7
La granja de Queenstown parecía muy prometedora. A Lizzie enseguida le gustó su ubicación, en un pequeño altiplano con vistas sobre el lago Wakatipu. No tenía mansión, pero sí una casa espaciosa y hogareña, sólidamente construida y en buen estado. Además, podía adquirirse un rebaño de auténticas ovejas de cría. Los propietarios habían casado a su única hija en Blenheim y planeaban mudarse al norte.
—¿Qué vamos a hacer aquí, sin herederos? —preguntó el granjero, un escocés rubicundo y de carácter pragmático—. Gente habrá a quien le gusten las ovejas, pero yo me olvidaré de ellas en un periquete.
Los MacDuff tenían una doncella maorí que quería quedarse y un par de pastores a quienes empleaban durante el día. Lizzie enseguida se entendió con la chica y Michael también se pondría de acuerdo con los hombres. Según MacDuff, todos hablaban inglés.
—Yo no fui capaz de aprender eso que ellos hablan —admitó el granjero bonachón—. Y para ellos es bueno que se adapten.
Lizzie encontró esa postura un poco colonialista, pero no le contradijo. Michael, en cualquier caso, estaba entusiasmado con la granja, y ella tampoco tenía nada que objetar. Claro que la propiedad estaba lejos de la ciudad, y Lizzie también lamentaba que no hubiese ninguna pendiente orientada al sur para cultivar viñas, pero no iba a discutir por ello. Michael la tomaría por una loca o volvería a temer que ella quisiera llevar la voz cantante. La idea de experimentar con cepas tendría que seguir siendo un anhelo para el futuro.
Así pues, Lizzie y Michael prometieron que en Dunedin transferirían a la cuenta de MacDuff una cantidad del pago y que se encargarían de la granja cuando los escoceses hubiesen liquidado sus últimos asuntos en Otago. MacDuff quería concluir la venta final después del esquileo, lo que a Michael le parecía comprensible.
—En caso contrario, equivaldría a haber pasado todo el año trabajando para nada —le explicó a Lizzie, a quien le habría gustado mudarse antes.
—¿Y qué haremos entretanto? —refunfuñó ella—. La verdad es que no me apetece pasar otra primavera en Tuapeka.
Michael rio y le hizo dar una vuelta alrededor.
—¡Nosotros, cariño mío, pasaremos las semanas que vienen en Dunedin sin trabajar! Despilfarraremos una parte del dinero ganado con nuestro esfuerzo. Nos alojaremos en un hotel, podrás beber tanto vino como quieras y, naturalmente, nos casaremos. En la iglesia de tu reverendo. ¡Esperemos que ya no sea una tienda de campaña!
Lizzie dejó que la hiciera girar, aunque se mareaba. Últimamente se mareaba con frecuencia y sospechaba cuál era el motivo.
—También me casaría contigo al aire libre —declaró sonriente—. Lo que me gustaría tener es un vestido de novia. ¿Crees que tendremos dinero para comprarlo?
Michael hizo un gesto significativo.
—¡Tenemos dinero para dos vestidos de novia y uno de bautizo también!
Lizzie le amenazó juguetona con el dedo.
—¡No querrás casarte con dos mujeres, Michael Drury! Pero lo del vestido de bautizo tal vez sea una buena idea…
Lizzie descubrió el sueño de encaje color crema durante su primer paseo por Dunedin. Encontró la ciudad fascinante; desde que se había marchado de Londres, nunca se había dejado llevar por el pulso de una gran ciudad. Para entonces, las casas de piedra más importantes del centro de Dunedin ya se habían concluido, la iglesia de San Pablo acogía de hecho a quinientos feligreses y el Octágono anunciaba un futuro esplendoroso. Y había tiendas y mercados en abundancia y de todos los precios. También en eso se parecía Dunedin a Londres: había ciudadanos ricos que paseaban por las calles y los parques exhibiendo la última moda, carruajes y caballos bonitos, y al lado malvivían inmigrantes recién llegados, sin medios, que se hospedaban en las afueras en casas provisionales.
Fuera del centro urbano, las calles solían estar enfangadas, nadie recogía las basuras y escaseaban las instalaciones sanitarias. El reverendo Burton, quien de inmediato había tomado a los pobres bajo su tutela, encontró allí un amplio campo de acción. Volvió a organizar comedores para pobres y una asistencia mínima para los enfermos. Lizzie lo apoyaba con donativos, contenta de formar parte por una vez de los ciudadanos acomodados. Michael había reservado una suite en uno de los mejores hoteles y cumplió su promesa: comían en los mejores restaurantes, asistían a teatros y espectáculos y planificaban su boda.
En un arrebato de grandeza, Michael quería casarse de inmediato en San Pablo, pero a Lizzie le gustaba más la iglesia del reverendo en la periferia.
—¡Quiero que nos case Burton! —insistió—. Además, ¿qué íbamos a hacer en una iglesia con capacidad para quinientas personas? ¡Aquí no conocemos a nadie!
Al final se impuso Lizzie y se fijó la fecha para el 2 de noviembre. Sería una novia de primavera.
—¡Y tú serás un bebé de otoño! —le susurró al hijo que llevaba en su seno.
Estaba segura de que estaba embarazada y se alegraba de ello. Por el momento no se lo había dicho a Michael y esperaba que no se percatara de nada hasta la boda. Quería estar delgada y resplandeciente en su traje nupcial, si bien solo tenía una vaga idea de qué aspecto debería tener un vestido para tal ocasión. Hasta ese día en que paseaba por George Street, una de las calles más elegantes de la joven ciudad.
La tienda, pequeña pero muy exclusiva, estaba junto a un banco y en el escaparate habían expuesto el vestido más bonito que Lizzie jamás hubiese podido imaginar. Lady’s Goldmine. Moda para señoras. Lizzie tuvo que hacer un esfuerzo para no pegar la nariz al cristal como un niño. ¡Ya no necesitaba soñar más! ¡Tenía dinero, podía comprarse ese vestido!
Sin pensárselo demasiado, entró en la selecta tienda. Nunca había estado en un local así. La joven que la atendió no era intimidatoria, sino vehemente. Llevaba un vestido sobrio, pero de un corte sumamente elegante. El color marrón claro de la falda y la chaqueta combinaba con el avellana de sus ojos. Una blusa verde claro y un chal envolviendo el cuello en verde oscuro quitaban rigidez al conjunto, dándole un tono casi mundano. La mujer, menuda y delicada, llevaba el cabello recogido y dirigió una cautivadora sonrisa a Lizzie.
—Buenos días, soy Claire. ¿En qué puedo servirla?
Lizzie tomó aire.
—Ese vestido de novia… —susurró.
Claire resplandeció.
—¿Va a casarse? ¡Vaya! ¡Sabía que alguien estaba aguardando para casarse con ese vestido! Mi socia discutió conmigo porque yo quería un vestido de novia en la colección. Pero tenía un presentimiento… Venga, ¡pruébeselo! Es lo que desea, ¿no?
Lizzie avanzó tímidamente. No había contado con una acogida tan efusiva. Claire Edmunds entendió mal su reserva.
—No se preocupe por el precio, ya nos pondremos de acuerdo. Si es que el modelo le va bien, claro. Confeccionar otro igual es caro, desde luego. Pero este vestido está pensado para atraer las miradas, y…
Lizzie se ruborizó y movió la cabeza.
—No, no… yo… nosotros tenemos dinero. Es solo que nunca he tenido algo tan bonito.
Claire sacó el vestido del escaparate y Lizzie contempló maravillada la seda brillante y los delicados encajes.
—Sí, ¿verdad? Aquí no hay nada que se le pueda comparar. Dunedin se está convirtiendo en una ciudad, pero todavía está muy lejos de ser un Londres o París, incluso Liverpool, de donde vengo. ¿Y usted?
—De Londres —respondió Lizzie, intentando camuflar su acento del Cheapside.
—Ah, Londres, ¡entonces bebía usted de la fuente! Espere, la ayudaré, para ponerse el vestido se necesita una doncella.
Claire parloteaba complacida mientras la ayudaba a despojarse de un sencillo vestido de tarde y ponerse aquel vestido de ensueño de seda y encajes. Kathleen había cortado el vestido copiando un boceto inglés hecho para una mujer de la alta aristocracia. A ella personalmente no le gustaba tanto, lo encontraba recargado. Y de hecho no les quedaba bien ni a ella ni a Kathleen. Las dos se lo habían probado.
Jimmy Dunloe se había limitado a menear la cabeza cuando Claire se lo había enseñado puesto.
—Entre tanto volante y puntillas no se te ve, Claire —rio el banquero—. Sí, es demasiado para ti, y el color te hace más pálida.
Tampoco la belleza de Kathleen quedaba reforzada por el esplendoroso traje, sino más bien menguada. Todos esos volantes y cintas redondeaban su silueta delgada pero femenina. La belleza clásica exigía vestidos sencillos de corte más bien recto.
Pero cuando Claire vio a Lizzie con el vestido puesto, casi se quedó sin respiración. La joven que casi pasaba desapercibida, con una delgadez propia de una adolescente, adquiría de repente unas formas más redondeadas. Los volantes y encajes acentuaban sus pechos y el tono crema contrastaba con la tez demasiado oscura para la moda imperante. El fino cabello de Lizzie caía sobre las afiligranadas puntillas que parecían ahuecarlo. Los guantes de encaje blancos escondían sus manos encallecidas por el trabajo.
Lizzie se miró en el espejo. ¡Ya no era ni Lizzie Owens ni Lizzie Portland, sino una princesa!
—¡Es increíblemente bonito! —murmuró cuando Claire le arregló el pelo alrededor del gran escote.
—Espere, voy a buscar el velo. Puede llevarlo corto o largo, mi amiga lo ha pensado corto, pero es muy moderno, solo pocas mujeres se atreverían. Mire, la corona es artificial, de alambre y crespón verde y puntillas, pero se inspira en las flores de azahar y…
Ambas se quedaron calladas ante la imagen en el espejo de una novia resplandeciente.
—¡Es perfecto! —exclamó Claire al final—. O casi. Aquí tendría que haber una pequeña pinza y yo haría el escote un poco más alto.
Se afanó con alfileres e imperdibles, pero Lizzie solo percibió unas mínimas diferencias. Para ella, el vestido era perfecto tal como estaba.
—Pasado mañana lo tendremos listo y podrá pasar a recogerlo —dijo Claire—. Llegamos a tiempo, ¿verdad? No se casará hoy, ¿eh? Y si fuera posible, ¿se hará una fotografía y nos enviará una copia? Una novia tan guapa… ¡Kathleen tiene que verla con el traje puesto antes de que se lo lleve! Quedemos a una hora para que venga a probárselo.
Lizzie rio.
—Llegamos a tiempo sin problema —respondió dichosa—. Pero si… si van a cambiar algo, la boda es en cuatro semanas y quizá… —Enrojeció, aunque no se sentía cohibida ante aquella mujer. En una buena casa de modas seguro que se guardaban los secretos femeninos—. Bueno, quizá para entonces esté un poco más rellenita.
Claire resplandeció.
—¡Estupendo! ¡Muchas felicidades! Pero no es ningún problema, aquí tiene el fajín. Debajo seguro que habrá sitio para el pequeño. ¡Oh, me alegro por usted! ¿Dónde va a casarse? A lo mejor voy a la iglesia. Es nuestro primer traje de novia, ¿sabe?
—La mujer es increíblemente amable —contó Lizzie a Michael cuando se encontraron por la tarde en el hotel para cenar. Había pedido champán para celebrar el día—. Y además, imagina, ¡diseñan ellas mismas los vestidos! Miss Claire o su amiga, miss Kate o algo así. Claro que es caro, pero me harán un precio especial. Porque miss Claire piensa que el vestido y yo… bueno, que estamos hechos el uno para el otro.
Michael frunció el ceño, pero brindó solícito con ella.
—Cariño, tú y yo sí estamos hechos el uno para el otro. Por mí, también podrías casarte con una bolsa de arpillera. Pero está bien, echaré un vistazo a ese vestido milagroso pasado mañana. A ver si te reconozco con él. Según lo que cuentas, te conviertes en un ángel. ¿O debería decir en un pastel de nata?
Lizzie sacudió la cabeza y, alterada, casi dejó caer su copa.
—¿Estás loco, Michael? ¡No puedes ver mi vestido de novia! Trae mala suerte, seguro. —Su tono fue quejumbroso.
Michael rio.
—Mi querida Lizzie, ahora ya eres una mujer adulta y rica, pero te comportas como una niña supersticiosa. —Le cogió la mano y la besó—. Como si cambiara algo que vea un par de trozos de tela o no. ¿Qué dirían tus amigos maoríes? Ellos no se ponen un traje para casarse, ¿verdad? ¡Sería bastante molesto para dormir juntos en la casa común!
Lizzie frunció el ceño.
—También las mujeres adultas y ricas pueden ser víctimas de la mala suerte —replicó—. Y seguro que los maoríes tienen sus propios rituales. —Recordó las ceremonias a que debía someterse la esposa de un jefe tribal cada vez que quería visitar a su esposo—. ¡Ni te atrevas a espiarme, Michael! Verás el vestido en la iglesia el día de la boda.
Michael asintió despreocupado. De todos modos, pasaría al día siguiente por George Street y echaría un vistazo al espléndido vestido. ¿Qué desgracia podía ocurrirles ahora a Lizzie y a él?
Lizzie estaba impaciente por ir a probarse la prenda. Llegó un cuarto de hora antes a George Street. Ese día no solo la esperaba miss Claire, sino dos mujeres más. La costurera, la señora Moriarty, y miss Kathie, la otra propietaria de Lady’s Goldmine. La señora Moriarty tenía un aspecto amistoso y maternal con su sencillo vestido de muselina. Había venido de su taller de confección. Pero miss Kathie… Lizzie ya se había quedado impresionada por la elegancia y belleza de Claire Edmunds, pero ¡miss Kathie…! Y solo llevaba un sencillo vestido negro sin ningún adorno. Era con toda certeza la mujer más bella que Lizzie había visto jamás.
Miss Kathie llevaba el cabello dorado recogido como miss Claire, pero un par de bucles rodeaban su rostro como una aureola de santidad. Lizzie había visto un brillo así por última vez en los yacimientos de oro. Su tez era clara y lisa como el mármol, y ni una arruga en la frente producto de la concentración, la preocupación o las aflicciones, menoscababa la perfección de su rostro. Pero todo eso se veía superado por sus ojos, de un verde brillante, un color tan intenso como Lizzie nunca había visto. Miss Kathie se enderezó. Era amable pero distante.
—Mi amiga me ha contado maravillas de usted —saludó cortésmente a Lizzie. Una voz clara y expresiva, seguro que cantaba bien. Lizzie estaba a punto de enfadarse con sus espíritus. Seguro que en la cuna de esa mujer se habían reunido todas las hadas que habían faltado en torno a la suya—. Me ha dicho que no podía perderme la prueba del vestido.
—Miss Kathie suele vivir retirada —señaló Claire—. Pero ha llegado el momento de que salga más a menudo. Podríamos asistir a la boda de miss Portland, Kathie y ser sus damas de honor. ¿Tiene ya damas de honor, miss Portland? Bueno, Kathie y yo ya somos un poco viejas para eso, pero nuestras hijas estarían encantadas.
Miss Claire charlaba complacida, mientras la señora Moriarty y miss Kathie ayudaban a Lizzie a ponerse el vestido arreglado. Y de nuevo se produjo la transformación. La mujer en el espejo había sido antes Lizzie, pero ahora parecía la princesa de un cuento que casi alcanzaba la belleza de miss Kathie. Con pocos arreglos el vestido le sentaba perfectamente. Lizzie no podía apartar la vista de su propia imagen.
—¡Es fantástico! —También los ojos de miss Kathie brillaban de admiración—. Mi amiga tiene razón, tenemos que fotografiarla con el vestido, ¡o aún mejor, retratarla! Hay muy buenos pintores en Dunedin. ¿Quiere que preguntemos por alguno?
Lizzie se sentía mareada. ¡Retratarla! ¡Alguien iba a retratarla! Pensó en los retratos de familia de la casa de los Busby. Y en la pared de la sala en su nueva granja de Queenstown.
Asintió.
—¡Sería maravilloso! —dijo extasiada—. Sería un sueño. Nunca habría pensado que…
Lizzie se dio media vuelta frente al espejo. Pero entonces miró hacia el escaparate y su rostro se ensombreció.
—¡Será posible! —exclamó malhumorada—. Tengo que desvestirme ahora mismo, miss Claire, o tendré mala suerte. ¡Mi marido está ahí enfrente, al otro lado de la calle!
Claire se mostró comprensiva.
—¿Se atreverá a entrar? —preguntó sonriente—. Hay veces que los chicos tientan al destino. Por aquí, miss Portland, no se atreverá a meterse en el probador. Le daremos esquinazo.
Miss Kathie y la señora Moriarty acompañaron a Lizzie al probador contiguo. Mientras la ayudaban a desprenderse del traje color crema, escucharon cómo miss Claire salía y censuraba a Michael. A lo que él respondía bromeando.
Al oír la voz, que llegaba al interior de la tienda, miss Kathie se detuvo de repente y se quedó petrificada. Lizzie, que iba a ponerse su falda, no se dio cuenta, solo la señora Moriarty miró perpleja cómo la seda se deslizaba de las manos de su jefa.
—¿Le pasa algo, miss Kathie? —preguntó.
Kathleen se llevó la mano a la frente.
—No… yo solo…
La señora Moriarty rio.
—En mi pueblo dirían que ha visto un ángel…
Lizzie acababa de ponerse la falda y la blusa, se abotonó y se arregló el peinado. Entonces abrió la puerta del probador. Su rostro relucía, como siempre que miraba a Michael. Claro que había sido una insolencia que se acercara allí, pero, de algún modo, también había sido bonito… Le dirigió una sonrisa, distinguió su expresión atrevida y luego una súbita palidez. Michael ya no sonreía, en su rostro solo había perplejidad y desconcierto, y miraba fijamente un punto detrás de Lizzie.
La joven se dio media vuelta y reconoció la misma expresión en los hermosos rasgos de miss Kathie, que estaba en la puerta del probador.
Kathleen fue la primera en hablar.
—Michael… —dijo con voz ahogada.
Él dio un paso hacia ella. Ya no veía a Lizzie, ni a Claire ni a la señora Moriarty.
Michael Drury estaba en otro mundo. Solo con Kathleen.
—Pensaba que habías muerto. —Oyó su propia voz como si procediese de otro lugar.
Kathleen se acercó a él.
—¿Por qué? —preguntó—. Tú… tú estabas en Australia…
—No por mucho tiempo. —Michael no podía creer que estuviera hablando con Kathleen—. Me escapé. Pero… Ian me dijo que habías muerto en el parto.
Kathleen no sonreía, su rostro no expresaba nada, era una máscara de desconcierto.
—Estoy aquí… —dijo—. Tócame.
Le tendió la mano. Michael se la cogió, estaba caliente y húmeda de sudor. La suya seguramente también. Rodeó sus dedos con las dos manos.
—¿Ves que estoy viva? —Kathleen le tendió la otra mano. Estaban los dos inmóviles, no tenían prisa. Un círculo parecía estar cerrándose.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Lizzie—. ¿Quién es ella? —No necesitaba preguntarlo. Lo sabía—. ¿Kathleen? ¿Mary Kathleen?
Claire no entendía lo que estaba sucediendo, pero sí que esa escena estaba partiendo el corazón de Lizzie.
—Querida Kathleen… —Michael intentó estrecharla, pero Lizzie lo apartó.
—¿Mary Kathleen…? ¿Qué hace usted aquí? ¡Se suponía que había muerto! —Lizzie separó a Michael y Kathleen, quien la miró sin comprender—. ¡Estaba usted muerta! ¿No podía quedarse así?
—Michael, ¿qué le pasa a esta mujer? —preguntó Kathleen.
Parecía haber olvidado que Lizzie acababa de hablar de su prometido, que Claire había bromeado por lo curioso que era y por querer ver el vestido de novia antes de tiempo.
Se diría que Michael no se percataba de la presencia de Lizzie.
—Lo siento, Lizzie —musitó—. Pero ahora… ya ves… no está muerta… Déjanos… por favor, déjanos… ¿Qué haremos ahora, Kathleen? —Se volvió hacia aquella aparición del pasado en la que empezaba lentamente a creer. Kathleen se movió como en una danza alrededor de Lizzie. De repente estaba de nuevo frente a Michael. Y Lizzie…
—Venga, miss Portland —Claire tomó la iniciativa—. Los dos están alterados, creo que se conocen de antes…
—Él es Michael… —La voz de Kathleen seguía careciendo de modulación, pero pensaba que tenía que presentarlo formalmente a Claire. Actuaba, pero no sabía por qué ni cómo—. Claire Edmunds… Michael Drury.
—¿El padre de Sean? —se le escapó a Claire.
Lizzie sintió que se mareaba. Así que tampoco había muerto el niño. Kathleen y su hijo habían estado esperando allí a Michael. Se acercó de nuevo, trató de decir algo…
Claire Edmunds la cogió.
—Miss Portland, no se haga daño —dijo dulcemente—. Venga, vamos a beber un té y luego volverá todo a su cauce. Los dos acaban de reencontrarse. Creo que tienen mucho que contarse. Señora Moriarty, ordene un poco esto y cierre usted la tienda si… —¿Si mi socia se olvida de hacerlo? ¿O si se escapa irreflexivamente? Claire ignoraba qué era lo que temía, pero la señora Moriarty asintió amablemente.
—No se preocupe y márchese, yo me encargo de todo.
Lizzie subió la escalera apática tras Claire Edmunds hasta una sala exquisitamente amueblada. Ya sabía que nada volvería a ser como antes. Nada iría bien. Había visto la expresión de Michael. A partir de ese momento, para él solo existiría Kathleen. Como siempre había existido únicamente Kathleen. Una falsa muerte los había separado. Pero Lizzie tendría que haberlo sabido. Ni en Dios, ni en los espíritus… ni siquiera en la muerte podía confiar.