5

Durante tres días, Michael Drury tomó a Lizzie Owens por una chica decente. Y ella nunca se había sentido más feliz.

Los hombres de la cubierta inferior se recobraban lentamente de las fiebres. Lizzie y las otras mujeres pasaban muchas noches lavando a los enfermos, frotándolos con vinagre y ginebra y dándoles agua, té y, al final, sopa. Para satisfacción de la señora Bailiff y Anna Portland, muy pocos habían muerto bajo sus cuidados. Y Michael consiguió incluso sonreír a Lizzie y no hablarle como si fuera Kathleen.

—Elizabeth… —dijo con dulzura—. Sabe, recuerdo… Me dijo usted su nombre cuando estaba enfermo y aseguró no ser un ángel. Pero no me lo creo. No cabe duda de que es usted un ángel…

Ella sonrió y Michael encontró que era bonita. Hasta entonces le había parecido insignificante, cálida sí, pero del montón. En ese momento, sin embargo, le cautivó su sonrisa cariñosa y comprensiva.

—Un ángel no acaba en un barco prisión —señaló ella—. A no ser que haya errado mucho el camino…

Michael le devolvió la sonrisa y bebió un sorbo del té que ella le ofrecía.

—Usted misma lo dice, sin duda una equivocación. ¿Por qué la envían a la Tierra de Van Diemen, Elizabeth?

—Lizzie —lo corrigió, aunque se sentía halagada. Elizabeth sonaba más bonito, importante y… virtuoso—. Robé pan —reconoció—. Tenía hambre. ¿Y usted?

El corazón de Lizzie latía con fuerza. Esta pregunta la asustaba, por eso había evitado hasta el momento planteársela a la señora Bailiff o a Jeremiah. Michael iba encadenado, seguramente era un criminal peligroso. Pero le costaba imaginarse que tenía ante sus ojos a un ladrón o un asesino.

—Tres sacos de grano —dijo Michael—. Todo nuestro pueblo estaba hambriento.

A la joven le flaquearon las piernas de alivio. ¡Así que también él había pecado por necesidad! ¡Y además para ayudar a otros!

Sonrió llena de felicidad.

—¡Eso no importa! —exclamó—. Los jueces nunca pasan hambre, eso es todo.

Lizzie pasó unos días como flotando entre nubes. Michael no era un maleante, podía demostrar su valía en Australia y alcanzar la libertad más tarde; como ella. Cuando por las noches se tendía en la litera, se permitía soñar con esa libertad. Tierras, un huerto, una casa… Y Michael, que le preguntaba tímidamente si quería compartir todo eso con él.

Claro que no eran más que sueños, en algún lugar todavía existía esa Kathleen a quien Michael no ocultaba que amaba. Mary Kathleen… Lizzie no quería ponerse celosa, pero sintió algo cercano al odio contra ese ser angelical cuando él le describió a su amor en su antiguo hogar. Ella había planteado con cautela, en tono de broma, que le gustaría saber algo de la muchacha con quien la había confundido. ¿Tanto se parecían la una a la otra?

La joven se sintió herida cuando él respondió con una carcajada a esa pregunta. No, claro que no tenía nada en común con aquella hada de rizos de oro, resplandecientes ojos verdes y estilizada figura… Michael no podía parar de ensalzar las virtudes de su amada.

Lizzie vio su paciencia puesta a prueba. Bien, en persona nunca podría superar a esa espléndida mujer; pero desde un aspecto práctico: Kathleen estaba muy lejos, Michael nunca volvería a verla y en algún momento su imagen se desvanecería. A Lizzie, por el contrario, la tenía cada día delante de los ojos y, aunque no era bonita, él era un hombre.

A la larga necesitaría a una mujer, y ¿por qué no iba a tener ella suerte por una vez en la vida? Entre los deportados solo había unas pocas mujeres guapas y no tardarían en estar casadas.

El capitán del barco se había decidido por la bella Velvet. Ella cedía de mala gana, pero era justo ese talante esquivo lo que a él parecía excitarle. En su nuevo hogar, Velvet no trataría con un presidiario. Un colono libre o un militar podrían ofrecerle mucho: que la dejaran antes en libertad y, por añadidura, una casa grande y servicio.

En cambio Michael… Lizzie, ya entonces reconoció que no era una persona sencilla. Seguro que era amable, inteligente, a ella le gustaban sus bromas y sus piropos. Pero también era orgulloso y se ofendía con facilidad. Para entonces ya sabía por qué lo habían encadenado con los presos peligrosos. Michael Drury no se amoldaba a las circunstancias y, si a pesar de ello, quería sobrevivir en un sistema que exigía de los presidiarios un buen comportamiento y humildad, necesitaría a una mujer que lo apoyase.

La muchacha no siguió ninguna estrategia para que Michael Drury se interesase por ella. Había estado obligada demasiadas veces a fingir delante de los hombres. Lo único que perseguía con Michael era estar con él, darle algo bueno. No comprendía que con eso volvía a ponerla en un dilema. Ahora, cuando se encontraba con Jeremiah en la cubierta y hacía lo que él quería, le pedía carne adobada y salchicha. Se suponía que para reforzar el guisado de los enfermos, pero en realidad se lo llevaba a Michael.

—Nos lo dan como recompensa por cuidaros —le hizo creer—. Pero tú lo necesitas más que yo.

El trato entre enfermos y enfermeras se volvió menos formal en los últimos días. Los primeros hombres ya estaban lo suficientemente fuertes para pasárselo bien en los brazos de alguna muchacha complaciente, con lo cual la cantidad de mujeres dispuestas a cuidar de los enfermos aumentaba con cada día que pasaba. Lizzie no era la única que se enamoraba de un joven condenado, también las otras estaban hartas de relaciones de conveniencia con tripulantes y guardias. Por añadidura, el viaje tocaba a su fin y muchas jóvenes suspiraban por un hombre que no fuera a abandonarlas, sino que tal vez representara un apoyo para ellas en aquel nuevo país.

—Es una chica encantadora —comentó Michael a uno de los otros irlandeses de la prisión de Wicklow. Desde que Billy Rafferty había muerto, sus catres eran vecinos y había trabado cierta amistad—. ¡Los ingleses están locos! Deportar a una chica tan amable solo porque ha robado pan…

Hank Lauren soltó una carcajada.

—Puede que haya robado pan —señaló—. Pero solo porque le daba pereza buscarse un nuevo cliente.

Michael se irguió indignado, apoyándose en el codo.

—Pero ¿qué te pasa, Hank? ¡Para ti todas las chicas son furcias!

Volvió a resonar una carcajada, esta vez más sonora porque se sumó la del hombre al otro lado del camastro de Michael.

—¡Y tú insistes en que la otra es una santa! —se burló de Michael—. «Mary Kathleen…» Ya cuando hablas de ella es como si rezaras.

—Con lo que es de esperar que al menos Mary Kathleen sea tan santa como te ha hecho creer. En cualquier caso, la pequeña Lizzie hace aquí carrera —se mofó Hank, un conocido chulo y maleante.

—Y no es que haya empezado aquí en el barco —añadió el de enfrente.

Michael miró a Lizzie, quien en un rincón atendía a uno de los hombres cuya vida todavía peligraba. Asistía con esmero a un enfermo y nada hacía suponer que sus cuidados albergasen otro tipo de interés.

—¿Y cómo os habéis enterado vosotros dos? —preguntó de mal humor.

—Es que no somos pardillos como tú —se rio Hank—. Por Dios, Mickey, se nota solo por cómo se mueve una chica así… cómo te coge… y prescindiendo de eso. ¿Tú de dónde crees que viene eso? —Hank Lauren señaló la carne macerada y las galletas marinas cuyos restos se lamía Michael en ese momento de los dedos—. Raciones adicionales por el cuidado de pacientes, ¡no me hagas reír!

—¿Y qué piensas tú que hace sola en cubierta casi cada noche, cuando pasa un momento a ver cómo estás? —preguntó el otro—. ¿Crees que se marcha a su aire de la entrecubierta? No, no, Michael, la señorita Lizzie se ha tirado a uno o dos guardias y lo compensa con una visión de tus bellos ojos…

Michael no dijo nada, pero a partir de entonces observó a Lizzie con más detenimiento. Y, en efecto, la oyó hablar en voz baja con Jeremiah antes de ir a verlo. La joven se entristeció cuando él la saludó fríamente y no le dedicó ningún piropo. El día anterior la había llamado «mi lucero de la tarde» y le había dicho que eligiera una estrella del firmamento para que él le pusiera su nombre.

En ese momento, el joven se limitó a un: «Buenas noches, Lizzie. Qué, ¿ya has terminado de trabajar?»

Michael no le contó lo que sabía ni tampoco le hizo ningún reproche. Pese a ello, la muchacha pasó la noche llorando en su litera. Sus sueños habían concluido. Elizabeth volvía a ser Lizzie y el ángel volvía a ser una puta.

Tras una travesía de ciento diez días, el Asia atracó una fría mañana de julio en el puerto de Hobart. Jeremiah había advertido a Lizzie que en Australia era pleno invierno y, como correspondía a la estación, en la isla frente al continente también imperaba el frío y la lluvia. El capitán del barco entregó los documentos de los presos y con ellos su mercancía humana al gobernador de la Tierra de Van Diemen. Michael no se enteró de nada porque lo llevaron de nuevo, junto con los otros presos peligrosos, a la cubierta inferior.

—Los condenados ya se han recuperado —explicó el capitán a la indignada señora Bailiff—. Y ver tierra les dará más vigor. ¡No puedo arriesgarme a un levantamiento un par de horas antes de descargar!

Por el contrario, las mujeres sí pudieron contemplar desde cubierta cómo atracaba el barco. La pequeña ciudad que se extendía alrededor de una dársena natural no tenía aspecto amenazador. Los edificios daban la impresión de ser nuevos y acogedores, no una cárcel.

—En Port Arthur también hay una cárcel —reveló el parlanchín Jeremiah a la curiosa Lizzie—. Pero ahí solo envían a los presos peligrosos. A esos que aquí en las colonias han reincidido, la escoria de la escoria. A los otros los envían a campos de trabajo donde la vigilancia no es, ni de lejos, tan rígida.

—¿Y las mujeres? —preguntó Lizzie, temerosa.

—Servicios especiales —respondió Jeremiah—. Pero no es ni la mitad de malo. Espérame, Lizzie, deja que haga uno o dos viajes más y vendré a buscarte.

Lizzie no se lo creía, pero miraba esperanzada las casas y la fortaleza de Hobart. La ciudad se encontraba en la desembocadura del río Derwent, a los pies de una montaña. Parecía más limpia que Londres, y el aire se veía más nítido pese a la lluvia que enturbiaba la vista. Pero, sobre todo, era por fin tierra firme. Lizzie sintió cómo se desprendía de la angustia. Nunca lo habría aceptado, pero la conciencia de saber que navegaban por el impetuoso océano a muchas millas de tierra firme, le había infundido miedo.

Los primeros en desembarcar fueron los pasajeros y futuros colonos. La señora Bailiff y la señora Smithers se despidieron cordialmente de Anna Portland y también dedicaron unas palabras amables a Lizzie y las otras ayudantes.

La misma Lizzie se despidió de Jeremiah, por un lado con alivio, pero por el otro casi a disgusto. No se había enamorado del guardia, y suponía además que el rechazo creciente que Michael le demostraba tenía que ver con el guardia. Pero aquel hombre la había ayudado a superar la travesía. Siempre había sido agradable y nunca había descargado sobre ella ni rabia ni frustración. Lizzie había necesitado un protector y había pagado a Jeremiah por ello, con el único medio de pago a su alcance. Si Michael no lo entendía, no había nada que hacer.

Se secó las lágrimas y Jeremiah la besó conmovido. Debía de pensar que lloraba por él y Lizzie no lo defraudó.

—Al Penal de Mujeres Cascades. —Una celadora, severa y vestida con sobriedad, indicó al oficial dónde debían llevar su carga. Había distribuido a las mujeres en los carros, auxiliada por soldados y cocheros.

Lizzie, Candy y Anna Portland se sujetaban mutuamente. Tras un período tan largo en alta mar, el suelo parecía moverse bajo sus pies. Anna estuvo a punto de caer al bajar por la pasarela y Lizzie tenía en esos momentos, en el carro, la extraña sensación de que avanzaban por una superficie insegura. Apenas podían ver el exterior, solo Velvet lograba otear a través de una rendija en el toldo del carro. Las mujeres captaban breves imágenes de callejuelas limpias, casas de madera y recios edificios de piedra rojiza.

—Todo construido por presos —señaló Velvet con tono monocorde.

Lizzie se preguntó si echaba de menos al capitán, en cuya cama había dormido casi todas las noches de las últimas semanas. Pero, como siempre, la hermosa muchacha de cabellos oscuros no revelaba nada de sí misma.

También el Penal de Mujeres, el lugar de reclusión y trabajo de las presas, era una construcción de piedra. Se trataba de un complejo de edificios sobrios y alargados, con secciones de celdas.

La celadora llevó a las mujeres a una sala de espera y luego pudieron lavarse bajo severa vigilancia y recibieron los uniformes. Anna Portland miró su capota con pena cuando un par de presidiarias se marchó con la ropa de las recién llegadas. Las prendas, gastadas y sucias a causa del viaje, se quemaban.

—¡Y ahora a cortaros el pelo! —ordenó una celadora, lo que provocó gritos de espanto.

Lizzie contempló desconsolada cómo caía el cabello castaño y surcado por hebras grises de Anna, Candy sollozó desesperada cuando le cortaron sus espléndidos rizos pelirrojos, y también Lizzie lloró cuando una celadora aburrida pasó las tijeras por su cabello largo y suave. No crecía deprisa y tardaría mucho en estar más o menos bonito.

Velvet presenció con estoicismo la caída de sus trenzas negras, pero Lizzie creyó ver tras su mirada indiferente unas chispas iracundas en los oscuros ojos. Más sentimiento del que la joven había mostrado durante todo el viaje.

Anna, Lizzie, Candy y Velvet ocuparon juntas, con ocho presas más, un dormitorio. Era un lugar espacioso y, como todo en el Penal de Mujeres, inmaculado.

La encargada de su sección pronunció un discurso acerca de cómo debía transcurrir la vida de una mujer según los preceptos divinos. Así, cada mañana, antes de ir a trabajar rezarían juntas, al igual que por la noche. El alcaide oficiaría la hora de oración y las celadoras, entretanto, supervisarían que las celdas estuvieran limpias y ordenadas. El trabajo empezaba a las seis, se veía interrumpido por las comidas y las horas de oración, y proseguía hasta la puesta de sol. No había recreos.

Por lo menos, el trabajo de Anna y Lizzie en el barco, al igual que la productiva relación de Velvet con el capitán, les fueron útiles. Las tres pronto alcanzaron el estatus de reclusas de primera clase, lo que comportaba ciertas ventajas. Por ejemplo, se las destinaba a labores menos duras: Anna obtuvo un puesto en la enfermería, y Lizzie y Velvet acabaron en la cocina, donde apenas estaban sometidas a vigilancia.

—¡Podríais hasta escaparos! —señaló Candy casi con envidia. Ella pertenecía a la segunda clase, pero podía mejorar tras tres meses de buen comportamiento.

Anna movió la cabeza.

—¿Adónde quieres que vayamos, hijita? —preguntó con dulzura—. Una cárcel en medio de la nada… —El Penal de Mujeres estaba situado en una especie de monte bajo y claro, no cultivado y a kilómetros de la población más cercana—. Te atraparían antes de que llegases a la ciudad. ¿Y de qué vas a vivir? ¿Continuarías con tu antiguo oficio? Te descubrirían enseguida, a la que tus tres primeros clientes se aburriesen de ti.

De hecho, escapar del Penal de Mujeres Cascades no tenía sentido. Bastaba con comportarse medianamente bien para obtener un indulto, e incluso esto se aceleraba en caso de boda.

Candy lo comprobó a los dos meses de estar en la sección de costura, adonde había sido destinada.

—¡No os lo podéis ni imaginar! —informó pasmada—. Nos han hecho poner a todas en fila, las chicas de primera clase delante, naturalmente, y tres hombres han desfilado ante nosotras. Dos colonos nuevos y un militar. Uno de los colonos ya sabía a quién quería, ya había conocido a Annie Carmichael en el barco. Ella fue la primera delante de la que cayó un pañuelo. Se puso roja como un tomate cuando lo recogió, ¡y con esto se ha prometido!

Lizzie y las demás se quedaron mirando a Candy boquiabiertas. Les hablaba excitada y atropelladamente.

—Los otros tipos nos estudiaron como a yeguas en el mercado de ganado —prosiguió Candy—. Parecía que iban a mirarnos los dientes y todo. Pero no podían tocar, solo mirar. Luego dejaron caer sus pañuelos ante sus elegidas, una de las chicas lo recogió, pero la otra se puso a llorar… Todavía está triste por un novio que dejó en Inglaterra. Yo pensé que el hombre le iba a decir que ya volvería otro día. Pero no, se limitó a buscarse otra. Van a indultar y a casar a las tres. ¿No es increíble? Esta vez no me atreví, con las horquillas en el pelo parezco un pollo desplumado, pero la próxima no dejaré de sonreír a los que vengan. ¡Pescaré un buen partido y me largaré de aquí!

Unos meses después, también Lizzie presenció la visita de dos hombres a la cocina. El personal doméstico de la cárcel tuvo que ponerse en pie, como Candy había contado, y los hombres eligieron. Pensó que iba a morirse de vergüenza. Por supuesto, en las calles de Londres los hombres también realizaban una criba. Con frecuencia, ella misma había hecho la calle junto con otras prostitutas. Pero al menos había decidido cómo y cuándo presentarse. Tenía la posibilidad de ocultarse tras el maquillaje o aquel precioso sombrerito. Claro que era un autoengaño, pero había tenido la sensación de ser dueña de sus actos. Allí, por el contrario, parecía un mercado de caballos o de esclavos… Lizzie no sonreía.

Velvet, naturalmente, tampoco esbozó ninguna sonrisa, pero aun así la escogieron. El hombre no era ni joven ni guapo, y Lizzie se preguntó por qué Velvet había recogido el pañuelo. Su futuro marido resultó ser un soldado, y ella se mudaría con él a una pequeña vivienda en el cuartel.

Ningún hombre se dignó echar un segundo vistazo a Lizzie, pero su corazón se puso a latir con fuerza el día que el alcaide la mandó llamar por la tarde. Normalmente, esto solo les ocurría a quienes habían cometido alguna falta o a las elegidas para casarse. Lizzie no recordaba ninguna falta. ¿Acaso se había decidido por ella uno de aquellos hombres? ¿Y cómo lo rechazaría sin perder su estatus de presa de primera clase?

Temerosa, recorrió los largos y desapacibles pasillos de la penitenciaría donde siempre había corriente de aire, incluso en febrero, el verano austral.

Pero en el despacho del severo alcaide no había ningún hombre, sino una mujer bien vestida. Lizzie reconoció a la pequeña y huesuda señora Smithers. Hizo una educada reverencia.

—Elizabeth Owens —el director de la prisión tenía una voz hueca y cortante que hacía temblar a las mujeres—, supongo que conoces a la señora Smithers…

Lizzie asintió.

—Espero que esté usted bien —saludó cortésmente.

La mujer sonrió.

—Muy bien, joven. Nosotros…

El director la interrumpió. Era evidente que prefería escucharse a sí mismo y no parecía dispuesto a que la visitante comunicase personalmente la causa de su presencia allí.

—Elizabeth, la señora Smithers necesita a una doncella. Y, puesto que en el barco le has causado buena impresión, ha pedido que te asignáramos a ella.

Lizzie enrojeció e hizo una nueva reverencia. Ocurría a veces que las presas también podían desempeñar su trabajo fuera del penal. Las colocaciones en casas señoriales eran muy codiciadas. Las muchachas pasaban todo el día fuera del centro, llegaban a ver algo de la ciudad y se ahorraban la oración de la tarde. Por añadidura, la comida era mucho mejor que en la prisión. La alimentación que se suministraba allí era suficiente, pero no muy variada y nada especiada: pan y papilla de avena para desayunar, pan y sopa de verduras en la comida y en la cena. Tanto los días laborables como los domingos y festivos. Nadie pasaba hambre, pero hacía tiempo que Lizzie ya no disfrutaba de las comidas.

—Aunque este es un caso especial —prosiguió el alcaide—. El señor Smithers supervisa los trabajos de la carretera de Hobart a Launceston. La casa donde vive se encuentra en Campbell Town, es decir, más cerca de Launceston que de Hobart. Habría sido mejor que…

—También para una chica del penal de Launceston habría sido demasiado largo el camino para regresar cada día —lo interrumpió la señora Smithers—. Lo que quiere decir el señor, Lizzie… Elizabeth… es que deberás vivir en nuestra casa si aceptas el trabajo. ¿Te parece bien?

Lizzie se sobresaltó. La mayoría de las chicas se habrían puesto a gritar de alegría, pero ella tenía sentimientos contradictorios. No había pensado en dejar el Penal de Mujeres tan pronto; a fuer de ser sincera, tampoco le hacía mucha ilusión. Lizzie pocas veces se había sentido tan segura como en esa cárcel. El trabajo no era difícil: la cocinera, una mujer gorda y amable, reía y bromeaba con sus chicas y todavía no había pegado a ninguna. También en el dormitorio de Lizzie las mujeres eran de buen trato y todo estaba limpio y ordenado.

La comida era insulsa, pero la servían tres veces al día. Por primera vez en su vida no estaba pasando hambre. Aunque tantas oraciones la aburrían a veces, disfrutaba con la sensación de que por fin podía ser buena sin tener dudas. Las celadoras y el cura eran amables con ella, los domingos acudía a veces a las reuniones de lectura de la Biblia u otros libros, que si bien no eran emocionantes, sí resultaban edificantes, o iba a jugar con los niños de otras presas. En efecto, algunas mujeres habían sido deportadas con sus hijos y si una de las inmigrantes de la Tierra de Van Diemen era condenada a prisión, sus hijos la acompañaban al Penal de Mujeres. Se daba clases a los pequeños, que estaban bien atendidos. Lizzie podía disfrutar del trato con ellos sin tener que preocuparse por su suerte.

A la larga esperaba obtener un trabajo en la guardería infantil, aunque sería más bonito, naturalmente, un trabajo de niñera fuera de la institución. En cualquier caso, se había hecho a la idea de pasar los siguientes tres años y medio en Cascades. Las mujeres solían ser indultadas al llegar a la mitad de su condena. Entonces podría buscar un trabajo en la ciudad, ver si encontraba a algún hombre…

Últimamente, a veces se permitía soñar de nuevo, aunque el rostro de su príncipe azul siempre aparecía entre sombras. Así no tenía que admitir que su cuerpo siempre era el de Michael Drury.

Y ahora esta oferta de mudarse con los Smithers a Campbell Town…

—Nos hemos instalado en una casa señorial —prosiguió sonriente la señora Smithers. Al parece notaba la indecisión de Lizzie—. Los propietarios permanecerán por un tiempo en Inglaterra y nos la han cedido amablemente mientras se trabaje en ese tramo de la carretera. Sea como fuere, necesito urgentemente a una doncella y creo que te sentirás bien con nosotros. Tendrás una bonita habitación, la cocinera es de buen trato y el jardinero… —Pestañeó—. Bueno, espero que no te nos cases y te marches de inmediato como tu antecesora. ¿Qué dices, Lizzie, te parece bien?

—Antes que nada tiene que declarar su conformidad la dirección de la prisión —señaló riguroso el alcaide—. Bien, puesto que hasta ahora esta chica se ha comportado bien…

Lizzie no sabía qué había sucedido, pero una hora más tarde iba sentada al lado de la señora Smithers en un pequeño y bonito carruaje rumbo a Launceston.