8
—¿Vive? ¿Mi hijo vive? —Michael había necesitado un rato para recobrarse.
Kathleen había conseguido recuperarse más deprisa. A fin de cuentas, solo lo había imaginado en Tasmania, en la anterior la Tierra de Van Diemen, no en el otro mundo.
Pero también ella se había quedado unos minutos cogiendo las manos de él, hasta que la señora Moriarty había ido por una tetera caliente y les había ofrecido una taza.
—¿A lo mejor os apetece tomar un té? —preguntó tímidamente.
Michael salió de su parálisis.
—¡Más bien necesitaría una botella de whisky! —musitó.
Kathleen sonrió.
—¿Todavía haces negocio con el whisky?
—¿Qué? Ah… no, no, claro que no. Soy… soy… Crío ovejas, tengo una granja al oeste de Queenstown.
Kathleen asintió.
—Yo también tenía una granja —dijo, todavía medio en trance. Ambos volvían lentamente a la realidad—. Viví con Ian cerca de Christchurch. Pero tu hijo nació en Lyttelton. O Port Cooper, como se llamaba entonces. Casi en el barco.
Kathleen empezó a contarle, pero Michael la interrumpió. Su hijo vivía… Michael se encontraba en un torbellino de sentimientos, entre la incredulidad y una alegría desbordante.
—Sí. Es un buen chico. E inteligente. Asiste al instituto y pronto irá a la universidad. Ian… Ian ha muerto.
Michael asintió sin mencionar que Lizzie era la responsable directa. De repente se acordó de Lizzie. Esto debía de haber sido un shock para ella. Pero ¡qué extraña sucesión de acontecimientos! Ella había matado a Ian. Le había dejado vía libre para volver a Kathleen. Ella siempre le había abierto caminos. Michael pensó con una especie de nostalgia y agradecimiento en la mujer con la que apenas un minuto antes pensaba casarse. Pero Lizzie tenía que entenderlo…
—¿Y tú? ¿No tienes esposa? ¿Hijos?
Kathleen bebió un sorbo de té. Lentamente su rostro iba recuperando el color. Su hermosísimo rostro. A primera vista, Michael había creído que no había cambiado nada, pero ahora veía que alrededor de los ojos había pequeñas arrugas. Estaba más seria, había conocido la pena y las preocupaciones, pero para Michael así estaba todavía más bella.
—Deberías soltarte el pelo —dijo, de nuevo como en trance.
Kathleen repitió su pregunta.
—¿Yo? No… no, claro que no. Kathleen, yo… yo siempre he pensado solo en ti.
Ella frunció el ceño. También la imagen de la prometida de Michael volvía poco a poco a su mente.
—¿Y esa mujer? —preguntó—. Miss Portland.
Él hizo un gesto despreocupado con la mano.
—Una vieja amiga. Hemos vivido muchas experiencias juntos. Queríamos administrar juntos la granja. Solo que yo te creía muerta…
—¿Solo eso? —insistió asombrada.
—Nada que deba preocuparte. Kathleen, ¡Mary Kathleen! ¡Es un milagro! Realmente es un milagro. Y nuestro hijo… ¿Cómo se llama? ¿Sean? ¿Como mi tatarabuelo? Eres maravillosa, Kathleen, maravillosa. ¿Cuándo podré verlo?
Kathleen ignoraba que el tatarabuelo de Michael se llamara así. Miró el reloj de pie que había en un rincón del local.
—Acaba de terminar la escuela —dijo—. Podemos ir a recogerlo. A mí me iría bien un poco de aire fresco.
Michael asintió.
—Si eres un espíritu, el sol te quemará —bromeó.
Kathleen se apartó un mechón de la cara antes de calarse el sombrero. Tenía una capa negra. Se la quedó mirando un momento, pero renunció al propósito de ponérsela. Entre los accesorios que vendían había una pequeña y elegante creación granate. Kathleen la cogió del soporte.
—¡Solo si fuera un vampiro! —puntualizó. Los más de diez años pasados con Claire la habían enseñado sobre el mundo de los espíritus en los libros y obras de teatro—. Pero puedo asegurarte que no lo soy. ¿Y qué sucederá con miss Portland?
Michael se encogió de hombros.
—Volverá a su casa —respondió—. Lo siento por ella, desde luego. Ya veremos cómo podemos arreglar lo de la granja, pero ahora… Ya lo aclararemos todo más tarde, Kathleen. ¡Ahora quiero ver a Sean! ¡A mi hijo!
Sean se sorprendió de ver a su madre delante del portal de la escuela. Y el hombre que estaba junto a ella… Al principio había pensado que era Peter Burton y ya iba a alegrarse, pero luego vio que este era más alto que el reverendo. No le caía sobre el rostro ningún mechón castaño, sino que sus rasgos angulosos se veían enmarcados por unos rizos abundantes y oscuros. A Sean le recordaba a alguien… Se despidió deprisa de Rufus Cooper y se dirigió hacia su madre y su acompañante.
—¡Sean! —Kathleen resplandeció ante su hijo.
El chico la miró con desconfianza. Algo la había transformado y no solo debido al precioso sombrerito granate, con el que había sustituido la capota negra de corneja. Era también un brillo en los ojos que había visto por última vez cuando ella estaba con Peter Burton. Antes de que muriese su padre. ¿Su padre? Sean no era tonto. De niño le había hecho daño su rechazo, su clara preferencia por Colin, pero lo había superado. Ya no guardaba rencor a Coltrane, aunque tampoco sentía nada por él. Esa carencia de afecto o apego había despertado su curiosidad. Y el acta de matrimonio de Kathleen no había sido difícil de encontrar.
Sean se acercó lentamente a su madre y la saludó con un beso en la mejilla.
—Sean —dijo ella y en su voz había una excitación que nunca antes había escuchado—. Este es Michael Drury.
Sean le tendió educadamente la mano.
—¿No nos habíamos visto en Tuapeka, señor Drury? —preguntó con amabilidad. Ahora lo recordaba perfectamente. El señor Drury había estado con miss Portland y el señor Timlock. A veces asistían a la misa de los domingos del reverendo Burton—. ¿Cómo está miss Portland?
Sean percibió que el rostro de su madre se ensombrecía. Y en la cara de Michael Drury asomó incluso un leve rubor.
—Bien… —contestó con un murmullo—. Muy bien, por lo que sé…
—El señor Drury y yo nos conocemos de Irlanda —explicó Kathleen—. Somos del mismo pueblo. Y ahora… él quería conocerte.
Michael estaba ante su propio hijo y distinguía en su rostro delgado, junto a la nariz recta y los pómulos altos de Kathleen, también sus rasgos, o más bien los de su hermano Brian. Los ojos de Sean eran de un verde claro y lo escrutaban.
¡Su hijo! El corazón de Michael rebosaba de ternura y amor, pero no sabía qué decirle.
—¿Tienes… has cumplido ya los dieciséis, Sean? —balbuceó—. Y… ¿todavía vas a la escuela?
Sean no se dignó responderle.
—¿Eres… eres un buen estudiante?
—¡Un estudiante muy bueno! —respondió orgullosa Kathleen—. El año que viene irá a la universidad.
Michael trató de sonreír.
—Dios… cuando uno piensa que antes solo pasábamos un par de horas con el padre O’Brien… Necesité horas para escribirte aquella carta, Kathleen. ¿La recibiste al menos?
Ella asintió y lo miró.
—Todavía la conservo —afirmó—. Pero no podía hacer nada…
Sean distinguió el brillo en los ojos de ambos.
—Has hecho bien, Kathleen —dijo Michael—. Lo hiciste por él. Y ha valido la pena. Es un… un chico bien educado…
Sean sintió que le invadía la cólera. ¿Qué significaba aquello? Su madre nunca solía presentarle a un conocido cualquiera como si fuera una foca amaestrada. En realidad, todo eso solo podía significar una cosa. Y entonces, ambos le debían una explicación.
Sean esperó a atrapar de nuevo la mirada de Michael. Entonces la retuvo con firmeza.
—Señor Drury —dijo con voz clara—, usted… ¿no será por casualidad mi padre?
—De verdad lo siento mucho, Lizzie. —Michael intentaba parecer compungido, pero no parecía realmente afectado. Más bien al contrario, Lizzie pocas veces lo había visto resplandecer tanto desde su interior—. Pero tienes que comprender…
—¿Qué? ¿Qué tengo que comprender? ¿Que un compromiso ya no tiene ningún valor, que se han desbaratado todos nuestros planes, que tu amor por mí se ha esfumado solo porque ha aparecido una mujer que no habías visto en diecisiete años? ¿Con la que no compartes nada más que un origen común y un pasado penoso?
Lizzie intentaba sentir rabia o al menos fingirlo. Tenía que luchar, no podía esconder la cabeza bajo el ala y rendirse, incluso si en ese momento era lo que deseaba. Pero Claire tenía razón: en algún momento Michael y Kathleen tendrían que bajar de su nube rosa a la realidad. Entonces ella tendría que estar ahí y no debía parecer consumida por la pena, llorosa y desesperada. Michael la había amado hasta esa mañana. ¡Todo su amor no podía haberse evaporado!
—¡Lizzie, es Kathleen! —respondió Michael transfigurado—. Ya sabes.
—Sí, lo sé, tu amor de juventud, y tú ibas a tirarte a los tiburones solo por volver a verla. Pero ¡hace media vida de eso, Michael!
Lizzie posó la mano en la de él. Estaban en la habitación del hotel, la habitación que habían compartido hasta ese día. Michael había reservado otra para las noches siguientes. Una de las cosas para las que pedía ahora la comprensión de Lizzie.
Él apartó la mano con prudencia.
—Para mí es como ayer —observó—. Y ella… ¡ella es la madre de mi hijo!
—¡Yo también soy la madre de tu hijo! Bueno, también puede que sea niña. —Colocó la mano que él había rechazado sobre su viente.
—¿Estás embarazada? —La pregunta de Michael sonó más incrédula que alegre.
Lizzie asintió y preguntó:
—¿Cambia eso algo?
Michael se mordió el labio como un estudiante.
—Lizzie, es demasiado… demasiadas cosas a la vez. Tengo que digerirlo. Aclarar un asunto y luego los otros. Yo…
—No cambia nada —se respondió Lizzie, hastiada—. ¿Y cómo crees que van a seguir las cosas ahora, Michael? No te quieres casar, al menos conmigo. Hasta ahí lo he entendido. Pero ¿qué pasará con la granja? Y con todos nuestros planes de futuro.
Él se encogió de hombros.
—Tenemos que pensarlo —contestó con una evasiva.
—¿Tenemos? —repitió Lizzie con aspereza—. Qué significa «tenemos». ¿Tú y yo, o tú y Kathleen?
Michael parecía angustiado.
—Todos. Yo… nosotros… ¿por qué no lo consultamos con la almohada, Lizzie? A lo mejor…
—¿A lo mejor desaparezco como si hubiese sido una pesadilla? —inquirió—. Y el niño, naturalmente. A lo mejor solo está Mary Kathleen cuando despiertes.
—Lizzie… Lizzie, tienes que comprenderlo. Te estoy muy agradecido por… por todo. Y me gustas de verdad. Mucho. Yo… te quiero en cierto modo. Pero Kathleen…
—Esta misma mañana me has querido de otra manera que «en cierto modo» —respondió Lizzie entristecida—. Pero está bien, consúltalo con la almohada y habla mañana con Kathleen. A lo mejor se le ocurre algo. Seguro que toda su vida ha estado soñando con una granjita preciosa en Otago.
El rostro de Michael se iluminó, sin percibir el sarcasmo de aquellas palabras.
—¿De verdad, Lizzie? ¿A ti no te importaría? Me refiero a si me quedara con la granja… Aunque la mitad del dinero es tuyo, por supuesto, eso es incuestionable. Solo tendría que ver si los MacDuff… si me permiten que pague a plazos.
Lizzie apenas si daba crédito. ¿Tan cándido era? ¿Lo había entendido realmente así? ¿O es que lo entendía todo a su conveniencia? De repente tuvo ganas de llorar, pero se dominó. Ya lloraría cuando Michael se hubiese ido.
—Algo habrá ahorrado tu querida Mary Kathleen, ¿no? —preguntó fríamente—. Por lo visto, tiene éxito a la hora de vestir novias, cuando no se apropia del novio.
Michael meneó la cabeza.
—Lizzie, no la menosprecies. No quiere quitarle nada a nadie. Es solo… es simplemente el destino.
Lizzie puso los ojos en blanco.
—Pero tienes razón, si Kathleen quiere comprar tu parte, nos podremos permitir la granja. —Michael rio—. ¿Ves? Yo ni siquiera había pensado en esto. Lo siento de verdad, Lizzie. Formábamos… formábamos un buen equipo. Pero con Kathleen… tienes que entenderlo.
—¿Y qué pasa con su novia? —preguntaba Claire más o menos a la misma hora. Como casi todas las noches, las amigas y sus hijos se reunieron para cenar juntos la comida que Kathleen solía preparar por la tarde. Ese día no había nada listo, así que únicamente disponían de pan, carne fría y queso. Heather y Chloé no se mostraron entusiasmadas con esa combinación, pero Claire y Kathleen no tenían hambre. Y Sean removía la comida en el plato mientras miraba a su madre.
—¿Con quién? —preguntó Kathleen.
Todavía conservaba aquel brillo sobrenatural en los ojos. ¡Lo que había sucedido era incomprensible! Que hubiese vuelto a encontrarse con Michael… y que Sean hubiese reconocido a su padre… En realidad, padre e hijo deberían haberse lanzado el uno en brazos del otro para convertir el cuento de hadas en realidad. Pero únicamente se habían mirado y Michael se había ruborizado. Al final habían intentado explicarle a Sean todo. Su amor, sus esfuerzos por reunir el dinero para emigrar… Sean había escuchado en silencio, pero incluso para Kathleen, la historia había tenido un tono muy incoherente.
—Ya hablaremos con calma sobre ello en otro momento —había dicho al final Michael.
Sean había musitado unos cuantos motivos para irse con su amigo Rufus, y Michael y Kathleen habían paseado durante un par de horas mágicas por las calles de Dunedin. Se habían contado un poco la vida, pero sobre todo habían sentido el afecto del otro y experimentado el milagro de volver a estar juntos. Luego, en algún momento, Michael había tenido que marcharse. Le debía una explicación a Lizzie, y Kathleen lo entendía. Ella había regresado a casa henchida de alegría.
Pero ahora parecía que Claire le iba a echar una lista de reproches a la cara.
—Miss Portland —precisó Claire—. La señorita con quien Michael está prometido.
Kathleen hizo un gesto tranquilizador con la mano.
—Oh, ella lo entenderá… —observó—. No son más que buenos amigos.
—¿Y eso? —preguntó Claire—. Pues no me lo ha parecido. A mí me ha dado la impresión de que miss Portland está muy enamorada, y él no podía esperar a verla en su traje de novia delante del altar. Lo que da mala suerte, como acabamos de comprobar.
—¿Mala suerte? —repitió Kathleen perpleja—. Pero ¡si Michael y yo somos felices! Todavía no puedo comprender que esté de nuevo aquí.
Kathleen sonrió a los presentes, estaba preciosa. Tras el paseo con Michael se había cambiado de ropa. Por primera vez en meses no llevaba nada negro, sino una falda azul marino y una blusa clara. Nadie respondió a su sonrisa.
—Podrás ser muy feliz, pero tú no eres la única en el ancho y vasto mundo, mamá —observó Sean con sequedad. Siempre había sido comprensivo con su madre, pero los acontecimientos de ese día lo superaban—. Yo no me siento tan feliz. Y esa miss Portland…
—Pero ¡has conocido a tu padre! —exclamó Kathleen admirada—. ¡Es maravilloso! ¿O… o acaso no te gusta? —La expresión de Kathleen pasó de la fascinación a la preocupación.
Sean se encogió de hombros.
—No lo conozco —respondió—. Lo he visto tres minutos, por lo que no se puede decir gran cosa, únicamente tenía ojos para ti. A lo mejor es muy amable…
—Oh, seguro que sí, él…
—Pero ¡seguro que no lo es tanto como Peter!
Kathleen frunció el ceño.
—¿Cómo puedes compararlos? Peter es…
Claire se puso en pie y recogió los platos. Ya estaba harta de este asunto. Si se quedaba allí, acabaría gritando o zarandeando a Kathleen. De todos modos, hizo un último intento, tenía la sensación de que se lo debía al reverendo.
—Kathleen, puedo admitir que estás en un momento… bueno, digamos que en un momento excepcional. Pero Peter Burton es un buen hombre y ha pasado años cortejándote. Has intimado con él, habéis hablado, reído, alguna vez os habéis besado y te ha ayudado a criar a tus hijos. Desde hace un par de meses es evidente que los dos lo estáis pasando fatal, porque ese espantoso padre Parrish te ha convencido de que eres culpable de todas las calamidades del mundo. Pero ahora, de pronto se ha convertido… sí, ¿en qué, Kathleen? ¿Solo en un «buen amigo»? ¿Como miss Portland para el señor Drury?
Kathleen miró a su amiga sin comprender. Parecía querer contradecirla, pero Claire no le permitió tomar la palabra.
—¿Y qué pasará ahora con el señor Drury, Kathleen? ¿Te dará el padre Parrish el visto bueno? ¿O volverá a descubrir un demonio?
—¿El padre Parrish? —Por lo visto, Kathleen se había olvidado de él.
Claire se llevó las manos a las sienes.
—Hablas como una colegiala enamorada, Kathleen, pero tienes treinta y tres años —le reprochó—. Quizá tendrías que consultarlo con la almohada. Ven, Chloé, vamos a casa de Jimmy. Por mí, tú también puedes venir, Heather. Tu madre necesita tranquilidad.
—Yo vuelvo a casa de los Cooper —refunfuñó Sean, cogiendo la chaqueta.
Kathleen asintió. Cuando todos se hubieron marchado, sacó de su escondite la vieja misiva de Michael. Por primera vez en mucho tiempo, al leerla no sintió ni pérdida ni pena, sino solo alegría, una alegría desbordante. Claire tenía razón, se sentía como una niña enamorada. Y como una niña enamorada apretó el frágil y gastado papel contra sí, bailó por la casa y se durmió con la carta de Michael contra su corazón.
Lizzie no lograba conciliar el sueño. Todo había sucedido demasiado repentina y cruelmente. No podía superarlo sola. Al final se levantó, se vistió y pidió en la recepción del hotel un coche de alquiler. A lo mejor el reverendo ya estaría durmiendo, pero entonces lo despertaría. Necesitaba un padre espiritual. Como nunca antes.
Suspiró aliviada cuando vio que en la pequeña casa parroquial todavía había luz. Burton había encendido la chimenea, aunque en ese cálido día de primavera no era necesario caldear las habitaciones. Sin embargo, tras tantos años en una tienda de campaña, el reverendo disfrutaba de tener una casa caliente y una lámpara de gas. Lizzie miró un momento por la ventana antes de llamar. Estaba sentado junto al fuego leyendo.
Peter Burton abrió la puerta con cara de preocupación.
—¡Miss Portland! ¿Ha ocurrido algo?
Lizzie asintió y, de golpe, fue incapaz de hablar. Entró y simplemente se puso a llorar. Lloró y lloró y lloró, no recordaba haber derramado tantas lágrimas nunca antes.
—¿Ha ocurrido algo con Michael, Lizzie? —Burton le acercó una butaca y miró impotente cómo se desplomaba en ella—. ¡Cuénteme, Lizzie! ¿Un accidente? ¿Ha… ha muerto?
Peter no podía ni imaginárselo. Lizzie habría reaccionado de una forma más pragmática ante una muerte. Esto era otra cosa. Algo que no debería haber ocurrido. El mundo de Lizzie parecía haberse desmoronado.
Ella solo sacudía la cabeza. Peter la dejó llorar y fue a la cocina a preparar un té. Luego lo pensó mejor y descorchó una botella de burdeos. Lizzie necesitaría un reconstituyente y quizás el vino le sirviera. Peter siempre había escuchado complacido y divertido cómo intentaba percibir todos los aromas y sabores que había en el vino.
—Tenga, pruebe… —dijo el reverendo tras haberle servido un vaso.
Lizzie tomó un buen trago.
Peter bebió despacio.
—Sabor a arándanos, ¿no cree? —dijo—. Muy afrutado, pero no tan redondo como el de moras.
—Un beso —susurró Lizzie—. Un sabor aterciopelado que envuelve la lengua como un beso… —Se enderezó—. No fue ocurrencia mía, reverendo, sino de otro mentiroso… —Volvió a beber—. O seda, seda auténtica… más ligera que el terciopelo… Hoy por la mañana me he puesto un vestido de seda, reverendo, pero me ha dado mala suerte.
Lizzie volvió a sollozar y Peter se acabó el vino. Podía esperar. Al final la joven empezó a contar y el reverendo la escuchó con atención, con su acostumbrada y serena actitud de padre confesor. Lizzie sabía que a él se lo podía contar todo. Las chicas del campamento de buscadores de oro casi habían competido por ver si Peter Burton las condenaba, pero el reverendo estaba al servicio de un Dios clemente. No obstante, pareció ponerse alerta cuando ella mencionó Lady’s Goldmine.
—Sí, he visto el vestido —señaló él—. Muy bonito, un poco recargado para… para… Pero usted, Lizzie, seguramente estaba preciosa con él.
La joven asintió. No quería pensar más en eso. Con la cabeza gacha, le habló de Claire y Kathie, de cuando Michael había aparecido en la tienda y de cómo ella se había escondido riendo en el vestidor.
Lizzie no podía ver la expresión de Burton mientras contaba el reencuentro entre Kathleen y Michael, pero era patente que los sentimientos bullían en su interior. El revendo parecía tener que esforzarse para no levantarse de golpe. Los dedos se le crispaban en los brazos de su butaca.
—¿Y entonces? —musitó.
—Entonces se olvidaron de todo lo que los rodeaba. Miss Claire dijo que ya se les pasaría. Me ofreció un té… es una buena persona. Pero luego se marcharon. Volví a ver a Michael por la noche, y él ya lo tenía todo claro. Hasta ha conocido a su hijo, al parecer un niño tan perfecto como perfecta es su madre.
—Sean Coltrane… —dijo ensimismado Peter Burton—. Sí, es un chico estupendo.
—Cómo no —observó Lizzie sarcástica—. A fin de cuentas proviene de un ángel impecable… Sea como fuere, enseguida reconoció que Michael era su padre, debe de haber sido una especie de milagro… y ahora todo está bien. Una pequeña y feliz familia.
—También hay una niña —murmuró Peter—. Heather…
—¿Sí? —preguntó Lizzie sin interés—. Parecen haberla olvidado. Pero se han olvidado de todo, excepto de su maravilloso verano en el prado junto al río.
Peter se sirvió más vino. En realidad habría necesitado algo más fuerte.
Lizzie lo dejó meditar.
—¿Qué pasa, reverendo? —preguntó al final—. A lo mejor me puede aconsejar algo. Explíqueme. ¿Qué… qué intención tiene Dios con esto?
Él movió la cabeza.
—No lo sé, Lizzie —respondió con tono abatido—. Y yo no soy la persona indicada para opinar. En este caso… en este caso no soy el apropiado para dar asistencia espiritual.
—Dígame usted ahora que desea de todo corazón que sean muy felices —repuso Lizzie sarcástica—. Porque no cabe duda de que están hechos el uno para el otro y porque han vuelto a encontrarse por providencia divina.
—Eso seguro que no lo digo —la interrumpió Peter indignado. Se mesó el alborotado pelo. Si alguna vez se había peleado con su Dios, era esa noche.
—¡Pues entonces diga algo! A lo mejor tiene un consejo que darme. Sé que es bonita, sé que él nunca la ha olvidado. Pero ¡maldita sea! ¡Estoy encinta y amo a Michael Drury!
Peter la miró y el dolor de ella se reflejó en los ojos de él.
—Y yo amo a Kathleen Coltrane —anunció.