1
Kathleen y Michael recorrían como hechizados un torbellino de recuerdos y nuevas experiencias. Michael regresó a la mañana siguiente y Kathleen lo invitó a desayunar. Heather y Chloé, que lo veían por primera vez, lo miraron con desconfianza, pero, para sorpresa de Michael, le resultó más fácil establecer contacto con las chicas que con Sean. Su hijo lo ignoraba. Michael se había temido que Heather tuviese un aspecto similar a su padre, pero era el vivo retrato de Kathleen, lo que le alegró y tranquilizó. Dedicó unos cumplidos a las chicas; también Claire se ablandó un poco cuando él elogió el vestido que llevaba y empezó a hablar con ella sobre caballos. Kathleen había mencionado que Claire y las chicas eran unas apasionadas amazonas y cuando Michael empezó a hablar de su caballo blanco, también Chloé quiso hablar de su poni y Heather del caballo de sus sueños.
—Pero no me lo regalaron para mi cumpleaños —explicó, mirando quejumbrosa a Kathleen—. Porque hubiese sido soberbio o algo así…
Michael rio.
—Qué va, bonita, aquí un caballo no es un lujo. Imagínate que un barón de las ovejas de los que viven en las llanuras te corteja. ¡Tendrías que ir a caballo a ver su granja! Y si le quieres ayudar a contar las ovejas y todo eso…
Las chicas rieron.
—Pero ¡si yo no cuento ovejas! —protestó Heather.
—¡Solo cuando no puede dormir! —observó Chloé entre risas.
Las chicas apenas recordaban su vida en las granjas cerca de Christchurch. Habían crecido como niñas de ciudad y no se concebían en otro sitio.
—Uy, ¡espera a ver mi granja en Otago! —bromeó Michael—. Está en una montaña, Heather, y a lo lejos se ve el lago Wakatipu. ¡Y tendremos miles de ovejas!
—Tal vez a Heather no le interesan las ovejas —observó Sean sin levantar la vista de su plato—. En cualquier caso, a mí me dan igual.
Kathleen fue a darle una réplica áspera, pero Michael le puso la mano en el brazo.
—No —le susurró—. Tiene que acostumbrarse…
»¡Espera a verlas! —respondió a su esquivo hijo alegremente—. Puedo enseñarte a esquilarlas. ¿Sabes que antes era el esquilador más rápido del norte de Otago?
Sean hizo un gesto de indiferencia. No habría logrado decirlo más claramente con palabras: saber lo rápido que era alguien cortando la lana de las ovejas le resultaba indiferente.
—Me voy al instituto —anunció lacónico, cogiendo la cartera.
Claire instó a marcharse también a Chloé y Heather, que se habrían quedado gustosas a coquetear un poco con Michael.
—¿Quiere llevarse a Kathleen a su granja? —preguntó—. ¿De visita o para siempre?
Michael miró a Kathleen.
—Como ella prefiera… —respondió sin poner gran interés en seguir hablando con la amiga, a ojos vistas algo arisca, de Kathleen.
»La granja es preciosa, Kathleen, ¡y el paisaje! La ciudad está al lado.
Kathleen sonreía, pero no parecía saber de qué iba ese asunto. Casi no escuchaba lo que Michael decía, le bastaba con oír su voz y ver su cara. Esos rasgos amados y algo angulosos, su gesto indómito… Kathleen creía estar soñando en cuanto sus ojos, alegres y azules, simplemente la rozaban.
Claire se resignó. Kathleen iría allá donde fuera ese Michael. Al menos en principio. Pero no logró renunciar a hacer una observación.
—Pero ¿la mitad de la propiedad no es de miss Portland?
Michael esbozó una sonrisa celestial, pero de nuevo hizo caso omiso de Claire.
—Oh, ¡Lizzie es maravillosa! —dijo a Kathleen—. Siempre lo ha sido, sería estupendo que os hicierais amigas, Kathleen. ¡Es una persona estupenda! Ya ha renunciado a su parte de la granja, por lo que tenemos que pagársela. Pero tú debes de tener ahorros, ¿no? Si vamos a construir algo juntos…
Kathleen asintió sin acabar de entender. ¿Una granja? Ella no quería ninguna granja. Pero, por supuesto, quería estar con Michael.
—Debemos ir allí, Kathleen. La semana próxima. Podemos llevar a los niños, si quieres. Haremos todo lo que tú quieras…
Kathleen se llevó la mano a la mejilla.
—Me gustaría estar sola contigo —dijo. Parecía estar hablando en sueños.
Claire puso los ojos en blanco.
—La vivienda es vuestra —indicó fría como un témpano—. Voy a la tienda. Alguien tiene que ganar dinero aquí. Además se ha fastidiado el último negocio. El próximo traje de novia lo venderé sin ti, Kathie. —Y se marchó.
—¿Qué le pasa? —preguntó Michael.
Kathleen se encogió de hombros.
—No quiero estar aquí sola contigo, Michael —siguió hablando—. No, cuando Claire puede aparecer en cualquier momento o molestarnos alguna costurera. Necesito tiempo para ti, Michael, solo para ti, solo para nosotros. ¿No podemos ir a algún sitio? ¿Junto… junto al río?
Michael cogió su caballo, acompañó al establo de alquiler a Kathleen, que pidió que le ensillaran el pequeño caballo negro de Sean.
—¡Este no es caballo para una dama! —observó inquieto Michael, provocando la risa de Kathleen.
—Tampoco soy una dama. Y un caballo ya es subir de categoría, antes montaba en mula.
Michael no le hizo caso. Habría preferido ayudarla a subir en un carruaje tapizado de terciopelos y sedas y que los llevara un discreto cochero, como antes lord y lady Wetherby.
—También podríamos haber enganchado los caballos —dijo—. Lizzie tiene una calesa. Si hubiera estado preparada…
Kathleen lo besó en la mejilla.
Donny Sullivan, en cuyo establo solían guardarse los animales de Claire y Kathleen, sonrió bonachón.
—Qué, señora Coltrane, ¿ya lo sabe nuestro padre Parrish? —bromeó—. ¿Me invitarán a la boda?
Los enamorados enrojecieron. Pero Donny no esperaba respuesta. Tampoco le diría nada al severo Parrish. Sullivan temía tanto al iracundo sacerdote como el resto de la comunidad. En cambio, Kathleen le caía estupendamente bien. Se alegraba de volver a verla sonreír.
Michael la condujo hasta la desembocadura del río Tuapeka y se quedó sorprendido de la elegancia con que ella dominaba al brioso caballo, tanto al trote como al galope. Antes, en Irlanda, había montado como mucho un asno, y al paso; pero ahora incluso se diría que disfrutaba del paseo a caballo. Le brillaban los ojos y Michael recordó a la joven lady Wetherby cuando iba de cacería al condado de Wicklow. Lástima que ahí no hubiese nada equiparable; no obstante, él pronto se convertiría en un hacendado y Kathleen en su lady.
Pasaron el día junto al río, igual que los románticos domingos en Irlanda. En el idílico lugar donde se encontraban, Lizzie se habría puesto a buscar rastros de oro, pero Kathleen se limitaba a estar sentada a la orilla y mirar embelesada el fluir del agua, que parecía bailar con los rayos de sol. Sirvió la comida que habían llevado y dejó que Michael se encargara de pescar y asar las piezas. Este lo hizo a la manera pakeha, por lo que el pescado no era demasiado grande, pero Kathleen estaba dispuesta a elogiarlo por todo. A continuación él la amó a la luz diáfana de la tarde, bajo un árbol helecho cuya sombra parecía cubrirlos con suaves velos. A Michael le bastó con cerrar los ojos para volver a los prados junto al Vartry. Kathleen seguía tan dulce y cariñosa como antes. Se entregó a él complaciente, lo abrazó, lo acarició, lo acunó en su amor. Michael se abandonó en su risa queda, en su ternura y admiró el rostro de madona transfigurado en el momento del éxtasis. Los dos eran infinitamente felices cuando regresaron a Dunedin.
—¿Vienes la semana próxima a Queenstown? —preguntó Michael después de que Kathleen se hubiera despedido de él con un beso delante de la puerta—. A ver la granja.
Kathleen asintió. Se habría ido con Michael al fin del mundo.
Cuando Michael volvió al hotel, Lizzie se había mudado a otro sitio.
—¡No siga torturándose! —le aconsejó el reverendo. Durante la noche, Burton había tenido el mismo aspecto pálido, desesperanzado y abandonado que Lizzie—. Esta noche puede usted dormir aquí, en la parroquia, y mañana la llevo a ver a mi patrona, que alquila habitaciones. Tiene usted que ahorrar su dinero, Lizzie. Piense que solo tiene la mitad a su disposición, si Michael no recupera la sensatez. Ahora no querrá comprar esa granja con él, supongo.
Lizzie no lo sabía. En esos momentos no podía pensar tanto. Pero tenía razón, no era una campesina. No era como Kathleen.
—Kathleen Coltrane procedía de una granja, ¿verdad? —preguntó al reverendo.
Peter hizo una mueca.
—Sí —respondió—. Pero yo no tenía la impresión de que la añorase.
Sean Coltrane, por su parte, seguro que no sentía la menor añoranza por el campo. Y se lo dejó bien claro a su madre cuando esta abordó con sus hijos el asunto de trasladarse a Queenstown. Heather quería aprovechar la oportunidad de saltarse la escuela, pero se quedó escéptica cuando Sean expuso sus argumentos.
—Una granja en medio de la nada, mamá… Es lo que ya teníamos. ¿A qué escuela irá Heather, y dónde se supone que estudiaré yo?
—Queenstown no está tan lejos —contestó Kathleen repitiendo las afirmaciones de Michael.
Sean torció el gesto.
—¿Y qué es Queenstown? —preguntó—. ¿Un campamento de buscadores de oro algo mejorado?
—Allí hay una escuela —aseguró Kathleen.
Sean levantó los ojos al cielo.
—Claro, una escuela elemental donde los hijos de los buscadores de oro aprenden a leer y escribir. Estupendo. Pero yo asisto al instituto. Por no decir que ya casi estoy en la universidad. Y Heather va al instituto de chicas, mamá, es probable que Heather ya lleve más años de escuela a sus espaldas que la chica que enseña a los niños en Queenstown.
Eso último era una exageración, pero Kathleen no pudo evitar dar parte de razón a su hijo. Era evidente que Sean no podría aprender más en Queenstown y que a Heather tampoco le sería conveniente cambiar de escuela.
—Puedes venir a la universidad aquí —respondió al final a su hijo—. Seguro que Claire te deja seguir viviendo con ella, y Michael se encargará de pagar los estudios.
Sean echó la cabeza atrás con insolencia.
—Gracias, renuncio. He pedido una beca que seguro que consigo. Y viviré con el reverendo Peter. Mi así llamado padre no se ha hecho cargo de mí durante dieciséis años, no es necesario que empiece ahora.
Kathleen suspiró. Entre Sean y Michael las cosas no iban como ella había esperado. Sin embargo, Michael había intentado que su hijo comprendiera cuál era la situación entonces en Irlanda y su comportamiento. Pero Sean no podía aceptarlo. Tal vez fuera la influencia del ferviente escéptico Peter Burton, o que la escuela le había enseñado a plantear preguntas. El hecho era que Sean o bien no entendía o no quería entender. Naturalmente, Michael disimulaba algunas cosas, pues no podía contarle que había tenido una destilería de whisky clandestina. En lugar de ello, insistía en la lucha por la libertad de Irlanda y aprovechaba su locuacidad para convertirlo todo en una epopeya en torno al amor patrio y el heroísmo. Por desgracia, Sean ya hacía tiempo que había dejado atrás la época en que se quedaba boquiabierto escuchando historias. Había crecido con las numerosas historias de Claire Edmunds y sabía distinguir la ficción de la realidad. Y ahora casi parecía divertirle interpretar el papel de gran inquisidor con su padre.
—¿Así que robaste el grano de Trevallion? —inquirió cuando Michael le contó cómo lo habían capturado—. Para poder viajar a América con mamá. Pero de todos modos, no fue un acto injusto, ¿o qué?
Michael se encogió de hombros.
—Trevallion era un traidor —insistió su padre—. Colaboraba con los ingleses. Y el pueblo se moría de hambre.
—¿Tú pasaste hambre? —preguntó el muchacho.
—Bueno, yo no directamente —farfulló Michael—. Se trataba más de… de una cuestión de principios… ¡Irlanda nos pertenece a los irlandeses! Sus ríos, sus campos, sus cereales, ¡todo lo que crece en ella!
Sean frunció el ceño.
—¿Te refieres a que se trataba de razones políticas?
Su padre asintió aliviado.
—En cierto modo, Sean —respondió con gravedad.
El chico se frotó las sienes.
—Así que no se trataba de mamá…
Michael tomó aire. Tenía que controlarse. Sean era… en fin, a ese chico le había faltado un padre que le inculcara el amor por Irlanda, pese a la distancia.
—¡Claro que se trataba de tu madre! Y de ti. Pero…
—¿Qué hiciste con el grano de Trevallion? —preguntó Sean, sin perder la calma y con voz nítida—. No acabo de entenderlo bien: si lo robaste por patriotismo, no tendrías que haberlo vendido. El reverendo Burton lo habría repartido en la iglesia o algo así.
Michael hizo rechinar los dientes.
—Pero si tú lo vendiste, entonces te hiciste rico gracias a la hambruna.
Kathleen decidió distanciar con mucha diplomacia a Michael y Sean. La mejor solución era que el joven se quedase en Dunedin si ella acababa marchándose con Michael a Queenstown. Cuando no estaba con él, a Kathleen la asaltaban dudas sobre la granja. En el fondo le gustaba Dunedin, justo ahora que por fin había salido del inmovilismo en que había caído tras la muerte de Ian.
En cuanto a su esposo, contemplaba ahora su historia desde otro punto de vista. El padre Parrish había conseguido convencerla de que Dios quería castigarla, pero Dios le había devuelto a Michael. Era imposible que el Señor estuviera enfadado con ella, ofendido porque había abandonado primero a Ian y Colin y luego había enviado a su hijo a Inglaterra. Daba igual lo que el colérico sacerdote dijera: Kathleen veía ahora la muerte de Ian como un afortunado suceso: tenía vía libre hacia Michael. Sin duda, el matrimonio con Ian había servido solo para llevarla al mismo país al que Dios también había conducido a Michael. Los caminos del Señor eran ciertamente inextricables, siempre lo había dicho el reverendo Burton, bastaba solo con pensar en ese asunto de la evolución. Y Colin escribía unas entusiastas misivas desde Londres. Pese a su pésima ortografía, al parecer se estaba distinguiendo como buen tirador y revelándose como un dotado navegante.
En cualquier caso, Kathleen se sentía más libre y feliz que nunca, y lo habría celebrado con toda la ciudad. Una gota de tristeza, sin embargo, empañaba su dicha. Michael no parecía tener muchas ganas de acompañarla a los bailes, inauguraciones, conciertos y funciones de teatro a las que Jimmy Dunloe llevaba a Claire. Kathleen había intentado convencerlo, pero él se desenvolvía con torpeza entre la gente distinguida y esta cuchicheaba.
—Un buscador de oro… —escuchaba Kathleen a sus espaldas—. Un aventurero.
Sí, incluso a Claire y Jimmy parecía desagradarles que Michael saliera con ellos. Michael todavía tenía un marcado acento irlandés, del que Kathleen ya hacía tiempo que se había desprendido. Ignoraba qué tenedor utilizar con qué comida en un banquete y no mostraba el menor interés por aprenderlo. Naturalmente, tampoco sabía bailar el vals ni discutir acerca de la política mundial. Cuando un banquero o un hombre de negocios abordaba amablemente con él el tema de los fenianos y la cuestión irlandesa, era incapaz de contestar algo inteligente. En los últimos años, Michael había estado ocupado en sobrevivir. Tampoco había podido leer los periódicos o estudiar.
—Pero podría hacerlo ahora —señaló Claire, cuando Kathleen volvió a defender a su amado—. No tiene nada que hacer en todo el día, salvo admirarte. Pero no se interesa por nada. Ni por Irlanda ni por Dunedin… Espero que al menos sepa algo de agricultura, o al final todavía pasarás hambre. Y en cuanto a lo de barón de la lana, ¡la oveja no pinta nada! El acento está en barón, y Michael necesita aprender una ristra de buenos modales.
Claire sabía de qué hablaba. Jimmy y ella eran invitados bien recibidos en los bailes de la Asociación de Ganaderos. Y sin importar cómo habían hecho su fortuna los ricos criadores de ovejas —con toda certeza había entre ellos cazadores de ballenas y focas, buscadores de oro y tahúres—, todos se esforzaban con éxito por guardar las formas.
—Ya llegará —la sosegaba Kathleen—. Michael tiene que adaptarse. Es inteligente. Si se esfuerza un poco…
—Ahí es donde está la dificultad —farfullaba Claire—. Cuando miro cómo va dando tumbos por la vida, me pregunto cómo es posible que haya llegado hasta aquí.
Finalmente, se marcharon solos a Queenstown, también Heather prefirió quedarse con Claire e ir a la escuela. La chica había reflexionado sobre la mudanza y estaba tan radicalmente en contra como Sean, aunque tenía menos motivos de peso. En un principio no pensaba en la universidad, por ejemplo, aunque Claire animaba a las chicas a matricularse. ¡Se decía que en Dunedin tenían la intención de admitir mujeres en todas las carreras! Para Heather, sin embargo, el motivo principal era Chloé, de la que no quería separarse. Ambas siempre habían estado juntas, dormían en la misma habitación desde que sus madres se habían fugado, se acurrucaban juntas cuando tenían pesadillas y se contaban cualquier idea o fantasía. Claire bromeaba diciendo que solo se casarían si encontraban gemelos. En cualquier caso, Heather no quería ir sola a Queenstown. Ni siquiera la tentaba la promesa de Michael de comprarle un caballo en cuanto se hubiesen instalado en la granja.
Kathleen ignoraba qué sucedería con todo eso, pero ahora se alegraba de irse con Michael. Para ello había tomado el caballo de Sean, lo que el muchacho admitió de mala gana. Michael había propuesto que alquilasen un carruaje para el viaje, pero la idea no prosperó. La calesa de Lizzie no parecía estar a disposición, dado que Michael ni siquiera mencionaba a su vieja amiga. A Kathleen ya le parecía bien, solo Claire la disgustaba taladrándola con preguntas acerca del paradero de miss Portland. En opinión de Kathleen, su socia se comportaba de forma bastante extraña, y notaba que su amistad se estaba deteriorando. También sería bueno para esa relación salir de la vivienda que compartían. Pero ¿para siempre? Quería pensar un poco más en ello. La nueva vida con Michael había estimulado su creatividad. Sus bocetos para la colección de otoño eran atrevidos, de colores vibrantes y formas voluptuosas, realzaban la silueta. Claire y las costureras estaban fascinadas, y las primeras clientas ya habían empezado hacer sus encargos cuando Claire había dejado, como por descuido, los rápidos bocetos al carbón en la tienda. En realidad, Kathleen no podía imaginarse ordeñando vacas otra vez en lugar de diseñando ropa, pero todo se solucionaría. Tal vez habría en Queenstown una tienda comparable a Lady’s Goldmine o podía abrir una. ¡Una sucursal no estaría mal! Kathleen podría dirigirla y enviar los bocetos a Claire por correo. Si además se reunían una o dos veces al año…
Ya durante la cabalgada a Otago, Kathleen no tardó en darse cuenta de que esos encuentros no serían fáciles. El segundo día, el camino a Queenstown se hizo más escarpado, estrecho y difícil. La carretera se podía transitar, según Michael, que la había recorrido con Lizzie en un carro tirado por caballos. No obstante, se necesitaba un cochero bastante diestro. Kathleen no se habría atrevido a recorrerla. Claire, a quien le gustaba desplazarse a caballo, no pasaría por tantas dificultades, además había que viajar varios días y Kathleen no se imaginaba a Claire durmiendo en una tienda o en el carro. Su refinada amiga insistiría en pernoctar en pensiones y para ello habría que dar largos rodeos.
Kathleen disfrutó durmiendo con Michael bajo las estrellas. Era una primavera cálida que se había convertido en un verano seco y caluroso para la región de Otago, y Kathleen gozaba de las noches entre los brazos de Michael. Mencionó sonriendo el nombre de un par de estrellas en la lengua de los maoríes, pero tuvo la sensación de que a él le molestaba. El segundo día de viaje empezaron a no tener qué decirse. Ya se habían contado sus respectivas vidas, al menos todo lo que cada uno quería que el otro supiera. Y tampoco tenían muchos temas que plantear sin correr el riesgo de causar una mala impresión en el otro.
Los hijos no eran un tema al que recurrir, aunque Michael escuchaba complacido lo listo que era Sean y los estudios que seguía. Pero era evidente que le disgustaba que Kathleen le hubiese ocultado gran parte de la historia de su patria. Sean no había crecido escuchando descripciones sobre la ocupación inglesa, la hambruna y el heroísmo de sus antepasados, sino más bien leyendas griegas y romanas. ¡Y encima el asunto de Colin! Michael había reprochado duramente a Kathleen que hubiese enviado a su hijo menor a una academia militar inglesa.
—¿Qué podía hacer? —preguntó consternada.
Naturalmente, a Michael no se le ocurrió otra solución que haberle propinado al chico frecuentes azotainas en el trasero. Respecto a cómo debería haberlo hecho Kathleen y si habría tenido alguna posibilidad de éxito, visto que Ian había iniciado a Colin en el timo, el robo y la insolencia, Michael no se pronunciaba.
Incluso fallaba la conversación ligera, que Kathleen hacía tiempo que dominaba por las veladas de teatro, las comidas de beneficencia y las inauguraciones de exposiciones. Michael enmudecía cuando ella hacía alguna broma sobre arte y literatura, y, para sorpresa de Kathleen, nunca había oído hablar de Darwin y sus revolucionarias teorías. Pasó dos horas del viaje resumiendo a Michael El origen de las especies, pero no despertó su interés. Únicamente reaccionó cuando se enteró de que habían trasladado a Peter Burton a los yacimientos de oro como consecuencia de su «herejía».
—¡Así que por eso desterraron al pobre reverendo! —dijo—. Y yo que me preguntaba por qué llevaba años bregando con los granujas de Tuapeka, siendo una persona muy capacitada…
—Sin duda no era muy feliz allí —admitió Kathleen con prudencia. No quería contarle sobre su relación con Burton—. Habría preferido ocuparse de una parroquia en la ciudad.
—Entonces, ¿por qué no cerró el pico? Podría haber predicado sobre otro tema. La Biblia es bastante gruesa, y a nadie perjudica oír hablar de Adán y Eva y el Paraíso… Lo que me hace pensar en otra cosa: ¡mira ahí abajo, ese lugar bajo las hayas! ¿No te parece paradisíaco? ¿Qué te parece, hacemos un alto y comemos un par de manzanas?
Kathleen rio, pero por feliz que Michael fuera a hacerla en la hora siguiente, llevaba una espina clavada en el corazón. A Peter Burton no le daba igual lo que predicara. El reverendo sentía que era su deber decir la verdad, quería que sus ovejas aprendiesen a reflexionar. Y la teoría de Darwin no era chocante como tal, sino por las consecuencias y conclusiones que podían extraerse de ella. Sobre la vida y la muerte, sobre Dios y el destino… Cosas todas ellas por las que Michael no se preocupaba ni nunca se había preocupado, como Kathleen sabía a su pesar. El mismo padre O’Brien había criticado que Michael fuese tan superficial. Kathleen todavía recordaba bien que había querido enviarlo a la escuela monástica de Dublín. Claro que luego tendría que haber estudiado después en el seminario, y a esto Michael se había negado rotundamente. Prefería quedarse en Wicklow y trabajar en los campos de lord Wetherby.
Kathleen caviló si con algo de reflexión, afán y aplicación no podrían haberse encontrado otras opciones. A fin de cuentas, la Iglesia no forzaba a tomar los hábitos a nadie que no sintiera vocación. Pero Michael no se había ocupado de ello en absoluto. Amaba la vida sencilla, planificaba de un día para el otro. Kathleen pensó sonriente en las bonitas melodías que le arrancaba al violín. Tenía que regalarle otro, podría tocar para ella y a lo mejor encontraba un pub en Queenstown donde actuar por las noches. Kathleen se dejó llevar brevemente por ese ensueño, pero luego se llamó al orden. ¡Estaba cayendo en las mismas ideas infantiles que Michael! ¡Como si un barón de la lana fuera a tener tiempo y ganas, después de estar trabajando todo el día, de tocar el violín, y como si los trabajadores fueran a tener ganas de bailar por la noche al compás del instrumento de su patrón!
Tras tres días de cabalgada, llegaron por fin a la granja de MacDuff, y si este se sorprendió de que esa vez Michael acudiera con otra mujer, no lo demostró. Los MacDuff eran creyentes ortodoxos de la Iglesia de Escocia y tomaban a los católicos irlandeses, sin excepción, por unos condenados. No les importaba cuántos pecados más cometería Michael antes de su muerte, lo principal era que pagase la granja.
Sin embargo, la visita a los corrales y los cobertizos de esquileo no transcurrió sin contratiempos, como unas semanas antes con Lizzie. Kathleen se reveló como una observadora sumamente aguda, sin reparos a la hora de criticar.
—Hay mucha corriente de aire en las instalaciones, señor MacDuff —señaló mientras inspeccionaba los corrales—. No es extraño que no haya tenido éxito con los bueyes; intentó criarlos, ¿verdad? Todavía veo rastros de excrementos ahí, claro que tenía usted ganado mayor aquí dentro.
MacDuff dio algún pretexto hasta admitir que el clima había sido demasiado frío para los bueyes.
—Eso depende de la raza —señaló Kathleen—. Si hubiese escogido bueyes angus… En fin, esto tendrás que renovarlo, Michael, también para las ovejas.
—Nunca hemos tenido grandes pérdidas de ovejas —adujo MacDuff, ofendido—. Solo las merinas; dan buena lana, pero son muy delicadas.
Kathleen frunció el ceño. Una de las primeras cosas que ella había aprendido con Ian sobre ovejas en Nueva Zelanda era que las merinas no podían criarse en ese país. ¿Podría ser que ese escocés experimentara sin ton ni son cruzándolas? Kathleen pidió que MacDuff les enseñara sus animales, pero la mayoría de las ovejas madre y corderos estaban en las montañas. Solo un par de carneros se encontraban en un redil de la granja. Kathleen los observó con ojo crítico.
—¿Los ha separado como ovejas de matadero o son las que usted cría? —preguntó.
MacDuff esbozó una mueca.
—Pues están en venta —dijo; otra cosa que admitía a regañadientes. Había garantizado a Michael que le vendía la granja con todos los animales que tenía—. Pero por los demás están impecables.
Kathleen no dijo nada más al respecto y solicitó ir a los pastizales de montaña para comprobar el estado de las ovejas madre.
—Pero ¡eso es demasiado cansado para una muchacha como usted! —intervino la señora MacDuff mientras llenaba las alforjas de los visitantes con provisiones.
De mala gana, MacDuff había consentido que un joven maorí les hiciera de guía. Él mismo no tenía ganas de cabalgar hasta allí arriba.
—Si lo ha dejado en manos de sus pastores todo el año, eso explica la merma de ovejas madre —señaló Kathleen cuando se pusieron en camino con el maorí—. Apuesto a que todos los poblados maoríes de los alrededores disponen de una nutrida línea de reproducción.
—¿Merma? —preguntó Michael irritado.
—Las pérdidas —explicó Kathleen—. Ayer estuve repasando los libros de contabilidad mientras tú y el señor MacDuff comparabais el whisky escocés con el irlandés. Tiene unas pérdidas notables y no solo a causa de los cruces sin planificar con las merinas…
—Las merinas dan una lana preciosa —aseguró Michael.
Kathleen asintió.
—Estupenda. La utilizamos para telas de invierno, en parte se teje en España y cuesta una fortuna. Aunque es bastante rentable, de sesenta a setenta madejas de una libra de lana en rama. Pero por desgracia los animales son muy delicados. No se los puede llevar simplemente a las montañas. A veces tienen dificultades al parir, no se multiplican tan deprisa, son muy sensibles. No son apropiadas para las granjas de aquí. Y pese a ello las cruzan siempre, pero el resultado…
—¡El señor MacDuff tiene ovejas muy bonitas! —se apresuró a afirmar Michael.
Kathleen se encogió de hombros.
—Puede ser. Pero ¡por el momento no las he visto! Los pequeños carneros son de nivel medio. No mal del todo, pueden venderse, pero…
—Kathleen, ¡tampoco teníamos ovejas mejores en Irlanda! —se lamentó Michael.
—¿Y? ¿Solo porque lord Wetherby no supiera nada de ovejas tenemos que producir una lana mediocre? Michael, ¡en las Llanuras hace años que han dejado de cruzar merinas! Una vez tuvimos en la granja un precioso rebaño de híbridos, pero Ian no lograba venderlos porque los resultados de la cría eran muy variables.
Michael sonrió irónico e intentó banalizar el asunto.
—¿Otra vez me sales con el señor Darwin? —preguntó.
Kathleen arqueó las cejas. Estaba muy guapa cuando arrugaba la frente con gravedad, pero por primera vez Michael percibió más obstinación que belleza.
—No —respondió ella—. Pero si he entendido bien, querrás competir con las haciendas Kiward, Barrington y Lionel… Actualmente ellos tienen crías excelentes. Cheviot, welsh mountain, romney, corriedale… Es una nueva línea, yo misma no la he visto, pero los productos textiles son muy convincentes y…
Michael la interrumpió:
—Escucha, yo fui capataz de Mount Fyffe Run, y sé…
—Es esa granja junto a Kaikoura, ¿no? ¡Creo que hasta Ian le vendió algunos rebaños! Sus ovejas son ordinarias, equiparables a estas. —En las estribaciones de la montaña aparecieron las primeras ovejas madre con sus suaves terneros. Kathleen se volvió hacia el pastor maorí, que era muy torpe—. ¿Puede reunirlas?
Los empleados de MacDuff no solían montar a caballo, lo que seguramente dificultaba la conducción del ganado en primavera y otoño. Los esfuerzos del hombre por seguir las instrucciones tampoco fueron demasiado satisfactorios. Al final, la misma Kathleen puso en movimiento su caballo y reunió en un momento una docena de ovejas. Michael se quedó boquiabierto.
—¿Cómo sabes hacer todo esto? —preguntó atónito, mientras Kathleen desmontaba para acercarse a los animales.
Ella levantó la mirada.
—Ya te lo he dicho, Ian y yo teníamos una granja. Pero él estaba muy poco allí porque viajaba para vender animales, hasta Kaikoura, como te he dicho. Yo me ocupaba de los animales de la granja. Al principio sola, luego con Sean y Colin. A Sean nunca le hizo mucha gracia… Y ahora, mira la lana. ¿No ves las diferencias entre cada animal? Incluso en el color.
Michael apenas la escuchaba. Le resultaba difícil entender en qué se había convertido su dulce diosa Kathleen en dos días. Resistía horas a caballo, conducía el ganado y ahora tumbaba hábilmente sobre el lomo a una oveja para enseñarle a él las peculiaridades de la lana. Y además sabía la cantidad de madejas que se podían obtener de la lana en rama. Michael jamás había oído hablar de todo eso. Probablemente el resabiado de su hijo lo sabía tan bien como su madre. Por lo visto, Sean no solo quería fastidiar cuando afirmaba que no quería ver más ovejas en su vida.
—Si quieres saber mi opinión —declaró Kathleen con tono profesional (dónde estaba su estimulante voz cantarina)—, yo no compraría a MacDuff las ovejas, no solo porque te da gato por liebre, es que ni siquiera ha contado los animales. Y sobre todo porque la lana no es de la misma calidad. Ah, sí, y además en esta tierra se ha pastado en exceso. Es probable que los animales tengan parásitos. ¿Tan pequeña es la granja, Michael, o es que no se explota? No me parece que los trabajadores sean muy aplicados.
A Michael le zumbaba la cabeza cuando pusieron rumbo a Queenstown. Kathleen quería echar un vistazo a la ciudad y en ese momento se quejaba de que estuviera a más de quince kilómetros de distancia.
Tampoco al guía maorí parecía muy complacido con su posible futura señora, pero él la miraba con más respeto que irritación.
—Tu señora mucho mana —observó cuando ambos hombres cabalgaron juntos un momento.
Michael suspiró. Era lo último que quería oír.