12

Pete tenía el encargo de dejar a Lizzie el domingo por la noche en el Penal de Mujeres Cascades. Dormiría allí y por la mañana acudiría a la entrevista. Sin embargo, cuando al mediodía llegaron a Hobart, Parsley le tendió un billete de una libra al cochero. Una pequeña fortuna para un preso.

—¡Olvídate de la chica, muchacho! —ordenó Parsley—. Mañana temprano zarpa mi barco y quiero pasar un buen rato hasta entonces. Me la llevo a mi hotel.

—Pero mi patrón me preguntará… —vaciló Pete—. Y se requiere su presencia en la prisión.

—Ya llegaré, Pete —lo tranquilizó Lizzie—. Pero un poco más tarde, por la noche. Llamaré virtuosamente a la puerta y les diré que se nos rompió un eje del carro.

—¡La acompañaré yo personalmente! —decidió Parsley, sonriendo.

Pete se encogió de hombros.

—Usted sabrá, señor. ¡Y tú! —Lanzó a Lizzie una mirada desdeñosa y dirigió el carro a un establo de alquiler. Ahí encontraría un sitio donde dormir.

Lizzie suspiró. Y a continuación el último acto. Esperaba que Michael también hubiese conseguido llegar a Hobart.

—Y ahora busquemos una pensión acogedora, cielo… —susurró Parsley, cogiendo a Lizzie del brazo.

Ella le sonrió prometedora.

—¿Quizás en el puerto? —propuso—. Así mañana no estarás tan lejos. ¡Y a mí me gustaría ver el barco! ¿Sabes?, me encanta contemplar los barcos. Si yo fuera hombre… bueno, creo que habría sido navegante.

—¡Qué maravillosa visión, tú con uniforme de marino! —se burló él.

Lizzie se estremeció. ¿Es que a todos los hombres les gustaban los uniformes?

La embarcación era un moderno velero de tres mástiles y, por lo que Lizzie llegaba a apreciar, parecía en buen estado para la navegación. Era más pequeño que el Asia, pero, a fin de cuentas, no iba a pasar tres meses en alta mar. Parsley le informó que para llegar a Nueva Zelanda se estimaban entre veinte y treinta días de viaje. El corazón de Lizzie latía con fuerza. ¡Ojalá ya estuvieran en el mar!

Y entonces descubrió a Michael. Estaba acuclillado en el muelle simulando pescar con una especie de caña. Un pobre diablo que, amparándose del viento tras un carro cargado, intentaba pillar algo para cenar. Lizzie se esforzó por no volver a mirarlo. Pero él debía de haberla visto, pues empezó a tirar del sedal.

Lizzie cogió a Parsley del brazo con determinación.

—Vamos, tengo un poco de frío… Quizá deberíamos comprar una botella de whisky.

Lizzie rogó que Parsley estuviera de acuerdo. Ya se había percatado la noche anterior de que no aguantaba bien el alcohol. Si ya se mareaba con un poco de vino, después de media botella de whisky se quedaría roque. Eso le ahorraría tener que golpearlo en la cabeza. Lo cierto es que no se veía capaz de esto último.

Él la estrechó contra sí.

—Por lo que veo, también te gusta el whisky, señorita Lizzie. Con lo modosita que parecías en casa de los Smithers… Vaya con vosotras las chicas…

El ingeniero soltó una risita, como si hubiese descubierto un secreto guardado desde los tiempos de Adán y Eva. Lizzie rio sin ganas. Pero tenía que aguantar, no debía permitir que la afectaran sus palabras. Por suerte no se decidió por un hotel por horas, sino por una pensión cuya casera no pidió el certificado de matrimonio cuando él la presentó como su esposa, y puso a su disposición una habitación espaciosa y con sábanas limpias.

Lizzie rebajó su whisky con agua y a Parsley se lo sirvió puro. Estaba casi demasiado nerviosa para esperar a que él se emborrachase y pensaba seriamente en darle en la cabeza con el atizador del fuego cuando, tras el primer coito, se quedó dormido. De todos modos, Anne Portland había matado a su propio marido con un atizador. Lizzie no podía correr tal riesgo. Su destino no era ser una buena persona, pero eso tampoco la convertía en una asesina. Así que sonrió de nuevo y despertó a Parsley dándole unas sacudidas.

—¡No te habrás cansado ya de mí, ¿verdad?! Vamos, bebe otro trago. Y luego, ¡hazme feliz una vez más!

Pocas veces había trabajado tan duramente en su despreciada profesión como esa noche, pero a las tres de la mañana —a las cinco había que embarcar y a las siete zarpaba el barco—, David Parsley ya había vaciado más de dos tercios de la botella de whisky. Dormía como un muerto… o… Espera, ¿por qué no se lo llevaba ya todo? Necesitarían equipaje. Llamaría la atención que emprendieran el viaje sin él. Conservando la sangre fría, Lizzie se guardó la bolsa de David en el bolsillo y bajó con su maleta.

—Mi marido saldrá después —informó a la casera y se marchó antes de que pudiera hacerle alguna pregunta.

Esperaba que la mujer no corriera escaleras arriba para despertar a Parsley. Pero era poco probable. Mientras el hombre estuviese en su hotel, podía esperar el pago de la factura. Y lo que la «señora Parsley» hiciera por la noche con su maleta, a la mujer le daba igual.

En cuanto Lizzie salió, Michael surgió de un rincón.

—¡Por fin! ¡Pensaba que nunca acabarías! ¿Quién era ese tipo? ¿Y qué… qué has hecho?

Lizzie le tendió el documento de identidad de su víctima.

—Era David Parsley. Y ahora lo eres tú. No necesitas saber más.

Avanzaron lo más discretamente posible, como una inofensiva pareja de noctámbulos. Michael llevaba la maleta de Parsley al hombro. Olía a caballo.

—Demonios, no podía separarme del caballo —dijo, contándole su aventura con Gideon. El semental le había conducido dócil y sin dar muestras de cansancio por la carretera que llevaba a Hobart. Michael no se había desviado por caminos laterales hasta la segunda noche y describió vivamente los animales exóticos que había visto—. Te juro que uno era uno de esos demonios de Tasmania…

Se trataba de un animal negro, de aspecto feroz y provisto de unos afilados dientes, que sin embargo no se atrevió a enfrentarse con el enorme Gideon. Durante el día, el joven había dormido a la sombra del enorme semental y le agradecía haber salido ileso. Lizzie, sin embargo, creía haber oído que lo realmente peligroso en la Tierra de Van Diemen eran las serpientes y los insectos, no los escasos y bonitos marsupiales; pero no hizo comentarios. Por lo visto, a Michael le había resultado difícil deshacerse del caballo.

—Habría obtenido una bonita suma, si hubiese vendido el semental —se lamentó—. Pero habría levantado sospechas…

—Ha sido muy prudente por tu parte —lo elogió Lizzie—. ¿Qué has hecho con él?

—Lo he dejado marchar —respondió Michael—. Aparecerá en algún lugar, posiblemente cubriendo a alguna complaciente yegua. Quien lo encuentre decidirá si se lo queda porque lo encontró o si busca al propietario.

Lizzie sonrió.

—Este es el barco —dijo cuando llegaron al muelle—. El Elizabeth Campbell. Y aquí están los billetes de embarque. —Tendió a Michael un par de documentos más—. Hay dinero suficiente en la bolsa, puedes…

—¡Lizzie, no sé cómo darte las gracias! —Michael cogió las cosas y miró con avidez hacia la pasarela—. Lo que has hecho por mí… pero, dime, ¿no es peligroso para ti? Si ese tipo se despierta…

Lizzie se lo quedó mirando sin entender.

—¿Que si es peligroso para mí? —preguntó incrédula—. Michael, ¡ese tipo es el más estrecho colaborador de los Smithers! Y claro que se despertará, nadie se muere por beberse una botella de whisky…

—Pero entonces… entonces te denunciará… —Michael la miró preocupado.

Lizzie puso los ojos en blanco.

—Michael, para cuando se despierte, nosotros ya hará tiempo que nos habremos marchado.

—¿Nosotros? ¿Quieres venir?

—¿Pues qué te habías pensado? —Lizzie estaba demasiado perpleja para sentirse herida—. ¿Que iba a ayudarte a escapar y luego volvería obedientemente con mi… cómo lo llamas… con mi leprechaun? ¿A casarme con él?

—Pero ¿qué vamos a hacer? —Michael, nervioso, cambiaba la maleta de una mano a otra.

La cólera iba apoderándose de Lizzie.

—¡Muy sencillo! —le contestó—. Ahora vas al capitán o al encargado y reservas un pasaje para la dulce Elizabeth Parsley, tu amada esposa. Funcionará, descuida. Dormiremos en el mismo camarote.

—Pero ¡se darán cuenta! —objetó Michael—. ¿Cómo es que de repente David Parsley tiene esposa?

Lizzie se obligó a conservar la calma.

—Michael, el patrón no conoce a Parsley. Este puede llevar diez años casado o haber encontrado esta noche el amor de su vida. El capitán no lo sabe y le da igual. Solo se alegrará de que le pagues. Así que ve ahora y dile que de repente has decidido llevar a tu mujer.

—No sé…

Michael luchaba consigo mismo. Por una parte agradecía a Lizzie que le brindase la oportunidad de huir, pero todo le resultaba bastante deshonesto. No era de su agrado robar a personas honradas como David Parsley de la forma que, por lo visto, había hecho Lizzie. Robar un barco de la Corona, como había planeado con Connor y los otros, le habría complacido más, aunque fuera más arriesgado. Pero ahora no podía echarse atrás. Sería un suicidio buscar a Parsley y devolverle los documentos robados. Sin embargo, tampoco tenía ganas de empezar su nueva vida en libertad en Nueva Zelanda llevando como carga a una ladrona… y además puta.

—¡Vale! —exclamó Lizzie con resolución, y con un rápido gesto arrancó al perplejo Michael la bolsa con el dinero de Parsley—. O vas conmigo o no vas. Decide.

Lizzie balanceó provocadora el dinero sobre la pared del muelle y Michael se sobresaltó. Si ahora decía algo erróneo —o si la asustaba con un movimiento torpe— todo estaría perdido. Así que aceptó su suerte.

—Está bien. Se lo diré al capitán… le explicaré que…

Lizzie suspiró.

—No le expliques nada —dijo resignada—. A mí ya se me ocurrirá una buena razón.

—Espero que todavía quede un sitio libre en el barco —dijo Lizzie con una caída de ojos que debía resultar recatada. Pero para el espíritu sobreexcitado de Michael, hasta la mínima mueca tenía un matiz ofensivo—. Imagínese, mi marido me deja ahora que viaje con él. ¡Está muy preocupado por… por nosotros! —Lizzie se pasó la mano fugazmente por el vientre plano y consiguió incluso enrojecer ligeramente. Su sonrisa era conmovedora.

El capitán sonrió.

—Pues claro que sí, milady. Y no se preocupe, en el Elizabeth Campbell no correrá usted el menor peligro. Por un pequeño suplemento, tenemos incluso un camarote sumamente confortable…

—¡Eso sería maravilloso! —resplandeció Lizzie—. Oh, ¿lo has oído, cariño? El barco se llama Elizabeth. ¡Como yo!

Michael asintió haciendo rechinar los dientes. El «pequeño suplemento» se comió casi todo el capital que tenían para empezar en el nuevo país, pero el camarote era lujoso de verdad. Lizzie admiró las camas de sábanas blancas, la jofaina y la jarra de porcelana y el enorme espejo. Examinó su imagen y suspiró aliviada.

No, nadie podía saber lo que había hecho esa noche. Tenía un aspecto sumiso y algo soso con el vestido gris que había heredado de la señora Smithers. Se cubría la cabeza con una capota a juego, no tan elegante como el sombrerito adornado con flores que había llevado en Londres, pero apropiado para una dama.

—Me gustaría lavarme —anunció algo pudorosa a Michael—. Podrías…

Él salió del camarote. Lizzie se preguntó si le guardaría rencor. ¡No podía tomarse realmente a mal que ella hubiese robado a David Parsley, dadas las circunstancias…! Lizzie se ruborizó un poco. ¿Por qué era en realidad peor simular amor que robar barcos y destilar whisky?

Mientras ella se sentía segura en su camarote, Michael paseaba nervioso por la cubierta del barco. Debería haber investigado más a fondo qué le había sucedido a Parsley. ¿Se había contentado Lizzie con emborracharlo y nada más? ¿Qué pasaría si se despertaba antes de tiempo? No podía ser que los pillaran ahora… ¡se moriría de vergüenza por haber sacado provecho de las artimañas de Lizzie! ¡Sería el intento de fuga más penoso desde que a un presidiario se le había ocurrido escapar de Hobart vestido de canguro y brincando!

Pero los temores de Michael no se confirmaron. El Elizabeh Campbell levó anclas puntualmente, a las siete, y el patrón lo dirigió con tiento fuera del puerto natural de Hobart hacia alta mar. El corazón de Michael palpitó de expectación cuando, pasado un breve tiempo, dejó de ver tierra. ¿Cómo se habría sentido si ahora fuese con Dylan, Will y Connor en un velero robado? ¡Veinte días! Fue cuando Lizzie le señaló la duración aproximada del viaje, que tomó conciencia de qué tipo de aventura iba a emprender. Tenía que admitir que Lizzie había tenido razón. Esa era la única posibilidad de huir a Nueva Zelanda sin poner su vida en peligro. Tal comprensión lo tranquilizó un poco.

Dispuesto a pedir disculpas, se dirigió a su lujoso camarote. Lizzie se hallaba sentada junto al ojo de buey, por el que penetraba la luz y se despedía indiferente de la tierra extraña donde había vivido un año sin haberla conocido realmente.

—Y pensar que nunca vi ningún diablo de Tasmania… —Sonrió al volverse hacia Michael.

Al parecer no estaba molesta con él. Y su sonrisa era encantadora. Tan tierna y cálida que transformaba su rostro corriente bajo un cabello rubio oscuro. Además se había lavado. La piel le brillaba y sobre sus labios había un velo de humedad.

De repente, Michael tomó conciencia de que llevaba mucho tiempo sin tener a una mujer entre sus brazos. Le devolvió la sonrisa.

—Podría ofrecerte un diablo de Irlanda… —dijo, lanzándole una indirecta y acercándose a ella.

Lizzie retrocedió nerviosa. Claro que solo lo hacía a cambio de dinero, pero tal vez… Siempre había sentido algo especial por aquel joven.

—Lizzie, no tengo nada para darte —su voz tenía un deje suplicante—, pero yo… Mira… estaremos aquí viviendo más de dos semanas. Nos acostaremos juntos como marido y mujer…

—O hermano y hermana —observó Lizzie divertida. Había valido la pena tener paciencia. Al principio él no había comprendido, pero ahora… ahora por fin parecía dispuesto a sincerarse con ella.

—¡Lizzie! ¡Ten piedad! ¡No lo soportaré! Soy un hombre. Hace mucho que no estoy con una mujer. Puedes imaginártelo… ¡Por favor, comparte cama conmigo!

Ya lo había soltado. La miró suplicante, sus ojos ya no brillaban, sino que ardían.

Ella sonrió. Luego permitió que la abrazara.

Michael no la poseyó deprisa y con brutalidad como los demás hombres. Puede que estuviera apremiado, pero había aprendido el arte del amor en el burdel de madame Daisy en Wicklow, y si las damas del lugar lo hacían sin cobrar, también quería disfrutar. Daisy, personalmente, había iniciado al guapo adolescente de cabello oscuro, y él había disfrutado de cada minuto pasado con aquella mujer madura. Luego había hecho feliz a Kathleen con su amor lento y tierno, y ahora tampoco decepcionaría a Lizzie.

La muchacha, que asociaba el acto del amor al dolor y, en el mejor de los casos, la indiferencia, había estado convencida de que nunca llegaría a gozar. Los hombres lo necesitaban, las mujeres disfrutaban de palabras amables y besos tiernos y, sobre todo, de la esperanza de que el hombre les ofreciera un hogar y las protegiera. No importaba lo que pensase la señora Smithers o las otras. Para Lizzie el placer había sido, hasta entonces, algo desconocido.

Pero ese primer día en el barco, rumbo a Nueva Zelanda, Michael pulsó unas cuerdas que ella nunca hubiese sospechado que existían en su interior. La acarició y la besó en puntos que sus clientes ni siquiera conocían y la penetró, despacio y con cuidado, como si poseyera a una virgen temerosa. En un momento dado, se olvidó de todo lo que la rodeaba, ardía, no sabía dónde terminaba su cuerpo y empezaba el de él. Al final estalló en una cascada de luz y satisfacción, se irguió debajo de él, hincó de gozo las uñas en la espalda de Michael y hundió el rostro en el cuello de él y contra su fuerte pectoral.

—Michael… —susurró—. Oh, Michael…

Él se desplomó encima de ella. Frotó el rostro contra su pecho, inspiró su olor…

—Kathleen… —musitó.

Lizzie tuvo la sensación de que algo en ella moría. Permaneció tendida en calma, no lo molestó, intentó con la mejor voluntad retener la magia. Michael recuperó el aliento. Se irguió junto a ella y le acarició juguetón los pechos y el vientre.

—¡Ha sido maravilloso! —dijo con dulzura—. Nunca podré agradecértelo. Lizzie, eres… ¡eres tan buena persona!

Ella no pronunció palabra. Por primera vez en su vida, esa noche durmió con el hombre al que amaba. Pero lloró mientras dormía.