10
La visita de Claire Edmunds había insuflado nuevos ánimos a Kathleen. Su mudo cavilar, su resignación y abandono a la soledad cedieron paso a una nueva ansia de actividad. ¡Ojalá hubiese encontrado a una amiga! ¡Ojalá fuera posible visitarse mutuamente de forma periódica, hacerse compañía durante los partos, charlar despreocupadamente con una vecina como antes en Irlanda o los primeros meses en Port Cooper!
Kathleen iba a lavar su taza de café y la de Claire, pero luego se lo pensó mejor. ¡La taza de Claire era una prueba de que había estado allí! No se lo había imaginado, no estaba volviéndose loca. Al día siguiente le devolvería la visita. Si la casa de Claire también estaba junto al Avon, tenía que haber un camino más corto que la carretera de Christchurch. Kathleen guardó la taza que Claire había utilizado como si fuera un tesoro.
Al día siguiente despachó las tareas más urgentes y puso a los dos niños en el mulo más tranquilo y seguro que tenía Ian en el establo. Primero se montó detrás de ellos, pero pronto le resultó difícil abrirse paso a través de las cañas, la hierba alta y las ramas que caían de los árboles junto a la orilla. Kathleen desmontó y llevó de las bridas a su montura, pero no se dejó abatir. Cuando recorriese la orilla tres o cuatro veces, un sendero se abriría por sí mismo. La orilla estaba cubierta de hierba, pero no era impracticable.
Y, en efecto, sus esfuerzos se vieron recompensados. No necesitó más de una hora para llegar: entre la granja de los Coltrane y Stratford Manor no había más de cinco kilómetros. La propiedad de los Edmunds tampoco le resultó tan imponente como había temido. Al contrario, pese a su hermoso nombre, no era una casa señorial, sino una cabaña pobre, confeccionada con tablas, igual que la suya pero peor construida.
Kathleen se acordó de los improperios de Ian cuando se instalaron en su granja. Su marido había pasado las primeras semanas haciendo reparaciones antes de que la casa y los corrales estuvieran dispuestos de modo que el viento no se colara entre las ranuras de las tablas y que la cubierta no volara. Por lo visto, los primeros colonos habían construido deprisa y sin mucho cariño sus casas, para percatarse, después, de que preferían vivir en la nueva colonia de Christchurch o al menos cerca del paso por el cual se extendía el camino entre Port Cooper y Christchurch. Los primeros que se habían instalado en ese entorno pocas veces habían sido granjeros, antes bien pescadores o barqueros, y ambos podían ganarse mejor la vida río abajo.
También el marido de Claire se marchaba cada día con su bote en dirección a Christchurch para trasladar a la gente de una orilla a otra o para transportar el mobiliario de los colonos que llegaban por mar y por el río Avon hasta la nueva ciudad. Desde su granja eso era fatigoso y también le privaba de mucho tiempo. Al menos no había contado con tiempo o con dinero hasta el momento para impermeabilizar la granja o pintarla de nuevo. El viejo color, un amarillo mate, se desconchaba e intensificaba la impresión de abandono. Tampoco las vallas de los corrales en que estaban la burra Spottey, una vaca gorda y su ternero recién nacido, así como un par de ovejas, parecían muy sólidos. Todavía disponían de mucha hierba, pero cuando la hubiesen acabado Claire tendría que salir tantas veces como Kathleen a recuperar los animales, que se desplazarían a otros lugares en busca de alimento.
Bajó a sus hijos del mulo, ató el animal en el poste que le pareció más digno de confianza y se encaminó a través de un porche ruinoso hacia la puerta de la casa. Claire respondió de inmediato a la llamada: estaba tan ansiosa de novedades como la propia Kathleen. Ese día, sin embargo, no se había arreglado. Llevaba el cabello oscuro recogido con dejadez y un vestido viejo de estar por casa que se ceñía tanto al vientre como el traje de montar. ¿Por qué no se soltaba un poco los vestidos?
El semblante de Claire resplandeció al reconocer a Kathleen y los niños. Espontáneamente, abrazó a su nueva amiga.
—¡Qué alegría que hayáis venido! —exclamó—. Entrad, prepararé té. También podéis comer algo del guiso que estoy haciendo. Aunque me temo que no es demasiado bueno…
En efecto, Kathleen se abstuvo de probar los boniatos recocidos.
—Tendrías que haberlos pelado antes —indicó, dejando perpleja a Claire.
—Pero la piel sale por sí misma si se hierve lo suficiente y entonces…
—Entonces quedan pastosos y el agua de hervir parece arena. ¿O cepillas a fondo la piel antes? Si preparas un guiso, tienes que pelar las patatas y cortarlas en trozos pequeños. Y yo metería algo más en la olla que los boniatos y el trozo de carne. ¿Qué es esto, por cierto? No puedes dejar hervir un trozo hasta que la carne se desprenda del hueso y se deshilache, yo la cortaría ahora. ¿Y no tendrás un par de cebollas y patatas?
Kathleen intentó salvar el guiso. Sacó el agua, desmenuzó los boniatos y cortó otras verduras que encontró en el huerto cubierto de hierba y lo puso todo junto con la carne sin hueso al fuego. Claire no salía de su asombro. Ella misma no había hecho el huerto, debía de haber sido la esposa del anterior propietario de la granja. Claire no tenía ni idea de que allí creciera algo comestible. Sus esfuerzos se limitaban a plantar algunos arbustos de trepadora de rata escarlata, tan extendida en esas tierras.
—Son muy bonitas, ¿verdad? —preguntó maravillada, señalando las flores rojas.
Kathleen asintió sin mucho interés.
—Pero no se comen. —Para los aparceros de Irlanda, el producto de los huertos, en su mayor parte muy pequeños, era esencial para su supervivencia. A nadie se le habría ocurrido plantar flores—. Mira, patatas y zanahorias. Y hierbas aromáticas. Todo eso se puede cultivar…
Claire escuchaba con atención y se alegraba tanto de cada tubérculo desenterrado como del descubrimiento de ese tesoro.
—¿No teníais huerto en casa? —preguntó Kathleen mientras las dos limpiaban las verduras. Claire manejaba el cuchillo con tan poca destreza que su vecina tenía miedo de que fuera a cortarse.
—Sí. Pero también jardinero. Mi madre se ocupaba, como mucho, de las rosas. Y nosotras, las chicas, nos encargábamos de los adornos florales.
Respecto a este punto, Claire se había esforzado en embellecer su cabaña. Las flores de la enredadera escarlata, así como la pohutukawa, de un verde resplandeciente, y las ramas de kowhai, con flores amarillas, se encontraban en unos jarrones preciosos de porcelana distribuidos por el suelo. Exceptuando esto, el mobiliario era escaso. Los Edmunds tenían todavía menos muebles y en un estado mucho peor que los de Kathleen e Ian. Pese a ello, la mesa de tres patas estaba cubierta de un mantel de lino maravilloso y Claire en ese momento disponía unos platos de porcelana decorados. Sean tocó fascinado las finísimas tacitas de té, que Kathleen le sacó de las manos con cuidado antes de que hubiera un accidente.
—Bah, tampoco pasa nada, ya se han roto algunas durante el viaje —señaló tranquila Claire—. Tengo servicio para doce personas, más de las que viven en todo el condado.
Kathleen no pudo contener la risa. Esa casa le resultaba tan extraña como su nueva amiga, que no sabía hervir ni unas patatas pero servía el té con destreza y elegancia. Le recordaba a lady Wetherby. También ella había instruido a sus doncellas en el arte de preparar y servir esa infusión típicamente británica. ¿Sería eso lo único que aprendían las chicas inglesas respecto a cómo llevar una casa?
Claire lo admitió con toda franqueza cuando Kathleen se atrevió a preguntárselo.
—Sí —dijo—. Más o menos. Claro que también sé cómo programar y servir un menú de varios platos. Y cómo distribuir a los invitados de forma adecuada, si, por ejemplo, recibes al mismo tiempo la visita de un obispo y un general… Pero eso aquí no me sirve demasiado. Tan poco como la vajilla… —Miró con tristeza su tesoro de porcelana china.
—¿Por qué te la has traído, entonces? —preguntó Kathleen. No había nadie que pensara de forma menos pragmática y, sin embargo, Claire mostraba un espíritu aventurero.
Claire hizo una mueca.
—Me lo envió mi madre. Ya te conté que escribí a mi familia a Londres después de casarme. Y que mi padre no quería saber nada más de mí, pero mi madre me envió una caja con el ajuar. Me escribió que se le rompía el corazón al pensar que me marchaba a un lugar desconocido sin nada…
—Pero podría haberte ofrecido otras cosas… —señaló Kathleen. Pensaba en ollas, telas para vestidos o, simplemente, dinero.
Claire miró a su amiga con expresión de complicidad.
—Pues sí, ¿verdad? El violín para que pudiese practicar. O un par de libros, partituras… ¡Una enciclopedia! No tengo ni idea de cómo educar a mi hijo. ¿Cómo voy a enseñarle algo si ni siquiera tengo una enciclopedia?
Kathleen suspiró. Estaba claro que era peor de lo que se había imaginado. No cabía duda de que Claire era una persona cultivada, pero no poseía ninguna de las habilidades que para Kathleen se daban por supuestas y necesarias para vivir en esas tierras. No sabía coser y tampoco había barrido y fregado nunca.
—Cuando las doncellas pasaban la bayeta por el suelo, quedaba limpio —explicó la muchacha, desconcertada—. Cuando lo hago yo, solo se queda todo mojado…
No obstante, no se dejaba desanimar por sus carencias. Era laboriosa y lo probaba todo, si bien destacaba en las tareas en el establo. Su simpatía y amabilidad obraban también efecto en los animales. Así pues, había leche fresca para el té. Claire contó con cierto humor que había bautizado a la vaca con el nombre de Minerva y había alcanzado con ella una especie de «pacto de damas». Si le daba de comer y le cantaba, se quedaba quieta al ordeñarla.
—¡Y además esta noche ha tenido un ternero! —informó, encantada de su reciente aventura—. Le salió de detrás… —Se ruborizó—. Tenías razón, se… humm… se ensancha. ¿A nosotras nos pasa igual? —Se tocó el vientre.
Kathleen asintió.
—De todos modos, tuvimos que tirar de él, Matt y yo, fue cansado y… ¿Los niños también… resbalan tanto? Pero bueno, ahora el ternero ya está ahí y la vaca debería dejar de llamarse Minerva, ¡porque ella sí era virgen! —Claire seguía hablando animada.
—¿La vaca todavía era una novilla? —interrumpió Kathleen asombrada—. Pensaba que Ian os la había vendido preñada. Y que ya daba leche.
Claire volvió a abrir los ojos de par en par.
—¿Sabías que estaba preñada?
En la hora que siguió, Claire aprendió que las vacas solo dan leche cuando tienen o han tenido terneros, y el pequeño Sean escuchó emocionado la historia de la diosa Minerva que surgió de la cabeza de su padre y nunca eligió marido.
—¡Eso seguro que se lo perdió! —observó Claire.
Kathleen no estaba del todo de acuerdo. Ya hacía tiempo que había empezado a cuestionarse su matrimonio con Ian. ¿Llegaría el momento en que pudiese hablar en confianza con Claire Edmunds al respecto?
También ese día se separó de mal grado de su vecina, algo extraña pero muy divertida. Esperaba a Ian por la tarde y no quería arriesgarse a que encontrara la casa vacía. Claire le dio generosamente la mitad de la verdura que habían recogido en el huerto. El de Kathleen todavía no daba frutos.
—¡Con esto le puedes preparar un guiso a tu marido! —dijo—. Bueno, ¡Matt se sorprenderá cuando vuelva! —En la cocina olía a sopa—. ¡Y la próxima vez me traes levadura o como se llame!
Los esfuerzos de Claire por hacer pan se limitaban, hasta el momento, a mezclar cereal toscamente molido con agua. El resultado era un pan ácimo más duro que una piedra e incomestible. Esta tarde había oído hablar por vez primera de la existencia de la levadura.
Kathleen estaba contenta de contar con la compañía de Claire, pero Ian Coltrane no se mostró tan entusiasta con la nueva conocida de su esposa. En un principio, esta no le había contado nada de Claire. Después de que él interpretase sus observaciones como críticas o sus inocentes anécdotas como pruebas de infidelidad, la joven se había vuelto extremadamente prudente y solo hablaba de lo necesario con su marido.
Pero Sean enseguida soltó las novedades cuando Ian regresó a casa. Se burló —todo lo que podía burlarse un niño de su edad— de la «silla tan rara» de «la tía Claire».
—¿No se cae? —preguntó.
—¡Pottey, Pottey! —gritó Colin riendo.
—¿Están hablando de esa niña fina de ciudad y de su burro? —preguntó Ian malhumorado.
Kathleen le explicó de qué hablaban los niños y le dijo dónde vivía Claire.
—¿Con ese marido que ahora intenta ganarse la vida de barquero? Ese no llegará lejos. Y la mujer… te lo advierto, Kathleen, ¡las mujeres decentes de Christchurch no hablan con ella!
Por eso Claire había temido que también Kathleen la rechazara.
—¿Por qué no? —preguntó—. Es peculiar, pero muy amable y abierta…
—¡Una arrogante es lo que es! —sentenció Ian—. Y una insolente. La mujer de la tienda de ultramarinos de Christchurch dice que le hizo unas preguntas tan indecentes que casi se desmayó de la vergüenza. Y encima es una desaseada, hasta su propio marido lo dice. Este da pena a las mujeres por el modo en que va. No le remienda la ropa, no le cocina. Y la casa… Yo mismo la he visto, Kathie. ¡Una vergüenza! ¡No me gusta que te relaciones con ella!
Kathleen se encogió de hombros.
—Bueno, las mujeres finas de Christchurch no se enterarán —observó—. Aunque es interesante cuánto sabes tú de lo que cotillean. Pero da igual lo que la gente diga de Claire Edmunds: en un par de semanas voy a tener un hijo. Y la única mujer en quince kilómetros a la redonda es ella. Me ha prometido acompañarme y…
—¿Esa? —Ian se echó a reír—. ¡Esa todavía cree que la cigüeña trae a los niños! Te lo advierto, Kathleen…
La joven bajó la cabeza y siguió hablando. Claire y ella no se habían contado ninguna intimidad, pero tan solo el contacto con una chica tan vital la había animado.
—Eso es porque nadie responde a sus preguntas chocantes —determinó Kathleen—. Y, además, Claire Edmunds también está embarazada. Alguien tiene que ayudarla cuando el niño venga al mundo y seré yo. Es un deber cristiano, Ian. Tanto si te gusta como si no.
Para sorpresa de Kathleen, Ian no siguió hablando de Claire Edmunds ni tampoco intentó prohibirle expresamente la relación con ella. Probablemente comprendió que no iba a ser fácil imponer su criterio.
—Kathleen, me enteraré si coqueteas con Matt Edmunds —anunció, dicho lo cual se levantó de la mesa y con una mirada sombría le ordenó que fuera al dormitorio. Ella lo siguió con un suspiro. Pero mientras yacía bajo él y soportaba sus embestidas y ásperos besos, no pensaba en otro hombre, sino en la diosa Minerva, armada y luchadora.
—¡Bah, Matt tampoco quiere que seamos amigas! —exclamó Claire tranquilamente cuando, durante el siguiente encuentro, Kathleen aludió con cautela a lo que Ian había dicho. Claire sabía muy bien lo que se rumoreaba sobre ella. También había oído cotilleos sobre Kathleen, que compartió en esos momentos con su amiga—. Dicen que no quieres saber nada de la congregación porque eres católica. Que los irlandeses son todos raros. Y que a saber qué ritos tan extraños tenéis…
—¿Ritos? —repitió Kathleen, que no conocía tal palabra.
—Lo que se hace en la misa. En vuestro caso, algo con la carne y la sangre o parecido. ¡Si oyes a la esposa del tendero se diría que coméis niños! —Y se echó a reír, pero Kathleen estaba horrorizada—. En serio, Matt dijo que debería tener cuidado con nuestro hijito. Pero solo está enfadado con Ian por el asunto del burro. Se lo ha tomado a mal. Y pronto necesitará un mulo. Espero que tu marido no vuelva a darle gato por liebre. ¿Tienes alguna influencia sobre él?
Kathleen meneó la cabeza como disculpándose. Ian no la ponía al corriente de sus negocios, pero, naturalmente, seguía engañando con su comercio de caballos. Lo peor para Kathleen era que, recientemente, dejaba que los niños mirasen cómo transformaba pencos viejos y cojos en caballos de pelaje brillante y jóvenes, con un temperamento brioso, para realizar una venta. Por el momento los niños no entendían demasiado, pero ambos se sentían importantes cuando su padre los llevaba al granero y les enseñaba su «oficio». Si eso seguía así, también ellos iban a convertirse en unos timadores antes de aprender a hablar.
Ella intentaba aportarles una base moral y sana a través de la enseñanza de todas las historias bíblicas posibles, pero estas caían en suelo fértil solo con Sean. Y a este respecto, Claire se iba convirtiendo en su ídolo. Nadie conocía más y mejores historias que aquella joven, que las cambiaba gustosamente por la ayuda práctica que Kathleen le dispensaba en la vida cotidiana.
En adelante, las mujeres se veían hasta tres veces por semana. La burrita de Claire y el mulo de Kathleen pronto pudieron avanzar sin obstáculos por el sendero ya trillado que transcurría junto al río. Las artes culinarias de Claire progresaban y su casa resplandecía tanto como la de Kathleen, tan limpia estaba. Esta, a su vez, volvió de nuevo a practicar la lectura. Conocía bien esta disciplina gracias al padre O’Brien, pero nunca la había dominado con soltura, así que empezó balbuciente y despacio. Al principio, tenía suficiente con la Biblia, pero luego Claire le prestó uno de sus pocos interesantes libros. Kathleen se esforzó en la lectura y muy pronto leía casi con la misma fluidez que su amiga. Una de sus mayores alegrías consistía en sacar por las noches la misiva de despedida de Michael, que mantenía cuidadosamente alejada de Ian desde su matrimonio. Ahora que leía bien, le parecía escuchar la voz suave y oscura del muchacho.
«Mary Kathleen… Volveré…» ¡Cuánto hacía que nadie la llamaba Mary Kathleen!
Unos tres meses después del primer encuentro de las mujeres, Kathleen trajo al mundo a una niña. Fue un nacimiento fácil. La pequeña Heather era diminuta, Claire apenas lograba comprender lo delicados y bien formados que eran los deditos de sus pies y manos, lo preciosa que era la boquita y lo suaves que eran sus rizos rubios. Una vez más, Ian estaba de viaje, pero, tal como había prometido, Claire permaneció junto a su amiga, si bien su ayuda se limitó a preparar el té y darle ánimos. Kathleen nunca habría pensado que nadie fuera a conseguir hacerla reír mientras sufría las contracciones. Pero Claire comparó el transcurso del nacimiento de Heather con tanta seriedad con el parto de su vaca que Kathleen no podía aguantarse la risa.
—¡Me alegra no haber tenido que meterte la mano! —exclamó Claire cuando al final depositó al bebé en los brazos de su madre. En lo que iba de tiempo habían nacido en las dos granjas corderos y Kathleen había ayudado como una especialista cuando había habido complicaciones. Claire había observado el proceso interesada, pero solo había comprendido vagamente lo que Kathleen hacía para traer al mundo, uno después del otro, a unos mellizos entrelazados entre sí—. Pero ¡en caso desesperado lo habría hecho, naturalmente!
La propia Claire no tuvo un parto tan sencillo. Sufrió dolores durante casi dos días y Kathleen dudó seriamente de que fuera a sobrevivir. Matt no estaba dispuesto a llamar a un médico de Christchurch. Cuando Kathleen le preguntó el motivo, señaló que costaba mucho dinero.
—¡Ya os las apañaréis vosotras solas! —protestó de mala gana—. ¡A fin de cuentas, es igual que con los terneros!
—Entonces colaborará también usted, como entonces con la vaca, ¿verdad? —respondió enojada Kathleen.
No aguantó tanto. Pasadas las primeras horas, durante las cuales Claire gritó y lloró desesperada, Matt Edmunds se subió a la barca y se dejó llevar por la suave corriente hasta el próximo pub.
Kathleen estaba furiosa. Para su sorpresa, la partida de Matt llenó a Claire de esperanza.
—Seguro que va a buscar una comadrona… —jadeó—. O a un médico. No puede ser tan caro. Él… él me quiere.
Y al final la joven demostró tener más resistencia de lo que Kathleen había estimado. Cuando el niño ya estaba a punto, empujó con todas sus fuerzas y con un grito desgarrador dio a luz a su primera hija de forma natural.
—Nunca seré una dama… —gimió Claire—. Mi madre decía que las damas nunca gritan. Una dama siempre sufre en silencio…
—¿De verdad? —gruñó Kathleen—. Pues aquí no necesitamos damas. Que se queden todas en Liverpool. ¡Mira qué hija más preciosa tienes! ¿Ya sabes qué nombre le pondrás?
Claire dio la razón a su amiga: la niña era encantadora.
—Creo, creo que la llamaré Chloé —respondió—. Encaja bien con Claire. —Acarició la tierna carita del bebé que, tras el nacimiento, estaba un poco arrugada—. Pero no sé si quiero repetir —reflexionó después—. Te admiro, Kathleen. Tres veces esta tortura… yo creo que con una basta.
Kathleen le cogió a Chloé de los brazos y la bañó y vistió.
—Matt no te lo preguntará —respondió luego avergonzada—. Al menos Ian…
—¿Has tenido tres hijos solo porque Ian insistió? —preguntó Claire con curiosidad—. Y yo que pensaba… bueno, yo pensaba que yo era la única… —Se mordió el labio.
—¿La única que qué? —preguntó Kathleen. Ian no andaba equivocado, no debían mantenerse este tipo de conversaciones. Eran muy inmorales. Pese a ello, sentía curiosidad.
—La única que no lo pasa bien. Esto… humm… haciendo el amor.
Kathleen no sabía si reír o si callar perpleja, pero Claire siguió hablando.
—En los libros pone que debería ser bonito. Bueno, en realidad no describen nada, pero siempre sucede como si la boda fuera el punto culminante y luego vivieran felices y comieran perdices. Pero… yo encuentro que antes de la boda era más bonito. Entonces Matt siempre me hablaba con amabilidad y delicadeza, y cuando me besaba era con ternura y dulzura. Pero ahora… ¿Tú lo has encontrado alguna vez bonito, Kathie? Lo… lo que se hace en la cama.
Kathleen sonrió… y creyó volver a sentir los besos de Michael. De repente experimentó un apremiante deseo de compartir su secreto con alguien. O al menos de aludirlo.
—No tiene necesariamente que ver con una… una boda… —respondió—. Ni con el antes ni el después…
Pero entonces se interrumpió y se alegró de que tras el parto Claire estuviera demasiado cansada para seguir preguntando.
Transcurrieron el verano y el invierno. Con el tiempo, Kathleen fue comprendiendo por qué Matt Edmunds decepcionaba a su amiga. Por lo que Claire contaba, ella se había imaginado un marido totalmente distinto de aquel tipo flaco y parco en palabras que ni siquiera mostraba especial interés por su hija. Sobre todo porque Claire no se cansaba de describirlo como un tipo de rompe y rasga y un fascinante narrador que había conquistado su corazón. Así parecía considerarlo ella y, de hecho, Matt Edmunds era realmente atractivo. Era alto y rubio, pero, para Kathleen, siempre exhibía un gesto enfurruñado que le daba un aspecto huraño y poco simpático. El marido de Claire parecía estar a malas con todo el mundo, pero sobre todo con su hermosa, alegre y encantadora esposa.
Era evidente que Matt se había imaginado la emigración y la vida en el nuevo país de forma distinta, aunque Claire y Kathleen no podían averiguar qué era lo que no le gustaba. Considerando que habían llegado con poco más que un servicio de té y un par de libros, a los Edmunds no les iba mal. Matt había invertido los escasos ahorros que tenía de su época de marinero en un bote y ahora ganaba lo suficiente para vivir. A la larga, iría a mejor, pues la ciudad de Christchurch prometía una existencia próspera y segura. Tal vez Matt extrañara las aventuras que la vida en el mar le había ofrecido. Y estaba claro que Claire, pese a todos sus encantos, no le compensaba por esa pérdida.
Sin embargo, Claire era incapaz de admitirlo.
—¡Seguro que me quiere! —decía obstinada cuando Kathleen volvía a hacerle alguna observación poco complaciente sobre la conducta de Matt—. Aunque me encuentre tonta y aburrida…
No aclaraba si ella suponía que él pensaba así de ella o si le decía a la cara que estaba harto.
—La razón es que no hago nada bien… —señalaba, disculpando el comportamiento de Matt.
Kathleen no comentaba nada al respecto, aunque tenía en la punta de la lengua algunas respuestas afiladas. A fin de cuentas, Claire ya administraba su casa de forma muy correcta. No tenía ni un pelo de tonta y, en opinión de Kathleen, le llevaba mucha ventaja a su marido. Naturalmente, le faltaba la experiencia práctica y su talento para el trabajo manual era, como mucho, medio. Pero en cuanto a inteligencia y originalidad superaba fácilmente a Matt Edmunds.
Kathleen nunca se cansaba de escuchar las vivaces narraciones de Claire y sus ideas siempre originales, y se imaginaba las veladas de los Edmunds mucho más alegres y entretenidas que su monótona convivencia con Ian. Pero tal vez también Claire enmudeciera en presencia de su marido. Parecía encogerse cuando Matt aparecía de forma inesperada en casa y ella estaba sentada a la mesa y charlando con su amiga.
Quizás eso se debiera también a que Matt reaccionaba mal ante cualquiera que llevase el apellido Coltrane. Cuando encontraba a Kathleen en su casa siempre hacía observaciones al estilo de «mujeres perezosas», «irlandeses inútiles» y «chanchulleros y chalanes». Kathleen comprendía que las prácticas de Ian como comerciante lo encolerizasen. El marido de Claire había pagado mucho por la burrita Spottey, pero debía pedir prestados mulos cuando había trabajos duros en la granja. Y eso se convertía, debido a su talante huraño, en un difícil y desagradable asunto. Por añadidura, la granja más cercana estaba bastante lejos y traer y llevar los animales exigía un gasto importante. El tratante de caballos más próximo vivía todavía más lejos, por lo que Kathleen no se sorprendió cuando un día vio el bote de Matt Edmunds en la orilla, junto a su granja, y oyó las voces de Matt e Ian en el establo.
—Ahí tiene, míresela bien, la mula baya. Fuerte, joven y dócil, yo hasta se la dejo a mis hijos… ¡Venga, Sean, saca a la mula del corral!
Sean, que ya tenía tres años, agarró con afán el cabestro. Los dos niños competían por ayudar a su padre cuando estaba en casa. Por fortuna, Sean todavía no se daba cuenta de que las miradas más benévolas recaían sobre todo en Colin, mientras a él lo regañaba más veces que lo elogiaba. Pero, por el momento, Sean superaba a su hermano simplemente en edad y destreza. Los problemas más serios surgirían cuando Colin se pusiera a su mismo nivel.
Casi un poco orgullosa de su hijo, Kathleen contempló cómo Sean entraba en la dehesa, cerraba cuidadosamente la puerta tras de sí y se acercaba a la vieja mula que Ian tenía en el establo desde hacía una semana. El tratante de caballos había dedicado tiempo a afilarle los dientes, trabajarle los cascos de modo que los defectos del paso que en un principio había mostrado no se percibieran más y abrillantarle el pelaje mediante tintes y aceites. Los pelillos grises por encima de los ojos y debajo del escaso flequillo ya no se distinguían y una generosa cantidad de avena, así como compresas con una mezcla especial que Ian llamaba «eufrasia», daban brillo a los ojos del animal. Kathleen pensó preocupada si habría utilizado otros métodos para avivar su temperamento que en ese momento tal vez pusiesen en peligro a Sean, pero la mula se dejó llevar dócilmente como siempre. Era un animal de buen carácter, pero no tenía menos de quince años.
—Aquí, mire usted los dientes: tendrá seis años como mucho. Esta sí que tira, ¿ha visto qué patas más recias? Y qué mirada, ¿a que es bonita, no le parece? ¡Seguro que su esposa, por lo que he oído, sabrá valorarlo! —Ian esbozaba una sonrisa cautivadora.
Edmunds echó un vistazo a la boca del animal, tal como le decían, y observó el interior con el mismo desconcierto con que su esposa había contemplado por primera vez el huerto. Ian no debía de haberse molestado en limar los dientes de la mula, pues Matt no tenía ni idea.
—Y no es cara… le haré un buen precio. Podría venderla más cara si la ofreciera en Port Cooper en el servicio de transporte. Pero en cuanto a usted, Matt… humm… tengo cierta mala conciencia porque no di, en cuanto a su extensión, la debida importancia a su granja. Yo pensé que la burrita (un animal estupendo, como su esposa le comentó a la mía) sería suficiente para trabajarla. Pero tiene usted que arar mucha tierra, ¡con todo mi respeto! ¡Y además ejercer su profesión de barquero! Seguro que con su esposa trabajan codo con codo, ¿eh?
Kathleen admiraba la labia de su marido solo a regañadientes. Sobre todo porque Matt Edmunds mordió complaciente el anzuelo y, con lujo de detalles y expresión avinagrada, se puso a hablar de los defectos de Claire. Al parecer, el reconocimiento del animal se había dado por concluido. Kathleen todavía tenía trabajo en el huerto, pero cuando al terminar regresó a la casa, los hombres estaban bebiendo su segundo vaso de whisky a la salud del trato cerrado. Le habría gustado gritar, pero había tomado una decisión. ¡Ian no tenía que engañar por segunda vez a su vecino! No soportaría que Claire se distanciara de ella como habían hecho al principio las mujeres de Port Cooper.
Cuando Edmunds se hubo marchado, se plantó delante de su marido.
—Ian, eso no está bien. En pocos días ese hombre se dará cuenta de que la mula es viejísima y en cuanto la vuelvan a herrar, a más tardar, cojeará otra vez. Hasta es posible que Claire lo vea enseguida, sabe mucho de caballos. ¡Y luego no nos dirigirán nunca más la palabra!
Ian se echó a reír y se sirvió otro vaso de whisky. Ahora siempre tenía una botella en casa y no solo se permitía un trago después de cerrar un trato. Además era un buen whisky, no uno barato ni destilado en casa. Ian Coltrane se ganaba muy bien la vida. Hasta se notaba en su aspecto. En los años que llevaba en el nuevo país, Coltrane había engordado, ya no era aquel grandullón musculoso pero delgado, de aire siempre misterioso, al que se atribuía ser descendiente de nómadas irlandeses. Cada vez se parecía más a su fornido padre. Tenía el rostro más carnoso, los contornos de sus músculos más difusos y, si bien no estaba gordo, daba la impresión de estar lleno. Con el tiempo había adoptado la costumbre de la mayoría de los tratantes de caballos de llevar siempre un bastón nudoso en el que se apoyaba durante las negociaciones de la venta y con el que podía dirigir los animales deprisa y de forma efectiva. Hasta Kathleen, e incluso el pequeño Sean en una ocasión, habían conocido los efectos del bastón.
En cuanto a Kathleen, ya hacía tiempo que no sentía ninguna inclinación hacia su marido. Al contrario, Ian Coltrane le resultaba repugnante. Soportaba las noches con él porque sabía que entre sus vestidos tenía guardada la carta de Michael. En cuanto Ian la dejaba, solía acercarse a su arcón y acariciar la misiva y el rizo del cabello de Michael. Era casi como si eso la purificase.
Ian se echó a reír.
—¡A nosotros nos da igual que los Edmunds nos dirijan o no la palabra! —le rebatió—. Ese tipo es tonto y la mujer una soberbia. A nosotros, ¿qué nos importan?
Kathleen sacudió la cabeza.
—Ian, ¡los Edmunds son nuestros vecinos! Si algo sucede, los necesitaremos. Claire y yo nos hemos acompañado en los partos. Somos amigas…
—¡Yo ya te advertí que no me gustaba esa amistad! —contestó Ian sin inmutarse—. Cuanto antes dejes de ver a esa mema y de llevarte a tus hijos para que les llene la cabeza de cuentos, mejor.
Ella suspiró, pero no se arredró.
—Ian, no les llena la cabeza de cuentos. Está enseñando a Sean a leer, aunque todavía es pequeño. Y a Colin le enseñará el año que viene. ¡Dónde van a aprender los niños si no los puedo enviar cada día a la escuela de Christchurch! ¡Por favor, Ian! ¡Si no puedes dejar de ser un tratante de caballos, sopesa de una vez a quién puedes timar sin perjuicios y a quién es mejor que no!
Ian se enderezó amenazador.
—Kathleen, no me gusta que me llamen «timador». ¡Y todavía menos una zorra como tú! ¡Bien sabe Dios que no tienes ni idea de lo que es decente y lo que no lo es!
Kathleen era consciente de que esa noche se ganaría unos moratones y peores humillaciones, pero no podía rendirse. Quería de una vez respuestas.
—Entonces, ¿por qué te has dado tanta prisa en casarte con la zorra? —replicó en un arranque de audacia—. Bien que sabías que yo estaba embarazada, Ian. ¡Sabías que existía Michael! Si tan repugnante me encontrabas…
Él rio y bebió un trago de la botella. Ese día había bebido más whisky de lo habitual.
Kathleen temblaba. Esperaba no haberse excedido.
Pero Ian la cogió casi con ternura por el cabello, que todavía seguía siendo suave y dorado.
—¿Quién podía encontrarte a ti repugnante, cielo? La muchacha más bonita de Wicklow… Aunque un poco echada a perder… solo un poco. A fin de cuentas me escogiste a mí y no el trabajo con madame Daisy…
Kathleen sentía oleadas de frío y calor. ¿Cómo sabía Ian que le había ofrecido un sitio en el burdel?
Ian le sonrió burlón.
—Sí, pequeña, ¿o es que te pensabas que yo vivía como un monje? —preguntó, mofándose de ella—. Kathleen, tesoro mío, yo comerciaba con caballos. ¡Y un buen tratante de caballos conoce a todo el mundo y lo sabe todo! A tu querido Michael, yo mismo le había comprado varias veces un par de botellas de alcohol destilado en casa. Y que no había robado el grano de Trevallion para repartirlo entre los pobres lo tenía claro cualquiera que no fuera ciego. ¡Y encima ese Billy Rafferty! A ese lo llevé en mi carro después de que se emborrachase. Ese no podía entender que tu Michael solo le hubiera dado una pizca de lo que le correspondía porque tenía que pagar el viaje en barco de su pequeña Kathleen…
La joven lo miraba con los ojos desorbitados, sin dar crédito. Su intuición no la había engañado: Ian conocía la existencia del dinero de Michael la primera vez que la condujo a Wicklow. ¿Era posible que hubiese denunciado a Billy Rafferty? Kathleen no se lo podía creer.
En cualquier caso, Ian se había ocupado de que Kathleen viera a su amado en Wicklow una vez, y luego, para estar más seguro, otra. La segunda vez ella solo había visto partir el barco, pero eso no podía saberlo Ian. No le había permitido ver por última vez a Michael Drury por amistad, sino para asegurarse. De algún modo, Michael haría llegar a su amada el dinero del hurto, ya que él mismo no podía hacer nada con él.
—¿Tú… tú sabías que tenía esa dote? —preguntó con voz ahogada.
Ian se dobló de risa.
—¡Pues claro! Al menos podía sumar uno más uno. Los favores para Michael en la cárcel, por ejemplo… La vieja Bridget tiene un corazón de oro, pero que mantuviera a dos campesinos como Michael y Billy con sus honorarios de puta… Vaya, ¡no podía creérmelo!
—¿Cómo supiste lo de los favores en la cárcel?
Ian hizo un gesto con la mano.
—La hermana de Billy Rafferty. Hacía la calle junto al mercado de caballos. Hablé con ella, le regalé una botella de whisky… es como se hace, Kathleen. ¡Y no me mires así de escandalizada! ¿Es que no he administrado bien tu dinero? ¿No os va bien a ti y a tu bastardo?
Kathleen se dio media vuelta, pero Ian todavía no había acabado.
—Y también me enteré de la oferta de madame Daisy, Mary Kathleen —anunció en tono triunfal—. Dime, ¿te resultó muy difícil decidirte? Habrías podido llevar una vida fácil en Wicklow. ¿Por qué me escogiste a mí a pesar de todo, Kahtleen? ¿Solo por el pequeño bastardo?
Ella no pronunció ni una palabra más. Tampoco cuando, en un arranque de embriaguez y ansia de dominio, se la llevó a la cama y creyó morir asfixiada, bajo su peso y la carga de lo que acababa de saber.
Por la mañana, sin embargo, se levantó temprano, antes de que su marido se moviese. Dio a los niños una papilla deprisa, se ató a Heather en la espalda y puso a los niños a lomos de la mula joven de pelaje castaño. Cabalgó lo más deprisa que pudo por el sendero de la orilla y alcanzó a Matt Edmunds cuando estaba preparando la barca para marcharse a Christchurch.
—Señor Edmunds… —Desmontó y le acercó la mula—. Me envía mi marido para traerle su compra de ayer. Es un animal muy bonito. Creo que esta vez quedará satisfecho.
Edmunds no advirtió el cambio de los animales, pero Claire se maravilló cuando acompañó a Kathleen al establo.
—¿Es vuestra bonita mula? ¿Tu marido ha vendido al mío su mejor animal? ¿Qué ha pagado por él? ¿Tengo que pensar que perderé la casa y el terreno si no reunimos el dinero? —Rio y acarició a la nueva mula. Spottey reaccionó con un rebuzno celoso.
Kathleen no estaba de humor para bromas.
—Sobre todo, hoy llévate tus animales un poco hacia el interior… —aconsejó a Claire—. Coge a Spottey y la mula nueva y déjalas pacer junto a la piedra Leprechaun. O aún mejor: escóndelas en la plaza de los Elfos. Y que no te vea mi marido. Ah, sí, y mañana echa un vistazo a ver si estoy. ¡Si me ha matado, ocúpate de los niños!