2
—¡No, padre, no quiero! ¡No me gusta! ¡No puedes hacerme esto!
Desesperada, Kathleen trataba de convencer a su padre, sacudiendo la cabeza con vehemencia. A veces habría deseado ser menos bonita. Se sentía orgullosa de serlo en los brazos de Michael, pero en el resto de casos su belleza solo le ocasionaba dolores de cabeza.
—No te pongas así, Kathie, ¡tampoco tienes que casarte hoy mismo con él! —replicó James O’Donnell.
Era evidente que no le parecía correcto que su hija discutiera con él ahí, delante de la casa y en presencia de la mayoría de sus hermanos menores. Ya cuando había llegado la visita, los niños se habían reunido excitados junto al fuego, donde la madre asaba un par de insulsas patatas de la cosecha.
Siempre que era posible, los arrendatarios cocinaban delante de las casas para evitar llenar de humo las habitaciones. En especial cuando hacía viento o llovía, la chimenea no tiraba lo suficiente. Y ahora, además, la sartén desprendía el olor del tocino que les había llevado el hombre. Los niños no entendían qué disgustaba a Kathleen.
—El señor Trevallion ha pedido educadamente si puede acompañarte a casa después de la misa —intervino la madre—. ¿Por qué íbamos a negarnos?
—Porque en nombre de la justicia ni siquiera se debería dejar entrar en la iglesia a ese bruto —respondió indignada Kathleen—. Ayer murió el bebé de los O’Leary porque su madre no tenía más leche. Con eso… —señaló furiosa el resto del tocino y el saquito de harina que su madre contemplaba casi con reverencia— a lo mejor se habría salvado. Pero ¡por desgracia, al señor Trevallion no le apetece acompañar a Sarah O’Leary a misa, sino a mí!
—Por suerte para nosotros, hija mía —observó el padre—. Como sea, no me preocupa que no te guste ese hombre, al contrario. Así al menos no le permitirás hacer nada que se aparte de la decencia…
—¿Nada hasta que traiga el cerdo entero? —replicó Kathleen insolentemente. El bofetón de su padre llegó con tanta fuerza y tan de sorpresa que retrocedió asustada tambaleándose.
—¡Ofendes a Dios, Mary Kathleen! —dijo la madre, si bien sus palabras no sonaron demasiado convincentes. Al parecer relativizaba la ofensa divina a la vista del tocino—. Pero no te equivocas del todo si, en el amor, también tienes en cuenta la despensa. La pasión pasa, Kathie. Solo amas eternamente a tus hijos, da igual de quién procedan. Y agradecerás a tu marido que pueda alimentarlos. Con el señor Trevallion estás en el lado más seguro. Tanto si él nos gusta como si no.
—Pero ¡yo no quiero venderme! —Kathleen se echó hacia atrás iracunda los rizos rubios y esquivó por prevención otro cachete—. ¡Si tengo hijos, que sean del hombre a quien amo! O… ¡o me meto en el convento!
Aunque la boca se le hacía agua con el aroma de las patatas asadas y el tocino, se dio media vuelta y se marchó. ¡No, no quería nada de la comida con que Trevallion había comprado su compañía! ¡Ella quería a Michael! ¡Tenía que contarle lo sucedido!
Iracunda y desconcertada como estaba, fantaseó con la idea de que Michael corriera a casa del administrador y lo retara a duelo. Igual como se hacía antiguamente en la vieja Irlanda, en las sagas y leyendas de caballeros y héroes que les contaba a veces el padre O’Brien, cuando había bebido un poco de más del whisky que los leprechaun depositaban, de vez en cuando, en el umbral de la casa parroquial.
Mary Kathleen sonrió al pensar en el anciano sacerdote católico, quien seguramente no aprobaría que Trevallion la pretendiera. Sin embargo, el padre O’Brien tampoco admitiría que Michael la acompañara. Tal vez, pensó la muchacha, debería comunicarle lo del convento y decirle que sentía la llamada de la vocación. Es posible que entonces la protegiese contra otros pretendientes o la llevase la semana próxima a la abadía de Wicklow.
Paseó sin rumbo por los campos cercanos al río. Todavía estaban sin cosechar y corría el peligro de tropezar con Trevallion haciendo la ronda. Por otra parte, Michael y sus amigos seguramente estaban cosechando a escondidas y ocultos tras los muros de piedra y los sauces junto al río. En efecto, se oyó el grito de la alondra cuando Kathleen tomó el camino de los campos más apartados. ¡Una alondra cambiando de voz!
Miró alrededor con las cejas enarcadas y descubrió a Jonny, el hermano menor de Michael, en la copa de una encina. Le dirigió un gesto de complicidad.
—¡Hago de vigilante, Kathleen! —informó radiante.
La muchacha puso los ojos en blanco.
—Es difícil no verte entre el follaje, especialmente con esa camisa rojo chillón —señaló—. Y ese grito… tan chocante. ¡Anda, bájate de ahí, Jonny Drury! Trevallion te hará azotar si te descubre.
Jonny no se dejó desmoralizar. Con una expresión de fingida seriedad y la mirada dócilmente bajada, se inclinó hacia Kathleen, cayéndose casi de la rama.
—No está prohibido, señor Trevallion, que el domingo por la tarde un chico se siente en la rama de un árbol a imitar a los pájaros —gimoteó con voz excesivamente alta—. Mire usted, señor Trevallion, aquí tengo una honda. Llamo a la hembra, y cuando viene… una piedra ¡y ya tenemos carne en la olla!
A Kathleen se le escapó la risa.
—¡Esto no se lo cuentes! Seguro que lo interpreta como una infracción contra el reglamento de caza y te colgarán. ¿Dónde está Michael? ¿Junto al río? ¿Con los otros chicos?
—No creo —respondió el pequeño—. Los demás ya han vuelto al pueblo. Con un par de espigas que han encontrado… —Jonny pestañeó dándose importancia—. ¡Brian ha cortado toda una gavilla! ¡Harina de la buena, Kathleen!
Brian también pertenecía a la familia Drury, pero ella no se creía la historia de la gavilla de trigo. Los chicos nunca se hubiesen atrevido a coger a plena luz del día tanto grano; ni siquiera con un vigilante tan hábil como el pequeño Jonny. Lo que los domingos se sisaba en los campos no salvaba a ninguna familia de la hambruna. Era más un entretenimiento: a los adolescentes les gustaba jugársela a Trevallion.
—Pero Michael no ha cortado nada —contó Jonny—. ¡Estaba enfadado! Solo ha golpeado el trigo como si quisiera desmochar todo el campo… ¿Puede ser que se haya enfadado contigo, Kathie?
Ella negó con la cabeza.
—No me he peleado con tu hermano —contestó.
Jonny rio burlón.
—Sois buenos amigos, ¿a que sí? —Soltó una risita pícara y se meció en la rama del árbol—. Si me traes un pastelito de té como el que le diste a Michael, te diré dónde está. Y me quedaré aquí a hacer guardia para vosotros. ¿Qué dices?
—¿Cómo sabes…? —Kathleen se ruborizó.
¿Sería posible que ese pillo supiera que se había visto con Michael? ¿Los había estado espiando?
—¡El guardián lo sabe todo! —replicó con gravedad Jonny—. ¡Hasta sabía que ibas a venir! Y sé dónde te espera Michael. ¡Venga, tráeme un pastelito de la cocina de los señores y te lo digo!
Kathleen movió la cabeza.
—No hace falta que me lo digas, ya puedo imaginármelo.
Sintió de repente un acuciante deseo de lanzarse a los brazos de Michael. Y todavía más porque probablemente no tendría ni que explicarle lo que había sucedido entre sus padres y Ralph Trevallion. Debía de haber visto el encuentro u oído hablar de él. La noticia de que el administrador se dignaba visitar la familia de un arrendatario en domingo y además le llevaba tocino habría corrido por todo el pueblo en un periquete. Pero Michael no podía pensar… no podía creer que ella hubiese aceptado el compromiso.
Tomó una decisión.
—Nada de pastelillos de la cocina, Jonny —negoció con él—. Pero sí una manzana del huerto del señor si te quedas aquí y te tomas en serio tu tarea de vigilante. Voy a ver a Michael junto al río, y si oyes acercarse a alguien imitas el grito de la alondra. O quizá… ¿sabes imitar algún pájaro que cante durante el día?
Después de que Jonny le hubiese confirmado que también podía reproducir perfectamente el canto del cuco, Kathleen corrió hacia el río. Era una tarde soleada y el Vartry atravesaba como una corriente de plata líquida el verde intenso del campo irlandés. La joven conocía como la palma de su mano el sendero que conducía a través de las cañas hasta la orilla. Los niños nunca habrían podido deslizarse por ahí sin hacer ruido. Tampoco su presencia pasó inadvertida.
—¿Kathie? —preguntó Michael antes de que ella llegase al pequeño recodo.
—¡Michael!
Ella quería arrojarse a sus brazos, pero él no la abrazó con la calidez habitual. La joven respiró hondo. Tenía que contárselo todo inmediatamente, no fuera a ser que se enfadase.
—¡Michael, yo no tengo nada que ver con todo esto! ¡No iré con Trevallion! —aseguró—. ¡Nunca! Yo… ¡yo solo te quiero a ti, Michael!
El joven la miró. Parecía ofendido. La cara no le resplandecía como siempre que la veía, ni acudían a sus labios palabras bonitas. Sin embargo, la besó, más fuerte, más desafiante que nunca. La muchacha se sobresaltó al principio, pero luego respondió con la misma pasión. En efecto, algo había cambiado en la mirada de Michael cuando se separó de ella, vio una felicidad desbordante en sus ojos, el placer del desafío y la lucha.
Por una fracción de segundo, Kathleen sintió miedo. No pensaría retar a Trevallion, ¿verdad?
Pero él se limitó a abrazarla, tomarla en brazos y colocarla sin mediar palabra en un nido de cañas y hierbas, protegido de la vista por las ramas colgantes del sauce, de tal modo que solo penetraba una espectral luz dorada verdosa. Kathleen pensó en las vidrieras de colores de la iglesia y en la luz que brillaba durante la misa a través de ellas. Pensó en una boda.
—¡Quiero ser tu esposa, Michael! —confirmó una vez más.
Ahora él tenía que volver a decirle cosas bonitas, a acariciarla y besarla…
—¡Demuéstramelo! —exigió Michael en un tono que a ella le resultó desconocido.
Kathleen lo miró desvalida. Pero esta vez no protestó cuando él empezó a desabrocharle el vestido.
Kathleen no tuvo ninguna posibilidad de disuadir a Ralph Trevallion de que la acompañara tras la misa del domingo. Pese a ello, no accedió a dar ningún rodeo entre la iglesia y el pueblo y en ningún momento se separó de sus padres y hermanos. Pero eso no parecía molestar al administrador. Caminaba atentamente a su lado, le dedicaba unas palabras corteses y charlaba con la madre y el padre. Para James O’Donnell el recorrido a través del pueblo se convirtió en una carrera de baquetas. Los otros campesinos no aprobaban que el sastre hablara amigablemente con el administrador y que tal vez planeara establecer vínculos familiares con él.
—¿Es que no puedes ir a pasear sola con ese hombre como hacen las otras chicas con sus galanes? —preguntó malhumorado O’Donnell a su hija después del tercer paseo con Trevallion a través del poblado.
—¡No es mi galán! —protestó la chica—. Y si no quieres que te vean con él… ¡yo tampoco quiero!
Kathleen no valoraba los regalos de Trevallion, mientras que su madre apreciaba al administrador justamente por eso. Ahora los O’Donnell tenían siempre harina suficiente para hacer pan y cada domingo un poco de carne para el puchero.
Michael Drury contemplaba lo que sucedía con rabia impotente. No podía hacer nada. Tenía que ver cómo Trevallion ofrecía su brazo a Kathleen, cómo se acercaba a ella cuando el sacerdote despedía a la congregación tras la misa y cómo la conducía orgulloso a través de la muchedumbre, que le dejaba pasar con semblante hosco. Pero por las tardes y en los largos anocheceres de finales de verano, tras el trabajo, Michael satisfacía sus exigencias en el prado junto al río. Solía esperar a Kathleen y anhelaba el canto del cuco con que Jonny anunciaba diligente su presencia. La joven se reunía con él siempre que podía. Le llevaba pan o alguna fruta. Michael lo aceptaba cuando procedían de la casa grande, pero no cuando venía de manos de Trevallion. Los regalos de ese hombre se le atragantarían, le dijo a Kathleen.
La muchacha se encogía de hombros y se comía el pan. Últimamente siempre tenía hambre, tanto de alimentos como de caricias. Sabía que pecaba con Michael y que debería avergonzarse de ello. Sin embargo, mientras él la amaba y también después, mientras trabajaba o cuando estaba tendida por las noches en su jergón pensando en él, no se sentía culpable, sino bendecida. Algo tan maravilloso, que la hacía tan feliz, no podía ser pecado, y menos aún cuando el mismo Dios lo permitía si antes la pareja iba a la iglesia y prestaba su juramento. Y Kathleen y Michael siempre habían estado dispuestos a hacerlo.
En una ocasión, la muchacha hasta se llevó una vela de la casa de los señores y los dos recitaron ceremoniosamente los votos de matrimonio. Pero ambos sabían, por supuesto, que eso no servía. Eran como niños jugando a casarse. Para que sirviera, necesitaban el permiso de los padres, de los patrones y la bendición del padre O’Brien, y nunca lo conseguirían todo.
—¡Nos casaremos en América! —la consoló Michael cuando una vez más se afligió por ello—. O en Kingstown o en Galway antes de la travesía.
La joven ya no protestaba cuando él fantaseaba acerca de la maravillosa vida que les esperaba al otro lado del océano. Ella se había decidido y quería vivir con él, donde fuera. Y América era mejor que el convento: la única posibilidad de escapar de un matrimonio en Irlanda.
El verano se acercaba a su fin y llegaría el frío y la lluvia. Incluso bajo las gruesas mantas que Michael había conseguido en algún sitio, había humedad y estaban incómodos en su nidito de amor junto al río. Pero también se acortaron los paseos tras la misa. La gente se encerraba en sus casas y cabañas, sobre todo porque a la mayoría le faltaba fuerzas para hacer otra cosa. Después de semanas sin tener nada que llevarse a la boca, hasta los chicos iban perdiendo las ganas de cortejar a las muchachas y estas de coquetear con ellos.
El hambre cayó con mano de hierro sobre los aparceros de lord Wetherby, pero el mismo señor apenas si se enteró. Solía permanecer en su casa de campo inglesa con su esposa, bebiendo té delante de la chimenea y comentando alegre lo abundante que había sido la cosecha de sus tierras irlandesas. Posiblemente no entendiera que a sus arrendatarios y jornaleros no les había caído en suerte tal bendición. El trigo estaba sano, ¿cómo iba a preocuparse Wetherby de las patatas?
Las pocas patatas que no se habían echado a perder ya hacía tiempo que se habían agotado. Imposible almacenar nada, ni siquiera patatas de siembra para el próximo año. Habría que comprarlas y solo Dios sabía con qué dinero. Para sobrevivir al invierno, los niños recogían en el bosque bellotas que luego sus padres molían. Los más afortunados, como la familia de Kathleen, conseguían que les durase más tiempo la harina de centeno o trigo; los demás hacían el pan con las insulsas bellotas machacadas. Los más pobres, que no tenían ni la energía para ir al bosque y reunir las bellotas o arrancar raíces, preparaban sopa con las escasas hierbas que crecían al borde del camino. Las últimas ortigas secas eran muy codiciadas, los hombres hasta se peleaban por los tallos.
De vez en cuando, el padre O’Brien repartía donativos en la iglesia. Se decía que en Inglaterra se hacían colectas para los irlandeses y una parte de las donaciones procedía de campesinos de la lejana América. De todos modos, nunca era suficiente para saciarse, aunque fueran unos pocos días. Se llenaban los estómagos una vez, pero luego el hambre resultaba más acuciante.
La familia de Michael Drury a duras penas superaba las dificultades. El joven tocaba el violín en los pubs de Wicklow, pero también en las ciudades escaseaba el dinero para divertirse. Los precios de los comestibles subían en la misma medida que los hombres pasaban hambre y hasta las destilerías de las montañas andaban escasas de materias primas. No cabía duda de que Michael habría podido vender más whisky que el que obtenía.
La única en quien no se percibían las fatigas del hambre era Mary Kathleen. Mientras que quienes la rodeaban enflaquecían, ella tenía un aspecto exuberante e incluso parecía haber engordado. Eso no se debía a los abundantes obsequios de Trevallion. La vieja Grainné cocinaba para el administrador mientras los Wetherby estaban ausentes y a él le habría gustado que Kathleen probara los pasteles salados y dulces sobrantes, mas la joven se mantenía firme y no aceptaba nada de él. Por eso, tal dádiva era alegremente recibida por la señora O’Donnell y repartida igualitariamente entre todos los hermanos. Pero nadie iba a aumentar de peso por una cosa así.
—Es mi amor el que te embellece —afirmó Michael, cuando se encontraron junto al río un día que no llovía y fueron a dar un paseo.
El paisaje estaba cubierto de hielo, se diría que los sauces llevaban vestido de novia y el frío atravesaba los delgados zapatos de Kathleen. Habría hecho demasiado frío en el cañaveral. Uno solo aguantaba en el exterior si se movía. Así pues, los dos jóvenes caminaban deprisa uno junto al otro, con el deseo de alejarse del pueblo cuanto antes. En días como ese las comadres se quedaban delante de las estufas, pero nunca se sabía si el padre O’Brien tenía que pasar por ahí para visitar a un enfermo o un moribundo.
Por fin, cuando ya se habían distanciado un buen trecho del pueblo, Kathleen se atrevió a estrecharse contra Michael. Sus carantoñas le daban calor. El chico deslizaba las manos por debajo del mantón deshilachado y el ligero vestido y le acariciaba los hombros y los pechos.
—Eres como una flor que hasta florece en invierno —le susurraba—, porque tu jardinero te mima, te cuida y se consume por tus flores.
Kathleen se mordió el labio.
—¿Crees realmente que… que… —enrojeció— que mi cuerpo está tomando formas más femeninas? —preguntó vacilante—. Me refiero a que…
—Humm… me parece que te han crecido los pechos —contestó sonriendo Michael—. Bien sabe Dios que siempre fueron bonitos y firmes, pero ahora… ¿No notas que ahora no me caben en la mano?
Él la acarició y sus dedos fueron bajando.
—Todo en ti es firme y cálido… sueño con estrecharme contra ti y…
Kathleen lo apartó.
—Michael… —dijo preocupada—. No sé mucho de eso, pero veo que las chicas se casan y luego… y luego se quedan encinta. Y veo también a mi madre cuando espera un hijo. Por eso yo… Por bonito que sea tu amor, cuando una chica engorda, aunque no se lleve nada al estómago, es que tiene algo en la barriga.
Kathleen no osaba mirarlo. Michael la soltó perplejo.
—¿Te refieres a que a lo mejor estás esperando un hijo? —preguntó incrédulo—. Pero… pero cómo… ¡Es demasiado pronto, Kathleen! ¡Todavía no tengo dinero suficiente para ir a América!
Ella lanzó un sonoro suspiro.
—Eso al niño poco le importa, Michael Drury. Y seguro que tampoco le gusta venir al mundo en un barco ataúd. ¡Tendremos que casarnos! Muy pronto… y aquí.
—¡Pero, Kathleen! ¿Ahora y aquí? ¿Dónde vamos a vivir? ¿Qué va a decir tu padre? No lo permitirá… —El muchacho se había alterado.
—¡Tendrá que permitirlo! —insistió ella con dureza—. O vivir con la deshonra. Claro que puedo entregarme rápidamente a Trevallion y decir que es suyo. Pero ¡no tenemos mucho tiempo!
Michael se enfureció.
—¿Que ese fanfarrón va a criar a mi hijo? ¡Sobre mi cadáver! Escucha, Kathleen, yo… ¿Tú crees… crees que no hay otra posibilidad?
Ella se lo quedó mirando iracunda.
—¡No pensarás en matar al niño que llevo dentro, Michael Drury!
Él sacudió la cabeza arrepentido.
—Pero… pero también podría ser que estuvieras equivocada.
La muchacha se encogió de hombros.
—Puede ser. Pero no creo. Hasta ahora me había mentido a mí misma, pero ahora que tú también lo has notado… Y va deprisa, Michael. Más que con la mayoría de las chicas. Pronto todos se darán cuenta…
El joven se apartó unos pasos de ella, confuso e inseguro. Calló, lo que a Kathleen le dio miedo. No era de los que permanecían callados.
—¿Es que no te alegras nada, Michael? —preguntó en voz baja—. ¿No quieres tener hijos? Pensaba… claro que es muy pronto, y un pecado y una vergüenza, y estaremos en boca de todo el mundo, pero ¡al final nos casaremos! Aunque mi padre no lo vea con buenos ojos. Si no queda otro remedio, el padre O’Brien le dirá alguna cosa. ¿O es que no quieres casarte conmigo? —Su voz sonó ahogada.
Eso pareció despertar al chico. Contrito, se acercó a ella y la abrazó con su acostumbrada ternura.
—¡Por Dios, Kathleen, claro que quiero casarme contigo! Solo quiero eso. Y también quiero al niño. Es que… es solo que… es demasiado pronto. —Suspiró, pero luego se desdijo—. Dame dos o tres semanas, ¿vale? Para entonces estarás segura de lo que quieres y para entonces… entretanto ya pensaré algo. Reuniré el dinero para América, Kathleen, no quiero tener que humillarme aquí y arrastrarme a los pies del cura como un pobre pecador. No quiero que murmuren sobre ti… ¡Todavía no! Después claro que sí, cuando les enviemos dinero desde América o los visitemos y tú luzcas vestidos de seda y un sombrerito de terciopelo. —Rio—. Sí, eso sí me gustaría. Pasaremos por este miserable pueblucho en un carruaje tirado por dos caballos y miraremos a Trevallion desde arriba, o compraremos toda la cosecha de trigo de su maldito patrón y la repartiremos entre la gente.
Ella no pudo evitar reírse con él.
—Ya lo creo que te gustaría, Michael Drury. ¡Eres un fanfarrón! Pero a mí me bastará con que el viejo O’Rearke nos lleve a la iglesia en el carro tirado por el burro y que yo salga de ahí convertida en la señora Drury.
Michael la besó.
—Esta iglesia en especial y ese burro en concreto no te los puedo prometer, cariño. Pero ¡encontraremos una iglesia donde cerrar los lazos matrimoniales con dignidad y orgullo! —Se irguió y pareció crecer unos centímetros más.
»Yo, Michael Drury, voy a ser padre. Es una gran satisfacción. Y sé que va a ser un hijo. Y guapo, con mi pelo y tus ojos… —Sus ojos brillaban ahora con tanta alegría como había esperado Kathleen desde que había sospechado su estado de buena esperanza.
—¿Y si es una niña? —preguntó provocadora—. ¿No la querrás, Michael Drury?
Él la levantó en el aire, haciéndola girar sonriente.
—Si es una niña, tendremos que hacernos ricos más rápido. Para construir una torre donde encerrarla. ¡Pues tu hija será tan hermosa que encandilará a quien la mire y lo convertirá en su esclavo!
Cogidos de la mano, pasearon por los campos junto al río, soñando con su nueva vida. Kathleen no quería ni pensar en cómo Michael conseguiría el dinero para el viaje y la boda. Solo sabía que confiaba en él. ¡Quería, tenía que confiar en él!