5

Michael Drury sorbió el aire ruidosamente por la nariz. No había modo de que se curase del resfriado ese invierno, aunque estaba mejor que Chris Timlock, que llevaba días con fiebre y tos en la tienda. Él, al menos, podía lavar oro, y tenía que hacerlo. Si ese día no le caían al menos un par de pepitas en el cedazo, no podría comprar nada de comer, las provisiones se habían agotado la noche anterior. Más tarde tendría que ir a caballo hasta el campamento, pero no valía la pena hacer el esfuerzo para cambiar la escasa cantidad de oro que habían encontrado hasta el momento.

Michael ya había pensado en salir a cazar, pero no era un buen trampero y la caza menor que había practicado en Irlanda no existía en Otago. No había ni conejos ni liebres, solo pájaros con extrañas costumbres. Los keas verde oscuro eran tan desvergonzados que se acercaban a la tienda para robarles las provisiones. Una vez había conseguido matar a uno con la honda, aunque no había valido la pena: el pequeño loro de montaña apenas tenía carne. Por el contrario, los kiwis, más grandes, estaban activos durante la noche y por el día se enterraban. Pero Michael nunca había descubierto ninguno, las huellas que a veces encontraba en la nieve tampoco le decían nada. Tal vez ahí arriba no hubiera kiwis, Michael no tenía ni idea de sus hábitos. Pese a todo, pescaba, se le daba mejor la pesca que la caza; solo cuando pasaba todo el día en el río lavando oro los peces se daban a la fuga.

Michael decidió interrumpir su labor para preparar un té. Seguro que Chris lo necesitaría y él también. Volvía a tener las botas mojadas y no podía ponerse tan enfermo como su socio.

Michael recogía sus cosas cuando oyó que Chris lo llamaba. Su amigo estaba en la entrada de la tienda y se apoyaba en una rama. Tosía mientras gritaba el nombre de Michael, y este distinguió que empuñaba la escopeta. Se habían comprado las armas con el producto de la venta de su primer y más estimulante hallazgo de oro, pero ninguno de los dos sabía cómo manejarlas correctamente. Cuando tenían dinero para comprar munición, practicaban disparando a árboles o botellas, aunque hasta el momento estaban muy lejos de acertar incluso a un blanco inmóvil. El ruido espantaba al menos a los insolentes keas que se escondían chillando excitados en el árbol más cercano, en lugar de hurgar en la olla con sopa de Chris y Michael.

Pero Chris debía de estar preocupado por otra cosa que por un simple par de aves. Michael dejó las herramientas y corrió a las tiendas, que estaban en un promontorio. Quería abarcar con la vista su concesión. Por el momento a nadie se le había ocurrido ir a buscar oro en ese lugar, pero eso podía cambiar en cuestión de horas. A más tardar, cuando ellos hubiesen encontrado algo.

—¡Está subiendo alguien! —susurró Chris cuando Michael llegó junto a él. Ardía de fiebre y tosía al hablar.

En primer lugar, Michael ayudó a acostarse a su amigo. Era posible que se hubiese imaginado al intruso, o quizá deliraba. Pero, por otra parte, desde ambas tiendas se oía lo que sucedía detrás del promontorio. Un sendero serpenteaba montaña arriba. Y entonces, también Michael oyó unos cascos. Volvió a tapar a Chris.

—¿Lo oyes? —preguntó el enfermo.

Michael asintió, cogió la escopeta y salió. Era conveniente asustar un poco a los intrusos. Con expresión fiera, salió al camino y fue saludado con unos alegres relinchos: el caballo de Lizzie lo reconoció enseguida; Michael siempre lo había tratado bien, o tal vez llamara al caballo blanco que pacía delante de las tiendas. Los caballos habían compartido muchas veces un establo. Fuera como fuese, Michael identificó al caballo bayo como el animal de trabajo del Irish Coffee. Avanzaba pesadamente montaña arriba llevando una considerable carga y a su lado una mujer de falda larga luchaba con la nieve envuelta en chales de lana y gruesos abrigos.

—¡Lizzie! —Michael corrió a su encuentro y la abrazó. No lo habría admitido nunca, pero pocas veces se había sentido tan aliviado.

Lizzie se liberó de los chales que le cubrían el rostro y el cabello y casi habría permitido que él la besase. Era bonito volver a verlo, aunque su aspecto justificaba todos sus temores. La última vez que lo había visto tan delgado y consumido había sido en el barco prisión. Tenía las mejillas hundidas y los ojos febriles. Tampoco la agarró y la hizo girar en el aire como cuando se habían reencontrado en Kaikoura. Probablemente le faltaban fuerzas.

Pese a ello, parecía alegrarse de verdad de verla. A la joven se le quitó un peso de encima. Se había temido que su visita fuese indeseada.

Michael estaba emocionado y contento como un niño.

—¿Qué haces aquí, Lizzie? Pasa dentro, en la tienda se está más caliente… bueno, no mucho, pero un poco. Voy a preparar té.

Lizzie le dirigió su cálida sonrisa y empezó a rebuscar en las alforjas.

—He pensado que yo también tengo ganas de buscar un poco de oro —dijo—. En Kaikoura ya no sucedía nada, así que enganché el caballo y me vine aquí. ¿Cómo va eso de hacerse rico, Michael Drury?

Él hizo una mueca.

—Trabajamos duro —murmuró—, pero ahora, en invierno…

Lizzie asintió.

—Hace bastante frío por aquí. ¿Qué decías? Veo que tienes una tienda.

Las tiendas de Michael y Chris Timlock no podían compararse con la del reverendo. No tenían más que un poco de lona tensada sobre cuatro palos bajos. Uno podía estar dentro sentado, pero no de pie. No había muebles, los hombres dormían en el suelo cubierto con lonas. Las esterillas y mantas protegían del frío más hiriente, pero no mantenían el calor suficiente para Chris Timlock, que tan enfermo estaba. Lizzie se asustó al verlo.

—Michael, ¡hay que abrigar a este hombre! —susurró a su amigo, después de haber saludado al socio. Chris se hallaba apático en su saco de dormir y apenas había podido tender la mano a la joven—. Ahora monta la tienda que he traído. Es pequeña también, pero, en cuanto a comodidad, es mejor que estas. Abajo, en el campamento, tengo otra más grande, podemos subirla los próximos días. Ah, y busca un par de piedras, hay un montón por aquí; las podemos calentar al fuego y meterlas luego en la tienda para que la caldeen un poco. Y tráeme el bolso, tengo un líquido, zumo de flores de rongoa, para la tos.

—¿Tienes por casualidad… algo que comer? —preguntó Michael en voz baja.

Lizzie lo miró incrédula.

—Bueno… tendría que haber bajado hoy para reponer las existencias —se disculpó Michael—. En los últimos días no he podido hacerlo ni…

—Ni tampoco has encontrado suficiente oro para pagar los precios abusivos que hay ahí abajo, ¿verdad? —preguntó Lizzie con severidad—. Michael, tu compañero se muere, ¿y querías dejarlo solo para ir a mendigar comida? Ahora prepararemos algo de comida, le haremos entrar en calor y mañana lo llevamos abajo, al campamento.

—Pero ¿y la concesión? —protestó Michael—. Si la abandonamos, otro se apropiará de ella.

Lleno de orgullo deslizó la mirada a través de la entrada por el pequeño e idílico valle como si fuera de su propiedad. Desde luego era bonito, pero ¿ocultaba realmente oro bajo la nieve?

Lizzie levantó los ojos al cielo.

—Pues que pase hambre otro aquí. Michael, algo como esto lo encontraremos siempre, no hace falta que lo custodies.

—¡Por supuesto que hace falta! —se ofendió Michael dándose aires de importancia—. Solo tenemos que superar el invierno. En primavera, cuando se ablande el suelo…

Lizzie suspiró. ¿Por qué se dejaba seducir por esos ojos azules y brillantes y esa voz implorante? Pero probablemente no fuera posible llevar a Chris Timlock al campamento. Estaba gravemente enfermo, si tenía que sobrevivir, necesitaba comida y calor. Si subía sus provisiones podría cuidarlo tan bien como el reverendo abajo.

—Está bien —cedió—. Pero mañana vas al campamento e intentas subir nuestro carro. O vas dos veces con los dos caballos, así podrás subirlo todo.

—¿Has traído tantas cosas como para hacer dos viajes con ambos caballos cargados? Por todos los cielos, ¿se puede saber qué has traído hasta aquí? —preguntó admirado Michael.

Lizzie miró amenazadora el campamento.

—¡Todo lo que falta aquí para vivir más o menos como un ser humano, Michael! Y ahora pon manos a la obra, yo me ocupo de este chico.

—Pero… pero… encontraremos oro, ¿no? —preguntó Chris con la voz ahogada cuando Lizzie le administró el jarabe para la tos de la tohunga maorí—. En primavera…

Lizzie le pasó la mano por el cabello húmedo.

—Seguro que encontraremos oro, no te preocupes.

—Me… ¿me lo prometes?

Ella le sonrió. Era evidente que Chris ya no sabía dónde estaba ni con quién hablaba. Pero necesitaba estímulo. Todavía era muy joven.

—¡Te lo prometo! —dijo ella con firmeza.

Al día siguiente tendría que averiguar dónde vivían los ngai tahu.

Durante los primeros días en Otago, Lizzie no consiguió averiguar dónde se encontraba el poblado de la tribu maorí local. Estaba demasiado ocupada. Lo hicieron todo para salvarle la vida a Chris Timlock, y el joven no tardó en encontrarse mejor gracias a los efectivos cuidados de Lizzie. Después, Michael y ella se pusieron a trabajar para que el campamento fuera lo bastante habitable para pasar el invierno. Para disgusto de Michael, ella insistió en que construyera una cabaña de madera.

—Michael, es junio y cada día nieva. Esto durará como mínimo tres meses. ¡No puedes dormir en una tienda!

—La gente del campamento sí puede —gruñía Michael.

Lizzie sacudía la cabeza.

—Ellos o están mucho tiempo enfermos o entran en calor en la tienda del reverendo. Además, el campamento está más abajo que esto. Allí hace menos frío. ¡Y tampoco tienes nada más que hacer!

—¡Puedo lavar oro! ¡Eso al menos aportará algo!

Lizzie se cogió la frente.

—Michael, en cuatro semanas ni siquiera has sacado una onza del arroyo. Ningún jornalero trabaja por ese sueldo, ni en Irlanda. Y además te estás arruinando las botas en el arroyo y destrozando el pico y la pala en la tierra congelada.

—Pero yo solo no puedo construir una cabaña. Y Chris…

Si bien Chris Timlock había sobrevivido a la pulmonía, todavía estaba enfermo en cama. Lizzie no esperaba que se repusiese durante el invierno. Tal vez en primavera, cuando hiciera un poco de calor. Seguro que nunca había sido un hombre muy fuerte y era posible que ya hubiese traído de Inglaterra la tisis.

—¡Yo te ayudaré! —dijo Lizzie—. ¡Soy más fuerte de lo que piensas y además me divierte!

Lo último era cierto, a Lizzie le hacía ilusión encajar las vigas y ver crecer cada día un poco su futura casita. Cortar madera y trasladar las tablas era un trabajo muy duro. Pese a todo, enseguida avanzaron y un mes después ya tenían una diminuta cabaña con tres sitios donde dormir, una chimenea, mesa y sillas. Lizzie separó con lonas colgadas su rincón privado para dormir. En el campamento de los buscadores de oro se rumoreaba que vivía con dos hombres, pero eso no le molestaba a nadie. Los hombres cotilleaban más sobre el hecho de que Michael se aferrase a una concesión que no daba frutos. Tampoco el reverendo decía nada cuando Lizzie y sus dos amigos bajaban a la misa del domingo, lo que sucedía raramente. Chris conseguía recorrer el camino cuando hacía muy buen día y al final se quedaba hecho polvo.

—¡Venga a vernos algún día! —invitó Lizzie a Burton, y se alegró de que este aceptara.

Peter leyó la misa para Lizzie y Chris y bebió whisky con Michael después. Admiró la calidad de la bebida. Lizzie no había regalado el pequeño tonel con el primer destilado de Michael, sino que lo había llevado a Otago. Ahora el líquido los reconfortaba en las noches más frías. Para Lizzie era importante que el reverendo viera su rincón. Quería que siguiera respetándola. ¡Nadie debía dudar de su honorabilidad!

En Otago la primavera llegaba más tarde que en Kaikoura, pero, cuando la naturaleza despedía al invierno, la tierra estallaba de fertilidad. Casi de la noche a la mañana el paisaje reverdeció. En los prados y junto al arroyo crecían flores rojas y amarillas. Las orillas del río despertaron en Michael el recuerdo de Irlanda, incluso si ahí eran las hayas del sur en lugar de los robles las que bordeaban los caminos, y helechos en lugar de sauces los que dejaban caer sus ramas en las aguas. Los chillidos de los pájaros sonaban de otro modo, pero lo demás era exactamente como en casa.

Michael disfrutaba observando cómo Lizzie se despojaba de sus prendas de abrigo liberando su delgado cuerpo de toda aquella lana que la había mantenido a salvo del frío en los últimos meses. Al igual que las muchachas irlandesas, dejaba flotar su melena suelta al viento y embellecía la casa con flores silvestres. Y por primera vez desde hacía años, Michael dejó de soñar con los abundantes rizos dorados de Mary Kathleen y se deleitó en ver cómo brillaban al sol los mechones rubio oscuro de Lizzie. Ya no pensaba en los gráciles movimientos de Kathleen, sino que empezó a apreciar el talante enérgico de Lizzie: sus intentos poco diestros, pero acompañados de palabras llenas de vitalidad, para conseguir que el caballo arrastrara la madera (Michael y Chris habían proyectado construir un lavadero y necesitaban los troncos junto al arroyo), su manera de actuar suave y prudente cuando acompañaba a Chris fuera de la cabaña para que tomara el sol.

El socio de Michael cada vez hablaba con más frecuencia de volver a colaborar, pero eso ya era impensable. Cortaba un poco de madera por los alrededores y trataba de ayudar a Michael a esbozar el lavadero. Pero pocos minutos después de coger la sierra más ligera, ya estaba bañado en sudor y tosía.

Michael se quejaba para que Lizzie al menos le ayudase a construir el canal, pero ella se negaba.

—Michael, no vale la pena. ¡Este arroyo no lleva oro! O demasiado poco para obtener buenas ganancias. Es mejor que caves un poco, tal vez haya aquí vetas de oro si tan convencido estás de que tienen que encontrarse en esta concesión y no en otra. Pero en lo que respecta al lavadero, me atengo a lo que dicen los maoríes: antes de talar un árbol, pido permiso a Tane, el dios de los bosques, y él solo me lo concederá si construyo con la madera algo que tenga sentido. Aquí Tane dice que no. ¡Y yo me guardaré mucho de ponerme a malas con él!

Entretanto, Lizzie había averiguado dónde se encontraba la tribu maorí más cercana y se disponía a visitarla. Calculaba que para llegar al poblado indígena tardaría dos días remontando el río. Se asentaban lejos de los campamentos de buscadores de oro. Eso era algo que Kahu Heke y su gente de la Isla Norte no habrían hecho, pero muchas tribus de la Isla Sur no tenían marae con adornos de valor, sino cabañas sencillas que estaban dispuestos a abandonar para seguir migrando.

La joven se disponía a recorrer a pie el camino. Había cargado el caballo de regalos para los ngai tahu y no quería lastrarlo todavía más con su propio peso. Michael se ofreció a acompañarla y luego le dijo que montara al menos su caballo blanco. Pero Lizzie rechazó ambos ofrecimientos, pues no montaba bien y el caballo blanco era fogoso y no se atrevía a manejarlo. En cuanto a que Michael la acompañara, personalmente le habría gustado, pero los ngai tahu confiarían más si ella llegaba sola. Además, no quería dejar a Chris en el campamento sin nadie que lo ayudase.

—¡No me pasará nada, Michael! —Sonrió cuando él empezó a refunfuñar como una gallina clueca en torno a ella poco antes de la partida—. Los maoríes son gente de paz y les llevo regalos y saludos de sus amigos de Kaikoura. Aquí los únicos peligrosos son los pakeha. Allí adonde voy es probable que todavía no haya llegado ningún blanco.

Sin embargo, se alegraba de que él se preocupase por su seguridad. Parecía como si por fin empezara a sentir algo por ella.