11

El sargento Meyers no vivía con su joven esposa en el cuartel improvisado, que apenas si ofrecía mayor comodidad que las barracas de los convictos. En vez de ello había reservado habitación para él y Velvet en una pequeña y acogedora pensión. Los Meyers ocupaban dos habitaciones y la patrona enseguida permitió la entrada a Lizzie. Esta ofrecía un aspecto muy convencional e inocuo con su vestido negro y el cabello esmeradamente recogido en un moño. Se había quitado la pequeña cofia y el delantal para que no reconocieran su condición de criada. Era un día laborable y para conseguir una hora libre había dicho que tenía que hacer un recado.

Siguió a la patrona con el corazón palpitándole. El sargento Meyers no debería encontrarse ahí a esa hora, pero, claro, nunca se sabía…

En efecto, solo la recibió Velvet. Enseguida pidió a la patrona, con amabilidad pero con determinación, que llevase té y pastas para ella y su amiga.

—No puedo quedarme mucho rato… —anunció Lizzie nerviosa, al tiempo que miraba la habitación—. ¡Qué bonito es esto! Te has convertido en una auténtica dama.

Velvet sonrió.

—No es tan bonito como la casa de tus patrones —respondió. Los Meyers habían visitado a los Smithers. Velvet estudió el rostro de Lizzie y malinterpretó su expresión desdichada—. Bueno, si yo tuviera que dar lustre cada día a tanto lujo, también lo vería de otro modo… —se corrigió.

Lizzie sacudió la cabeza.

—No es eso. No me importa limpiar… Pero no tenemos mucho tiempo, Velvet. Tienes que escucharme. Necesito tu ayuda.

Velvet la previno con un ademán y señaló el pasillo con la barbilla. La patrona entró sin siquiera llamar a la puerta y dejó una bandeja con tazas de té y pasteles sobre la mesa.

Velvet le dio las gracias con una sonrisa e invitó a Lizzie a tomar asiento.

—Ahora ya podemos hablar —anunció cuando la mujer se hubo marchado—. A ver, ¿qué puedo hacer por ti? He oído que vas a casarte.

—Voy a escaparme —soltó Lizzie. No tenía tiempo para conversaciones de circunstancia—. Con Michael Drury. Pero antes tiene que librarse del chain gang.

—Un momento, un momento… —Velvet sirvió el té. No parecía impresionada por la confesión de Lizzie, pero ella siempre había sido así—. Estamos yendo demasiado deprisa. ¿Eres consciente de que nunca nadie ha conseguido escapar de la Tierra de Van Diemen?

—Eso se dice. Pero si yo fuera el gobernador y de vez en cuando se me escapara algún preso, no lo admitiría. Aunque da igual. Entonces seremos los primeros.

—Pero ¿por qué, Lizzie? —En el rostro impaciente de su antigua compañera de celda, Velvet distinguió que no quería hablar de ello.

Lizzie miró de forma significativa el maravilloso reloj de piel que había en un rincón de la habitación.

—Tengo que ir al carnicero, Velvet, la cocinera espera que le lleve la carne…

Velvet asintió.

—Está bien, has tomado la decisión de convertirte en una desdichada junto con Michael Drury. ¿Y yo qué puedo hacer?

—Interceder ante tu esposo para que coloque a Michael en el nivel dos de seguridad y le quite las cadenas. Eso es lo primero. Luego tenemos que ir como sea a Hobart…

Su plan no llegaba mucho más lejos. Además, todo tenía que hacerse con rapidez. En especial, había que ir deprisa, el anuncio de su casamiento ya era público.

—Como sea —repitió Velvet burlona—. Tranquilízate, Lizzie, así no se hacen las cosas. Tienes que tomártelo con calma.

—Pero ¡es que no tengo tiempo! ¡Ese cerdo de Smithers viene cada noche que pasa en casa a dormir en mi cama! Más o menos con el consentimiento de su esposa, que cree que casándome podrá cambiar la situación. Dentro de un mes me unirán con el jardinero, quien está de acuerdo en compartirme con el señor. Y Michael está encadenado con un par de atontados peligrosos que le hablan entusiasmados de huir a Nueva Zelanda cuando no saben ni coger unos remos, así que no te digo lo que sabrán de navegar a vela por el mar de Tasmania. ¡No tengo tiempo, Velvet! Necesito documentos y un pasaje para el próximo barco…

—Los barcos que parten hacia Inglaterra son sometidos a un control estricto.

—Pero no los que zarpan hacia Auckland o Greymouth o como se llamen esos extraños lugares de Nueva Zelanda. La idea no es mala, solo la ejecución. ¡Con Dylan y Connor, Michael nunca llegará allí!

Velvet mordisqueó un pastelillo.

—Bien, en primer lugar, tienes más tiempo del que crees —observó—. No, no ahora, claro, tienes que irte inmediatamente a la carnicería, lo entiendo. Pero con la boda. Antes de indultarte, vuelven a interrogarte y para eso te llevan a Hobart o Launceston si tienes mala suerte. Hasta que eso suceda habrá que esperar unos dos meses, así que no te angusties. Y, en segundo lugar, comprendo que quieras marcharte. Y la idea es genial… ¡ojalá se me hubiese ocurrido a mí! Pero ¿para qué, por todos los cielos, necesitas a Michael Drury?

Lizzie entornó los ojos.

Velvet gimió y se apartó de la frente un mechón de su precioso cabello negro.

—Sí, ya veo, lo amas. Era imposible no darse cuenta en el barco. Pero Lizzie, ¡ese hombre te hará desdichada! Es un calavera, es…

—Tú no lo conoces —defendió Lizzie a su amado.

Velvet puso los ojos en blanco.

—He oído lo suficiente sobre sus aventuras. Aunque calavera quizá no sea la palabra adecuada. Es posible que Drury sea una buena persona. Todavía suspira por esa chica que dejó embarazada en Irlanda…

—Dejó a… dejó a Mary Kathleen…

Hasta ese momento, Lizzie todavía no había tocado el té, pero entonces necesitó un reconstituyente. Velvet cogió una botella de ginebra de detrás del sofá y le vertió un chorrito en la taza.

—Bebe, no lo olerán. Y sí, tu Michael dejó a la chica encinta. Y luego pensó en cómo alimentar al niño. Igual que escapó de la sartén al fuego. Al principio ni sabía que esto es una isla. Ese hombre siempre se meterá en problemas, Lizzie. Demasiado pasional, demasiado impulsivo. Ya lo salvaste una vez, cuando estuvo con fiebre. Y ahora quieres volver a salvarlo… ¡Si ni siquiera te quiere! —Velvet se echó un chorro de ginebra en su té.

—¡Lo hará! —afirmó Lizzie—. Si yo solo…

Sobre la nariz de Velvet se formó una diminuta arruga, lo que sucedía cuando se permitía un poco de emoción.

—¿Si tú solo haces qué por él? ¿Engañar, robar, prostituirte? Yo también lo creí en una ocasión. Lo hubiera hecho todo por mi Murphy… y luego tuve que escuchar cómo me cargaba a mí con toda la culpa. Dijo que él era solo un campesino que ni siquiera sabía que robar relojes estaba prohibido. Y que yo lo había involucrado en ese asunto… Y resulta que yo llevaba dos años robando para él. Al principio pensé que me moría. Pero uno no se muere tan fácilmente. —Velvet bajó la mirada.

—Pero Michael… —Lizzie volvió a intentarlo.

—¡Olvídate de Michael! —exclamó Velvet con rudeza—. ¡Sálvate tú! Ya encontrarás a otro en tu Nueva Zelanda, estas colonias están llenas de hombres. ¡Ya lo ves aquí! ¡Y allí, en las islas, son todos libres!

Lizzie se mordió el labio.

—Sola no lo conseguiré —susurró—. Lo necesito.

Velvet sacudió la cabeza.

—No lo necesitas. ¡Él te necesita a ti!

—¡Es lo mismo! Entonces, ¿me ayudarás? Por favor, Velvet, por favor. Hasta tú misma dices que es una buena persona.

Velvet se llevó las manos a la frente.

—Está bien —respondió—. Pero prométeme que no te precipitarás. ¡Piénsatelo con calma!

Lizzie asintió sin mucho convencimiento; pero entonces fue Velvet quien meditó y tuvo una idea.

—Escucha, Michael viene del campo, ¿no? ¿Crees que se maneja bien con los caballos?

Lizzie no tenía ni idea, pero asintió con vehemencia.

—¡Seguro! —respondió.

—Bien. Aquí siempre faltan cocheros. Utilizan carros de tiro fuerte para los materiales de construcción y las talas, pero la mayoría de los convictos proceden de grandes ciudades. No saben manejar un carro y además tienen miedo de esos enormes caballos. Si mi marido libera a Michael de las cadenas y este se comporta de forma aceptable durante un par de semanas, podrá conseguir un carro. Tu billete y el suyo de viaje a Hobart. Pero esto requiere un poco de tiempo. ¿Lo aguantarás?

Lizzie asintió efusiva.

—Lo intentaré —declaró—. Con tal que Michael no se largue en cuanto le quiten las cadenas…

Velvet levantó los ojos al cielo.

—Entonces te lo tomas como una señal —dijo—. En el fondo, es lo mejor que podría pasarte. Y ahora, ve al carnicero, o aún te ganarás una reprimenda.

Acompañó a Lizzie a la puerta y, de repente, la abrazó.

—¡Mucha suerte! —musitó—. ¡Sería precioso que al menos una de nosotras fuera feliz!

Lizzie pasó la semana siguiente sorprendentemente bien. El señor Smithers estaba encantado y su esposa y Cecil más bien decepcionados ante el hecho de que el proceso para el indulto se postergase, con el consiguiente retraso de la boda. Entretanto, también la señora Smithers empezaba a criticar. Por lo visto, consideraba que ahora Lizzie podía divertirse con Cecil en lugar de hacerlo con su marido. Tanto si tenía o no el certificado de matrimonio. Pero no se lo mencionó directamente a la muchacha.

Tres semanas después del encuentro entre Lizzie y Velvet, liberaron a Michael de las cadenas, aunque el inesperado indulto y la separación del grupo de presos pareció crearle cierta inseguridad, al menos por un breve período de tiempo. Al principio se portó bien y ocupó el puesto de mozo de cuadra que le asignó Meyers tras una breve entrevista sobre su experiencia previa. Michael estaba acostumbrado a los mulos. Los pesados caballos de sangre fría de los que ahora tenía que ocuparse eran más grandes, pero no de trato más difícil. Les daba de comer y los cepillaba, e incluso sabía, para regocijo del caballerizo, cómo enganchar el tiro.

—¿Sabes también conducir un carro, muchacho?

Michael asintió y pronto se acostumbró a los enormes vehículos con que se transportaba el material de construcción y los troncos. El problema no eran los caballos, sino las dimensiones del carro. Por otra parte, los vehículos para la cosecha de lord Wetherby no eran mucho más pequeños. Habrían recurrido a Michael para que ocupara el cargo de cochero, pero todavía no confiaban tanto en él como para dejarlo ir solo por la carretera.

—¡No hagas ninguna locura! —le advertía Lizzie.

Intentaba verlo siempre que podía, pero no era sencillo. Lo más fácil era que se encontrasen los días laborables, cuando ella hacía recados. La cocinera Ginnie colaboraba de buen grado, aunque no estaba al corriente de los planes de fuga; en caso contrario, se habría preocupado.

—¿Cómo va a terminar todo esto, hija? Amas a uno, te casas con otro y el tercero te lleva a la cama. ¡Ve con cuidado, muchacha! Puede que a Cecil no le guste lo del señor, pero no puede hacer nada en contra. Mas si se entera de lo del guapo cochero…

Lizzie hizo un gesto de impotencia. Antes de que Cecil averiguase algo, ella estaría en el barco rumbo a Nueva Zelanda… o de nuevo en la cárcel de Hobart. Si se iba no habría regreso; a esas alturas, prefería cualquier cosa antes que ser la esposa de Cecil y la puta de Smithers.

—Pórtate un par de meses bien, gánate la confianza de los Meyers —le suplicaba a Michael, que iba sentado en el pescante del coche, cuando caminaba discretamente junto a él en dirección a la tienda. Intentaba no mirarlo, así que apenas podía consolarse contemplando el hermoso rostro y los resplandecientes ojos del irlandés—. ¡En algún momento surgirá la oportunidad! —le susurraba.

—¡Pues claro que sí!

Michael parecía satisfecho y despreocupado. Por lo visto, el trabajo de cochero le gustaba. ¿Tal vez ya no quería marcharse? A Lizzie se le encogía el corazón. Si ahora ella lo arreglaba todo y él decía que no…

—De todos modos, no puedo hacer nada solo. Tengo que esperar a Will, y a Dylan y Connor. Sin Connor es inútil.

Lizzie respiraba aliviada. Así que seguía queriendo escaparse. Ya lo convencería ella para que no lo hiciera con los otros presidiarios.

Y entonces, unas semanas después de que Lizzie hablara con Velvet, los acontecimientos se precipitaron.

Todo empezó cuando la señora Smithers llamó a Lizzie. La muchacha acudió con el corazón en un puño. ¿Se le hacía demasiado largo el tiempo a la señora? ¿Volvería a reprocharle que sedujese a su marido?

Sin embargo, la señora no hizo nada parecido. Por el contrario, tenía muy buenas noticias.

—Mañana viajarás a Hobart. Quieren interrogarte una vez más y luego se supone que no tardarás en poder casarte. Y Pete tiene que viajar a Hobart y llevar a David Parsley al barco. —Pete era el mozo de cuadra que también hacía las veces de cochero.

El corazón de Lizzie se aceleró.

—¿El señor Parsley se va… de viaje? —preguntó con voz ahogada.

—De negocios. A Nueva Zelanda. Se trata de un encargo. Están pensando en construir una carretera entre la costa Este y la Oeste… o algo parecido. Yo preferiría volver a Inglaterra. Pero no te preocupes, nosotros todavía tenemos que quedarnos dos o tres años más aquí. Prepárate de todos modos, el barco zarpará cuando salga el sol.

Lizzie se puso a pensar febrilmente en cuanto volvió a sus quehaceres. Era jueves, y viernes y sábado estarían viajando, así que el barco zarparía el domingo o el lunes. Se desharía del señor Parsley, era un blando, y con frecuencia le guiñaba el ojo significativamente cuando se quedaba como invitado en casa de los Smithers y ella le servía la comida. ¿Sabría que era propiedad de su jefe? A Lizzie se le agolpó la sangre en el rostro. Pero poco importaba eso. Al contrario, podía darle cierta gracia al asunto. Lo fundamental era ver a Michael. Preparó rápidamente la mesa para la cena y corrió a Ginnie.

—¡Tengo que volver a marcharme! ¡Dame otro encargo!

La cocinera frunció el ceño.

—¿Qué te propones a estas horas, hija? La señora quiere que sirvas la cena. Se espera la llegada del señor…

Lizzie la miró horrorizada.

—¿Hoy? Da igual. ¡Tengo que irme, Ginnie! Busca cualquier excusa. Diles que he ido a contarle a Cecil la feliz noticia de su inminente indulto. O que me has enviado a buscar huevos y que luego te he dicho que me había torcido el pie y que…

Ginnie se frotó la frente con las manos.

—Las gallinas ya están durmiendo —observó—. Solo las locas sin plumas no saben estarse quietas. ¡Lárgate, chica, pero date prisa! Ya inventaré algo. La señora está de buen humor. Y él… bueno, si vuelves a tiempo…

Lizzie asintió. Conocía sus obligaciones. Al marcharse se quitó el delantal y se puso la mantilla de Ginnie. Era verano tardío y en la Tierra de Van Diemen ya hacía frío. Lloviznaba de nuevo mientras corría por las calles del pueblo hacia el establo del cuartel. Con un poco de suerte, Michael estaría allí. ¡Tenía que estar!

Michael estaba poniendo el heno a los caballos. A Lizzie casi le fallaron las piernas de alivio.

—¡Michael, Michael, gracias a Dios que estás aquí! —Tuvo que contenerse para no arrojarle los brazos al cuello.

—¡Dulce ángel! —sonrió él—. Eh, ¿se está quemando una nube o es que te molesta tu pequeño cortejador? ¿Tengo que pegarme con él?

Michael parecía de buen humor y no del todo sobrio. No era sorprendente, cuando entre los presos corría algo de whisky prohibido, él siempre tomaba un par de tragos. Michael incluso pasó el brazo por los hombros de Lizzie, que se había apoyado jadeando en un box para recuperar el resuello.

—Déjate de tonterías y escúchame con atención. —El miedo la hizo rechazarlo con más dureza de la que pretendía. Esperaba que no estuviera demasiado bebido y comprendiera el plan—. Michael, el domingo o el lunes por la noche zarpa un barco para Nueva Zelanda. Tendrás documentos y un billete para el viaje… No, no preguntes ahora, no tengo tiempo. Pero has de conseguir como sea ir a Hobart. Me reuniré allí contigo.

—Battery Point, Mayfair Tavern —dijo Michael. Por fortuna había entendido a la primera—. Es un pub supuestamente fácil de encontrar.

Lizzie puso los ojos en blanco.

—Resumiendo, que ahí será donde los soldados busquen primero —se burló ella—. Pero bueno, al menos es una dirección. Pero ¡no entres! Quédate por los alrededores. O aún mejor: busca el barco de Nueva Zelanda y te escondes por ahí en el muelle. Llegaré con un hombre. Nos sigues sin llamar la atención y en algún momento me reúno contigo y te doy los papeles.

—Pero ¿cómo vas tú…? —Todo era demasiado rápido para Michael.

—Todavía no lo sé, pero debemos intentarlo. Limítate a ir a Hobart. Y no cuentes nada a nadie. Ni a tus compañeros del chain gang.

—Pero ellos estarán… No puedo… Se preguntarán…

—¡Que lo hagan! Es mejor que se queden con la incertidumbre a que te delaten. Michael, antes de que zarpe el barco tienes que esconderte durante tres días y además recorrer doscientos cuarenta kilómetros. ¡Es más fácil cuando nadie sabe dónde buscarte!

El joven caviló unos segundos y pareció evaluar a quién guardar fidelidad. Pero entonces se encogió de hombros.

—Poco importa. De todos modos me voy esta misma noche —anunció.

Lizzie entornó los ojos.

—¿No crees que es mejor mañana, con el carro…?

—El carro llama mucho la atención, conozco algo mejor. Me llevaré un caballo. ¡Deséame suerte, Lizzie!

La joven ya iba a marcharse cuando él la besó. Primero en la frente, luego, deprisa, en la boca.

—¡Y mucha suerte también para ti!

Lizzie consiguió sonreír cuando esa noche Martin Smithers se metió por última vez en su cama. Aguantó sus caricias soeces pensando en Michael.

Michael necesitó suerte. No solo para la huida, sino también para la marcha. Entre los animales que cuidaba había un joven y rebelde semental. Un caballo shire, elegante, marrón oscuro y calzado de blanco, de unos dos metros de alto. Un granjero de Launceston había hecho traer al animal desde Inglaterra y uno de los cocheros lo había recogido en Hobart. Ahora se encontraba en el establo de Michael y esperaba una posibilidad para su posterior transporte, con lo que el caballerizo no tenía prisa. Una parte de los caballos de que disponía estaba formada por hembras y había pensado que el semental las cubriese antes de su marcha. Gratis, se entendía, pues no había planeado informar al granjero al respecto. Aparte de ello, casi todos los colonos de los alrededores que tenían yeguas o burras esperaban lo mismo. Pagaban una tarifa pequeña al caballerizo y el semental cumplía con sus deberes.

Era evidente que el animal no entendía la suerte que había tenido. Con cada día que pasaba se volvía más rebelde y coceaba nervioso el box siempre que una yegua estaba en celo. Michael ya había tenido que reparar tres veces los tabiques. Que el semental se escapara un día resultaría totalmente verosímil. Y el caballo era fuerte. Podía correr sin esfuerzo hasta Hobart montado por Michael. Si es que alguna vez lo había montado alguien…

Michael no estaba nada seguro de ello y el corazón le latía con fuerza cuando buscó para el ejemplar más alto del establo una silla adecuada. Mejor no, ¡seguramente echarían en falta la silla! Tragó saliva, pero decidió correr el riesgo de montar a pelo. Solo le puso una vieja cincha y la brida más discreta que había, una que ya no utilizaban, y le fue susurrando mientras lo sacaba.

Todavía faltaba la nota. En el establo había una pizarra en que los cocheros registraban sus viajes. Michael buscó la tiza y escribió en todas las columnas:

«Se ha escapado el semental. Salgo a buscarlo en dirección oeste. Michael».

Eso tranquilizaría al caballerizo por un par de horas. Y lo ocuparía. Seguro que enviaba una cuadrilla en su búsqueda, ya que el semental era valioso. Mientras Michael cabalgaba hacia el este… o se rompía la crisma.

Necesitaba una piedra u otro apoyo para subir a lomos del gigante. Y no podía correr el riesgo de desviarse hacia un suelo blando. En caso contrario, el caballerizo encontraría las huellas de los cascos, y las del enorme semental eran inconfundibles. Musitó una oración y pensó en Kathleen cuando pasó del pescante de su coche a la grupa de Gideon. El animal hizo unos escarceos, pero conservó la calma. Michael dio gracias al cielo. Luego lo puso en movimiento. Gideon dio los primeros pasos, proporcionando al jinete una pequeña muestra de lo que le aguardaba. Sin silla, los movimientos del potente caballo lo iban a sacudir de tal manera que después le dolería todo. Pero en ese momento le daba igual. Ya se habían puesto en camino.

Lizzie se esforzó por ser agradable al subir al carro que la llevaría a Hobart con David Parsley. Lamentablemente, el joven tenía mal despertar. Lizzie esperó a que su acompañante se despertara del todo. Temblaba de emoción, pero consiguió lucir su cálida sonrisa cuando él por fin mostró cierto interés en ella. Al final encontró un tema de conversación que a él le interesara: la construcción de carreteras.

Parsley no paraba de hablar. Lizzie ya no necesitaba intervenir, pero aun así se sentía agotada cuando Pete se detuvo por la noche en la encantadora pequeña pensión donde Lizzie había pasado la noche más agradable y reconfortante de su vida camino de la casa de los Smithers. Y todo ello sin ningún hombre a su lado, como pensaba con amargura. En realidad nunca había disfrutado en compañía de un hombre. El olor a lavanda de la cama la atraía y David Parsley había empezado a hacerle un poco la corte, pero era preferible ser prudente…

—Nosotros dormiremos en la paja —indicó a Pete, el cochero. Este, al menos, no la tocaría.

Lizzie suspiró y fingió que le costaba despedirse de Parsley. Y para su fortuna, se produjo la magia. Su sonrisa iluminó el corazón del esquivo ingeniero y, aunque no le tocó una noche entre sábanas perfumadas, sí obtuvo al menos una buena cena. Por primera vez en su vida, Lizzie bebió un vino bueno y quedó cautivada por el sabor afrutado de la nueva bebida. En Londres había probado alguna vez un licor dulce y empalagoso al que llamaban vino tinto, pero no tenía ni punto de comparación con la ligera acidez, el regusto de canela y pera con que el muscat blanco francés había hechizado su paladar. Habría podido quedarse una eternidad sentada a la mesa adornada con velas, sin importarle qué contase Parsley.

—No enciendas nada… —susurró Pete cuando después, alegre pero muerta de frío, se acondicionó un nido en la paja.

La observación del mozo la hizo volver a la sobriedad al instante. Hasta el momento, Ginnie y Pete habían tenido una opinión elevada de ella, pero en un par de días también ellos considerarían a Lizzie Owens una puta.

El día siguiente transcurrió igual que el primero, pero Parsley se mostró más locuaz y Lizzie empezó a coquetear.

—¿Así que no tiene usted esposa, David Parsley? ¿No añora a veces unos brazos suaves cuando viaja por el mundo para construir carreteras en las colonias?

Parsley enrojeció y titubeó.

—No una… una… tan dulce como usted, señorita Lizzie… Es que aún no la he… encontrado.

Lizzie sonrió y se permitió soñar un poco. ¿Qué sucedería si él hablaba en serio? ¿Si realmente pudiese ganarse a ese hombre algo aburrido, pero de muy buen porte y sin duda honrado? David Parsley tenía un cabello castaño y abundante, el rostro redondeado y unos cordiales ojos castaños. Podría formar una familia, incluso ver mundo si viajaba con él un par de años. Pero todo eso era ilusorio. Nunca convencería a Parsley de que se la llevara con él a Nueva Zelanda, y aún menos antes del indulto. Y para cuando él volviese, ella ya llevaría tiempo casada con Cecil. No, no había alternativa. Ser buena volvía a resultarle imposible. Al contrario: a su lista ya inabarcable de pecados iba a añadir alguno más.

La segunda noche volvió a cenar con Parsley y esta vez no fue tan fácil eludir sus insinuaciones. David Parsley se había bebido la mayor parte de las dos botellas de vino que habían vaciado juntos y se balanceaba un poco cuando se puso en pie y la acompañó a la puerta.

—Venga, señorita Lizzie… Conmigo no pasará tanto frío como en la paja. Y… y si he entendido bien al señor Smithers, tampoco… tampoco es usted tan mojigata.

Lizzie se quedó helada. Conque esas teníamos. Ese joven que hasta entonces le había parecido tan ingenuo estaba al corriente de su deshonra. Smithers había fanfarroneado a su costa.

Tomó una profunda bocanada de aire. No debía ofenderse, tenía que interpretar un papel.

—Pero… pero no delante del cochero del señor Smithers, señor Parsley —susurró—. Sería… sería comprometedor, ¿no cree? Tal vez… tal vez mañana. ¿Cuándo zarpa su barco, señor Parsley?