathleen le hizo una observación al respecto.

—Sí, se podría decir así —señaló, y luego empezó a jactarse de sus logros.

Ella no le escuchaba. No tenía ganas de conversar, todos sus pensamientos iban dirigidos solo a Michael, cuya carta guardaba como un tesoro desde que el día anterior se la hubiese entregado el padre O’Brien.

—No debería hacerlo —casi se lamentó el sacerdote cuando retuvo a Kathleen después de la misa—. Mi compañero, a través del cual me ha llegado esta carta, me aconsejó que la tirase. Pero tengo un corazón demasiado blando…

Y dicho eso puso la carta en la mano de la muchacha, rápida y furtivamente, para que los padres de ella no lo descubrieran. Kathleen había llevado la misiva durante horas de un lado a otro antes de quedarse por fin a solas. Tenía que ser de Michael y necesitaba tiempo y tranquilidad para leer sus palabras de despedida. ¡Michael no la había olvidado! Regresaría. Y seguro que para él sería un consuelo verla entre la muchedumbre cuando el barco zarpase. La carta de su amado le había dado el impulso necesario para aceptar el ofrecimiento de Ian.

El tratante la dejó en el muelle antes de seguir con sus burros. Pasaría a recogerla para la vuelta.

—Disculpe, señor, ¿cuál es el barco de Londres? —Kathleen se dirigió tímidamente a uno de los marineros que estaba descargando un cúter. El hombre le sonrió.

—¿El barco cárcel? No hay pérdida, chica, ¿ves ahí, donde está toda esa gente? También esperan echar un último vistazo a los maleantes que descargarán en la Tierra de Van Diemen. ¿Es tu hermano o tu novio, cielito?

El marinero le dio un repaso lascivo.

—¡Ah, el marido! —rio—. Pues vaya… de ese no volverás a saber mucho en esta vida. Pero en caso de que te busques uno nuevo, a mí me darías una alegría, cielo. ¡A una chica tan guapa no se la deja escapar! —La agarró del brazo.

Kathleen se soltó y corrió hacia la dirección que le había indicado. En efecto, ya esperaban allí unas cincuenta personas, entre ellas Grainné Rafferty. Cuando Kathleen quiso acercarse a ella, la mujer escupió.

—¡Ahí está la puta que ha traído la desgracia a mi Billy! —espetó—. La delicada Mary Kathleen que pretendía el administrador pero que se llevó a la cama al peor granuja. ¿Qué pasa, Trevallion ya no te quiere? ¡A ti tendrían que echarte y no a mi Billy, que en toda su vida no ha hecho nada malo!

La antigua cocinera vociferaba y soltaba improperios mientras la gente miraba a Kathleen más bien con piedad. Al final consiguió alejarse de la vieja cocinera sin enterarse de dónde vivía en la actualidad Grainné y su familia, ni de cómo estaban.

Había clareado pero no era un resplandeciente día de primavera, sino una mañana gris y lluviosa. Kathleen temblaba de frío envuelta en su delgado y holgado vestido. Había pertenecido a su madre durante los cinco embarazos. Estaba raído por el paso de los años y el chal de la joven tampoco era de mucho abrigo. Además, empezaba a sentir hambre, pues se había marchado sin desayunar.

El niño protestaba dentro del vientre. En el muelle no sucedía nada. Pese a que la muchedumbre crecía, los presos no hacían acto de presencia. Hacia el mediodía aparecieron unos marineros en cubierta que se dispusieron a preparar las velas obedeciendo las órdenes del primer oficial. Y entonces, cuando Kathleen ya estaba temblando de hambre y frío, por fin se acercó una fila de carros entoldados. La muchacha contó seis vehículos de transporte de presos, con guardias en el pescante, además de la milicia que custodiaba el convoy. Los soldados se apostaron entre la muchedumbre de los que esperaban y los carros. La esperanza de poder intercambiar unas palabras con su amado se desvaneció.

Condujeron los vehículos lo más cerca posible del barco. Los presos solo tenían que dar unos pasos para subir a cubierta. Algunos se arrojaban sollozando al suelo para besar por última vez la tierra irlandesa. Otros se comportaban con estoicismo, sin mirar atrás. Y los había que intentaban desesperados distinguir a sus familiares entre la multitud agolpada en el muelle.

Los hombres que salieron del último carro no disponían de ninguna de estas posibilidades. Fuertemente atados de manos y pies, se arrastraron hasta el barco conducidos con rudeza por guardias que les increpaban y maltrataban. Kathleen gritó al reconocer a Michael entre esos infelices. Gritó su nombre, pero también el resto de la muchedumbre gritaba el nombre de sus esposos, hermanos e hijos. Era imposible que los presos distinguieran las voces de sus seres queridos.

Michael no se volvió. No podía imaginar que Kathleen estaba en el muelle. Cuando desapareció con sus cadenas en el barco, la joven se derrumbó entre sollozos.

—No llores, pequeña, no es bueno para tu bebé —dijo una voz compasiva a su lado—. Y debes tener cuidado, al menos es lo que te queda de él.

Una mujer muy pobre pero de aspecto maternal la ayudó a levantarse y la acompañó hasta un murete donde podía sentarse.

Kathleen la miró sin comprender. Le hacía bien que alguien le dijera algo amable sobre el niño que crecía en su seno. Y la mujer estaba en lo cierto. Había perdido a Michael, pero el pequeño ser que estaba en su vientre era una parte de él. Tenía que alegrarse de ello en lugar de renegar de su destino.

—Y ¿usted? —balbuceó, señalando el barco que en ese momento partía.

La mujer la comprendió.

—Mi hijo… —susurró—. Y no me deja ningún nieto. Ha tenido dos hijos, pero la hambruna… Al final robó una oveja, pensó que un poco de carne podría mantener con vida al hijo que le quedaba. Pero no era un ladrón hábil. Lo encerraron y yo enterré a su esposa y al niño… Qué tiempos estos, muchacha…

La anciana la rodeó con un brazo y ambas contemplaron cómo el barco se alejaba. En cuanto salió del puerto, aceleró paulatinamente la marcha. La lluvia puso su parte para que desapareciera veloz en la neblina. Kathleen lloraba en silencio. A la mujer que estaba a su lado ya se le habían agotado las lágrimas. Ninguna de ellas oyó el carro que se abría camino con lentitud entre la muchedumbre que se dispersaba.

—¿Ya estás lista? —preguntó Ian Coltrane.

Kathleen se levantó.

—Yo…yo… —Pensaba que tenía que dar una explicación a la mujer. Pero esta se encogió de hombros.

—Está bien, pequeña, está bien que mires hacia delante. Y debe ser un buen hombre si te trae aquí para que te despidas del otro… —Y abrazó a la chica otra vez con gesto cariñoso y maternal—. Yo también debo irme. Que Dios te acompañe, hija.

Excitada, temblando de frío y debilitada a causa del hambre, Kathleen subió al carro. Ian le tendió en silencio una manta para que se envolviera. Bajo el asiento guardaba una bolsa con pastel de carne y una botella de cerveza.

—Recupérate —dijo conciso.

Kathleen mordió con avidez ese manjar sin duda caro y se preguntó lo mismo que también había pensado la mujer del muelle: ¿por qué Ian hacía todo eso por ella?

Durante todo el camino de vuelta temió que el tratante exigiese una recompensa por haberla llevado. Ella no habría podido impedírselo. Salvo ellos, no había ni un alma en la carretera ese desapacible día de lluvia. Pero no sucedió nada, Ian incluso aceptó su persistente silencio. Cuando llegaron al pueblo, ella se atrevió a preguntarle.

—No soy para ti una buena compañía, Ian Coltrane. Lo siento. Y además la gente murmurará si te ve conmigo. ¿Qué ganas haciendo esto?

Ian la miró de reojo, escrutador.

—A lo mejor es que quiero que pienses que soy un tipo amable.

—¿Qué más te da lo que yo piense? —repuso Kathleen, cansada—. Y qué me importa a mí que tú seas un tipo amable o un… —Casi se le escapó «chalán», pero se contuvo a tiempo.

Ian hizo un gesto de indiferencia.

—Quería que lo vieras partir —respondió. El brillo de sus ojos desmentía su aparente tranquilidad—. Ahora sabes que se ha ido y puedes olvidarlo.

Kathleen no respondió, pero se alegró cuando aparecieron las primeras casas del pueblo detrás de la curva de la carretera: ya tenía un pretexto para apearse. Ian Coltrane le resultaba extraño. Pero ahora ya no tenía que ocuparse más de él.

La joven anduvo los últimos pasos bajo la lluvia, pensando en las palabras de aquella anciana. Michael se había marchado, pero había dejado un hijo. Un vínculo que siempre los uniría. Y le había prometido que regresaría… Kathleen susurraba una canción de cuna cuando llegó al pueblo.

El recibimiento en la cabaña de su padre fue descorazonador. Claro que sabía que tendría problemas, pero el brutal bofetón con que él la recibió la pilló desprevenida. Reculó asustada y estuvo a punto de caerse.

—¿De dónde has sacado el dinero, so puta? —James O’Donnell agitaba la bolsa de Michael ante la cara de su hija—. Escondes una fortuna en mi casa y no me dices nada. ¿De dónde sale esto, Kathleen, qué has hecho para conseguirlo? ¿Lo has ganado haciendo la calle?

La chica sollozó. Las palabras le dolían más que el golpe.

—Me lo dio Michael —admitió al final—. Y es del niño… No tienes derecho…

—¡Tengo todo el derecho del mundo! —bramó O’Donnell—. A mí me tocará ser el tutor del bastardo. Así que te lo dio Michael. ¿Y él de dónde lo sacó? Seguro que destilando whisky ilegal, robando…

—¿Vale por eso menos?

Sabía que su actitud era impertinente y desvergonzada, pero estaba harta. Quería acabar de una vez. Si su padre tenía que coger el dinero, que fuese sobre su cadáver. Solo deseaba poder hundirse en su jergón y ocultar la cabeza bajo la manta.

Pero entonces intervino la madre.

—Da igual de dónde haya salido —dijo Erin O’Donnell con los labios apretados—. Lo importante es adónde irá. ¿No lo entiendes, James? Este dinero es un regalo del cielo. Salva nuestro honor.

O’Donnell la miró receloso y Kathleen no entendió nada.

La madre se llevó las manos a la frente.

—¡Por Dios, James! ¡Son veinticuatro auténticas libras inglesas! ¡Con ellas le compraremos un esposo! —Arrebató la bolsa a su marido y la arrojó triunfalmente al aire frente a Kathleen para volver a cogerla—. ¡Este dinero, mi querida Mary Kathleen, será tu dote!