3
Kahu Heke todavía no había sido elegido jefe tribal. La causa residía en que su tío Kuti Haoka, de los ngati pau, todavía se encontraba en un estado de salud óptimo. Pero ante todo, Kahu Heke llevaba años llenos de cambios que solo pocas veces lo conducían a su tribu y allí nunca lo dejaban tranquilo. La despedida de Lizzie le había influido. Mucho después de haberla llevado en la canoa del jefe todavía recordaba su imagen, su suave y brillante cabello largo. Su sonrisa cálida, sus ojos azules tan diferentes de los ojos oscuros de las muchachas de su tribu. Para Kahu, el cielo se reflejaba en ellos, el cielo en un día de primavera. Todavía no de un azul radiante como en verano, pero ya un augurio. Había amado su espíritu despierto, su valor y su entrega. Kahu Heke sabía que había otro hombre. Ninguna mujer vivía tan aislada como Lizzie en los años que pasó con los Busby si no se alimentaba de sueños. Sueños bonitos o hechos pedazos… Kahu había visto el reflejo de ambos en los ojos de Lizzie. Pero ella nunca había hablado de ese hombre y en algún momento lo olvidaría.
En los primeros años, después de haber dejado a Lizzie en la Isla Sur, Kahu no deseaba otra cosa que ocupar el lugar de ese extraño en su corazón. Para estar más cerca de ella espiritualmente volvió incluso a frecuentar a los pakeha. Pedía trabajo en sus granjas, al principio incluso en el cultivo de viñas, que tan importante era para Lizzie. No le resultó difícil que James Busby lo contratara, pero cuando probó su vino por primera vez constató que no podía aprender nada de viticultura. Esa cosa ácida tampoco podía haber sido del agrado de Lizzie, debía de haber algo distinto. Kahu se marchó, pues, a Auckland, donde los pakeha ya habían construido una floreciente comunidad. Invirtió la mitad del sueldo de un mes en una botella de burdeos realmente bueno y entonces comprendió qué era lo que veía Lizzie en el cultivo de la viña. Aquel vino color granate oscuro sabía a tierra, pero también poseía el aroma de la fruta madura, bayas o manzanas. Acariciaba la lengua como un beso. Tal vez fuera eso lo que hechizaba a los pakeha.
En cualquier caso, Kahu notó una franca diferencia con los productos de Busby. Se registró en la biblioteca de la nueva universidad y no tardó en aprender que la calidad del vino solo depende en parte del viticultor. Busby probablemente realizara correctamente el prensado de la uva, pero también la uva en sí y el suelo en que crecía desempeñaban una función. En efecto, todo tenía que encajar para que el vino desarrollase un aroma especial, incluso el sol y la lluvia ejercían una influencia.
Kahu llegó a la conclusión de que se necesitaban años de experimentación con los distintos tipos de cepa y épocas de recolección para encontrar una unión entre el suelo de su país y la cepa que se plantara en él fuera equiparable al beso de los dioses. Busby carecía de paciencia y fantasía para ello. Lizzie tal vez aportara la pasión, pero no los conocimientos. Y el mismo Kahu carecía de todo. Pese al placer que le producía el beso de la uva, si quería emborracharse tenía bastante con un par de vasos de cerveza. Y si bebía algo más y encontraba a una chica dispuesta, también podía imaginarse que tenía a Lizzie entre sus brazos.
El trato con los animales le gustaba más que cultivar la vid y la agricultura, de esto último se encargaban sobre todo las mujeres en su pueblo, mientras que los hombres cazaban. Durante un tiempo trabajó en una granja de ovejas cerca de Auckland, donde se desenvolvió bien, pero en los últimos tiempos no le satisfacía estar a las órdenes de los pakeha. Kahu Heke se interesaba sobre todo por los derechos de su pueblo. A esas alturas lamentaba haber sido tan exaltado en su juventud y no haber continuado su formación en las escuelas de los blancos. Lo mejor habría sido estudiar Derecho, sin duda, para poder vencer a los pakeha con sus propias armas de la ley y la palabra.
Kahu era un artista del whaikorero, la oratoria. Podía sublevarse por las injusticias que sufría su pueblo a manos de los colonos del Viejo Mundo, pero no hallaba eco en las tribus. Cuando los maoríes y los pakeha peleaban era por problemas particulares, y el iwi y el hapu daban por concluida de inmediato la riña cuando se llegaba a un acuerdo. Los indígenas aceptaban que los blancos reaccionaran a su manera en las ciudades. Lo principal para ellos era conservar sus costumbres en el campo. Kahu Heke, que era perspicaz y había estudiado la historia de Europa, presagiaba una catástrofe. Los blancos consideraban la amabilidad como un signo de debilidad y en Nueva Zelanda no sucedería de otro modo que en su país. Dejaban en paz a los maoríes hasta que necesitaran sus tierras. Sin embargo, en cuanto fuesen más —y él veía los barcos en los puertos y las ciudades que iban creciendo—, tomarían posesión de las tierras. A Kahu le habría gustado proteger a su pueblo de ello, pero nadie le escuchaba.
De vez en cuando recibía alguna noticia acerca de Lizzie. La tarea que él mismo había asumido de actuar de mediador entre las tribus y de detector de las artimañas de los pakeha, le permitía mantener el contacto con los ngai tahu, de ahí que estuviese al corriente del pub de Lizzie y de la destilería de whisky de Michael en Kaikoura. Kahu se reía para sus adentros, la capacidad de adaptación de la joven le encantaba. Si no había vino, se ponía a destilar whisky o exhortaba a su hombre para que lo hiciera. Los maoríes aseguraban que no había nada entre Lizzie y el esquilador y destilador de whisky irlandés. Kahu se preguntaba si sería cierto.
Al final se enteró de que ambos habían aparecido en el río Tuapeka. En el ínterin, no obstante, ya no conservaba tan clara la imagen de la joven en su mente. Empezó a asumir que tenía que renunciar a ella, y además aparecieron ante él nuevos objetivos. Kuti Haoka se hacía viejo. Muy pronto tendría que abandonar su cargo de jefe tribal y esa sería la única posibilidad para Kahu de ejercer más influencia sobre su pueblo. Así pues, el joven regresó a su tribu. Cazaba, pescaba, asesoraba a la gente y contaba historias. Aumentó su mana, y su corazón latía con fuerza el día que el jefe lo convocó.
—Hijo mío —dijo Kuti Haoka. Había conducido a su sobrino a una planicie por encima del marae y estaba allí erguido, con las insignias de su cargo a sus pies, unidas a la tierra. Kahu se mantenía a distancia de él: el jefe de los ngati pau era tapu, su sombra no debía proyectarse sobre sus súbditos—. Te conozco desde que naciste, pero sigo sin saber qué puedo esperar de ti. Parece que no consigues decidir si quieres vivir con nosotros o con los pakeha, pero los chamanes dicen que vagar entre los dos mundos es tu destino. Ya ha llegado el momento de que te asientes. Soy viejo, pronto volveré a Hawaiki. Alguien debe dirigir la tribu y tendrías que ser tú. ¿Qué te sucede? ¿Y qué pasa con la mujer que has elegido? Los dioses aceptan tu elección, los chamanes se lo han consultado varias veces. Vuestro destino es oscuro, pero la unión está bendecida. Así pues, ¿dónde está? ¿Cuándo la traerás aquí? ¿Cuándo ocuparás mi cargo?
Kahu Heke ya había previsto que sucediera algo así, solo lo confundieron las preguntas respecto a la esposa que supuestamente había elegido.
Hizo una mueca de asombro.
—Ariki, ¿de qué mujer hablas? —preguntó, y se sintió como un tonto impertinente.
El jefe arqueó las cejas.
—La pakeha wahine, ¿cuál si no? Ya te has tomado mucho tiempo y también ella. Pronto no podrá tener hijos.
Kahu no sabía qué decir.
—Ariki —musitó—, hace años que no la veo. Ella no piensa en mí y no me quiere. Cuando sea jefe, escogeré una chica de la tribu.
Kuti Haoka agitó su digna cabeza con el cabello largo recogido a la manera de un guerrero.
—No es lo que esperan los dioses. Deberías haber tomado a mi hija, pero los dioses no me concedieron ninguna. Cada vez que me llegaba una hija, le enviaban la muerte. A mi hermano Hone Heke tampoco le otorgaron ninguna, así que tampoco estás destinado a tomar por esposa a tu hermana, como se hacía en otros tiempos. A ti te está determinada la pakeha wahine. Intenta pues encontrarla si aspiras a mi cargo. Si no… ya encontraremos a otra persona. Kia tu tika ai te wahre tapu o ngati pau.
El jefe concluyó sus palabras con la fórmula tradicional: «Perdure por siempre la santa casa de los ngati pau». Después se dio media vuelta y se alejó despacio, con prudencia, siempre alerta. Su sombra no debía caer en ningún campo, ninguna rama de árbol tenía que rozar su cabello. Un ariki llevaba una vida solitaria.
Pero Kahu no pensó en ello. Era su obligación pretender el cargo de jefe. No solo ante su tribu, sino ante todo su pueblo. Se hablaría del ariki de los ngati pau. En los poblados maoríes y en las ciudades de los pakeha. De nuevo pasó por su mente la idea de que lo eligiesen kingi… ¿Debería tal vez pretender la mano de la hija del kingi en funciones? Humm. Eso lo dejaría para más adelante. En lo concerniente a la primera mujer de Kahu, el jefe había sido claro. Los espíritus de los ngati pau insistían en una unión con Elizabeth. Ahora le tocaba a él convencer a Lizzie. Kahu recordó su rostro y su delicada figura. Volvió al poblado silbando. Pocas veces la voluntad de los dioses coincidía exactamente con la voluntad de un ser humano.
Esta vez, Kahu Heke no cogió la canoa del jefe para rodear la Isla Norte, sino que dejó que una tribu de los ngati toa lo llevase por el camino más corto hasta la Isla Sur. Antes vagó por la Isla Norte, habló con los representantes de las distintas tribus y les aseguró que sus propósitos eran pacíficos, como visitante, al igual que como ariki de su tribu. La powhiri, la ceremonia, que en la Isla Sur constituía más un rito tradicional, podía ser ahí tremendamente seria. Las tribus de Te Ika-a-Maui siempre habían luchado entre sí. Kahu estaba decidido a que se unieran ahora contra los pakeha. Los maoríes debían fortalecer su posición, para lo bueno o para lo malo, para la paz o para la guerra. Kahu sabía que Kuti Haoka esperaba que imperase la paz. Había dedicado toda su vida a la paz, aunque había tenido que luchar en demasiadas ocasiones. El intento de introducir sangre blanca en la estirpe del jefe de los ngati pau iba orientado hacia esa solución pacífica. Con lo que el ariki y su tohunga no compartían los sueños de Kahu de allanar el camino de las negociaciones entrando en escena con Lizzie. Los ancianos de la tribu pensaban más bien en las generaciones venideras. La observación de Kuti Haoka respecto a la edad de Lizzie (ahora tendría poco más de treinta años) y la necesidad de que tuviera hijos con ella lo antes posible, hablaba por sí misma.
Tras la travesía, en esa ocasión agitada, Kahu estuvo vagando por la Isla Sur, visitó las colonias de los pakeha y las encontró, en general, más pequeñas y discretas que las ciudades del norte. Naturalmente, Christchurch y Dunedin crecían, pero en comparación con Wellington y Auckland eran todavía pueblos. Apenas había contiendas entre maoríes y pakeha. Los ngai tahu solían mantenerse alejados de las ciudades, pero no estaban descontentos del precio que les habían pagado por sus tierras. Los granjeros de las llanuras empleaban a los maoríes como pastores y respetaban sus tapu. El país era lo suficientemente grande, ¿por qué iban a pelearse si este o aquel bosquecillo o montaña se ocupaba y talaba o los rebaños pastaban en él?
Una vez más, los ngai tahu se adaptaban al tipo de vida de los blancos. Llevaban sus ropas, enviaban a sus hijos a las escuelas de la misión y se convertían a menudo, sin mucho entusiasmo, al cristianismo. Solo unos pocos representantes de la generación más joven todavía observaban la moko, las severas costumbres de tiempos pasados quedaban relegadas al olvido. A nadie le importaba dónde caía la sombra de su jefe.
Kahu enseguida se percató de que a los ngai tahu no se les convencería de hacer una revolución. Finalmente, llegó a los yacimientos de oro de Otago y se sintió indignado ante la destrucción que había sufrido el paisaje. Apenas se detuvo allí y enseguida se dirigió a las montañas. En algún sitio de esa zona debía de hallarse la tribu que había acogido a Lizzie.
El poblado de los ngai tahu se encontraba bastante apartado. Incluso el experimentado guerrero maorí tuvo que andar un tiempo sin rumbo fijo antes de encontrarlo. Al final, Kahu tropezó con una chica maorí que servicialmente lo acompañó al lugar en que se hallaban sus parientes. Haikina, una hija de la tohunga Hainga, había vivido en Dunedin durante unos años y asistido a la escuela de la misión. Ahora regresaba a su poblado.
Kahu siguió a la muchacha alta y delgada a través de senderos laberínticos junto a arroyos y el río. Haikina iba vestida con ropa de los blancos, pero se había despojado de los zapatos y llevaba la falda recogida sin vergüenza alguna para así moverse mejor por la naturaleza silvestre. Kahu no tardó en comprobar que había aprendido de los blancos, pero que no se había dejado imponer nada. Era agradable charlar con ella, y los dos ex alumnos de las escuelas de las misiones intercambiaron sonrientes historias sobre los pakeha, sus profesores y sus sacerdotes. Haikina también había recibido el bautismo, pero se mostraba escéptica en cuanto a los dioses de los blancos. Kahu le preguntó por Lizzie, pero la chica solo había oído en el campamento de los buscadores que una blanca buscaba oro en las proximidades de su poblado. No sabía nada más, pues llevaba casi un año alejada de su tribu.
Por consiguiente, la madre y amigas de Haikina le dispensaron un recibimiento entusiasta. Incluso el jefe se dignó dirigirle un par de palabras. Como hija de la tohunga ocupaba el rango más elevado, y a ella le corresponderían importantes tareas prácticas y espirituales en la comunidad. Hainga tampoco la dejó descansar, sino que le encomendó un papel decisivo en la ceremonia powhiri con la que el poblado daba la bienvenida a Kahu Heke. La muchacha no lo encontró bien. Señaló que llevaba cuatro años sin bailar el haka, pero Hainga no aceptaba réplicas. El visitante era un futuro jefe, tenía derecho a que las princesas formaran parte de la comisión de recepción.
Kahu aguantó más mal que bien las oraciones, cánticos y danzas. Habría preferido que, después de pedir información en el poblado, le llevaran al campamento de Lizzie. Por supuesto, eso habría sido muy descortés, y en la Isla Norte lo habrían considerado un acto de hostilidad. Kahu participó en la fiesta y empezó de mal grado su discurso de presentación. Dejó pasear la vista por el grupo de muchachas que bailaban e interpretaban música y se quedó petrificado. Allí había una pakeha. Una mujer menuda y baja. Kahu vio su cabello rubio oscuro, largo y sedoso, pero algo crespo. Ojos de un azul claro como el cielo en primavera o el mar en un día nublado. El corazón le dio un vuelco. Lizzie, su Elizabeth, estaba con las chicas y aplaudía a las bailarinas. Kahu apenas podía esperar a que concluyera la ceremonia.
—¿Quién es? —preguntó desconcertado a Mahuika, una alumna de Hainga. Había tenido el honor de proferir el grito del karanga y tendía el primer bocado al visitante.
La joven sacerdotisa sonrió.
—Erihapeti —dijo amablemente. Elizabeth. Los ngai tahu tenían para casi todos los nombres pakeha su propia réplica—. Y tú eres el que por cuya causa las nubes se ciernen sobre ella. Eso es lo que dice Hainga…
—Conozco a la mujer —confirmó Kahu—. Pero ¿qué hace aquí?
Kahu nunca había pensado que los espíritus se inmiscuyeran con frecuencia en la vida de las personas, pero lentamente iba encontrando extraña la situación.
—Espera —respondió Mahuika—. Espera a un hombre.
Kahu se frotó la frente. No podía ser.
—Anda, cómo iba a saber que yo venía.
Mahuika se echó a reír.
—Espera a un pakeha —precisó—. Está… cómo se dice… prometida. —Mahuika utilizó la palabra inglesa. En la lengua de los maoríes no había una equivalente.
Kahu apretó los labios.
—He venido a recogerla —dijo—. Las tohunga de ngati pau la ven a mi lado.
La joven alumna tohunga arqueó las cejas.
—¿Sí? Pues ella se ve en otro sitio. Y dónde la ve su hombre, eso no lo sabe nadie. Hainga lo dijo… las nubes. Su destino no es claro. Así que no hay razón para que no pruebes suerte.
Kahu no se había atrevido a abrigar esperanzas de que esa primera noche fuera a reunirse con Lizzie. Un visitante honorable, y además de un rango tan elevado como el de futuro jefe de los ngati pau, no solía establecer contacto con miembros más sencillos de la tribu. Pero para su sorpresa, también incluyeron a Lizzie en el círculo de las tohunga y los ancianos. Pensó en preguntar al respecto a Hainga o al jefe, pero vio en el rostro de Lizzie lo penoso que le resultaba que la incluyeran. Siempre había percibido lo que Lizzie pensaba y sentía mucho mejor que lo que pensaban y sentían las mujeres de su propia tribu. Pero ¿a qué se debía que de repente hubiese alcanzado un rango tan alto? ¿Y por qué le resultaba a ella incómodo? Kahu Heke se limitó a sentarse junto a ella y le tendió algo de la comida que se distribuía junto a la hoguera. Ella no se había servido hasta el momento, se sentía intimidada. Pero fuera cual fuese la razón, era bueno que la tribu la tuviese en tan alta consideración. Eso simplificaba los planes de Kahu.
—Elizabeth, estás tan hermosa como entonces, cuando te traje a Te Waka-a-Maui —le dijo amistosamente en su lengua—. Y te has convertido en lo que yo había esperado. Incluso si tú no lo deseabas.
Tras recuperarse de la sorpresa, Lizzie se encogió de hombros. Estaba nerviosa, no quería sentarse junto a él. Las otras muchachas le lanzaban miradas escrutadoras. Kahu debería estar pendiente de Haikina o de una de las hijas del jefe, no de ella.
—Hainga lo considera obra de los espíritus —respondió.
Kahu se echó a reír.
—Y los pakeha dicen: el hombre propone y Dios dispone.
Lizzie sonrió. Había olvidado lo ingenioso que era el joven. ¡Y cuán irresistiblemente pakeha! En las últimas semanas había echado en falta ese tipo de réplicas. Los maoríes como pueblo le parecían poco agudos, su humor era más burdo y simple que el de los blancos. Aunque tal vez se debiera a que ella todavía no dominaba la lengua. A lo mejor se perdía los matices.
—¿Desde cuándo repite Kahu Heke las palabras de los pakeha? —se burló del designado jefe tribal—. ¿No querías echarlos de Aotearoa?
Kahu hizo un gesto de desdén.
—Es solo que hay demasiados —contestó—. Y mi pueblo no ve el peligro que emana de ellos. Pero háblame de ti y los dioses. Me han dicho que tienes un prometido.
Lizzie bromeaba pero su mirada era triste.
—Eso espero —respondió—. Pero se ha ido. —¿Por qué iba a hacer un misterio de ello? Kahu se enteraría de todo lo que los ngai tahu sabían acerca de su relación con Michael—. Quería comprar una casa para nosotros, pero ahora…
—¿Volverá Kupe? —preguntó Kahu con una sonrisa burlona. Era la forma de decir en maorí que tal vez no volviera a verlo. Kupe, el primer colono de Nueva Zelanda, había jurado a sus amigos de Hawaiki que regresaría, pero nunca lo hizo.
Lizzie se puso a pensar. Empezaba a sentirse bien en compañía de Kahu. Los otros miembros de la tribu volvían a tocar y bailar y les prestaban poca atención, al menos así lo parecía.
—¿Qué pasa? —preguntó con desconfianza—. Siempre hablas de ese Kupe y de su Kura-maro-tini cuando se trata de mí. —Por lo visto no conocía esa frase hecha, pese a que su maorí había mejorado mucho.
Kahu rio.
—¡Porque cada vez que nos vemos tengo ganas de secuestrarte! —Según la leyenda, Kura-maro-tini pertenecía a otro hombre y Kupe lo había matado y la había raptado. En la huida, descubrieron Nueva Zelanda: Aotearoa.
—¡Pues tampoco nos vemos tan a menudo! —señaló Lizzie, bebiendo un trago de la botella que Kahu le tendió.
Había llevado dos botellas que se suponía estaban llenas de whisky y que los ngai tahu se iban pasando. Lizzie todavía no había bebido de ninguna. El whisky le recordaba siempre a Michael, el local de Kaikoura y su verano en el yacimiento de oro. Pero en ese momento la tentó el alcohol. Ese whisky tenía un sabor diferente del que hacía Michael. Los dioses sabrían de qué se había destilado.
—Cuéntame cómo te ha ido a ti, Kahu Heke. ¿Ya eres jefe tribal? ¿Tienes ya esposa… o varias esposas? ¿Hijos?
Él sacudió la cabeza.
—He trabajado con los pakeha. Al principio incluso con el señor Busby.
Los ojos de Lizzie brillaron, como era de esperar, cuando Kahu se puso a hablar del cultivo de la vid. Durante una hora disfrutó de la intensa atención de la joven, y constató que ella se había formado del cultivo de la vid una idea similar a la de él respecto al estudio de los libros en la Universidad de Auckland.
—Alguna vez intenté abordar el tema de si otros tipos de uva crecerían mejor en este suelo. Pero el señor Busby era testarudo y decía que el riesling crecía en Europa en condiciones similares, así que a la fuerza tendría que hacerlo también en Nueva Zelanda. Pero él solo tenía en cuenta el clima. Todo lo demás… Hainga diría que el señor Busby no escucha el murmullo de los espíritus.
Kahu sonrió y Lizzie se percató de que sus tatuajes ya no la molestaban. En los últimos meses se había acostumbrado tanto a ellos que casi no la sorprendían las marcas de la tribu en los rostros.
—Puede que me haya vuelto más pakeha en estos años —observó Kahu Heke—. Pero está claro que tú eres más maorí. El murmullo de los espíritus… Yo pensaba en un beso cuando paladeaba un vino realmente bueno.
Lizzie arqueó las cejas.
—Un beso… Debe de haber sido un vino con cuerpo, un tinto, ¿verdad? Es cierto, el burdeos se deposita en la lengua como… como una caricia. —Se ruborizó—. Todavía tengo una última botella en mi tienda —añadió—. Pero es un vino blanco más ligero, de Italia. Lo podemos beber juntos. A ver qué aroma le encuentras, para mí sabe a melocotón… quizá con algo de miel…
El rostro de Lizzie volvió adquirir esa expresión ilusionada que Kahu solo le había descubierto cuando hablaba de los aspectos del vino. En realidad, debería ser el recuerdo de su hombre el que motivara ese semblante. Pero su supuesto prometido le estaba dando más bien motivo de preocupación. Kahu estaba decidido a aprovechar su oportunidad.
—Ya veremos. Me gustará beber contigo… Por otra parte, ¿todavía sabes pescar peces como te enseñaron, wahine pakeha? —Kahu acarició la mano de ella como por azar.
Lizzie sonrió, pero apartó sus dedos. No asustada, más bien indecisa. No era una negación clara. Kahu esperaba una respuesta.
—Eso no se olvida —respondió—. Al contrario. Tengo mucha más práctica ahora.
Kahu frunció el ceño.
—Si no lo veo, no lo creo. ¿Quieres mostrármelo mañana? En tu arroyo, donde has lavado el oro.
Una sombra se deslizó por el rostro de Lizzie. Ahí no solo había lavado oro, también había sido feliz con Michael. Y ahora Kahu quería ir allí con ella. Kahu, que evidentemente sentía algo por ella: desde que se había sentado a su lado no paraba de flirtear. Ella no estaba segura de si estaba preparada para enseñarle el yacimiento de oro a otro hombre. Pero no podía decir que no. Kahu Heke era un viejo amigo y, además, un huésped honorífico de la tribu.
—Podríamos llevarnos tu vino —propuso Kahu.
Lizzie se puso tensa.
—No… allí no —titubeó—. El camino es difícil, no deberíamos emborracharnos.
Kahu no creía que fueran a emborracharse con media botella de vino cada uno, pero, aun así, ella iba a cumplir su deseo y pasaría con él el siguiente día. Le resultaba indiferente que fuese donde había encontrado el oro o en otro lugar. Lo principal era tenerla exclusivamente para sí.
—Entonces nada de vino. Y nada de whisky —sonrió—. Pero si los dioses quieren embriagarnos, Elizabeth, también lo conseguirán sin alcohol.
Kahu tuvo que hacer acopio de paciencia al día siguiente. En la víspera, durante la fiesta, Lizzie tenía el aspecto de una chica maorí. Pero ahora que iban a estar solos, ella se había puesto su vestido pakeha, se había recogido el cabello en un moño y lo había escondido bajo un sombrero de paja. En lugar de menear las caderas como la noche anterior, se movía con paso sobrio arroyo arriba. No hablaba demasiado y Kahu la seguía en silencio.
Tras una marcha de dos horas, llegaron a las rocas en forma de agujas y Kahu se dejó caer en la hierba. Lizzie se quedó de pie.
—¿Quieres pescar ahora? —le preguntó con tono burlón.
Él sacudió la cabeza.
—Primero lavaremos oro —respondió—. A lo mejor encontramos una pepita inmensa y nos hacemos ricos en un minuto.
Lizzie sonrió.
—No sabía que dependieras de eso. ¿Acaso el jefe de los ngati pau no tiene recursos? Además, tengo que devolverte el dinero que me prestaste. ¿Cuánto quieres de interés?
Kahu hizo un gesto de rechazo con la mano.
—Era un regalo, no pienses en eso. Y en lo que respecta a mi pueblo: los ngati pau han vendido tierras y disponen de ingentes recursos. No obstante, yo lo considero un error. Si hoy me haces rico, volveremos a adquirir las tierras…
Kahu se acercó más a ella. Ya no hablaba de oro, sino de otro tipo de riqueza. Pero Lizzie no se dio cuenta. En ese momento no estaba receptiva. La escudilla del oro parecía vibrar en su mano. Ahora que estaba junto al yacimiento, lo que quería era trabajar.
—¿Lo has hecho alguna vez? —preguntó a Kahu, que estaba a su lado y nunca había sostenido uno de esos utensilios.
Lizzie suspiró. Así pues, tendría que enseñarle y no podría ponerse a trabajar por su cuenta. Pero entonces Kahu mostró tal torpeza con la escudilla que casi se cayó en el arroyo. A Lizzie se le escapó la risa. Le cogió el cacharro, lo sacudió moviendo con habilidad la muñeca y se alegró de ver su rostro incrédulo cuando vio aparecer los rastros de oro.
—¡Sí, esa misma cara puse yo! —sonrió—. ¡Oro al primer intento! No en todos los sitios pasa esto, Kahu. Al contrario. Para conseguir tanto oro, a menudo hay que estar lavando o cavando todo el día.
—Y habéis estado explotando este lugar durante todo el verano, ¿no? —preguntó Kahu—. ¡Debes de ser rica!
Ella hizo un gesto de indiferencia.
—Le di el oro a Michael —reconoció—. Para la casa o para una iglesia —suspiró.
—¿Para una iglesia? —inquirió Kahu sin comprender—. ¿Es sacerdote?
Lizzie rio afligida.
—Olvida lo que he dicho. Sea como fuere, él tiene el dinero y espero que vuelva en algún momento con él o con algo que haya comprado.
—Si no lo hace, puedes lavar más —señaló el joven, animoso—. Si te ayudo, irás más deprisa. —Miró más detalladamente los sedimentos de oro, láminas pequeñas y finas como hilos—. Es bonito vuestro oro. Brilla. Como tu cabello al sol.
Kahu cogió la escudilla con cuidado, sacó algunas laminillas, levantó el sombrero de paja de Lizzie, lo tiró a la orilla y dejó caer el oro en su cabello.
—¿Estás loco? —dijo ella riendo—. ¿Sabes cuánto vale eso?
—No tanto como un mechón de tu cabello —repuso él con dulzura—. El cabello es sagrado, Elizabeth. En el cabello del jefe vive el dios Rauru.
—¿Ah sí? —se burló ella—. ¿Ya se ha mudado a vivir contigo? Ten cuidado al peinarte no vayas a hacerlo caer. ¿O es que un jefe no se peina?
Kahu no respondió.
—Si con un peine lo arrastro, tendré que inspirarlo —dijo—. ¡Se hace así! —Le acarició el pelo y olisqueó sus dedos haciendo ruido.
Lizzie se rio.
—¿Quieres seguir lavando oro o prefieres pescar? —preguntó.
—¿Quieres ser una persona rica o saciar tu hambre? —quiso saber Kahu.
Ella fingió reflexionar.
—¡Rica! —dijo.
Él levantó la mirada al cielo.
—¡Una pakeha… una típica pakeha! ¿Qué estoy haciendo aquí?
—¡Pescar! —rio Lizzie—. ¡Venga, tú nos das de comer y yo nos hago ricos!
—Eso no le gustó a Michael —recordó más tarde pensativa.
Kahu había guisado el pescado con raíces comestibles y verduras que habían llevado. Para ello utilizó la escudilla del lavado de oro, lo que de nuevo divirtió a Lizzie. Ahora estaban sentados junto a la hoguera, saciados y cansados, y había entre ambos tanta confianza como antes, cuando habían viajado juntos en la canoa del jefe. Lizzie percibía intuitivamente que la antigua promesa de Kahu seguía vigente. No la tocaría mientras ella no quisiera.
—¿Qué no le gustó? —preguntó Kahu sin mirarla.
—Que yo nos hubiese hecho ricos a los dos. Primero con el pub y luego con el oro. Habría preferido conseguirlo él solo y yo… yo tendría que haber cocinado y llevado la casa. Entonces no habríamos tenido casa. Michael no tiene suerte.
Kahu frunció el ceño.
—¿Suerte? —preguntó—. Se me ocurre otro refrán pakeha, pero mejor no lo digo para que no te enfades.
—¡No es que sea perezoso! —defendió Lizzie a su amado—. Es… es solo que es muy honesto, muy recto. ¡Sí, es eso, un hombre recto! Y yo… Un día me dijo que soy de mente muy complicada.
—En cualquier caso, él tiene dificultades con una mujer con mucho mana. Suele pasar —observó Kahu.
—¿Crees que tengo mucho mana? —preguntó asombrada Lizzie. Nunca se le habría ocurrido.
—Como cualquier reina, Elizabeth. —Kahu rio—. En serio, Erihapeti, no te puede haber pasado inadvertido que te admiran como guerrera. Tienes el mana de una tohunga, lo que tu amado no soporta. Como muchos hombres maoríes o pakeha, en eso son iguales.
Kahu se puso cómodo. Había apoyado la espalda contra una roca y miraba a Lizzie con una sonrisa reflexiva.
—Pero a ti eso no te importaría —declaró Lizzie recelosa—. A eso te refieres, ¿no?
Kahu se puso serio.
—Conmigo… —dijo, tanteando el terreno con cautela— es distinto.
Lizzie se lo pensó unos segundos.
—Claro —replicó—. Porque eres jefe. Entonces te casas con una mujer con mucho mana.
Lizzie desconocía cómo funcionaban los matrimonios dinásticos entre las tribus maoríes, pero suponía que los nobles se casaban entre sí como en Inglaterra. Y todavía se acordaba muy bien de la arrogancia de las muchachas ricas que paseaban en Piccadilly o montaban a caballo en Hyde Park.
—No del todo. —Kahu se mordió el labio. En realidad la convivencia del jefe con sus mujeres era básicamente inexistente. Un jefe de los ngati pau siempre estaba solo, su esposa entraba en su casa únicamente tras ciertas ceremonias. Y nunca lo acompañaba—. La convivencia del jefe con su esposa… se desarrolla de otro modo.
Lizzie arrugó la frente. Luego sonrió.
—Te refieres a que quien comparte una casa más grande y tiene el servicio correspondiente siempre se contiene —interpretó—. Es cierto, los Busby nunca alzaban la voz para pelearse. Él tenía su trabajo y ella mostraba su mana con el servicio y los hijos. Visto de este modo, tienes razón. Pero entonces Michael podría encajarlo mejor cuando tuviésemos una granja grande. Él dará órdenes a los empleados y yo me limitaré a dirigir la casa. —Rio—. Gracias, Kahu, ahora me siento mejor Nunca hubiese creído que era a causa de mi mana, siempre pensaba que el motivo era Mary Kathleen.
Ese no era exactamente el giro que Kahu Heke hubiese querido dar a sus palabras, pero evitó plantear preguntas incómodas a Lizzie.
El resto del día transcurrió en armonía. Kahu le enseñó a poner trampas para los pájaros y luego ella le instruyó en el arte de lavar el oro. Por la tarde, él recogió las presas, volvieron a encender una hoguera y asaron las aves de plumas rojizas que Kahu llamaba weka. Cuando anocheció volvieron al pueblo y tuvieron que aguantar las bromas de hombres y mujeres que suponían que habían hecho algo más que hablar.
Kahu estaba satisfecho con el primer día, y se alegraba de que Lizzie ya no se asustara de su rostro tatuado. Si ya no tenía miedo del moko, conseguiría conquistarla. Siempre que no regresara ese tal Michael.