9
Michael Drury no podía ver ni una oveja más. En los últimos días, sus ayudantes maoríes y él habían esquilado a más de cuatro mil ovejas madres y carneros, en su mayoría reticentes, todos los animales de las granjas del distrito de Kaikoura. Ya hacía tiempo que se había propagado la noticia de que Michael dejaba la granja de Fyffe durante un par de semanas en manos de las muchachas maoríes e iba de granja en granja con la cuadrilla de esquiladores. De este modo los hombres se ganaban una buena paga adicional, mientras las chicas ayudaban a parir y llevaban a las ovejas madre a las montañas para que pasasen allí el verano. Con los perros había sido fácil, los maoríes tenían mano con los animales. Además, solo Fyffe contrataba también mujeres para esas labores, los demás granjeros solo querían hombres para conducir las ovejas.
Fuera como fuese, las ovejas estaban esquiladas, Michael tenía dinero en el bolsillo y una sed inmensa. Pasarse por el pub de Kaikoura le sentaría bien. Siempre le quedaría algo que ahorrar para el regreso a Irlanda.
Guardaba parte de su dinero para volver a casa, aunque no estaba seguro de querer hacerlo. Desde que le había llegado la carta del padre O’Brien, su ansiedad había disminuido considerablemente. A fin de cuentas, no volvería a ver a Kathleen. Se había marchado a algún lugar de América con aquel miserable chalán de Ian Coltrane.
Michael se preguntaba cómo había podido liarse con ese hombre. Cada vez que pensaba que su hijo llamaba padre al tratante de caballos se horrorizaba. ¡Y todo eso, encima, con su dinero! Ian Coltrane ni siquiera se había pagado él mismo el viaje. Además, no creía que Ian amase a Kathleen. Por lo que él sabía, Coltrane había mantenido en Wicklow a una puta pelirroja, menuda, insolente y soberbia, exactamente lo contrario de la reservada y dulce Kathleen. Y esta tampoco amaría a Ian, era posible que sus padres la hubieran forzado a casarse.
Cuando Michael cabalgaba por el campo, vigilando las ovejas, a menudo se imaginaba que viajaba a América en busca de Kathleen. Iría a Nueva York o a algún otro sitio y arrancaría a Ian Coltrane de la cama de la muchacha. Pero en los momentos de serenidad sabía que buscarla solo en Nueva York sería más difícil que en toda Irlanda. Por añadidura, desde Nueva Zelanda era imposible llegar a América. La ruta normal pasaba por Australia, adonde Michael no quería volver, y luego por China. Así pues, Michael volvió a postergar la decisión. De todos modos, sus ahorros crecían tan despacio que tendría que trabajar todavía años antes de poder pagarse el viaje. La causa de ello no era solo el sueldo relativamente bajo que le pagaban los Fyffe como capataz, sino también el whisky y las rubias de Kaikoura. Cuando le atenazaba la añoranza, se permitía una como la hermosa Claudia del Green Arrow, y pagaba tan bien que ninguna de las chicas se quejaba de que en el punto culminante de su placer gritara el nombre de Kathleen.
También esa tarde, tras el esquileo, sintió la necesidad de pasar una noche con Claudia o con otra de las complacientes rubias. Michael dejó a sus amigos maoríes Tane y Maui en el primer pub, donde la cerveza era menos fuerte y las chicas más baratas. Él se dirigió al Green Arrow. Cuando abrió la puerta, se quedó pasmado al ver a una extraña portera.
—Buenas noches, caballero. ¿Me permite que le guarde el abrigo? —Una delicada muchacha de cabello rubio oscuro, vestida con un sencillo uniforme de criada muy escotado que dejaba ver generosamente las piernas, lo miró insinuante—. Me gustaría, milord, poder ofrecerle mis servicios. —La muchacha hizo una reverencia y le dedicó una seductora sonrisa.
Michael soltó una carcajada.
—¡Lizzie Owens! ¡Todavía sin ser decente!
Lizzie lanzó una mirada al aspecto andrajoso de Michael, a sus pantalones de montar gastados y al sucio impermeable.
—Michael Drury —dijo—. ¡Todavía sin ser rico!
Ya hacía mucho que Michael había olvidado las diferencias que habían tenido antes de la separación. Sonriente, cogió a Lizzie en volandas y la hizo girar en el aire.
—¡Chica, que alegría volver a verte! Me he preguntado muchas veces qué habría sido de ti. Suponía que habrías pescado un honrado campesino alemán de Nelson.
Lizzie se soltó. También ella se alegraba de volver a ver a Michael, a su pesar. Ya le había hecho daño en una ocasión. No iba a permitir que ocurriera otra vez.
—¿No tenías que estar ya en Irlanda? —preguntó—. ¿Casado con Mary Kathleen?
Michael suspiró.
—Oh, Lizzie, es una larga historia.
Se disponía a contársela, cuando Claudia se interpuso entre los dos. La chica estaba esperando a los clientes en la barra, pero acababa de reconocer a Michael.
—¡A este no me lo toques, Lizzie! ¡Es mi cliente habitual! —Se restregó contra Michael y lo miró seductora a los ojos.
Lizzie reculó. La voz de Claudia tenía un tono alegre, pero podía ponerse grave si veía amenazados sus intereses.
—No quiero nada de él, solo es que lo conozco de antes —señaló—. Ve a lo tuyo, nosotros ya hablaremos después.
Claudia sonrió irónica, mientras Michael parecía desconcertado. Seguía siendo atractivo, con su cabello negro y ondulado que ahora llevaba más largo que antes. Lizzie casi había olvidado cuán negros eran sus ojos y cuán compungidos podían parecer cuando trataba de ganarse los favores de alguien.
—¿De… de verdad que no te importa, Lizzie, si ahora vamos a…?
Lizzie puso los ojos en blanco.
—No, Michael, puedo renunciar a que me llamen Mary Kathleen en la cama. Pero me gustaría saber qué ha ocurrido con esa señorita. Cuando hayas terminado de hacer feliz a Claudia, nos tomamos algo.
Con una sonrisa triste, volvió a colocarse en su sitio. Como solía ocurrirle todas las noches, no tuvo que esperar mucho. Siempre había hombres que sucumbían a los encantos de la doncella, sobre todo desde que había elaborado más su actuación y recibía a los cazadores de ballenas o de focas llamándolos «milord». Pete Hunter ya hacía mucho que no la situaba en un nivel medio, sino que la consideraba la mejor yegua de su establo. Lizzie ganaba lo suficiente para vivir y permitirse nuevos vestidos. Siempre elegía vestidos discretos de buen material, no demasiado escotados. Vestidos de domingo para la iglesia, como solía tomarle el pelo Claudia y las otras chicas.
Sin embargo, Lizzie no iba a la iglesia como algunas de sus compañeras. El reverendo era un hombre paciente que perdonaba a sus ovejas más que su Dios. Pero Lizzie ya se había cansado de rezar a un Dios que, según la opinión de Kahu, se veía superado por las exigencias de sus fieles o sencillamente no se ocupaba de ellos. La joven era paciente, comprendía que Dios no podía ponérselo fácil a quienes querían vivir en su gracia. Sin embargo, no le perdonaba las piedras que le arrojaba en el camino. Martin Smithers había constituido una prueba excesiva, y todavía más la vida en el Green Arrow.
Lizzie odiaba tener que entregarse a cazadores de ballenas y focas que apestaban a aceite de pescado y sangre, y el intenso olor a oveja que emanaba de los pastores la repelía por igual. Tampoco antes le había gustado vender su cuerpo, pero, en cierto modo, con los marineros londinenses no era tan desagradable. A menudo se permitían un baño después de la travesía y antes de salir a divertirse, y siempre estaban contentos cuando entretenían a Lizzie con historias de países lejanos y costumbres extrañas. Los hombres de Kaikoura, por el contrario, llevaban unas tristes existencias en las que se mataban trabajando sin ilusiones y los sábados se jugaban o se gastaban en putas el poco dinero que ganaban. Ella nunca les preguntaba de qué huían, pero sabía que casi todos habían escapado de algo. En la cama eran torpes y violentos, pese a que ella trataba con los mejores; a fin de cuentas, se necesitaba un mínimo de humor y fantasía para seguirle el juego. Pero también los «milord» exigían que les diera rápidamente lo máximo posible por el dinero que pagaban, y todos le dejaban un par de pulgas y piojos entre las sábanas.
La vida de Lizzie era una lucha constante contra el hedor, la suciedad y los insectos, ella misma lavaba las sábanas de la cama cada día, aunque habría debido cambiarlas tras atender a cada cliente.
Mientras las demás chicas dormían la mona durante el día después de las noches agotadoras, Lizzie solía mantenerse sobria. Ya era suficiente con que sus noches semejasen pesadillas, por las mañanas no quería andar deambulando con dolor de cabeza. Por añadidura, no le gustaba el aguardiente que Pete Hunter ofrecía a sus clientes. No era solo porque ese aguardiente barato hería su sentido del gusto como antes el vino de los Busby, sino que cualquier bebedor de whisky habitual se habría estremecido con aquel brebaje. Lizzie ignoraba de dónde sacaban los taberneros de Kaikoura el alcohol, pero fuera quien fuese quien lo destilase no tendría que ser desterrado a Australia, sino al Polo Norte.
Lizzie, en cualquier caso, pedía un té frío cuando los clientes la invitaban a un whisky, y así por las mañanas estaba despejada. Casi a mediodía solía dejar el Green Arrow para patearse la zona con la esperanza de encontrar una alternativa a su triste existencia en el pub. ¡No podía ser que tuviera que pasar toda su vida allí!
Algún que otro domingo alquilaba con Claudia u otras chicas un carruaje y hacían una excursión, pero nunca llegaban a ninguna granja de ovejas retirada (administrada por un caballero inglés y una dama deseosos de contratar una doncella bien instruida). Lizzie rozó la desesperación cuando sus amigos maoríes iniciaron la migración. Añoraba a Kahu Heke y soñaba con él y su canoa como una niña que sueña con un príncipe a lomos de su corcel. En su imaginación, él atracaba en la playa de Kaikoura para que ella subiese a la canoa y huyera de esa triste vida.
Pero Lizzie ignoraba hacia dónde escapar con el joven maorí. Entretanto, pensaba con frecuencia que habría sido mejor entregarse a las autoridades aun a riesgo de que la volvieran a embarcar rumbo a la Tierra de Van Diemen. En el Penal de Mujeres se había sentido mejor que en el Green Arrow, y en algún momento acababan absolviendo también a las reincidentes. A veces incluso se sorprendía soñando con una vida al lado del desdentado jardinero de los Smithers…
Y ahora Michael había vuelto.
Lizzie pensaba en él mientras yacía bajo un pescador que esa mañana había arponeado una ballena gris. El hombre era un gnomo barbudo que le había contado orgulloso su hazaña, aunque ella ya lo sabía pues apestaba a aceite de ballena y su cuerpo estaba cubierto de una capa pringosa.
La joven tenía que evadirse mientras él estaba encima de ella, pues corría el peligro de vomitar. Así que trataba de imaginarse el rostro de Michael. Todavía era apuesto, incluso más que antes. La vida dura y el trabajo a la intemperie —y quizá su preocupación por aquella Kathleen— habían surcado de arrugas su cara, dándole un aspecto menos juvenil que entonces. Pero, al igual que antes, daba la impresión de ser una persona intrépida y su sonrisa seguía siendo juvenil. Lizzie se esforzaba por ahondar en sus sentimientos hacia él. ¿Todavía lo anhelaba? ¿Sentía el deseo de compartir la vida con él, como entonces, cuando se hicieron pasar por marido y esposa durante el viaje a Nueva Zelanda? Una cosa sí tenía clara: no se lo imaginaba como amante. Por el momento no sentía necesidad de un amor físico. Como fuera, se alegraba de que Michael hubiese aparecido, sentía algo parecido a la… esperanza.
Claro que era un sentimiento disparatado. Michael nunca había tenido nada de príncipe azul. Pero tenerlo cerca de algún modo le daba fuerzas, como si la estimulara en su interior. Maldita sea, no la sacaría de allí sobre la grupa de su corcel y al galope, pero ¡era un hombre! Nadie le impedía llevar a cabo la idea que se le ocurriese, aunque él apenas se había demostrado imaginativo o exitoso en sus empresas, ni en la petición de mano de Kathleen ni en el trato con Lizzie. Pero no era ni tan tonto ni tan orgulloso como para no obedecer a las mujeres. Lizzie se veía capaz de tomar ella misma las riendas del caballo blanco y llevar al príncipe por el buen camino. Solo faltaba que se le ocurriera algo. Tal vez si averiguaba su historia… de dónde venía y qué hacía en la actualidad.
Pero ¿acaso no conocía el elemento determinante de su historia? El corazón le palpitaba mientras el ballenero por fin se separó gruñendo de ella. Si era cierto lo que Michael había contado sobre Irlanda, tal vez había la posibilidad de volverse rico y también honrado.
Lizzie no volvió directamente a su puesto de trabajo. Estremecida de frío, se lavó las huellas del último cliente y se puso uno de sus vestidos nuevos. Luego pidió disculpas a Pete Hunter.
—Pete, lo siento… pero de repente me han llegado visitas. —Enrojeció. Las prostitutas solían utilizar esta frase cuando les venía la regla.
Hunter la miró enojado.
—¿Otra vez, Lizzie? ¿No estuviste mala la semana pasada?
La muchacha bajó la vista al suelo.
—Yo… yo… he debido de pillar algo, aunque me curé. Pero ahora… parece que vuelve a sangrar.
Esperaba que el tabernero supiese lo suficientemente poco sobre asuntos de mujeres para creérselo. Al fin y al cabo, no podía haberse quedado embarazada en los pocos días que habían seguido a su última regla. Pero Pete solo hizo un gesto de fastidio.
—Está bien, lo principal es que no se os quede la barriga como un bombo. ¿Quieres salir? —Echó un vistazo a su vestido—. ¿No sería mejor que te quedases en cama?
Lizzie fingió no querer contestar.
—Pete, tengo que… acudir a esa mujer otra vez. Precisamente por lo que me pasa…
Michael estaba con Claudia en la barra y vio salir a Lizzie. Ella esperaba que la siguiera, y así fue, la alcanzó en la esquina siguiente.
—¡Siempre te encuentro en calles mal iluminadas! —dijo sonriendo y pasándole un brazo alrededor—. Cuéntame lo que has estado haciendo, Lizzie. O no, mejor nos buscamos un pub agradable donde podamos beber algo.
Ella negó con la cabeza.
—Aquí no hay, Michael. Los tres pubs son casas de putas y yo no puedo aparecer en el Golden Horseshoe o en el Paul’s Tavern. Si quieres que bebamos algo, consigue una botella y nos vamos al puerto.
La noche primaveral no era demasiado fría, pero Lizzie temblaba mientras esperaba a Michael en el muelle. La costa era el único lugar en que podían encontrarse hombres y mujeres que mantenían relaciones sentimentales. Los hijos de los pescadores solían estar ahí con sus amores, con frecuencia en los botes de sus padres. Lizzie se preguntaba si también ella debía meterse en uno cuando Michael apareció con una botella.
—¡Menudo aguardiente barato! —gruñó tras beber un trago y pasarle la botella a Lizzie. Ella sonrió, ya había contado con que reaccionara así.
—También quería hablar de esto contigo —señaló—. Pero primero cuéntame. ¿Qué ha pasado con tus planes de volver a Irlanda?
Michael describió a grandes rasgos lo que le había ocurrido y Lizzie se rio.
—¡Así que tu querida Mary Kathleen te ha sustituido por otro! —se burló—. La que tenía que esperarte hasta el final de sus días, con una oración por su amado ausente en los labios.
—Seguro que no pudo evitarlo —defendió Michael a su amada—. Seguro…
Lizzie levantó la mirada al cielo.
—De todos modos todavía no he ahorrado dinero suficiente para ir a Irlanda —confesó el joven—, o a América. No se gana tanto siendo pastor. El viejo Fyffe no nos paga demasiado.
Lizzie asintió, aunque estaba a punto de burlarse de nuevo de él. De hecho, los buenos esquiladores ganaban mucho más que la mayoría de los cazadores de ballenas y de focas. Pero ya había visto en qué se le iba a Michael el dinero.
—¿Y cómo te ha ido a ti? —preguntó el chico—. ¿Has permanecido fiel a tu viejo oficio?
Lizzie sacudió la cabeza y le contó su historia con los Busby.
Michael se llevó las manos a la cabeza cuando le habló de Smithers.
—¡Increíble! —Rio—. De los sesenta y cinco mil blancos que hay en Nueva Zelanda, precisamente te lo encuentras a él. Parece cosa del destino, Lizzie, acéptalo. ¡Y además ya tienes un trabajo nuevo!
Ella lo fulminó con la mirada.
—¡Te lo regalo encantada! Hasta me cambiaría por ti, las ovejas no huelen peor que esos tipos y, sobre todo, no tendría que sonreírles. Tampoco me quedaría embarazada trabajando y los carneros no me contagiarían ninguna enfermedad repugnante… ¡Maldita sea, Michael, quiero salir de ahí!
Michael se encogió de hombros.
—Puedo preguntar al viejo Fyffe —sugirió apaciguador—. Contratamos a dos chicas maoríes para que se ocupen de las ovejas. Pero ¿a una chica pakeha del barrio portuario de Kaikoura? Demonios, Lizzie, los tipos de la estación ballenera perderían los nervios. ¿Y dónde ibas a alojarte?
La joven suspiró.
—Tampoco quiero ocuparme de ovejas, Michael. Quiero hacer otra cosa. Presta atención…
—¿Podemos ir a otro lugar? —la interrumpió Michael. Temblaba de frío—. A lo mejor en el establo, junto a mi caballo, estaremos más caldeados.
—Eso también tiene que ver con mi idea —contestó Lizzie.
Michael la miró consternado.
—¿Quieres ir al establo? —preguntó.
Lizzie se agarró la frente.
—¡Quiero meterme en algún sitio abrigado con la botella! —le aclaró—. O mejor dicho, con muchas botellas. Pero tienen que contener algo mejor de lo que hay en esta. Michael, antes vendías whisky. ¿Sabes también destilarlo?
Él reflexionó.
—Mi padre lo destilaba. Pero no es tan difícil. Solo se necesita un par de cosas… una cazuela y cereales. También la madera es importante. Tiene que ser de roble o fresno. Y aquí no hay.
Lizzie movió la mano para detenerlo. Los detalles no le interesaban.
—¿Sabes o no sabes? —lo apremió con frialdad.
Michael asintió.
—Sé. Pero… ¿está permitido poner aquí una destilería de whisky?
Lizzie se frotó los ojos. No había pensado que sería tan difícil.
—¿Te preocupó eso en Irlanda? ¡Michael, justo después de la ciudad empieza el bosque! Construye un cobertizo en algún lugar de las montañas, nadie saldrá a buscar una destilería de whisky. Y si no hay forma de hacerlo de otro modo, pagas un par de impuestos y ya está. Kaikoura está llena de gente sedienta que con este aguardiente… —señaló la botella— disfruta tan poco como nosotros. Con que nuestro producto sea un poco mejor que este lo venderemos sin dificultad.
—¿Y eso qué tiene que ver con el establo? —preguntó Michael. En ese momento abría de un empujón el cobertizo del Green Arrow. Su caballo, un pequeño zaino de matices rojizos, lo saludó con un leve resoplido.
Lizzie se obligó a no perder los nervios.
—Tiene que ver con que en esta ciudad falta un bar. Uno en el que no haya mujeres en venta, sino adonde un pescador también pueda llevar a una chica sin avergonzarse ni morirse de frío como en el puerto. ¡Alquilaremos una de las casas antiguas!
—¿Nosotros? —preguntó Michael incrédulo.
En ese momento empezaba a comprender que Lizzie hablaba en serio y que sus planes no se referían solo a él. Pero con eso siempre había tenido dificultades. Por su parte, Lizzie intentaba que no volviera a renacer en ella la decepción anterior. Debía conservar la objetividad, pensar en que quería establecer una relación profesional con Michael. No casarse con el príncipe, solo guiar su caballo…
—He estado pensando que yo llevaré el bar —anunció emocionada—. Y tú me suministras el whisky. Las otras tabernas enseguida querrán nuestro alcohol, pero seguirá habiendo diferencias. Puedes destilar un whisky de primera calidad para nosotros y uno segundón para los demás. La gente irá a beber a nuestro local y al Arrow cuando quieran chicas. ¡Y todos tan contentos!
—Pero primero habrá que invertir dinero —advirtió Michael—. Las ollas de cobre son caras. Y al principio debería probar un poco. ¡Necesitaré botellas vacías para rellenar!
Lizzie asintió.
—He ahorrado un poco —dijo—. Y tú también, ¿no?
—Para ir a Irlanda —contestó Michael obstinado.
A ella le habría gustado zarandearlo.
—Por Dios, Michael, si la destilería funciona y también el bar, ganarás en un año suficiente para marcharte a Irlanda y buscarte tres chicas allí que se llamen Mary y que se sepan de memoria el libro de oraciones. Pero tal como estamos, ni tú llegarás a nada ni yo saldré del Green Arrow. ¡Intentémoslo, Michael! ¡Me lo debes!
En las semanas siguientes, Michael reunió madera en las montañas con la ayuda de Tane y Maui. Los tres hombres construyeron una cabaña y probaron quemando distintos tipos de leña.
—Si está húmeda, vieja o hace mucho humo, no sirve —explicó Michael—. Entonces el humo se ve de lejos y ya podremos despedirnos del invento.
Lizzie lo alabó por su prudencia y evitó señalarle que en Kaikoura ni siquiera había un puesto de policía. Tenía otras preocupaciones. Kaikoura estaba apartada y apenas había agricultura. ¿De dónde sacarían los cereales que la destilería necesitaría en grandes cantidades?
Al principio, Lizzie pidió distintos tipos de cereales en la tienda de la ciudad. Adujo que quería preparar postres de su tierra natal.
—¿Qué es lo que se prepara con cebada y centeno? —preguntó desconfiada la obesa esposa del tendero.
—Esto… pues… ¡pan alemán! —afirmó. En Sarau, la señora Laderer hacía un pan negro y compacto con todos los ingredientes posibles, de los que Lizzie ya no se acordaba, pero que debían de parecerse mucho a aquellos con que se hacía el whisky.
—¿Es usted alemana? —preguntó asombrada la mujer—. Su acento me suena al Cheapside de Londres.
Lizzie asintió.
—Emigramos a Inglaterra cuando… cuando yo todavía era muy pequeña. Pero en realidad soy de… de Sant Pauli.
Así se llamaba el barco que había llevado a Nelson a los primeros alemanes y Lizzie creía recordar que se trataba también del nombre de una localidad.
—Ajá —gruñó la esposa del tendero, tendiéndole los artículos.
Para comprar una olla de cobre y alambiques, Michael tuvo que marcharse a Christchurch. Sin embargo, nadie compraba utensilios para hacer whisky entre los creyentes anglicanos. Finalmente, consiguió comprar el equipo de un boticario. La olla y los alambiques eran más pequeños que los de su padre, pero las cantidades que él tenía que destilar también eran menores.
Unos días más tarde, Michael destilaba el primer alcohol bajo la supervisión de Lizzie y de los algo sorprendidos maoríes, Tane y Maui. Los hombres vertían el líquido en un tonel vacío que habían encontrado en un cobertizo de Fyfe. El viejo lobo de mar, Robert, solía hacerse traer de Escocia su propio whisky y guardaba los toneles vacíos en medio del caos reinante en su propiedad.
—De ahí saldrá whisky —indicó Michael con expresión de experto después de haber probado un par de gotas—. Tiene que descansar un par de años todavía.
—¿Un par de años? ¿Estás loco? —Lizzie, que había esperado en tensión a que apareciese realmente el licor en los alambiques, se dio un golpe en la frente—. Invéntate otra receta que funcione de inmediato. ¡Quiero abrir mi local cuanto antes!
Michael no la decepcionó. Ya una semana más tarde podía ofrecer una bebida pasable, y en el tiempo que siguió obtuvo licor con las cosas más insólitas, hasta con los boniatos neozelandeses. Para simplificar, Lizzie lo llamaba whisky a todo. ¿Qué sabían los clientes del sabor de un auténtico whisky? En caso de urgencia, estaba dispuesta a mezclarlo con otro licor. El señor Busby había bebido de vez en cuando cócteles y Lizzie se había anotado un par de recetas. Le había impresionado especialmente la mezcla de café y whisky, muy apreciada por las amigas de la señora Busby. El alcohol, cuyo consumo desmesurado estaba peor visto en las mujeres que en los hombres, no se veía ni se olía.
Lizzie, quien también apostaba por una clientela femenina, bautizó su local recién inaugurado con el nombre de Irish Coffee y ya por las mañanas hacía las delicias de las agotadas esposas de los pescadores que llegaban extenuadas y muertas de frío de la pesca matinal. Sus maridos no podían oponerse a una pequeña charla y un café en el local de la simpática Lizzie, y menos todavía cuando esta solo cobraba un penique por bebida. También los pescadores pagaban un precio especial por las consumiciones, pues la habían ayudado a encontrar un lugar para su bar. Estaba situado justo al lado del puerto. Un cazador de focas lo había construido, pero se había marchado a la costa occidental. El ruinoso local estaba vacío desde entonces, pero Michael y los dos maoríes enseguida lo renovaron, de modo que Lizzie no temía que un buen día se le desmoronara encima. Lizzie pintó la construcción de verde y marrón café, y colgó una bonita placa con el nombre en la puerta.
—¡Ahora la clientela tiene que saber que a la dueña se la mira pero no se la toca! —señaló risueño Michael cuando Lizzie inauguró el local.
Lizzie se encargó de advertir mediante su atuendo formal que no quería ser más una mujer pública. Llevaba uno de sus vestidos oscuros de tela de calidad, un poco más escotados que para ir a la iglesia pero decentes. Encima se ponía un delantal blanco impoluto, pero en el cabello virtuosamente recogido no llevaba ninguna cofia.
—Descuida —sonrió Lizzie.
En efecto, muy pronto se convirtió en una experta en el arte de prohibir afablemente la entrada a los clientes molestos. Además, durante las primeras semanas siempre estaba en la barra uno de los hombretones maoríes, tomando cerveza a sorbos y preparado para echar a los bebedores impertinentes con cortesía y determinación. Al poco tiempo los clientes fijos ya se encargaban de hacerlo. El local de Lizzie atraía a pescadores y obreros que, después del trabajo, querían beber algo tranquilamente y charlar un rato con sus compañeros o con la simpática patrona. Los bebedores estaban con frecuencia solos, pero ni las veleidosas mujeres de los burdeles, por lo general ya algo bebidas a esas horas de la noche, los atraían, ni ellos podían permitirse su compañía. La cálida sonrisa de Lizzie era gratis y además había bocadillos y otros sabrosos bocados para apaciguar el estómago. La mayoría de los hombres que vivían solos tenían alojamientos muy precarios y casi nunca cocinaban. El Irish Coffee pronto se convirtió para ellos en algo así como un hogar acogedor y reconfortante. Después de un par de semanas, la esposa de un pescador se ofreció tímidamente a abrir al lado un asadero de pescado.
—Gambas —dijo la mujer, una maorí casada con un blanco—. Por eso se llama así este sitio: Kaikoura significa «comida con gambas». Las de aquí son únicas.
Lizzie dio el visto bueno después de haberlas probado, y a partir de entonces comenzó a servir gambas y sopa de pescado a precios razonables. Michael se quedó atónito cuando, pasada la primera mitad del año, le sirvió una abundante comida y luego las primeras cuentas. Ella se encargaba de la distribución del whisky. Lo que no vendía ella misma, iba a los otros pubs.
—¡Es increíble! —murmuró Michael—. Ni en dos años he ganado tanto.
Lizzie asintió satisfecha.
—Y gastas menos, además, porque ya no tienes que comprarte el whisky —bromeó la joven.
Michael la miró con seriedad por primera vez en mucho tiempo. Y le gustó lo que vio. Lizzie había engordado un poco en los últimos meses y ya no parecía una gata descarnada. Se acababa de lavar el pelo y resplandecía, en su rostro volvía a reflejarse la alegría. No era guapa como Kahtleen, pero sí bonita. Recordó lo dulce que había sido en el barco y la calidez de su sonrisa. ¡No era sorprendente que la mitad de Kaikoura estuviese enamorada de miss Lizzie, la propietaria del Irish Coffee!
Michael le apartó tiernamente el cabello del rostro y la atrajo hacia sí para besarla.
—Se me acaba de ocurrir algo para ahorrar un poco más —le susurró al oído—. ¿Para qué necesito a una chica del Green Arrow cuando podría acostarme aquí con la dueña? En serio, Lizzie, estás muy atractiva con tu vestidito formal. Tan decente y amable… ¿Qué piensas, no deberíamos asociarnos también de otra forma?
Lizzie luchó por un instante con la debilidad que sentía cuando él la abrazaba. Maldita sea, todavía no era inmune a los ojos azules y las palabras bonitas. Pero se liberó del abrazo, se irguió y se retiró dos pasos.
—Yo quería ser decente y tú rico —dijo implacable—. Y hago lo que puedo para ayudarte a conseguirlo. Pero debes comprender también mis deseos.
Michael asintió. Nunca más volvió a tocar a Lizzie en Kaikoura.