3
A mediados de diciembre, cuando el agua del río Vartry se congeló en las orillas y la hambruna llegó a su punto culminante en Irlanda, desaparecieron tres sacos de cebada y centeno del granero de Trevallion. Los cereales estaban ahí almacenados para los caballos del hacendado. Este mantenía tres fuertes hunter que no podían alimentarse solo de paja, como los mulos y burros de los campesinos.
Ralph Trevallion no se percató enseguida del hurto. Cuando se vació el saco con que se estaba dando de comer a los caballos, fue al granero para coger otro nuevo y contó las reservas. Entonces, montó en cólera. El menudo administrador salió a galope tendido hacia el pueblo e interpeló a los arrendatarios. A lomos del más grande de los caballos de caza vociferó y desde su elevada posición lanzó una mirada feroz a los hombres y mujeres.
—¡No descansaré hasta dar con el ladrón! —amenazó furibundo—. Ese tipejo será expulsado de la casa y la región, y con él su familia de holgazanes. Y vosotros me ayudaréis. Sí, no me miréis así, eso exactamente es lo que vais a hacer. A partir de hoy me iréis informando y os doy una semana para entregarme al ladrón. ¡Si no lo encontráis, os echaré a todos! No vayáis a creer que no podré justificarlo ante el señor. Chusma como vosotros se encuentra por las calles a montones, en un abrir y cerrar de ojos tendré las casas llenas… ¡y solo con hombres! ¡No con familias de diez críos a los que también hay que alimentar!
La gente miraba al suelo atemorizada. Trevallion tenía razón. Al terrateniente no le importaba quién trabajara sus campos. Las calles de Wicklow estaban llenas de personas que huían de la hambruna. Ya hacía tiempo que los niños habían sido víctimas de ella y también las mujeres. Se quedaban simplemente en el borde de una calle y morían cuando ya no encontraban nada más que llevarse a la boca.
—¡Acaba de una vez, Ralph Trevallion! —intervino el padre O’Brien con tono severo—. No era más que un par de sacos de grano, forraje para los animales, como tú mismo has dicho. Es una vergüenza que no los hayas regalado antes, ¿es que no ves lo que está pasando? ¿No pueden tus jamelgos comer heno?
—¡Y a fe mía que no sabemos nada! —añadió Ron Flannigan, un viejo capataz—. Todos cocemos el pan en el mismo horno y, hágame caso, señor Trevallion, cualquiera de nosotros lo olería si en una casa se estuviera cocinando una papilla o tostando grano. ¡Soñamos con esos aromas, señor!
Trevallion lo miró enfadado.
—¡Me da igual con qué soñéis! Solo puedo aseguraros que haré realidad vuestras peores pesadillas si no obedecéis mis órdenes. ¡Una semana! ¡Entonces volveréis a tener noticias mías!
Dicho esto, dio media vuelta a su caballo y dejó el pueblo lleno de campesinos y arrendatarios desconcertados y confusos.
—¡Pero si no hemos hecho nada! —gritó de nuevo Flannigan a la espalda del administrador, y lo repitió en voz baja y desesperanzada.
El padre O’Brien meneó la cabeza. Entonces descubrió a Kathleen, que se había quedado algo apartada con sus padres.
—Mary Kathleen, ¡tienes que hablar con él! —le susurró el sacerdote—. A ti… a ti te lleva a casa el domingo con la bendición de tus padres y… —El viejo religioso deslizó una significativa mirada por el cuerpo de la joven—. Y se diría que a ti también te cae bien —observó—. A ti te hará caso. Pídele que perdone a los aparceros. Por… por su hijo.
Kathleen enrojeció hasta la raíz del cabello.
—Padre… ¿qué… qué hijo? Yo… yo no he tenido más relación con Ralph Trevallion que cualquiera de los que están aquí.
El sacerdote la miró a los ojos. Su mirada era inquisitiva, severa; pero Kathleen también distinguió compasión. Ya fuera por ella o por los aparceros, por el niño o incluso por Trevallion, cuyas esperanzas de conquistarla iban a esfumarse… Ella ignoraba por qué y tampoco le sostuvo la mirada más de un instante. No era con Trevallion con quien tenía que hablar, sino con Michael.
¿Dónde se habría metido?, pensó con impaciencia. No lo había visto cuando apareció Trevallion. Sin embargo, estaba segura de que su amado algo tenía que ver con el robo de los cereales. Debía de estar relacionado con el dinero para la boda y el viaje a América. Pero no podía ser que personas inocentes pagaran por ello. Michael tenía que devolver el grano. Había que depositarlo de nuevo en el pajar de forma tan discreta como había desaparecido.
Bajo la mirada penetrante del anciano sacerdote, Kathleen se retiró. Si Michael ya se había escapado, si no dejaba nada en manos del azar, sin duda pasaría a buscarla en algún momento. Esperaba que no fuera demasiado tarde. ¡Tal vez para entonces ya había llevado los sacos a Wicklow o los había vendido!
Mientras los aldeanos seguían discutiendo, Kathleen descendió corriendo hacia el río. No abrigaba grandes esperanzas de que Michael se hubiese escondido en su nido de amor con ese frío, pero no quería renunciar a seguir buscándolo. Cuando pasó junto a la encina de Jonny, no se oyó el canto de ningún pájaro, pero unas voces resonaron en cuanto se acercó al escondite.
—¿Tan poco? —preguntaba quejumbroso Bill Rafferty—. ¿Cuatro libras? No lo dirás en serio. Pensaba que íbamos a medias.
—Eso creía yo también… —suspiró Michael—. Pero no han pagado más de doce. Y necesito las ocho. Con mis ahorros no me alcanza para la travesía. Y Kathleen y yo…
—Ah, ¿Kathleen y tú? ¿Y yo qué? ¿Es que no hay playas de arena dorada para Billyboy? Esto no es lo que habíamos planeado, Michael. —La voz de Rafferty tenía un deje amenazador.
—¡Bill! ¡Te lo he dicho! Te quedas con mi puesto de repartidor. A partir de la semana próxima vuelve a haber whisky… ¡Y de una calidad como hacía años que no se veía! ¡Centeno y cebada, Bill! Pero, hombre, ¡si es que hasta ahora no trabajaban más que con patatas mal fermentadas! En cualquier caso, podrás suministrar a los mejores pubs, ¡ganarás una fortuna! —Michael hablaba de forma muy persuasiva.
—¿Y por qué no lo haces tú mismo? —repuso desconfiado Rafferty.
—Pues, porque tengo que marcharme, Bill. Kathleen…
A ella se le encogió el corazón. ¿Iría a contarle su secreto? Pero esos dos jóvenes compartían secretos más oscuros que el de un embarazo.
No pudo remediar salir de la espesura del cañizal.
—¿Es verdad, Michael? ¿Para whisky? ¿Has robado el grano para que lo destilasen? ¿Mientras a tu alrededor se mueren los niños de hambre?
Michael y Bill se estremecieron. Cuando reconocieron a Kathleen la miraron tan culpabilizados como airados.
—¿Y dónde iba a venderlo si no? —preguntó Michael—. Enseguida me habrían descubierto si lo hubiese ofrecido en otro lugar. Los hombres de las montañas… son reservados, no hay peligro de que se vayan de la lengua con las autoridades. Tienen su código de honor, Kathie. No delatan a nadie, no traicionan…
—Salvo a Billy Rafferty —refunfuñó Bill—. Vosotros sí que me podéis delatar.
—¡Bah, cierra la boca, Bill! —le increpó Michael—. Ya has ganado suficiente dinero por cargar tres sacos de cereal en el burro. El resto, como sabes, lo he hecho yo. Y ahora lárgate y piensa en lo que ganarás el fin de semana en Wicklow. Este mismo sábado puedes sustituirme. Pero piénsate un buen pretexto. ¿No tocas la flauta? ¡Di entonces que te he conseguido un trabajo en el pub!
Rafferty se marchó de mala gana. Le hubiera gustado negociar un poco más para obtener más dinero, pero no le gustaron los nubarrones que vio en la cara de Kathleen. Lo último que necesitaba en esos momentos era a una mujer reprendiéndolo. Y, en el fondo, tenía más motivo de celebración que de pelea. ¡Con cuatro auténticas libras inglesas en la mano! ¡Era rico! Billy Rafferty se olvidó de sus preocupaciones y se alejó silbando rumbo al pueblo.
—¿Quieres que ese cabeza de chorlito se encargue de llevar el whisky a Wicklow? —preguntó Kathleen horrorizada—. Michael, ese saldrá corriendo al mínimo contratiempo. Si es que no se emborracha por el camino y cae redondo… Pero vaya, que haga lo que quiera, a mí me da igual que Billy Rafferty tire su vida por la borda. Pero tú y yo… Michael, nosotros no podemos permitir que Trevallion ponga de patitas en la calle a todas las familias del pueblo. —Y le explicó angustiada lo que el administrador había dicho delante de la iglesia.
Michael torció el gesto.
—No se atreverá —observó—. Pero tienes razón… deberíamos desaparecer antes de que alguien sospeche y se lo cuente. Lo mejor es que nos vayamos hoy mismo por la noche. —E intentó pasarle el brazo por los hombros para consolarla.
Kathleen se desprendió de él enojada.
—¿Y si Trevallion cumple su promesa? —replicó indignada por su insensibilidad—. Y aún más si lo dejo plantado. Se ha hecho ilusiones, muchas más de las que yo había pensado, si he entendido bien al padre O’Brien. Si desaparezco de golpe se pondrá furioso. Entonces se vengará con el resto del pueblo.
Michael la contradijo con un gesto.
—No. Si yo desaparezco, sabrá quién robó el grano. Así que no tendrá que castigar a los demás. —Los ojos de Michael destellaron—. Le llevaré una botella de whisky al pajar. ¡Como agradecimiento! —Se echó a reír.
Kathleen no encontraba la situación nada cómica.
—¡Michael, las cosas no se hacen así! No podemos construir nuestra felicidad con la infelicidad de los demás. ¿Cómo se las arreglarán? ¡En ningún sitio hay trabajo! Ya está mal que hayas robado, pero aún peor es que los cereales de Trevallion hayan acabado en los alambiques de los destiladores clandestinos en lugar de en los estómagos de los niños.
Michael se encogió de hombros.
—Me confesaré —afirmó—. Un día de estos. Pero Kathleen, ¡pienso ahora en nuestro hijo! ¡Tiene que crecer en un país mejor, donde no pase hambre! El grano ya no lo sacaré de los alambiques para meterlo en los sacos. En fin, ¿vienes conmigo o no? —La tomó entre sus brazos.
Ella se abandonó unos segundos en su reconfortante abrazo y sus caricias. Pero enseguida volvió a la realidad.
—¡Claro que voy contigo! —respondió no menos enojada que antes—. Pero no inmediatamente. No esta semana en la que en el pueblo y la cabeza de Trevallion hierven más ideas que en los alambiques. El padre O’Brien tiene razón. Debería de engatusar a Trevallion para que abandone su propósito. Sí, así lo haremos, así podremos salvar al pueblo. Tú desaparece antes de que acabe la semana, Michael. Acompaña al bobalicón de tu amigo el sábado a Wicklow y quédate ahí. Entonces sospecharán de ti y los arrendatarios habrán superado esta difícil situación…
—¿Y tú? —preguntó él, desconfiado—. ¿Voy a dejarte sola con Trevallion?
Kathleen puso los ojos en blanco.
—¡Por Dios, Michael, no voy a entregarme a él! Lo acompañaré a dar un paseo por el pueblo, le reiré un poco las gracias, le daré esperanzas… Y en cuanto las cosas se hayan calmado me iré a Wicklow. Lo único que tienes que decirme es dónde nos encontraremos. —Se sintió mejor una vez hubo establecido ese plan. Así se solucionarían los problemas. ¡Con tal que Michael colaborase!
El muchacho se mordisqueó pensativo el labio inferior. Estaba claro que el primer plan le gustaba más, pero el pueblo también era su hogar. Quería a sus habitantes. A su madre y sus hermanos… aunque a ellos los expulsarían de todos modos cuando culparan a Michael del robo. Le daba pena, pero su madre sabía dónde la esperaba su padre. De acuerdo, ya no rezaría cada día en la iglesia, pero, a cambio, seguro que sus hijos tenían algo más que comer en las montañas.
—De acuerdo —dijo a su pesar—. Una semana, Kathleen. Pero ni un día más. Me encontrarás en Barney’s Tavern. Es un pub de Wicklow, en la calle Mayor, no te perderás.
Trevallion utilizó la «semana de la verdad», tal como él la había llamado, para maltratar aún más a los aparceros. En invierno había menos labores en el campo y la hambruna había debilitado tanto a la gente que apenas se le podía exigir nada. Esa semana, sin embargo, el administrador los puso a trabajar a todos. Tuvieron que limpiar establos, cargar con piedras para ampliar los muros de los campos y cortar leña para las chimeneas de la casa señorial.
—Tanto si está como si no está el señor, las chimeneas han de estar cargadas —se justificó—. ¡Si no, aparecen humedades en las paredes! Y la casa no tiene que enfriarse, lo mismo llegan los señores para celebrar aquí la fiesta de Navidad.
Hasta el momento eso nunca había sucedido, pero esta vez los aldeanos casi lo hubieran deseado. Posiblemente lord Wetherby habría sido más comprensivo que aquel celoso administrador. Grainné afirmaba que al menos la señora era compasiva. Kathleen, por su parte, reconocía que la joven aristócrata era superficial pero una buena persona. Seguro que no se quedaba cruzada de brazos al ver a los niños de sus trabajadores muriéndose de hambre.
Y sin duda los arrendatarios habrían recibido un regalo de Navidad en caso de que sus señorías hubiesen estado presentes. Un saquito de harina o azúcar por familia casi siempre caía. En caso de que los patrones pasaran la Navidad en sus propiedades rurales, la misma señora repartía esos obsequios y con toda certeza Trevallion le birlaba a Wetherby esos regalitos cuando el señor se quedaba en Inglaterra. De hecho, las donaciones acababan en el bolsillo del administrador, a la vez que informaba a voz en grito de que el señor estaba decepcionado y que los aparceros no tenían que esperar ninguna gratificación.
Michael estaba medio congelado y agotado de transportar piedras a la intemperie, cuando el sábado por la tarde cogió por fin el burro del jardinero. Desgraciadamente, algunos arrendatarios lo vieron y tomaron nota de que esta vez Billy Rafferty, con su silbato celta en el bolsillo del abrigo, lo seguía a lomos del mulo.
—¿Adónde vas, Rafferty? —preguntó Ron Flannigan receloso—. ¿A dar una vuelta por los pubs de Wicklow? ¿Tienes dinero para beber, chico?
Michael negó moviendo la cabeza, señaló el silbato celta —ese instrumento típico del folclore irlandés— y respondió por su amigo:
—Necesito a Billy para que toque su instrumento, Ron. Siendo dos ganaremos más dinero, pagan poco por un violín solo.
Flannigan frunció el ceño.
—¿Y te llevas precisamente al peor flautista? ¿Quién va a pagar a Billy por tocar esa flauta?, ¡a ese le pagan por que deje de tocarla!
Los demás arrendatarios se echaron a reír.
Michael se unió a sus risas.
—Aunque uno toque mal, eso no molesta, Ron —afirmó—. Sé lo que me hago.
Ron Flannigan los siguió con la mirada.
—¡Vaya si lo sabes! —murmuró al final.
A Kathleen le resultaba difícil coquetear, pero se dispuso a seducir a Ralph Trevallion. Le sonrió cuando entró el domingo en la iglesia, pasó junto a las mujeres y se sentó en el primer banco en el lado de los hombres. El padre O’Brien predicaba sobre el perdón y la indulgencia. Al final, concluyó, solo Dios era el auténtico juez y ningún pecador podía evitarlo, incluso si eludía la justicia terrenal. Después de la misa, el viejo sacerdote casi guiñó el ojo a Kathleen cuando ella se reunió con el administrador y habló amablemente con él. ¿Sentiría que había pecado por hacer de alcahuete?
A ella eso le divertía. Se esforzaba por conservar el brillo en los ojos, la sonrisa en los labios y un leve rubor en las mejillas para Trevallion. Por primera vez permitió que la llevara a dar una vuelta por el pueblo y, halagadora, le daba la razón cuando él le comentaba cuán segura era su posición de administrador competente y fiable y el respeto que le profesarían a la mujer que él eligiera como esposa.
La joven estaba agotada de tanto sonreír y mentir cuando Trevallion por fin la dejó en casa de sus padres. Durante el paseo había tenido una sensación rara. Era casi como si no hubiese estado a solas con el administrador; se había sentido observada. ¿Le habría pedido Michael a Jonny que la vigilara?
No le extrañaría: a su amado le había resultado difícil aceptar el plan que ella iba a emprender con Trevallion. Y Kathleen, por su parte, estaba preocupada por su novio. Billy Rafferty había asistido a misa por la mañana. Con aire somnoliento, se había arrodillado junto a su madre, quien parecía bastante enfadada. La entendía. Precisamente en tiempos como aquellos era una vergüenza que alguien se dedicara a emborracharse. A Michael nunca le había ocurrido en todos los meses pasados. No encajaba con la coartada de violinista. Claro que el propietario del pub ofrecía alguna que otra cerveza a los músicos, pero quien se emborrachaba con whisky no conservaba mucho tiempo su trabajo.
Billy Rafferty no parecía pensar mucho en ello. Nunca preveía nada. Kathleen lo consideraba el peor candidato como sucesor de Michael en el negocio del whisky.
Pero, para Michael, tal vez la modorra de Billy no fuera tan negativa. El sacerdote y los demás aldeanos podían deducir por el estado en que el chico se encontraba que Michael también había estado bebiendo la noche anterior y que por eso no había asistido al servicio. En el trabajo no lo echarían en falta hasta la mañana siguiente.
Frente a la casa de los O’Donnell, Trevallion obsequió a la chica con un saquito de harina de trigo.
—Ya sé que no te gusta aceptarlo, Mary Kathleen —dijo ceremoniosamente—, para que nadie piense que te dejas comprar. Pero ojalá algún día sientas que mis regalos son insignificantes en comparación con un beso mío…
El administrador se acercó a ella, pero Kathleen se apartó sobresaltada. Sentía pánico solo de pensar en un beso de Trevallion, y no solo por el asco que le daba imaginar los labios de aquel hombre sobre los suyos. De hecho también sentía miedo por el posible observador invisible. El pequeño Jonny no haría nada peligroso, de él podía esperarse, como mucho, una travesura tan tonta como dispararle a Trevallion con su tirachinas. De todos modos, nunca daba en el blanco. Pero ¿qué sucedería si fuese el hermano mayor, Brian, el que la seguía?
¿Y si fuese el mismo Michael?
Kathleen entornó los ojos.
—Señor Trevallion —dijo a media voz—. Por favor… señor, no tengo más que dieciséis años. Es… es… demasiado pronto para el amor. —Y se ruborizó.
Trevallion sonrió.
—Ah, sí… tienes razón, Mary Kathleen.
Ella no supo si lo decía con ternura o en tono burlón.
—Así que eso de que te sientes atraída por un chico del pueblo no es más que un rumor, ¿verdad? —La pregunta tenía un deje amenazador.
La joven intentó bajar la cabeza aún más sumisa… pero de pronto levantó la mirada. Incluso consiguió exhibir una pícara sonrisa.
—Señor, yo me puedo sentir atraída por quien sea —respondió—, pero mi madre me ha enseñado que en el amor no hay que perder de vista la despensa.
Trevallion soltó una carcajada.
—¡Qué chiquilla tan encantadora eres, Mary Kathleen! —dijo.
Luego rebuscó en la bolsa y añadió un paquetito de azúcar al saquito de harina con que la muchacha no cesaba de juguetear.
—Toma. Pero ¡no hay nada más dulce que tus labios!
Kathleen dio gracias al cielo cuando por fin pudo entrar en la pequeña casa de sus padres, donde la esperaba impaciente la familia, que se alegraría mucho de que Trevallion pidiera su mano.
Azúcar y harina. Ahora podía preparar sus propios scones. Pero le sabrían amargos.
El lunes después de que Michael se marchara, Kathleen realizó su trabajo como siempre en casa de los patrones. Junto con Grainné, encendió la chimenea, que arrojaba sombras espectrales sobre las paredes.
Al menos las mujeres disfrutaban del calor y Trevallion no las importunaba. La joven contemplaba los pesados cortinajes de terciopelo y el precioso mobiliario de los Wetherby; una vez incluso se atrevió a sentarse en una butaca e imaginarse tomando el té de la tarde con unas amigas. Si Michael estaba en lo cierto, también ella tendría un día muebles y cortinas como esos y una doncella que le encendería el fuego. En el Nuevo Mundo serían libres, ganarían dinero, se harían ricos…
Se abandonó unos instantes a sus sueños… o mejor dicho a los de Michael. Ella misma no necesitaba ninguna casa señorial ni pesados butacones o tapices de seda. Kathleen se habría contentado con una casita de campo pequeña y acogedora, con hiedra, un bonito jardín donde cultivar verdura y plantar flores. Debería tener una buena sala y un dormitorio, una cocina y… quizás una habitación para los niños. No solo un cuarto diminuto y ahumado por una única chimenea como en casa de sus padres…
¡Kathleen tomó conciencia de golpe de que estaba soñando con la casa de Ralph Trevallion! El administrador vivía en una casita así, algo alejada del pueblo y de la casa grande… ¡No! Se reprendió por tener tales ideas. ¡Ninguna casa sería la razón de que se casara con un torturador como Trevallion! Sin contar con que llevaba un hijo de Michael en el vientre.
Al levantarse pesadamente de la butaca y volver al trabajo, oyó gritos.
—¡Oh no, Dios mío! ¡Oh misericordia divina! —Grainné, la vieja cocinera y ama de llaves, chillaba y se lamentaba como si alguien le hubiese desgarrado el corazón.
Kathleen corrió escaleras abajo y la encontró en el vestíbulo, sentada en un peldaño, quejumbrosa y suplicante.
—No puede ser de otro modo, Grainné —decía Ron Flannigan, mientras le ponía torpemente la mano sobre el hombro—. Creía que era mejor contártelo yo mismo antes de que Trevallion te lo dijera. Y antes… antes…
—¿Antes de que vengan los soldados? Antes de que… Oh, ¿acaso… acaso pretenden echarme? ¿Tirar mi casa abajo? ¡Por todos los cielos, Ron, tengo ocho hijos!
Ron Flannigan movió la cabeza levemente. Su voz y su actitud mostraban pena auténtica.
—Ya lo sé, Grainné. Eres una buena mujer y son todos buenos críos. Pero ya sabes lo que dice la ley…
—¡La ley inglesa! —espetó Grainné—. Ron, he servido a los Wetherby muchísimos años, siempre les he sido leal, no he robado nada… bueno, nada más que mendrugos de pan. ¡Si al menos estuviera aquí el señor! ¡Si pudiera arrojarme a los pies de la señora! ¡Seguro que ella se apiadaría!
—¿Qué ha pasado? —preguntó Kathleen—. Grainné, ¿qué es tan espantoso para que…? —Una mirada al rostro de Ron Flannigan y se quedó sin habla. Cualquier palabra de ánimo era en ese momento inoportuna.
—Han detenido a Billy Rafferty —explicó Ron—. Le culpan de haber robado los cereales de Trevallion.
—¡Él no lo hizo! —gritó Grainné—. Dios mío, ¡conozco a mi Billy! Es un fanfarrón, pero no más que un perro ladrador. Nunca se le hubiese ocurrido robar los sacos del señor. ¿Dónde iba a vender el grano?
—Eso no lo sabemos —respondió Ron con gravedad—. Pero le han encontrado dinero. Más de tres libras que no puede haber ganado de otro modo. Tocando el silbato celta no, con toda seguridad…
—¡Tocando esa flauta! —exclamó Grainné—. Al violinista, a ese granuja de Drury sí que lo veo capaz, ese…
—Michael Drury ha desaparecido —anunció Ron—. Y… sí, es de suponer que también él ha tenido algo que ver en todo esto. Pero Billy estuvo el sábado en Wicklow y volvió borracho. Y ayer también estuvo bebiendo con amigos, invitó a medio pueblo. Esta mañana apestaban todos a aguardiente, y tu hijo todavía andaba haciendo eses. ¿Y te sorprende que Trevallion pidiese información? Nadie lo ha delatado, si eso crees, Grainné. Aunque ayer por la noche se fue un poco de la lengua cuando estaba junto al fuego con sus amigos de borracheras. Habló del whisky, de las destilerías clandestinas, de su maravilloso y nuevo trabajo en Wicklow…
—¡Dios misericordioso, como se lo cuente a los casacas rojas! —Grainné se santiguó al pensar en los soldados ingleses.
Ron suspiró.
—Esos se lo sacarán a palos —señaló—. Pero quizá sea mejor para él que desembuche. Hasta ahora le cargan a él solo con toda la culpa. Pero si se descubre que también el chico Drury está metido…
Kathleen sintió un escalofrío en la espalda. Billy delataría a Michael. Tan seguro como que dos y dos son cuatro. Y era posible que también la delatara a ella, pues sabía por qué había robado Michael. Y sobre todo… Dios mío, ojalá no se hubiese enterado de lo de Barney’s Tavern…
Los pensamientos pasaban por su mente a toda velocidad. Tenía que avisar a Michael. Tenía que ir a Wicklow antes que los casacas rojas interrogasen a Billy. Y lo mejor era que luego se quedase con él. De todos modos, ahí ya no podía hacer nada más. Quedaba ahora en manos de Billy Rafferty el que también expulsaran o no a su propia familia, pues cuando Trevallion averiguase que ella había huido con Michael, acusaría a los O’Donnell de ser sus cómplices.
Kathleen escapó a toda prisa. Grainné no saldría en su busca, en esos momentos tenía otras preocupaciones que la chimenea de los señores. Y Ron apenas le había hecho caso, parecía ignorar la relación entre ella y Michael. Si al menos supiese cómo llegar hasta Wicklow…
Aturdida, corrió hasta la carretera. Al menos no se había olvidado de echarse sobre los hombros el chal contra el frío del invierno. Le habría gustado coger un par de cosas de casa de sus padres, pero ya era imposible. Su madre y hermanos estarían allí y se percatarían del triste estado en que se encontraba.
Se despidió de ellos con un gesto de adiós y emprendió resuelta la marcha hacia Wicklow. Tampoco sería tan difícil encontrar el camino.