6
Las horas en el calabozo eran un infierno y el hecho de que dos días después del encarcelamiento de Michael encerraran a su lado a Billy Rafferty no mejoró la situación. Al contrario, Michael escuchaba ahora los gemidos y gritos de Billy durante el interrogatorio. La acusación se esforzaba en que los delincuentes confesasen a base de golpes, pero Michael se mantuvo firme y Billy ya hacía tiempo que había dicho lo que sabía.
Michael apenas si soportaba el siseo del látigo, pese a que azotaba la espalda de su amigo. Le dolía más que los golpes que él mismo había aguantado. Ya hacía tiempo que había perdonado la traición de Billy. Asumía su culpa. Billy ni sabía apañárselas con dinero ni era capaz de seguir con el negocio del whisky. Involucrarlo en el robo había sido un error.
Michael tendría que haberse buscado un ayudante en las montañas o haber trabajado con sus hermanos más jóvenes. Jonny y Brian sabían callar. Pero en los últimos tiempos había tenido miedo de inducir a los niños al robo. Con Billy, por el contrario, no habían sido necesarias grandes dotes de persuasión. Este había participado encantado y ahora sufría las consecuencias.
El mismo Michael era tenido por un obstinado en la cárcel. Le retiraron incluso las mezquinas porciones de papilla de avena de que vivían los presos de Wicklow Gaol. Pasó la Navidad de 1846 con agua y un pan enmohecido, en un calabozo oscuro como boca de lobo, pensando en Kathleen y oyendo los sollozos de Billy en la celda contigua. Desesperado, recurría a las hermosas imágenes del pasado. Evocaba el cuerpo pálido de su amada sobre la hierba, en el prado junto al río, recordaba cada beso y pensaba en el niño que ella llevaba en su vientre. ¡Este no podía ser el final! Michael estaba decidido a volver junto a Kathleen, incluso si lo llevaban en un barco al otro extremo del mundo.
Para fin de año disminuyó el afán de los casacas rojas por obtener a la fuerza más información de Michael y Billy. Apareció en cambio un hombre peripuesto, cuyo traje había conocido tiempos mejores, y se presentó como su abogado. Michael escuchó cómo Billy le contaba, deshaciéndose en lágrimas, toda la historia. Él mismo se mantuvo una vez más en silencio. No creía que el emperejilado abogado fuese capaz de hacer algo por él. El robo se castigaba con el destierro. Los juzgarían. Y el castigo daba más o menos igual. Quien iba a Australia, no volvía jamás.
Hasta ahora, pensó Michael obstinado. Él lo conseguiría. No había prisión de la que uno no pudiese escapar. No se podía amurallar todo un país, y si esa Australia era una isla, ¡él nadaría!
Michael anhelaba poder al menos escribir una nota a Kathleen. Como la mayoría de los jóvenes del pueblo, dominaba los rudimentos de tal habilidad, pues el padre O’Brien se ocupaba de enseñar a chicos y chicas. Pero mientras permaneciera encarcelado no había nada que hacer. Incluso si hubiera dispuesto de un penique para comprar a los celadores habría tenido que pedir primero una lámpara. En su celda apenas distinguía nada situado más allá de un palmo de su nariz. Y por mucho que amara a Kathleen no estaba seguro de preferir papel y pluma a un par de leños para calentar la gélida mazmorra.
El abogado les comunicó la fecha del juicio. Los juzgarían a principios de enero, en el cercano Palacio de Justicia. Tal noticia provocó un torrente de lágrimas a Billy, pero Michael se alegró. Si los juzgaban, ya no habría motivo para seguir torturándolos. No continuarían azotándoles y los encerrarían en las celdas situadas encima del sótano, donde seguramente haría más calor y la comida sería mejor. Michael volvió a abrigar esperanzas y aguantó estoicamente el juicio sin decir ni una palabra.
—Podéis acortar la condena si os mostráis arrepentidos —señaló el juez, un hombre bajo y delgado, con una voluminosa peluca blanca, en quien Michael encontró un lejano parecido con Trevallion.
Billy casi se postró de rodillas delante de él y también en la sala de audiencias resonaron los llantos y lamentos. Grainné Rafferty y dos de sus hijos menores estaban presentes, pero Michael no había reconocido a la regordeta cocinera a primera vista. Grainné tenía un aspecto demacrado y entristecido, sus hijos iban sucios y harapientos. Era evidente que los habían echado del pueblo y vagaban por las calles. Michael se preguntaba cómo podía ganarse la vida una mujer sin venderse. Con sentimiento de culpabilidad, pensó en las hijas de Grainné que no la habían acompañado. ¿Estarían en alguna esquina del muelle ofreciendo su cuerpo a los marineros?
Los padres de Michael tampoco habían aparecido, pero la tercera vez que paseó la mirada por la gente presente en la sala —mucha, pues se juzgaba a varios reos sucesivamente—, descubrió a Brian y Jonny en la fila posterior. Jonny le sonrió e imitó el chillido de un mochuelo. Michael sonrió pero los presentes se sobresaltaron.
Cuando el juez vio la expresión de Michael, se ofendió. Furioso, le acusó de faltar al respeto a la justicia, pero al joven le resbaló su reprimenda igual que antes los consejos supuestamente paternales. La ocupación inglesa podía maltratarlo, juzgarlo y desterrarlo, pero no lo obligaría a tomarla en serio.
A continuación se declaró el fallo del jurado. Los siete años de destierro de Billy no supusieron ninguna sorpresa. Era la pena habitual por un delito de robo. Entre el público, al menos los irlandeses encontraron que diez años para Michael era una condena muy dura, pero los ujieres amenazaron con repartir bastonazos ante cualquier muestra de descontento.
Michael aceptó la sentencia en silencio. Solo reaccionó cuando condujeron a los presos fuera de la sala y Jonny se acercó a él.
—¡Jonny! ¿Qué ha pasado con mamá? ¿Están todos bien?
El pequeño asintió.
—Sí, Michael. Te desea lo mejor; no ha venido porque el trecho era muy largo. No te guarda ningún rencor. —Sonrió—. Al contrario, diría yo. Papá y ella son uña y carne. No me extrañaría que este año tuviéramos algún hermano más…
—¡Qué dices! —Michael soltó una risa, aunque algo forzada—. ¿Y… Kathleen? —preguntó a media voz.
Los chicos ya no vivían en el pueblo, pero Jonny seguramente seguía viéndose con sus viejos amigos.
El pequeño se encogió de hombros.
—No sé. No he vuelto a verla. Y los otros del pueblo apenas. Parece que los O’Donnell no la han echado de casa. Pero corren rumores, claro. ¿Es verdad lo que dice Pat Monoghue? ¿Que está encinta?
Michael hizo un gesto de preocupación. El secreto de Kathleen se había descubierto. Ya debía de estar en el quinto mes. No se podía esconder un embarazo hasta el último día. Por supuesto, los padres se habrían enfadado con ella y la habrían castigado, pero al menos no la habían echado de casa.
Michael no sabía si sentirse aliviado o decepcionado. Naturalmente, todo sería más sencillo si Kathleen lo esperaba en el pueblo. No obstante, si la hubiesen expulsado de casa tal vez se habría animado a empezar una nueva vida en el Nuevo Mundo. ¡Y posiblemente Australia estuviera más cerca de América! ¡A lo mejor podía huir directamente allí!
—Dile que pienso en ella —pidió a su hermano, mientras los guardianes tiraban de él. Hasta el momento le habían permitido indulgentemente hablar, pero que enviara saludos a su amada ya era demasiado.
Poco después, Billy preguntó:
—¿Y ahora qué pasa?
No los habían conducido de nuevo a los calabozos. Por fin llegaban las mejoras que Kathleen había negociado con ayuda de Bridget para hacer más llevadera la reclusión a Michael. El celador, fácil de comprar y de buen trato, había aceptado hacerlas extensivas a Billy. Le pagaba la prostituta veterana, que había estado en la sala de audiencias durante el juicio de ambos jóvenes y le había dado un penique más por el desesperado cómplice de Michael.
Kathleen había dejado a la buena de Bridie dinero suficiente y esta, por su cuenta, sentía lástima del joven y de su familia. Desde el juicio, Billy compartía con Michael y dos hombres más una celda para cuatro algo espaciosa. Cada día tenían un par de leños y comida suficiente.
—Ahora esperamos a que zarpe el próximo barco hacia Australia —explicó uno de los compañeros de reclusión—. Y eso puede tardar. Si el invierno es largo, hasta mayo no enviarán ninguno.
—Es posible que dependa también de lo rápido que lo llenen —opinó el otro—. Cuando la cárcel esté a reventar, partirán. ¡Poco les importa que se hunda!
Michael consideraba improbable esto último. Tal vez a la Corona inglesa no le importaran los presidiarios, pero un barco de esa clase era caro y la tripulación estaba formada por ingleses, probablemente navegantes experimentados. No trabajarían para un negrero. Michael nunca había oído hablar de que se hubiese hundido un barco cargado de presos.
La mitad de presidiarios de Wicklow Gaol cumplía penas cortas y estaba obligada a trabajar, generalmente en labores sencillas y más bien aburridas, como fabricar cerillas. La otra mitad esperaba a que la embarcasen; era a los jóvenes más fuertes y a los criminales más peligrosos a quienes se enviaba a Australia. La mayoría estaba compuesta por ladrones que habían delinquido por pura necesidad. Pero también había gente pendenciera y asesinos que continuamente buscaban camorra. El aburrimiento hacía el resto, había enredos, insultos y peleas.
Y los castigos eran terribles cuando los pescaban in fraganti. Michael, que era considerado un alborotador porque no estaba dispuesto a rendir pleitesía a los vigilantes ni a dejarse mangonear por los demás, pronto lo experimentó.
No veía el momento de librarse de los guardias de Wicklow Gaol.
Entretanto habían transcurrido los primeros meses de 1847. A principios de marzo, llevaron a Michael y los otros presidiarios, cuya deportación estaba prevista para la primavera, al médico de la prisión. Un indicio claro de que pronto se pondrían en marcha: se estaba reuniendo la primera remesa. Enviaban solo a hombres sanos y con cierta resistencia. A fin de cuentas, no viajaban en primera clase e Inglaterra no quería que le reprocharan haber provocado la muerte de los reos. No obstante, había que contar siempre con pérdidas. La falta de espacio en el barco y la escasez de comida y agua propiciaba epidemias, infecciones y fiebres.
El doctor Skinning, un inglés cultivado, que con su cabello rojo y sus pecas podría haber pasado por irlandés, estudió con preocupación las estrías ensangrentadas de la espalda de Michael.
—Esto tiene que curarse antes de emprender la travesía —señaló—. Las heridas abiertas suelen infectarse.
Michael rio con tristeza.
—Pues dígales a sus amigos los guardias que por un par de días no me colmen con su atención. Le aseguro que yo no soy el responsable de estas llagas.
Mientras el médico le hacía la revisión, auscultaba sus pulmones y su corazón, Michael deslizó la mirada por la enfermería. Llevaba semanas pensando en escaparse, en realidad, desde que había dejado el calabozo. Pero Wicklow Gaol era una prisión moderna y segura. Los muros eran altos y gruesos, y los vigilantes concienzudos. Hasta el momento no había tenido ninguna posibilidad de huir.
Los presos que llevaban años en Wicklow le confirmaron esa impresión. Desde la nueva construcción de la cárcel, diez años atrás, todavía no se había escapado nadie. Pero tal vez las dependencias de la enfermería ofrecieran alguna oportunidad de fugarse. Michael no estaba dispuesto a arrojar la toalla tan pronto. Si la idea que se había formado sobre la planta del edificio era correcta, la enfermería no estaba adosada a un muro exterior. Incluso suponiendo que hubiese podido escapar por una ventana, habría salido al patio de la cárcel. Además, las ventanas estaban tan enrejadas como las del área de los reclusos.
De todos modos, algo había llamado su atención. Sobre la mesa había papel y pluma, así como un cuaderno y un lápiz sobre el botiquín, junto a la balanza. Probablemente el médico anotaba ahí las medicinas que cogía del armario o datos sobre los pacientes. Para los deportados se rellenaban formularios.
En ese momento el doctor Skinning escribía con esmero los datos de Michael. El joven aprovechó la oportunidad: cogió rápidamente el lápiz y dos hojas y se lo metió todo en el bolsillo de sus anchos pantalones de recluso. Sonrió al médico inocentemente cuando este le dirigió una mirada severa.
—¿Qué acaba de coger de ahí? —preguntó con sequedad—. No mienta, le he visto. Ya puede devolverlo ahora mismo o llamo a los guardias. Esto último no sería lo más adecuado para que se cure su espalda…
Michael sintió que la sangre se le agolpaba en el rostro. Ahora el doctor también lo consideraría un vulgar ladrón. Sin decir palabra, sacó las hojas y el lápiz del bolsillo y los dejó sobre el escritorio del médico.
Skinning enarcó las cejas.
—¿Lápiz y papel? ¿Nada del armario?
Michael echó un vistazo a las botellas y cajas de píldoras del armario.
—¿Para qué querría yo esas medicinas? —repuso Michael.
El médico se encogió de hombros.
—Ni idea. ¿Drogarse? ¿Suicidarse? Los hombres lo intentan continuamente, y eso que la mayoría no sabe leer lo que está escrito en las botellas. Pero usted sí sabe, ¿no es así?
Michael asintió.
—Sé leer —admitió—. Pero todo eso es… latín, ¿no?
El médico asintió.
—Latín y a veces también griego. Vaya, vaya, o sea que es usted un chico listo, Michael Drury. Lástima que también sea un cabezota. ¿Para qué necesita papel y lápiz? ¿Espera que alguien de fuera lo libere? ¿Pertenece usted a una organización que tal vez planea un atentado en la prisión? Puede confesarlo ante mí o los guardias le sonsacarán la información a bastonazos. —El doctor se quedó mirándolo con las cejas arqueadas.
El joven se echó a reír.
—A mí nadie me hace hablar a golpes —dijo—. Sé mantener la boca cerrada y, si es necesario, morir. Pero en este caso no se trata de ningún misterio. No tengo ningún amigo fuera con un arma prodigiosa. Solo a una muchacha en un pueblo junto al río Vartry que lleva a mi hijo en su vientre. Me gustaría escribirle una carta de despedida, darle un poco de esperanza…
Skinning movió la cabeza.
—¿Esperanza acerca de qué? ¿Cree que va a volver usted aquí? ¡Por todos los santos, Drury, sea razonable! Nadie regresa, pasará el resto de sus días en Australia, en Australia Occidental o en la Tierra de Van Diemen. Pero no tiene por qué ser algo malo. Es usted joven, ni siquiera ha cumplido veinte años. Claro que tiene que cumplir diez años de condena, pero luego puede convertirse en un colono libre. ¡Allá hay tierra en abundancia, Drury! Y respecto a los diez años… mencionaré en mi informe que sabe usted leer y escribir. Esto lo convierte en un preso valioso, pueden encomendarle tareas más cualificadas que las de roturar simplemente la tierra. Siempre que sepa usted comportarse, claro está. Aproveche esos diez años, Drury. ¡Estudie el país, no considere la condena como una maldición sino como una oportunidad para empezar de nuevo!
Michael movió la cabeza.
—¿Y qué le digo a Kathleen? —preguntó—. ¡Le había prometido el matrimonio!
Skinning hizo un gesto de ignorancia.
—¡Olvídese de esa chica! Parece duro, pero es el mejor consejo que puedo darle. No volverá a verla. Y ahora coja el papel de carta adecuado, pluma y tinta y escríbale una bonita carta. Deséele suerte y no le dé esperanzas.
Michael pudo escribir la breve misiva en la consulta misma, mientras Skinning examinaba a los siguientes presidiarios. El médico le había prometido enviarla, gratis. También había un par de celadores corruptos que franqueaban cartas, pero a cambio de un precio exorbitante. Michael no confiaba en ellos. Naturalmente, tampoco era seguro que ese médico fuera a enviarla sin leerla antes.
«Confía en mi amor, Mary Kathleen, y haz que nuestro hijo también confíe. Aunque todavía no sé cómo lo conseguiré, ¡volveré!»
Pocos días después metieron a los condenados al destierro en carros entoldados y los condujeron al muelle. Michael había esperado que eso le brindara una oportunidad para escapar, pero los guardias se mantenían alerta. En la misma celda ataban de pies y manos a los agitadores como él, que fueron los primeros en arrastrarse hacia los carros entre el tintineo de las cadenas. En el interior sujetaban las cadenas a unas argollas afianzadas en el suelo del vehículo. Para poder huir, los presos tendrían que destrozar el carro.
Billy Rafferty volvió a gimotear cuando cayó junto a Michael en la paja sucia que recubría el carro.
—Esto es el final —se lamentó—. Nunca más volveremos a ver nuestra tierra…
—¡Yo sí! —replicó Michael con resolución, y apretó el mechón de Kathleen que llevaba escondido en la manga de la camisa—. Yo volveré a ver Irlanda y me casaré con Kathleen. ¡No podrán tenerme diez años encadenado!