7
Echar la canoa del jefe al agua parecía un asunto muy complicado e impregnado de espiritualidad. Los hombres de la tribu permanecieron el resto del día en la playa, ejecutando danzas, canciones y bendiciones.
Lizzie se enteró solo tangencialmente, pues las mujeres de la tribu no se ocupaban de la embarcación. En cualquier caso, las mujeres y niñas prefirieron ocuparse de la preparación de una opípara cena. Lizzie las ayudó a cortar, especiar y cocer verdura, pescado y carne de cerdo. Era evidente que planeaban celebrar una fiesta de despedida. Todos estaban contentos y, ya por la tarde, las muchachas más jóvenes se habían puesto el traje de baile tradicional: faldas de fibra de lino endurecida y blusas tejidas. Por encima se colocaron mantas para protegerse del frío invernal. Cuando oscureció, los hombres seguían festejando en la playa y las mujeres saludaron a Ruiha y Kaewa, así como a la cocinera de los Busby. Lizzie estaba impaciente por que le contasen las novedades de la casa del representante británico y se alegró cuando Ruiha le dio su hatillo. Lo había cogido antes de que advirtieran la ausencia de Lizzie.
—El señor y la señora tardaron un poco en entender lo que ese señor Smithers contaba de ti —dijo Kaewa.
—¿Y? ¿Le creyeron? —Lizzie tenía que preguntarlo aunque, claro está, ya sabía la respuesta. Sin embargo, al menos aunque fuera durante la fracción de un segundo quería pensar que los Busby habían sabido apreciar los largos años que había pasado trabajando incansablemente para la familia. A lo mejor habían puesto a Martin Smithers simplemente de patitas en la calle. O tal vez enviaran a la Tierra de Van Diemen una carta solicitando su indulto. Seguro que se lo concedían. Tantos años de prueba en una familia como la de los Busby valían más que una fuga. Pero Ruiha se limitó a asentir.
—Sí, al final sí. Y más aún porque te habías marchado. Quizá si te hubieses quedado…
—¡Tonterías! —Era Kahu Heke, que por fin había regresado de la playa. Le seguían los demás hombres, hambrientos tras los cánticos y danzas en aras de los dioses del mar—. ¡Ni se te ocurra volver, Elizabeth! Los blancos siempre piensan lo peor de los demás, incluso de sus semejantes.
Kaewa asintió.
—La señora ha dicho que en los últimos tiempos veía algo sospechoso en ti. Que vinieras asiduamente a nuestro poblado la hacía desconfiar.
Lizzie contuvo las lágrimas. De nada servía llorar por el orgullo herido. A fin de cuentas, llevar una vida en la gracia de Dios no parecía parte de su destino.
—¡Toma, come algo! —le aconsejó Kahu, tendiéndole un plato con carne y boniatos—. Y bebe un trago. —Le tendió una botella de whisky—. ¡Olvídate de los Busby! ¡Mañana estaremos navegando!
Por la mañana, Kahu cargó la canoa del jefe con provisiones y agua. Lizzie lo ayudó, aliviada al ver la embarcación. Hasta el momento se había imaginado que una canoa era una especie de bote de remos pequeño. Pero en ese momento la Hauwhenua estaba ante ella, una elegante canoa de batangas decorada con tallas de madera, el orgullo de la tribu de Kuti Haoka. Tenía la misma forma de los pequeños botes con que los hijos de los Busby solían jugar en la bahía. Por lo demás, tenía espacio para veinte remeros o pasajeros. Por regla general, una canoa de ese tipo no se movía mediante fuerza muscular, sino con velas. La batanga se encargaba de que cuando el mar estaba agitado el bote no volcara.
Kahu explicó a Lizzie que la vela, que para ella tenía una forma muy extraña, también cuidaba de su seguridad. No era cuadrada, sino oval y se desplazaba por dos raíles.
—Gracias a esto es más rápida —indicó el joven—. Y además, cuando sopla el viento, es muy segura. Un invento muy importante, solo a los pakeha no se les ha ocurrido todavía. —Kahu sonrió animoso, mientras arrojaba a bordo el hatillo de Lizzie—. ¡No debes tener miedo pakeha wahine! —añadió con dulzura—. Me sabe mal haber sido grosero contigo, no entendía que al viaje te daba miedo.
Lizzie asintió. Había estado reflexionando sobre las palabras que Kahu había dicho al jefe el día anterior. Kupe había sido el primer inmigrante llegado de Polinesia a Nueva Zelanda, y Kura-maro-tini era su esposa. Kahu tenía que haber comparado con ellos a sí mismo y a Lizzie, y el jefe había supuesto que su sobrino esperaba una recompensa de amor por el viaje a la Isla Sur. Eso no le había agradado, pero Lizzie entendía que Kahu todavía no quisiera casarse con ella. En el fondo, ella estaba dispuesta a entregarse a él para darle las gracias por haberla salvado. Los hombres solo insistían una vez en estas recompensas, e incluso si su rostro no le gustaba, tenía un cuerpo tenso y ágil. Dormir con él sin duda sería más agradable que las noches que había pasado con Martin Smithers.
—¿Qué significa Hauwhenua? —preguntó para llevar la conversación a un terreno más inocente.
Kahu sonrió.
—«Viento que sopla de la tierra» —contestó—. La canoa debe alejarnos de la costa.
Finalmente casi todo el poblado acompañó a los viajeros al agua. Delante de todos iba el jefe, su intocable hija y varios sacerdotes. También la partida con la waka ama transcurrió entre cánticos y bendiciones.
Finalmente, Kahu ayudó galantemente a Lizzie a subir a la canoa. La joven no pudo menos que sonreír. Ahí estaban, en la playa de Aotearoa, rodeados por unos cuantos indígenas que cantaban y danzaban medio desnudos, pero Kahu se comportaba como una especie de galán invitando a su amada a dar un paseo en un bote de remos por Hyde Park. El comportamiento de Kahu respondía a una mezcla de costumbres tribales y de la educación inglesa que le habían dado sus profesores europeos. Lizzie se preguntaba qué era lo que triunfaría al final.
Al principio, Kahu condujo la Hauwhenua en el sentido opuesto a la Isla Sur. Creía que era más conveniente rodear la Isla Norte por el lado oeste a través del mar de Tasmania. A Lizzie casi la invadió el pánico cuando perdió la tierra de vista, pero su acompañante maorí se limitó a reír, si bien con cierta tristeza.
—No confías en mí, ¿verdad, Elizabeth? ¿Es porque no soy blanco? ¿O porque me consideras un vagabundo?
Lizzie se arregló el pañuelo que se había atado alrededor del cabello. Hacía un frío penetrante. Luego trató de sonreír.
—Es… es solo… que el barco es muy pequeño. Y… y tú no eres marino.
Kahu volvió a reír, en esta ocasión con franqueza.
—Yo nací para marino, Elizabeth, como todos los hombres de la tribu. ¿Nunca has visto a los niños maoríes con sus pequeñas canoas en las playas? Pero puedo tranquilizarte de otro modo. He navegado con un velero de tres mástiles inglés, de Tamaki Makau Rau a Londres.
—¿Estuviste en Londres? —Lizzie se irguió. Apenas si podía creérselo. Tamaki Makau Rau era el nombre maorí de Auckland.
Kahu asintió.
—Sí. Quería conocerlo. Por eso me enrolé en un barco inglés. Hay que conocer al enemigo para vencerlo. Y quería saber qué planeaban los pakeha. Lo que quieren hacer de nuestra tierra si se lo permitimos. Y ya te digo que no me gustó.
Lizzie se encogió de hombros.
—Bueno, Londres no es feo, pero el barrio del puerto…
—¡Es una cloaca, Elizabeth! Tú misma lo sabes. Claro que también hay casas bonitas, casas grandes y gente rica. Pero la tribu no está unida. La sociedad está podrida. He visto a esos niños en los barrios malos que solo pueden elegir entre robar o morir de hambre. Puedo imaginarme cómo fue tu pasado.
Lizzie se ruborizó.
—¿Te…?
—¿Que si pagué a una chica pakeha para pasar una noche? —Kahu sacudió la cabeza—. No. Pero no porque yo sea tan buena persona, siento decepcionarte al respecto. Me fui con los otros marineros por la ciudad. Pero las chicas no me querían. —Señaló sus tatuajes.
Lizzie sonrió.
—A mí… a mí no me importa —afirmó—. Así que si quieres…
Kahu emitió un fuerte resoplido.
—¿Te crees que lo hago por eso?
La muchacha parpadeó.
—Pues no es así —dijo Kahu sin mirarla—. Es algo totalmente distinto. Si un día he de acostarme contigo, Elizabeth, que sea en la casa de las asambleas, delante de los ojos de los ancianos. No quiero ser parte de tu ayer, sino de tu mañana. Y para ti quiero ser toku, no taku.
Esta vez la sonrisa tímida de Lizzie fue sincera.
—¿Ha sido eso una… una declaración de amor? —preguntó con cautela—. ¿Y qué sucede con la enemistad entre maoríes y pakeha? Con… con la guerra que crees que va a estallar.
Kahu seguía mirando hacia el mar.
—Todas las guerras concluyen, mejor o peor. Y por si te interesa: no creo que podamos echar a los pakeha del país. A la larga nos lo tendremos que repartir. Tenemos que aprender a respetarnos los unos a los otros, aunque lamentablemente muchos de los vuestros solo entienden el lenguaje de las armas. Pero tú no, Elizabeth Portland. Tú y yo podemos crear algo nuevo.
Lizzie suspiró.
—Tú no me conoces —dijo a media voz—. Portland ni siquiera es mi auténtico nombre.
Kahu buscó su mirada de reojo. El guerrero maorí parecía desconcertado, aunque luego sonrió.
—Pero conozco el nombre de la canoa con que llegaste a Aotearoa.
Lizzie deseó besarlo, pero no sentía nada más que una forma indeterminada de emoción cuando Kahu respiró hondo y luego enderezó la vela.
—¿Iremos a tierra durante la noche? —preguntó.
Kahu negó con la cabeza.
—No. Primero viajaremos cerca de la costa, pero luego nos tendremos que alejar de ella, entonces es precisamente más fácil navegar de noche, mientras los dioses permitan que las estrellas reluzcan. Solo atracaremos de vez en cuando para aprovisionarnos de agua y víveres. Pero no temas. No vamos a descubrir nada, Elizabeth. Rodeamos la tierra que pertenece a mi pueblo desde hace siglos, incluso si el tuyo se apodera ahora de ella. Puedes dormir tranquila. Y mañana te enseño adónde hemos llegado. Echaremos un vistazo hacia Hawaiki.
Para su sorpresa, Lizzie durmió realmente bien en la balanceante embarcación, envuelta en mantas para protegerse del cortante e invernal frío nocturno. Las olas la mecían con más dulzura que los grandes barcos de los blancos, el aire era fresco y la cansaba. Despertó relajada y sin miedo. Ni el mar parecía tener nada contra ella, ni Kahu la había molestado durante la noche. Lizzie se dispuso a preparar un desayuno para los dos, pero el joven maorí la llamó y le señaló la costa. Había unos acantilados imponentes que caían verticales al mar. Eran escarpados y yermos. Solo algún que otro árbol kauri se agarraba a un saliente de roca donde se había reunido un poco de tierra.
—Mira, eso es el cabo Reinga, la punta más septentrional de Te Ika-a-Maui y de toda Aotearoa. Desde aquí, las almas de los maoríes muertos regresan a Hawaiki, la isla de la que llegaron las primeras canoas.
Kahu señaló hacia el mar. Se distinguía una pequeña isla, pero luego solo el vasto océano, y nadie sabía dónde había estado situada en realidad Hawaiki. Los antepasados de Kahu tenían que haber recorrido una distancia inimaginable.
Lizzie se estremeció.
—¿Así que Hawaiki estaba en el norte? —preguntó—. ¿Hacía más frío que aquí?
Kahu cogió el pescado seco y el pan que le tendía y bromeó.
—¡Elizabeth wahine! ¿Cuánto tiempo llevas en este extremo del mundo? ¿Siete años o más? ¿Y en todo este tiempo todavía no has comprendido que aquí es distinto que en Inglaterra? Hawaiki era más cálido que Aotearoa. Por eso nuestros ancestros no pudieron plantar aquí muchas de las plantas que trajeron. Solo prosperó el kumara, el boniato. Vosotros los pakeha habéis sido más afortunados, vuestro clima es igual que el nuestro, vuestras plantas crecen y vuestros animales todavía más. Marcaréis esta tierra con más fuerza que nosotros, podéis hacer más cosas aquí. Pero a pesar de ello, esta no es razón para apropiársela sin pagar como es debido.
Lizzie asintió, pero no quería concentrarse en las peleas entre maoríes y pakeha. Las playas y acantilados junto a los que navegaban eran demasiado bonitos, un paisaje montañoso virgen e indómito, interrumpido una y otra vez por playas blancas y colinas verdes. Hacia el atardecer, la tierra volvió a perderse de vista y así transcurrió mucho tiempo. Esto volvió a inquietarla.
También empeoró el tiempo. Pasados dos días, se desató una terrible tormenta. Si bien Hauwhenua no zozobraba, tampoco ofrecía abrigo contra el temporal. Las olas bañaban la canoa, Kahu se ocupaba de la vela y Lizzie achicaba agua sin cesar. Estaba empapada, muerta de frío y todo el cuerpo le temblaba.
—Avanzaremos deprisa —anunció Kahu complacido, mientras relampagueaban rayos en el cielo nocturno. De hecho, la canoa avanzaba veloz como una flecha y el joven parecía disfrutar de la travesía.
Lizzie, por el contrario, pronto sintió la necesidad de rezar. Se preguntaba seriamente si tenía que dirigirse a Jesucristo o mejor a Tangaroa, el dios maorí del mar.
Kahu casi se partió de risa cuando ella le preguntó a quién rezaba él.
—Te resultará raro, pero no quiero blasfemar —dijo ella enfadada—. ¡Justamente con esta tormenta! Si alguien se enoja por esto…
El alto maorí miró con ternura a la delicada muchacha que semejaba en ese momento una gata empapada y asustada. ¡Lizzie no sabía lo parecida que era al pueblo de él! En cualquier caso, Kahu nunca había conocido a una blanca que se planteara preguntas así de prácticas sobre la religión. La mayoría de los pakeha le parecían unos beatos.
—¿Te arriesgarías si hiciera buen tiempo? —preguntó burlón, gritando contra el viento—. Reza a quien quieras, de todos modos no corres ningún peligro. El viento amainará pronto. Los maoríes aprendemos que Tane es responsable del bosque, Tangaroa del mar y Papa de la tierra. En la escuela de la misión, por el contrario, cantábamos canciones sobre Cristo como pastor, marino, jardinero de la viña del Señor…
—¿De la viña? —preguntó Lizzie interesada. Su estudio de la Biblia no había llegado al cultivo de la vid.
Kahu no se dejó desviar de otras reflexiones teológicas.
—A veces —prosiguió—, me he preguntado si no será esto demasiado para él.
Lizzie no pudo evitar volver a reír.
—Mira, ¡una estrella! —exclamó señalando el cielo, que empezaba a despejarse.
Kahu asintió serenamente.
—Ya ves que empieza a desencapotarse. Por lo que tienes que dar gracias de nuevo a Rangi, el dios del cielo.
Cuando pasada la noche clareó, Kahu dirigió de nuevo la canoa hacia tierra. Era urgente reabastecerse de provisiones y secarse.
—Este es el territorio de los ngati maniapoto —señaló el maorí mientras tiraba de la canoa hacia la playa—. Son muy belicosos, pero desde que se someten a nuestro rey maorí se han vuelto más diplomáticos. Encenderemos una hoguera, podrás calentarte, y yo iré a buscar agua potable.
Sin duda abundaba el agua en ese territorio. Estaba lleno de colinas verdes con bosques espesos, sobre los que dominaban unos peñascos imponentes como gigantes. Lizzie se puso nerviosa cuando Kahu la dejó sola, pero aprovechó para quitarse las prendas empapadas y envolverse en una manta también húmeda como una mujer maorí. La indumentaria exótica casi logró hacerla sentirse más segura.
Kahu sonrió tiernamente cuando regresó y la vio sentada junto al fuego. Se había soltado y desenredado el cabello, que le caía todavía tieso y duro a causa de la sal, pero al menos seco, hasta la mitad de la espalda. Su cuerpo delgado estaba envuelto en una manta que se mantenía más o menos sujeta con un cinturón. Estaba asando pescado en una estaca y boniatos en las brasas. Ya no era una pekeha wahine, sino una muchacha maorí que él habría deseado estrechar entre sus brazos. Observó que había construido una especie de armazón de madera de helecho donde se estaban secando las ropas de ambos.
Kahu traía odres con agua dulce y además un pájaro que había cazado. Ese día comerían como príncipes. El guerrero desplumó al animal, frotó la carne con sal marina y lo colocó en la parrilla improvisada de Lizzie.
—¿Cómo lo has abatido? —preguntó Lizzie maravillada. Kahu se había marchado sin armas, solo llevaba consigo un pequeño cuchillo—. ¿Y qué animal es? Las plumas se parecen más a un pelaje.
Kahu asintió.
—Sí, a primera vista. Y no lo he abatido con ninguna arma, solo lo he desenterrado. Pero bueno, ¡no me mires como si no me creyeras! Los kiwis son aves nocturnas, durante el día se entierran en el bosque. Si se tiene un poco de experiencia pueden encontrarse los agujeros y cogerlos fácilmente. Los ingleses seguro que lo encontrarían infame, pero yo estaba hambriento.
También a Lizzie le daba igual cómo había cazado Kahu el pájaro, estaba riquísimo. Se había secado y se sentía mejor cuando volvieron a empujar la canoa al mar.
—¿A qué distancia está ahora? —preguntó Lizzie.
Kahu se encogió de hombros.
—Podríamos llegar en uno o dos días. Depende del viento. Y de adónde queramos ir.
—¡A la Isla Sur! —respondió Lizzie—. ¿A Nelson?
Kahu miró a la joven con el ceño fruncido.
—Ese sería el último lugar en que yo atracaría —señaló—. Apenas hay maoríes en la zona tras el asunto de Wairau.
—Ha habido una guerra, ¿verdad? —Lizzie parecía amedrentada—. Los colonos alemanes hablaron de ello. ¿Los ngai tahu son muy belicosos?
Kahu sacudió la cabeza y rio con tristeza.
—Al contrario. ¡Demasiado pacíficos! Hasta ahora no ha habido ni un solo levantamiento contra los blancos. En Wairau estaban los ngati toa. Pertenecen a la Isla Norte, pero tuvieron un jefe muy guerrero que extendió sus dominios hasta la Isla Sur. Entonces también se produjeron algunas confrontaciones con los ngai tahu. Los ngati toa no son especialmente indulgentes. Cuando los pakeha midieron sus tierras antes de proceder a las negociaciones de la venta, atacaron. Veintidós muertos del lado de los blancos y dos del maorí. Yo no lo llamaría guerra.
—Tampoco fuiste uno de los muertos —observó Lizzie—. Nadie lo toma en serio cuando no está implicado.
Kahu sonrió irónico.
—¡Una palabra digna de Tepora! Pero excluyendo todas las guerras, luchas, tumultos o como se quiera llamarlos, ¿crees que sería inteligente volver a refugiarte en el mismo lugar en que Busby te contrató entonces? Será el primer lugar a donde vayan a buscarte.
Lizzie apretó los labios.
—Pero ¿hay otras ciudades? Me refiero…
Kahu puso los ojos en blanco.
—La Isla Sur es mucho más grande que la Norte, aunque no tiene tanta densidad de población. Los ngai tahu son unos dos mil. Y aguantan también a más pakeha. Desde nuestra posición, la costa occidental es la que está más cerca. Allí, de todos modos, no me gustaría dejarte sola, hay solo balleneros y cazadores de focas, gente salvaje, los peores tipos que nos envía vuestra Inglaterra. Las poblaciones todavía están en construcción, lo único que está acabado son los pubs.
Lizzie suspiró. Se imaginaba las posibilidades de trabajo que tendrían las chicas en esas ciudades.
—En la costa oriental están Dunedin y Christchurch. Ambas quedan lejos, tendremos que navegar unos días más. Pero allí vive gente temerosa de Dios… —Hizo un guiño.
Lizzie hizo un gesto cansino.
—Lo sé. La Canterbury Association. Y una organización escocesa, ahora no recuerdo cómo se llama. El señor Busby los conoce a todos. Siempre le visitaban representantes de los notables… ¡Kahu, no confío en Christchurch! Es posible que lo primero que haga sea volver a caer en las garras de otro señor Smithers.
El maorí asintió.
—¿Por qué no en las de él mismo? —preguntó—. En la Isla Sur también construyen carreteras… ¿Quieres volver a trabajar de doncella?
—¿De qué si no? —Lizzie dejó caer la mano ociosa en el agua, sobre la borda—. No sé hacer otra cosa. Pero a lo mejor en una familia menos importante. Una casa más pequeña… y si no hay más remedio, en una granja como la de los Laderer.
—También puedes buscar asilo con los ngai tahu —propuso Kahu.
Ella sacudió la cabeza.
—No, no… Kahu, no te enfades conmigo. Los maoríes me gustáis. Pero soy una pakeha. Estaba bien con los Busby. Y los ngai tahu tampoco me querrán. ¿Qué iban a hacer conmigo? No… ¿No hay ninguna otra ciudad?
Kahu reflexionó.
—Kaikoura —dijo algo reticente—. También es una estación ballenera, pero ahora se han establecido más granjas, aunque seguro que no hay ningún caballero como tu señor Busby. Nadie te buscará allí. —Sonrió—. Y te tendría más cerca. La leyenda cuenta que el semidiós Maui pescó en Kaikoura el enorme pez que luego se convertiría en la Isla Norte.
Lizzie miró a Kahu. Esta vez consiguió esbozar la cálida sonrisa con que se ganaba amigos por todas partes.
—Así podríamos pescar un pez y tendríamos una isla para nosotros solos.
Kahu se encogió de hombros.
—Desgraciadamente eso solo lo deciden los dioses. Los seres humanos cogen sus canoas y zarpan al mar hasta encontrar tierra. Como hicieron una vez Kupe y Kura-maro-tini. Si tú quieres, Elizabeth…
Lizzie bajó la vista ante el amor que reflejaban los ojos del joven.
Pocos días después, Kahu dejó a Lizzie en tierra a la altura de Kaikoura. La península en que la pequeña ciudad crecía la cautivó ya desde el mar. Las playas, las colinas, el portentoso paisaje montañoso de los Alpes Neozelandeses, que se extendían ahí casi hasta el mar: todo parecía más grande e inexplorado que en el norte. Además, una ballena apareció delante de ellos de repente y la sobresaltó.
—¡Podría… podría devorarnos de un bocado! —exclamó jadeando Lizzie, mientras el enorme animal ejecutaba saltos juguetones.
—Pero no lo hará —la tranquilizó Kahu—. Está contenta de que no le hagamos nada. Aquí los hombres las van exterminando lentamente, ya no quedan tantas como antes.
Lizzie no lograba imaginárselo, pero tomó conciencia de dónde procedía la leyenda de Maui y su pez. ¡Uno podía concebir que un animal tan enorme se convirtiera en una isla!
Kahu propuso que Lizzie se presentara primero en el poblado local de los ngai tahu, pero ella prefería ir a la ciudad.
—Yo misma puedo ir en caso necesario a saludar a la tribu —dijo—. Pero antes tengo que encontrar una colocación y un alojamiento en Kaikoura, no me queda otro remedio.
No quería aparecer junto con Kahu en el poblado maorí. Todo el mundo, o al menos todas las mujeres, se darían cuenta de lo que Kahu sentía por ella en cuanto se presentaran. Los indígenas no sabían lo que era una relación platónica. Y Lizzie no quería iniciar su nueva vida dando pistas falsas.
—Necesitarás dinero —señaló Kahu.
Lizzie hizo un gesto de impotencia.
—¿Acaso me lo darían los ngai tahu? —preguntó.
Kahu sacó una bolsa del hatillo en el que había guardado sus cosas.
—Te doy algo, pero no es mucho. Podrás arreglártelas un par de días.
Lizzie se ruborizó cuando cogió el saquito de tela.
—Esto… humm… no tienes ninguna obligación, Kahu.
Él hizo un gesto de rechazo.
—No puedes darme nada a cambio, al menos nada que me des complacida y que yo pueda tomar. ¡No digas nada, Elizabeth! Está todo bien. Si los dioses lo quieren, volveremos a vernos. Entonces podrás devolverme la cantidad, si es que para entonces eres rica. ¡Haere ra, Elizabeth!
Él iba a inclinarse ligeramente, pero Lizzie se acercó y le rozó la cara con la nariz y la frente. Hongi, el saludo maorí.
—Por qué… ¿por qué me llamas siempre Elizabeth? —preguntó. No deseaba prolongar la despedida, pero hacía tiempo que quería hacerle esta pregunta.
Kahu la miró con gravedad.
—Porque es tu nombre. Puede que no sea Portland. Pero tampoco es Lizzie. Lizzie es un nombre para una doncella. Pero Elizabeth es el de una reina.
Lizzie se conmovió. ¿La veía él realmente así? ¿Como a una reina? Michael solo había visto en ella a la puta… No sabía por qué pensaba ahora en Michael.
La muchacha extendió la mano y le acarició suavemente los tatuajes de las mejillas. Los signos de un jefe tribal.
—Haere ra, Kahu Heke —dijo a media voz—. Espero que los dioses sean benévolos contigo.