5
Michael Drury se sentía fatal cuando regresó a Otago. No lograba disfrutar del viaje tanto como se había imaginado. De hecho se había sentido bastante mal ya desde el principio, justo después de haber descargado su rabia sobre Lizzie. Una rabia para la que no había ningún auténtico motivo. Ella había repetido los viejos reproches sobre Kathleen y él se había ofendido, si bien él la había provocado. Aún más, se había comportado como un miserable. Y por mucho que lo intentase, eso no se olvidaba con el alcohol y saliendo de juerga. Y aún menos con el poco entusiasmo que ponía en tales intentos. Claro que había pasado una noche agradable con sus antiguos colegas de Kaikoura, pero tampoco había sido tan divertido sin Lizzie.
No tenía ganas de beber con Tane y dormir con Claudia. La rubia prostituta había sido por un breve período un sustituto de Kathleen. Había hundido su rostro en el cabello claro de la chica y podido soñar con su primer amor. Pero Claudia no era una sustituta de Lizzie, y una chica con el cabello más oscuro y menos curvas tampoco le habría hecho feliz. En Lizzie había algo más que un cabello rubio oscuro, una nariz insolente y una silueta delicada. Él quería hablar con Lizzie, trabajar y pelearse con ella, eso quería. Añoraba sus reproches, sus anhelos y sus a veces singulares concepciones de la moral, la justicia y el orden.
Así pues, Michael no había tardado en dejar Kaikoura, también porque en los alrededores solo había una granja en venta, demasiado pequeña para explotarla. Según se informó, en las Llanuras de Canterbury había dos granjas y Michael se puso en camino sin disfrutar de la cabalgada por la extensa planicie. Y eso que el paisaje era imponente. Hierba verde y jugosa como en Irlanda, pero sin cercas que la delimitasen. Las ovejas de los grandes barones pastaban en libertad por los prados, vigiladas solo por los pastores maoríes y sus perros.
Michael pensó con satisfacción en su acierto con los perros para Fyfe. Por entonces era él mismo quien realizaba las tareas, el trabajo con las ovejas le había interesado. Podía volver a hacerlo, Lizzie no se metería, a ella no le interesaba el ganado. Pero, naturalmente, ella habría querido elegir la casa con él. Michael se había pasado. Había sido una estupidez pelearse por una nadería. Todas sus diferencias se desvanecerían en el aire cuando Lizzie tuviera su casa señorial y sus ovejas.
Michael disponía de mucho tiempo para reflexionar. Pasaba la mayoría de las noches del viaje junto a una solitaria hoguera. No le apetecía recurrir a las tribus maoríes que había en el camino, e incluso si divisaba alguna granja cercana era demasiado introvertido para presentarse sin más. Echaba de menos el calor de Lizzie de noche, su compañía junto al fuego, su destreza para pescar. Según los métodos pakeha eso no funcionaba tan bien, Michael solía limitarse a comer pan y carne seca que adquiría en los pueblos por los que pasaba.
Ya no era difícil encontrar las poblaciones, las carreteras de Canterbury estaban muy bien pavimentadas. Se podían recorrer sin problema con un pequeño carruaje de dos ruedas. También la primera granja que Michael divisó, aunque en lo alto de la montaña, era de fácil acceso. Su ubicación era estupenda, pero no disponía de suficiente pastizal. Era necesario subir las ovejas a la montaña y a saber cuándo una tribu maorí ofendida reclamaría la propiedad de los pastizales altos. Además estaba muy alejada de los asentamientos pakeha. Lizzie no aguantaría tanta soledad.
La segunda granja no tenía un acceso tan fácil. Se hallaba en medio de las llanuras, era grande y prometía, pero la casa y los corrales no eran más que cobertizos rústicos construidos con tablas. El propietario se había excedido con la cantidad de terreno y el dinero no le había alcanzado para el ganado y la construcción de su residencia. Michael y Lizzie no habrían fracasado, disponían de suficiente dinero para todo. A esas alturas, Michael se había vuelto inseguro y se mostraba demasiado prudente a la hora de tratar de satisfacer los deseos de Lizzie. Ella siempre había soñado con una casa señorial, pero ¿también con construirla? ¿Aceptaría vivir en condiciones precarias durante años hasta que todo estuviera listo? Y él le había prometido un nido… Quería llevarla a su reino, como el príncipe a la princesa, no a una parcela donde esbozar después, a lo sumo, los planos de una futura casa.
Michael desistió también de comprar esa granja y se encaminó de vuelta hacia Otago. Le habían hablado de otra granja. Estaba junto a Queenstown, un nuevo asentamiento de buscadores de oro a orillas del lago Wakatipu. Parecía que era una casa muy bonita, pero también muy cara. Era posible, le dijeron, que todavía hubiera oro en la zona ¡y uno lo comprara con la casa! Michael no se creía esto último, pero ahora ya estaba harto de tomar decisiones a solas. Volvería a Tuapeka, recogería a Lizzie en el poblado maorí y luego viajaría con ella a Queenstown. Naturalmente, antes tenía que disculparse. Y cuanto más se acercaba a Tuapeka más difícil le parecía su propósito y con menos probabilidades de éxito. ¿Y si Lizzie ya no quería saber nada de él? ¿Y si ya no se encontraba en el poblado? La había dejado sola más de lo que era su intención. Por otra parte, le había escrito. ¿Le habría llevado el reverendo sus cartas? ¿Habría bajado ella al pueblo a ver si había correo? Maldita sea, pensó Michael. Tendrían que haber hablado de todo ello antes de separarse, no deberían haberse peleado. Él no debería haberse marchado solo. Los pensamientos le daban vueltas sin encontrar una salida.
Cuando entró en la cabaña que había construido con Lizzie y Chris se agudizó su sentimiento de culpa. Cuánto le habría gustado encontrarla en la cabaña, pero esta se hallaba en penumbra y fría como el hielo bajo un cielo espléndidamente estrellado. Michael suspiró. Le correspondería a él hacerla de nuevo habitable. Esperaba que todavía quedara leña en el cobertizo.
Al menos nadie había ocupado la cabaña ni ningún animal se había refugiado en ella. En Nueva Zelanda no había pequeños roedores, zorros o liebres que pudiesen anidar en cualquier lugar. Solo había insectos, algunos grandes como el weta, pero no hacían daño a nadie. Michael barrió un par de bichos fuera de la sala de estar, con cuidado de que no se le escapasen con sus ágiles brincos. Luego buscó leña y encendió la chimenea. Sacudió los tapices de colores tejidos a la manera maorí que Lizzie había extendido por el suelo y extendió el saco de dormir para que se secara y calentara delante del fuego. Melancólico, buscó algo de comer en las alforjas. La cabaña estaba silenciosa, demasiado. Esperaba volver a compartirla con Lizzie al día siguiente. Estaba cansado de estar solo y sabía que ella también llevaba tiempo harta de estar sola.
Lizzie creyó ver un espejismo cuando distinguió luz en la cabaña. Había recorrido un largo camino, estaba oscuro y se moría de frío, pero tenía ganas de volver a su casita. Al menos era un lugar donde refugiarse. Aunque fuera a darle trabajo encender la chimenea, la casa era tan pequeña que enseguida se llenaría de una acogedora calidez. En ese momento descubría que no era la primera en llegar. Tal vez los buscadores de oro la habían ocupado. Lizzie no se lo tomó a mal. Era propio de la fiebre del oro que la gente fuera y viniera, como antes con la caza de la ballena y la foca. Probablemente, Tuapeka y otros poblados de buscadores de oro no habían sido fundados para la eternidad.
¡Si no estuviera congelada y no le aterrorizara bajar hasta Tuapeka! Eran solo tres kilómetros, pero si podía evitarlos…
Decidió arriesgarse a echar un vistazo por la ventana. Si se había instalado una familia no habría problema en llamar a la puerta y pasar la noche allí. Si solo había hombres, no se arriesgaría.
Despacio y con prudencia acercó el caballo a la cabaña, y oyó un claro relincho en el pequeño establo contiguo. Lizzie creyó que sus sentidos se burlaban una vez más de ella. ¿El caballo blanco? Había oído tantas veces ese sonido… Pero ¿quién era ella para diferenciar las voces de los caballos? Seguro que eran imaginaciones suyas.
—¡Alto! ¿Quién va?
Pero esa voz no era producto de su imaginación. Tampoco la silueta del hombre que apareció delante de la casa armado con un fusil que apuntaba hacia ella.
—Manos arriba. Acérquese a la luz y demuéstreme que viene en son de paz.
Lizzie se sobresaltó y al instante se sintió tan aliviada como hacía meses que no lo estaba. Aunque temió cometer un nuevo error. Sería mejor no responder, darse media vuelta y escapar a Tuapeka. ¡Había puesto punto final al capítulo Michael Drury! Había tomado la decisión de no confiar nunca más en un hombre. Pero ¡él había vuelto! Pese a todas las rencillas, después de todos esos meses… ¡y otra vez volvía a hacer el tonto! Lizzie no pudo contenerse.
—¡Michael! —le gritó, e intentó dar dureza a su voz—. ¡Si no viniese en son de paz ya te habría disparado un tiro! Si quieres acorralar a alguien has de cubrirte primero.
Él lanzó el arma a un lado y soltó un grito de júbilo.
—¡De todos modos no acierto! —rio corriendo hacia ella para estrecharla entre sus brazos, pese a que ella se defendía—. Lizzie, sé que soy un idiota. Pero ¿tienes que decírmelo una y otra vez?
—Eso parece —respondió—. De todos modos, nos habíamos puesto de acuerdo en que ya no aguantabas más. Por mí, puedes volver a irte. Seguro que Claudia te estará esperando en Kaikoura —añadió con amargura, pero al ver la expresión asombrada de él, sintió algo parecido a la esperanza.
—¿Quién dices que me espera? Entra primero en casa, cariño, estás congelada. Eres una auténtica hechicera, Lizzie. ¿Cómo sabías que volvía hoy? ¿Los espíritus te lo dijeron?
Ella inspiró hondo. Tenía que seguir reprendiendo a Michael, o aún mejor ponerlo de patitas en la calle. ¿O debía escucharlo primero? En cualquier caso, esa noche él tenía que dormir en Tuapeka y darle a ella tiempo para pensar. Pero luego se ablandó. Nunca había podido resistirse a él, y seguía siendo el Michael de siempre. Unos ojos azules y francos, una sonrisa compungida… Y la casa estaba muy acogedora con la chimenea encendida.
—En cierto modo —murmuró ella siguiéndole al interior de la cabaña. Una agradable calidez la envolvió; todo estaba limpio, la cama preparada.
La resistencia de Lizzie se desvaneció.
—Ay, Michael, qué bonito es volver a casa. —Contempló embelesada la diminuta habitación, pero trató de mantener su actitud severa—. ¡No contaba con verte por aquí! ¡No creía que volvería a verte, Michael Drury! ¿Dónde te habías metido? ¿Has comprado una casa o una iglesia? ¿O solo te lo has pasado bien con las chicas de Kaikoura?
Lizzie se agachó frente a la chimenea, se quitó las botas y acercó los pies helados al fuego. Michael aprovechó la oportunidad. Se acuclilló delante de ella, le cogió los pies, que eran más grandes y fuertes de lo que dejaba sospechar la delicada silueta de la joven, y se los masajeó para calentarlos.
—¿Qué estás diciendo de Kaikoura? —preguntó mirando seriamente el rostro sonrosado por el calor y ligeramente iluminado por el fuego del hogar—. No sé qué espíritu te habrá informado, pero no tenía ni idea.
—El espíritu se llama Tane y se lo ha pasado muy bien contigo —replicó arisca Lizzie—. Sí que tenía idea, y me contó lo de Claudia.
Michael suspiró pero prosiguió acariciándole los pies. Lentamente se deslizó hacia las rodillas.
—Sí, he visto a Claudia. Y la invité a un par de cervezas, como al resto. ¿Qué hay de malo? Es una buena chica y ha sido amiga mía, y durante mucho tiempo también tuya, si no recuerdo mal. ¿Os habéis peleado?
Lizzie hizo un mohín y apartó las manos de Michael. No quería caer en sus redes.
—Nunca por ti, conquistador. ¿Vas a decirme, de verdad, que no me has engañado? ¿En todos estos meses? ¿Y que ahora vienes arrepentido de vuelta? ¿Con la llave de tu palacio?
Michael le depositó con cuidado los pies en el suelo y se arrodilló delante de ella con una mano sobre el corazón.
—Lizzie, hay algo por lo que debo pedirte perdón. ¿Te he dicho ya que soy un idiota? —A ella se le escapó la risa y él alzó los dedos para jurar—. Te juro que mientras hemos estado juntos, nunca te engañé. Tampoco durante todo este viaje, y seguro que no con tu amiga Claudia. ¿Me crees?
La joven asintió. De repente se sintió cansadísima. Todas sus preocupaciones, todo su enfado no habían tenido razón de ser. Ahora lo único que podía esperar era que Michael no le preguntara a ella lo mismo. La noche que había pasado con Kahu Heke empezaba a pesarle en la conciencia.
Michael le habló acerca de las granjas de Kaikoura y de las llanuras mientras Lizzie transformaba como por arte de magia sus escasas provisiones de viaje en una comida.
—Así que estuviste en Tuapeka —se asombró ella—. ¿No pudiste comprar nada allí?
Se sintió halagada cuando Michael le confesó que el poblado de buscadores de oro le había recordado demasiado a ella para prolongar su estancia allí. No preguntó cómo era que había bajado sin provisiones a la cabaña. Aceptó sin cuestionar la explicación de que había vuelto porque quería volver a vivir por fin en una casa que se pudiese caldear correctamente. Lizzie siempre había sido friolera, por eso había insistido en construir la cabaña. Esa noche a los dos les daba igual lo que fueran a cenar. Ambos estaban felices y aliviados por estar juntos de nuevo, incluso si las dudas seguían corroyendo a Lizzie. De repente era todo tan sencillo… Tal vez no debería haber perdonado a Michael tan fácilmente. Pero, por otra parte, sus explicaciones parecían convincentes. A lo mejor sí había escrito las cartas que aseguraba haberle escrito. Tendría que haber preguntado en la oficina de correos.
—Así pues, mañana cogemos los caballos y nos vamos a Queenstown —dijo—. ¿O quieres volver a Tuapeka… para casarte?
Michael se echó a reír y la besó.
—Lizzie, para casarnos tenemos que ir a Dunedin si quieres que nos bendiga tu reverendo Burton. Por fin le han concedido una parroquia en un lugar civilizado, está que no cabe en sí de alegría. Aunque, al parecer, por lo que dicen en Tuapeka, le ha abandonado su amada.
—Para cotillear sí que te dio tiempo —se burló Lizzie de él, frunciendo el ceño—. Tan añorante no debías de estar.
Michael tiró de ella hacia la cama.
—Voy a enseñarte lo añorante que estaba —bromeó—. Ay, Lizzie, cuánto te echaba de menos. ¡Hasta tus críticas! Pero ahora ven aquí, no te quedes mirando la luna y contando los días para calcular si es seguro o no hacerlo. Vamos a casarnos, Elizabeth, queremos hijos.
La regla de Lizzie era muy regular. Podía evitar el embarazo con facilidad absteniéndose los días fértiles. Incluso cuando era prostituta, nunca se había quedado encinta, aunque en el Green Arrow no siempre había sido fácil que el dueño le permitiera dejar de trabajar esos días. Los días más difíciles habían sido los de Martin Smithers, pero incluso a él le había convencido de que tener una doncella encinta era lo último que podía desear. Michael había sido desde el principio considerado, y ahora…
Lizzie tuvo que admitir que en ese momento ignoraba en qué etapa del ciclo se encontraba. Michael había estado semanas fuera. Pero tenía razón, daba igual. Lizzie se abandonó feliz a sus brazos y disfrutó de una noche perfecta. Michael consiguió disipar todas las dudas que ella albergaba. Se pertenecían el uno al otro, eran marido y mujer.
Cuando al día siguiente Michael salió de la cabaña para dar de comer a los caballos, una anciana maorí estaba sentada en el claro delante de la cabaña y había encendido una hoguera. Michael reconoció a la tohunga Hainga. La saludó con respeto.
—Seguramente querrás hablar con Lizzie —dijo.
Hainga lo miró con atención.
—Así que has vuelto —observó—. Los espíritus nos conducen por extraños caminos.
Michael no entendió.
—Voy a llamar a Lizzie. Puedes desayunar con nosotros, aunque no tenemos mucho que ofrecer.
La anciana sacudió la cabeza. Por lo visto no estaba hambrienta, sino que tenía que cumplir una misión.
—¡Lizzie, tienes visita!
Lizzie, que todavía estaba acostada, se sobresaltó. Había temido que Kahu hubiese bajado en su busca. No sabía exactamente dónde vivía, pero cualquiera podría haberle indicado el camino. Lizzie respondió titubeante. Había esperado ya estar con él de camino antes de que Kahu saliese a buscarla. Ahora tendría que justificarse. Con un gemido, se vistió rápidamente y se sintió aliviada cuando vio solo a la tohunga delante de la cabaña.
Hainga le indicó un sitio junto a la hoguera como si fuera ella quien recibiera visita.
Lizzie tomó asiento. Se percató aliviada de que Michael iba al establo sin mostrar interés por la conversación entre las dos mujeres.
—Siento haberme ido así —se disculpó Lizzie—. Debería haberme despedido.
Hainga hizo un gesto de rechazo.
—Ir y venir, lo pasado y lo que ha de venir son uno —dijo.
—Eso es lo que tú dices, pero estoy segura de que Kahu estará enfadado conmigo. Haikina… Haikina no ha tenido problemas, ¿verdad?
Hainga movió la cabeza.
—Solo ha dicho la verdad de lo que Kahu ha callado. Los espíritus nos permiten ir y venir, callar y hablar… es lo mismo. Los espíritus, Erihapeti, no se dejan engañar. Se lo he dicho a Kahu y ahora he venido aquí para decírtelo a ti.
Lizzie no supo qué contestar.
—O sea… como muestra de amistad, ¿verdad? —susurró—. Kahu no vendrá aquí para… ¿cómo se dice?… ¿reclamar su derecho? —preguntó con voz ronca.
—¿Qué derecho? —preguntó Hainga—. Kahu Hake está camino de su hogar. Ayer recibimos un mensaje, hay tumultos allí. Parece haber estallado la guerra de la que él hablaba.
Lizzie se sintió culpable por el alivio que sintió. Porque Kahu se había ido, y también porque ya no tenía nada que reprocharse. Tanto si el ariki ngati pau se casaba con una pakeha como si no, los conflictos entre las etnias no se habrían solucionado fácilmente mediante gestiones diplomáticas.
—Yo también me marcho —dijo entonces Lizzie—. Con Michael.
La anciana asintió.
—Lo sé, las nubes se han disipado. Pero no siempre nos gusta lo que el cielo despejado nos muestra. Haere ra, Erihapeti. Volveré a verte cuando llegue el momento.
Hainga le frotó la nariz y Lizzie la correspondió. Respiró aliviada cuando la mujer se marchó. También eso había sido más fácil de lo que esperaba. Al menos los ngai tahu no parecían guardarle rencor por haber abandonado a Kahu. ¡Y los dioses, para variar, parecían estar del lado de Lizzie!