5

Los matrimonios de Kathleen Coltrane y Claire Edmunds no se hicieron más dichosos en los años siguientes, pero su negocio común tuvo un éxito insospechado. Kahtleen ya no intentaba realizar ella misma todos los encargos de vestidos e incluso trajes de noche. Se concentraba sobre todo en el esbozo de los modelos y en el corte; de coser se encargaban dos mujeres de la ciudad que había contratado Claire. Esta se dedicaba a tejer finas telas de lana. Trabajaba ella misma casi toda la lana de sus ovejas y se ocupaba de la de Kathleen cuando los Coltrane tenían animales en el establo durante el período de esquileo.

La venta de cantidades pequeñas apenas valía la pena, ya que las florecientes granjas de los grandes barones de la lana suministraban a los comerciantes cantidades enormes de vellón de calidad superior. La lana teñida y de estructura distinta se podía comprar como mucho en un estado ya trabajado, y Claire demostró mucho talento para conseguir efectos nuevos con distintos matices de colores. Sus mimadas ovejas colaboraban en lo que era imprescindible para la subsistencia de la familia.

Claire se quejaba de que el negocio de Matt no prosperase. Mientras que los demás barqueros y pescadores ya tenían botes más grandes y modernos y se ganaban bien la vida con la venta de la pesca en Christchurch, Matt no progresaba. El dinero que obtenía, lo gastaba emborrachándose en el pub o en los barcos con amigos.

—Da gusto escucharlo —gruñó Ian, que de vez en cuando aludía a la decadencia de Matt—. Entretiene a todo el pub con sus historias de marinero. Pero así ni pesca ni transporta cargamentos, que, dicho sea de paso, también van escaseando desde que han mejorado el Bridle Path.

El paso ya podía cruzarse en carro y cuando Ian se llevó a Colin para un viaje de varios días, Kathleen y Claire se atrevieron a marcharse a Lyttelton. Kathleen quería volver a ver a su amiga maorí Pere, y Claire, ansiosa por saber más sobre la lana, esperaba reunir recetas de los indígenas para teñir las fibras.

Naturalmente, Pere se alegró muchísimo. Se admiró de lo crecido que estaba Sean y regaló azucarillos a Heather y Chloé. Kathleen, por su parte, se maravilló del modo en que Port Cooper había evolucionado hasta convertirse en la pequeña ciudad de Lyttelton, nombre que debía a un caballero de la Canterbury Association. Disfrutó de poder conversar, sin ser víctima de los ataques de celos de Ian, con el marido de Pere, John, y averiguó algo más sobre cómo evolucionaba su nuevo país.

—Han encontrado carbón en Westport y van a empezar a explotarlo —explicó el discreto hombre—. Pero todavía es más importante el hallazgo de oro en Otago. Todos los locos y aventureros se dirigen a los yacimientos esperanzados en hacer fortuna. No muchos lo conseguirán, pero esto atrae a gente al país. Aunque, lamentablemente, no sea de la mejor clase. También se están fundando nuevas ciudades. Dunedin en el sur, en la costa, que está habitada por escoceses sobre todo. Blenheim en el norte, y en los alrededores hay muchos alemanes. Así que, lentamente, el país se está poblando.

—¿Y esto no le importa a su pueblo? —preguntó Claire a la tranquila Pere, que estaba explicando a los niños las estrellas del cielo.

Era una cálida noche de verano y había disfrutado de la vista del mar mientras Pere asaba pescado y boniatos. En esos momentos un cielo nocturno y diáfano se extendía en lo alto y, para inmenso placer de Claire, Pere conocía los nombres de las estrellas. Aunque no en inglés, sino en su propia lengua.

Pere sacudió la cabeza.

—Aquí no. En Isla Sur, a la que llamamos Te Waka-a-Maui, nunca ser muchos. Solo una tribu, ngai tahu, y muy pocos en el norte. No tenemos nada contra pakeha, si pagan nuestra tierra y nuestro trabajo. ¡Tenemos que vigilar, muchos son timadores! Pero nuestros jefes son listos, no se pelean mucho entre sí. En Isla Norte es distinto, hay muchas tribus, muchos pactos… En Waitangi los jefes cerraron un pacto con pakeha, pero hay muchos enfados.

—Aquí la gente está muy contenta cuando tiene trabajo —intervino John.

Pere lo miró con una sonrisa irónica.

—Y dinero, ollas, mantas y ropa caliente —admitió—. ¿Quién no quiere vivir un poco mejor?

Kathleen y Claire asintieron. Su vida carecía de lujos pese a los buenos ingresos que Claire escondía en el establo bajo el estiércol y Kathleen detrás de una piedra suelta de la chimenea. Ambas vivían en una situación paradójica al no poder gastar nada sin que sus maridos se percataran de sus ganancias. En esos momentos miraban con melancolía la acogedora casa de Pere, los cojines sobre las sillas, los tapices tejidos por las mujeres maoríes colgados de las paredes y las pequeñas esculturas de pounamu, la piedra de jade.

—El hei-tiki —señaló Pere, y regaló generosamente a Claire y Kathleen dos colgantes de jade con cintas de piel.

Claire contempló con reverencia el suyo, mientras que Kathleen lo escondió entre sus ropas. Le gustaba tener un talismán, pero no quería ni imaginar cómo reaccionaría Ian si lo encontraba. Lo mejor sería esconderlo en el rincón secreto donde guardaba la carta de Michael y su rizo, así como el dinero.

Claire se unió a los pequeños astrónomos y cogió a su hija en brazos.

—Esa es la Vía Láctea —le dijo, señalando el cielo.

Pere sonrió.

—Nosotros la llamamos Te Ika o Te Rangi —explicó—. Y ahí está Matariki. Muy importante para fijar la gran fiesta de año nuevo.

—¡Las Pléyades! —tradujo Claire—. ¿Y cómo llamáis a esa estrella de allá? Yo no sé qué nombre tiene.

La mujer maorí respondió pacientemente y el deseo de Claire de conocer mejor las estrellas de su nuevo hogar se vio por fin colmado.

A Kathleen, por el contrario, las estrellas no le interesaban. Mientras Claire y los niños repetían risueños las palabras maoríes, ella prefería aprenderse los nombres de las colonias pakeha que John le enumeraba. Greymouth y Westport, Nelson y Blenheim, Dunedin y Queenstown. A las estrellas seguro que no viajaría. Pero tal vez encontrara ahí, en la Isla Sur de Nueva Zelanda, un lugar para ella y sus hijos donde refugiarse de las acusaciones, golpes e insultos de Ian.

Claire quería saber los nombres de las estrellas; Kathleen estaba decidida a alcanzarlas a la larga.

No obstante, fue pasando el tiempo —corría el año 1858— antes de que pensara seriamente en hacer realidad sus planes de huida, cuyo desencadenante no fue, al final, ni la creciente desesperación de Kathleen ni la relación cada vez peor de Sean con Ian. Fue precisamente Matt Edmunds quien puso en marcha el engranaje.

Sean tenía once años, Colin diez y los dos iban a la escuela de Christchurch. El camino para llegar allí era largo, pero a Sean no le importaba cabalgar hasta la escuela, ansiaba aprender y desde el principio formaba parte de los mejores alumnos. Gracias a las clases de Claire ya hacía tiempo que sabía leer, escribir y contar, y entendía incluso un poco de latín. Se había leído la mitad de la enciclopedia y había adquirido conocimientos notables sobre muchos asuntos menores. Ya los primeros días dejó estupefacta a su profesora con el empleo más o menos correcto de palabras como «absolución» y «pesquisa», por lo que le hicieron saltarse al principio un curso y luego tres. También entre los alumnos mayores era de los mejores, y ya se hablaba de su ingreso posterior en el noble Christ’s College, todavía en construcción.

A Colin la escuela le gustaba menos. Gracias a las clases de Claire, también él pudo saltarse el primer curso y habría podido hacer lo mismo con el segundo si hubiese sido más ambicioso. Para la profesión que iba a ejercer después como tratante de ganado —explicaba él mismo, y Kathleen consideraba que de ese modo repetía la opinión de Ian— solo necesitaba aprender a contar. Los demás conocimientos que se impartían en la escuela le resultaban más bien un engorro. A Colin le gustaba más ayudar en el establo, preparaba los caballos antes de su venta, los montaba y no había nada mejor para él que acompañar a su padre en los viajes.

Seguía habiendo pocas localidades que dispusieran de mercados de ganado. La mayoría de las veces, Ian iba de granja en granja, con lo que Kathleen sospechaba que evitaba las mayores y más importantes. Gente como los Warden en la Hacienda Kiward, los Barrington o los Beasley no permitían que les diesen gato por liebre y sin duda consideraban que estaba por debajo de su nivel recibir a un chalán como Ian. Traían sus animales de Inglaterra o los criaban ellos mismos. Ian negociaba principalmente con pequeños granjeros y en general conseguía apaciguar a la gente que había tenido una mala experiencia a causa de sus artimañas. Respecto a esto, el whisky desempeñaba una función muy importante, por supuesto.

En la actualidad, Ian también bebía con frecuencia durante el día. El joven de pelo oscuro de quien Kathleen casi podría haberse enamorado, se estaba convirtiendo en el auténtico retrato de su padre: metido en carnes, de nariz roja y cara de torta, con facilidad de palabra pero también presto a utilizar los puños o coger el látigo. Ni en Irlanda ni en Nueva Zelanda se había hecho tan rico como esperaba, pero los Coltrane tenían lo suficiente para vivir. Kathleen se habría contentado con que Ian la tratase de forma amable y con que no fuese tan manifiesto que prefería a Colin por encima de los demás hijos. Su rechazo hacia Sean aumentaba claramente y a Heather no le hacía ni caso. La niña, que ya había cumplido nueve años, sentía un miedo creciente hacia su padre, ya que veía cómo fastidiaba a su adorado hermano Sean y maltrataba a su madre.

Salvo Colin, toda la familia solía respirar aliviada cuando Ian se iba de viaje. También el chico era el único que ese primaveral día de noviembre estaba de mal humor. Ian se había marchado por la mañana para un periplo de varios días, pero había dejado a Colin en casa para que no se perdiese las clases. El muchacho maltrataba al caballo que había en el corral delante de la casa. Sean limpiaba el establo de al lado y se peleaba con su hermano cada vez que salía al exterior con la carretilla. Según su parecer, trataba al potro con demasiada dureza y el animal todavía no podía cumplir las tareas que le pedía. Kathleen estaba en casa y Heather recogía flores para un magnífico ramo rojo y amarillo. La niña emulaba a Claire, quería ser una dama y adornar como tal su casa.

La mula de Claire casi derribó a la pequeña. La alazana había aparecido por el camino sin pavimentar que unía la casa de Kathleen y el corral como alma que lleva el diablo. Claire la montaba sin silla y la guiaba por medio de un cabestro de cuerda. Spottey, la burrita, la seguía a un ritmo no menos trepidante, llevando a la hija de Claire, Chloé, ya convertida en una amazona tan segura como su madre, aunque solía montar elegantemente en una silla australiana o de amazona. Ese día, sin embargo, también Chloé se sostenía a duras penas sobre el lomo huesudo de Spottey. Si madre e hija habían recorrido los casi cinco kilómetros a ese ritmo, la niña debía de estar magullada.

Claire y Chloé bajaron de sus monturas con presteza y la niña hizo el gesto de ir a atar las yeguas, pero Claire parecía incapaz de actuar o pensar con sensatez.

—¡Kathleen! —llamó.

Cuando Kathleen salió presurosa de la casa, Claire se arrojó sollozando en sus brazos.

—Kathie, Kathie, yo… nosotros… nuestra casa… Matt…

Kathleen sostuvo a su amiga y la estrechó entre sus brazos. Por su mente pasaron velozmente todas las catástrofes posibles. ¿Se habría quemado? ¿Había muerto Matt entre las llamas?

—¿Un… un incendio, Claire? —preguntó cautamente.

Claire movió la cabeza sin decir palabra.

—Ha venido gente —dijo Chloé—, un hombre, una mujer y dos niños. Con un coche grande y muebles. ¡Y nos… nos han echado!

La niña parecía más sorprendida e incrédula que intranquila. No se daba cuenta de la gravedad de la situación.

—¿Que os han echado? —Tampoco Kathleen comprendía nada, aunque la invadieron los recuerdos de Irlanda. Grainné Rafferty en el muelle de Wicklow, la cabaña de los Drury derribada y quemada…—. Pero no puede ser, Claire, esta es una tierra libre. No hay hacendados, no hay terratenientes, no pertenece a los ingleses, pertenece…

—Esa gente dice que la ha comprado —señaló Chloé. Para tener ocho años era una niña muy madura que sabía expresarse con claridad—. Con todo el in… in…

—Inventario —completó Claire mecánicamente, recuperando el control de sí misma—. Lo podían demostrar. El contrato de compra era correcto. Matt, ese canalla…

—¿Matt ha vendido la casa en que vivís? —preguntó horrorizada Kathleen.

Claire asintió.

—A lo mejor nos consideraba parte del inventario —indicó con amargura—. No obstante, los compradores estaban muy enojados de encontrarnos allí. Han dicho que Matt ya se había ido. El dinero de la granja lo ha invertido en una goleta mercante. En estos momentos navega con ella rumbo a China.

Kathleen miró a su amiga deshecha y aterrada y, de repente, se serenó. Había postergado la decisión mucho tiempo, pero ahora se sentía empujada por el destino. No podía dejar a Claire en la estacada, todo en ella se rebelaba. Claire era demasiado bien educada e ingenua para sobrevivir en Christchurch o Lyttelton. Kathleen respiró hondo.

—¿Y qué ha pasado con tus vestidos, Claire? —fue lo primero que preguntó.

Matt nunca se había interesado por el guardarropa de Claire, pero su madre le enviaba telas de vez en cuando. Claire y Chloé poseían para entonces un guardarropa variado que habían confeccionado con ayuda de Kathleen y del que se enorgullecían.

Los ojos de Claire lanzaban chispas. Por lo visto, empezaba a reponerse y su horror dejaba sitio a una saludable cólera.

—¡Formaba parte del inventario! —respondió alterada—. Quise empaquetar algunas prendas, pero la mujer vio que no solo tenía un vestido viejo como este. —Claire llevaba un raído vestido de estar por casa, seguramente estaba trabajando en la huerta cuando la desgracia se cernió sobre ella—. Esa gorda fofa se colocó delante de mi armario y dijo que todas esas estupendas prendas se habían comprado con la granja.

—Esto habría que verlo —repuso Kathleen—. Un abogado de Christchurch…

Claire hizo un gesto de rechazo.

—Bah, olvídate, venderán la ropa antes de que el abogado aparezca… —sonrió irónica—. Pero ¡al menos nos quedan los animales!

—Que seguramente sí forman parte del inventario, ¿no? ¿Cómo has conseguido llevártelos?

Claire compuso una expresión casi traviesa.

—¡Estaban en el bosque, en la plaza de los Elfos! —contestó—. Y los nuevos dueños estaban ocupados en que yo no me llevara nada de la casa. Así que nos fuimos a pie al río y luego rodeamos la granja y nos internamos en el bosque. ¡Y aquí estamos!

—No deberíais quedaros mucho tiempo —les aconsejó Kathleen—. Seguro que denuncian el robo.

Una sombra pasó por el rostro de Claire.

—No… no lo dirás en serio… —susurró—. No nos echarás de aquí, ¿verdad? Pensaba…

Kathleen agitó impaciente la cabeza.

—¡Déjate de tonterías, claro que no os voy a echar! Pero tienes que comprender que donde primero mirarán será aquí. A más tardar cuando se enteren de que somos amigas. Además, Ian no dejará que te quedes. Nos vamos. Nosotras dos y los niños.

—¿Nos vamos las dos? —Los ojos de Claire se abrieron como platos—. ¿Quieres… quieres abandonar a Ian?

Kathleen asintió decidida.

—Ya hace tiempo. Estoy harta de que me humille y me pegue. No me he atrevido a hacerlo sola. Pero dejemos eso ahora, tenemos planes que trazar. Lo primero es encerrar a los animales en el establo. Sean… —Miró alrededor y no solo vio al hijo mayor, sino a los otros dos. Sean aguardaba tranquilo y escuchando sentado en la valla del corral; Colin estaba a lomos de su montura con los ojos y los oídos bien abiertos. Heather y Chloé cuchicheaban, comentando a su manera los acontecimientos.

Missy y Spottey no estaban ya a la vista. Sean dirigió un guiño a su madre. Kathleen le sonrió. ¡El chico era inteligente!

—Bien. Entonces vayamos a casa y vosotros empaquetáis vuestras cosas, niños. Tenemos que coger la calesa y la vieja mula. Ian se ha ido con el carro entoldado. Así que no os llevéis muchas cosas, apenas tendremos sitio para los seis. —Kathleen inspiró hondo y tomó fuerzas para hacer la pregunta más importante—: Claire, ¿tienes el dinero?

Kathleen suspiró aliviada cuando Claire asintió.

—Sí —susurró y volvió a adoptar una expresión traviesa—. Chloé lo cogió del establo mientras yo discutía con la mujer a causa de los vestidos. Esa gente sería capaz de reclamar que era suyo. Pero ¡aquí está!

Sacó los billetes y monedas del bolsillo de su vestido. Guardaba el dinero en una preciosa cajita de caoba, una pieza más de su inútil ajuar, pero no habría podido llevársela en su acelerada carrera.

—¡Bien! —Kahtleen se sintió tan aliviada que abrazó a su amiga—. Entonces no es todo tan funesto. Mira, tienes los animales, el dinero… Eres rica, Claire, ¡y yo también! ¡Nos vamos! Empezaremos en algún sitio de cero.

—Pero ¿dónde?

Claire, todavía algo sorprendida, siguió a Kathleen al interior de la casa. Esta puso agua a hervir y colocó pan y mantequilla sobre la mesa. Por mucha prisa que tuvieran, Claire necesitaba un té y también comer algo. Por su parte, Chloé parecía hambrienta y enseguida se puso a comer.

Los hijos de Kathleen no hacían ningún gesto de prepararse para la marcha, solo escuchaban fascinados la conversación de las mujeres. Colin había dejado el caballo en la cuadra.

—Tendrá que ser una ciudad —decidió Kathleen—. Y a ser posible que no haya surgido de una estación ballenera o algo similar. Allí no hay mujeres, así que ¿a quién venderíamos nuestros vestidos? Solo tomaremos en consideración ciudades como Christchurch.

—Pero ¡está demasiado cerca! —objetó Claire.

Kathleen puso los ojos en blanco.

—¡Claro que no será Christchurch! Ian no tardaría ni medio día en encontrarnos y a ti te quitarían los animales y es posible que te llevaran a juicio por robo. No; creo que deberíamos ir hacia el noroeste, a Nelson, o hacia el sur, a Dunedin.

—Yo abogaría por Nelson, mamá —intervino Sean con su forma de expresarse algo afectada tras su lectura de la enciclopedia—. O por la Isla Norte. Allí hay grandes ciudades: Wellington, Auckland… donde papá nunca nos encontrará.

Sean era el único de los hijos que no parecía sorprendido por los planes de huida de Kathleen. Por lo visto, él mismo había estado reflexionando al respecto.

—Pero ¡yo no quiero separarme de papá! —saltó Colin, que tomaba conciencia de qué estaban hablando—. No es verdad que nos vamos, ¿verdad, mamá? ¿O qué? Nosotros… nosotros pertenecemos a…

—Justamente nosotros no pertenecemos a tu padre, Colin —objetó Kathleen con súbita brusquedad—. No es justo que lleve años teniéndome aquí encerrada, ya estoy harta. Nos vamos a…

—¡Yo no voy a ningún sitio! —exclamó alterado el niño—. ¡Yo me quedo con papá!

Kathleen movió la cabeza.

—Tú no tienes nada que decidir, Colin. Ya has cogido demasiadas malas costumbres. ¡A partir de ahora nada de tratar con caballos! Irás a la escuela y aprenderás un oficio honesto. Por Dios, desde que me casé con tu padre todo el mundo me reprocha sus chanchullos. ¡No podría mirarme en un espejo si hubiese de oír lo mismo de mi hijo!

Colin se levantó de un salto.

—Tú has vivido muy bien a costa de los chanchullos, tú y tu… tu…

Colin no manejaba las palabras tan bien como su hermano, pero Kathleen se cubrió de rubor mientras su hijo intentaba repetir la acusación que Ian con tanta frecuencia le había arrojado a la cara. ¡Era imprescindible que los niños se marcharan de esa casa! No podía ni imaginar que llegaran a comprender un día lo que significaba la palabra «bastardo». Claire, por otra parte, parecía sospechar lo que el niño quería decir. También ella se sonrojó y bajó la vista.

Kathleen respiró hondo, levantó la mano y propinó un bofetón a Colin.

—¡Cierra la boca, Colin! Sean, llévate a tu hermano a vuestra habitación y ayúdale a recoger sus cosas. Una camisa y un pantalón de muda cada uno, un par de tonterías que queráis llevaros… Sí, Sean, por todos los cielos, también la enciclopedia.

—¿Todavía la tienes? —El rostro de Claire se iluminó.

Kathleen levantó la vista al cielo, pero Colin no se daba por vencido.

—¿Es que no me has oído, mujer? —preguntó con el mismo tono y las mismas palabras que utilizaba su padre. Un escalofrío recorrió la espalda de Kathleen—. Yo me quedo. ¡Yo no me voy cuando papá no está! Y tampoco puedes coger la calesa. Es nueva, papá la compró y…

—Papá ha comprado todo esto con mi dinero —observó Kathleen serena—. Así que si solo me llevo la calesa y una mula, puede considerarse afortunado —añadió—. Y ahora, manos a la obra, niños.

—¿Ah, sí? ¿Y qué piensas hacer? —preguntó Colin desafiante—. ¿Me vas a atar a la calesa? ¿Me atarás de manos y pies? Pues ya puedes hacerlo bien fuerte, mamá, porque cuando me libere me iré con papá. ¡Yo sé dónde encontrarlo! ¡Y luego irá a esa ciudad y te atrapará, o a la Isla Norte o donde sea que te escondas!

Claire miró a su amiga. Kathleen reconoció en su mirada, entre compasiva y temerosa, que creía la amenaza del niño. Y la expresión de Claire también se reflejaba en Sean. Él tampoco confiaba en su hermano.

—¡En algún momento tendrás que dejarme libre! —exclamó Colin en tono triunfal—. Entonces iré a la policía y te denunciaré. Y encontrarán a papá por muy lejos que estemos.

—Colin… —Kathleen tenía la sensación de que se le estaba desgarrando el corazón—. Colin, perdona que te haya pegado. Pero no podemos marcharnos sin ti. Tenemos que mantenernos juntos.

—¡Yo quiero estar junto a papá! —gritó Colin. Ya estaba casi en la puerta—. ¡Y ahora mismo me voy con él!

Se deslizó rápidamente fuera de la cocina. Sean no dudó y salió tras él.

—No podemos dejarlo aquí —dijo Kathleen desesperada.

Claire le sirvió un té. En ese momento ella era la que tenía la mente despejada.

—Tampoco nos lo podemos llevar —dijo con determinación—. Nos crearía inseguridad. Siempre lo ha hecho. Acuérdate del viaje a Christchurch.

—Pero todavía es muy pequeño —susurró Kathleen—. No es malo.

Claire se encogió de hombros.

—Para los niños no hay grandes diferencias entre lo bueno y lo malo —señaló—. Colin está influido por su padre. Como es natural, lo quiere y lo admira. Para Colin, Ian no comete ningún error. Pero tú, Kathleen, a sus ojos vas de error en error, lleva años escuchando los reproches que te lanza Ian. Tienes que explicarme exactamente lo que pasó. Sean…

Kathleen asintió, pero se llevó el índice a los labios.

—No delante de las niñas… —dijo en voz baja—. Pero si lo dejo aquí, significará… significará que lo abandono…

Claire la miró a los ojos.

—Puedes abandonar a Colin o abandonarte a ti misma —replicó con dureza—. ¿O debería decir «abandonar a Sean»? Cuando comprenda lo que has hecho por él… si hoy te vas, es posible que te quiera por eso. ¡Si te quedas, te odiará!

Kathleen giró la taza de té entre sus manos. En ese momento se abrió la puerta y entró Sean.

—Se ha escapado —anunció jadeante—. Lo siento, mamá, pero es más rápido que yo. Se ha ido en dirección al bosque. Voy al establo para vigilar a los animales. Si coge el caballo estaremos perdidos.

—¿Quieres llevarte el caballo? —preguntó débilmente Kathleen.

Sean asintió.

—No tenemos opción. Por suerte tenemos uno. Pero si le dejamos a Colin una montura…

—Volverá —musitó Kathleen—. Esperemos un poco.

Sean hizo un gesto de impaciencia.

—Claro. Vendrá cuando tenga hambre. ¿Y entonces lo atarás?

—Ve al establo, Sean —dijo Claire—, y engancha la mula. En media hora estamos ahí.

Sean se balanceaba de un pie al otro.

—¿Mamá? —preguntó.

Kathleen se mordió el labio inferior.

—Haz lo que dice tía Claire, Sean.

Kathleen recogió sus patrones y dibujos, ropa para ella y Claire. Por suerte era la más alta de las dos y podría arreglar unos vestidos para su amiga. Por último sacó el dinero del escondite de la chimenea. No era una fortuna, pero junto con el de Claire sería suficiente para una tiendecita. Pensó en si llevarse alguna de la valiosa ropa de Colin para Sean, pero se abstuvo, asustada. Colin sin duda crecería con la idea de que su madre era una ladrona y una puta, así que no quería robar a su hijo. Sean tampoco querría ninguna prenda de Colin. Solo se llevó la ropa de su hijo mayor y la enciclopedia.

Sean ya había parado la calesa delante de la casa cuando Kathleen salió con sus pocas pertenencias.

Claire había ayudado a hacer el equipaje de Heather y cogido un par de cosas para Chloé.

—¿Te parece bien? —preguntó con timidez.

Kathleen le hizo un gesto de que no se preocupase.

La calesa de cuatro ruedas era relativamente nueva y casi un poco señorial. Ian la conducía cuando vendía caballos de tiro a gente de la ciudad. Se le podían enganchar uno o dos animales y Sean lo había hecho con las mulas de Kathleen y Claire. El burrito iba atado detrás. El caballo también estaba al lado. Después de que Colin lo hubiese montado, todavía estaba ensillado y con los arreos. Por eso el niño había vuelto tan pronto a la cocina después de la llegada de Claire, porque no había perdido tiempo en desensillar al animal. ¿O acaso ya tenía en mente salir a galope en busca de su padre?

Sean acondicionó el pescante para Kathleen y se dirigió al pequeño caballo negro.

—Yo montaré, así tendréis más sitio en el coche —dijo, atando su equipaje en la silla.

Las mujeres asintieron. Las niñas cogieron sus hatillos y subieron al asiento posterior. Kathleen amontonó sus cosas detrás del pescante. Poco después se pusieron en camino.

—¿A qué distancia queda Nelson? —preguntó Claire mientras Kathleen llevaba las riendas.

—Unos trescientos kilómetros.

—¿De verdad Colin no viene? —preguntó quejumbrosa Heather desde el asiento trasero. La niña miró entristecida hacia atrás. La granja junto al Avon desaparecía en ese momento tras un recodo del camino.

—Tesoro, Colin amenazó con traicionarnos si le obligábamos a acompañarnos. —Se diría que Claire iba a contar una historia ocurrida mucho tiempo atrás, tal vez en la corte artúrica—. Por eso hemos tenido que dejarle hacer lo que él quería.

—¡Ese desgraciado nos traicionará de todos modos! —intervino Sean, que cabalgaba junto a la calesa—. No tenemos que ir por la carretera principal, mamá. Será mejor dar un rodeo.

Kathleen sacudió la cabeza.

—Lo sé —dijo apretando los labios—. Por eso he dicho que nos vamos a Nelson. Pero Nelson está muy lejos, Sean. El camino por la montaña es peligroso, no conseguiríamos recorrerlo con la calesa, ni a pie ni a caballo. También está Kaikoura, la estación ballenera… Dos mujeres y tres niños… es demasiado arriesgado, Sean, aunque tienes razón en cuanto a la Isla Norte.

—¿Adónde vamos, entonces? —preguntó sorprendida Claire, mientras Kathleen ponía rumbo al sur.

Kathleen tomó la decisión final.

—A Dunedin. Donde están los escoceses.