3

Mientras el Asia navegaba pausadamente por la temida región de las calmas —era frecuente que se llegara a una calma chicha y en casos extremos las embarcaciones se quedasen sin provisiones—, la epidemia de fiebres a bordo llegó a su punto álgido. Si bien entre las mujeres de la entrecubierta el número de afectadas se logró contener, en la cubierta inferior no había nadie capaz de levantarse. Los presidiarios ni siquiera podían dar su paseo diario al aire libre.

Los guardias se veían totalmente superados. Al principio se intentó forzar a los hombres a que salieran a cubierta, luego se les liberó de las cadenas y los abandonaron a su suerte en la oscuridad. El llamamiento a los pocos hombres todavía capaces de caminar a que cuidaran de sus camaradas quedó en gran parte desatendido, y el intento de obligarlos a hacerlo fue boicoteado. Los más fuertes no tardaron en estar demasiado débiles para lavar y alimentar cada día a los que padecían las fiebres y a quienes agonizaban.

Tras arrojar al mar una cantidad elevada de cadáveres, se vislumbró por vez primera una solución. Los pasajeros presenciaron la macabra ceremonia y Caroline Bailiff, la audaz esposa de un agente jubilado, presentó una sugerencia al capitán.

—¿Por qué no se vale de las mujeres para que cuiden de los enfermos? —preguntó—. Ya sé que la mitad está fatal y lo último que necesitan los tipos de ahí abajo es una puta que les dé la extremaunción. Pero habrá algunas que conserven un resto de sentido de la responsabilidad y que quizá cometieron su delito por necesidad. Y cuanto antes se las separe, mejor. Ahora para los infelices del fondo del barco y después para las familias que busquen empleadas domésticas.

Este último argumento fue muy bien recibido por los futuros colonos libres, aunque los guardias dudaban de su eficacia.

Pese a ello, Caroline Bailiff puso manos a la obra y cuando las mujeres volvieron a salir, empezó a seleccionar asistentes capaces. La primera que se ofreció voluntaria fue Anna Portland.

—¿Quieres realmente cooperar? —preguntó Emma Brewster.

La antigua furcia había ocupado en silencio la cama libre del compartimiento de Anna y Lizzie. Allí dormía más tranquila que en el rincón que le habían asignado hasta el momento y que compartía con cinco muchachas muy hábiles para los negocios. En el grupo de Anna, por el contrario, Candy era la única que alguna vez llevaba a un tripulante o un guardia a su cama. Jeremiah respetaba el pudor de Lizzie, lo que permitía a la joven salir más veces al aire libre.

—¿No estás harta de los hombres? Yo sí, y no me agradaría que me contagiasen la fiebre… —Emma se alejó de Caroline Bailiff y el marinero que la acompañaba y anotaba los nombres de las voluntarias—. Además, ¡a lo mejor salvas a un cabrón que ha matado a golpes a su esposa!

—No todos son malos —respondió Anna—. A lo mejor salvo a uno que ha robado un trozo de pan para sus hijos. Ahí abajo hay muchos irlandeses y todo el mundo sabe la hambruna que están pasando…

Lizzie nunca había oído hablar de la hambruna, pero sabía que Anna tenía buena información. Su marido había sido operario, había vivido en una casa propiamente dicha y no solo había alimentado a sus hijos, sino que, de vez en cuando, hasta había podido comprar un periódico.

—En cualquier caso, sé cuidar a los enfermos; administrar justicia no es mi tarea. Y tú, Lizzie, ¿te apuntas?

Con el corazón desbocado, Lizzie siguió a su amiga al despacho improvisado detrás de un toldo donde se había instalado Caroline Bailiff. La señora miró con satisfacción la aseada capota de Anna, que, cuando estaba nueva, debía de haber sido parecida a las suyas. También la señora Bailiff prefería tocados pasados de moda. A Lizzie la miró más bien escéptica.

—¿Por qué quieres cuidar enfermos, joven? —preguntó con severidad después de que Anna le hubiese informado sobre su trabajo en el hospital.

Lizzie se encogió de hombros.

—Ayudo a Anna desde que estoy aquí —dijo—. Como no hay nada más que hacer…

La señora Bailiff arqueó las cejas.

—¿Y siempre te has ocupado de hombres? —inquirió sarcástica—. ¿Eres de esa clase de chicas que ofrecen… esto… cuidados especiales en las calles de Londres?

Lizzie la miró sin amilanarse.

—No voluntariamente —respondió—. Solo a cambio de dinero. Y nunca estaban enfermos, al contrario. Estaban demasiado… Estaban bien… en plena forma, señora.

Caroline Bailiff conservó su expresión severa, pero una chispa de humor centelleó en sus ojos.

—Yo me encargo de la joven, señora —intevino Anna en su favor—. Es servicial, una buena chica…

Lizzie sonrió, adoraba a Anna. Nunca nadie había dicho algo así acerca de ella.

La señora Bailiff vaciló un momento, pero necesitaba a todas las mujeres que se ofrecieran. Las mujeres no se apresuraban a ofrecer sus servicios a fin de recibir mejoras en sus condiciones de reclusión o vagas promesas de obtener un buen puesto en una casa al llegar al nuevo país. La mayoría de ellas ya hacía tiempo que habían conseguido por sí mismas mejorar sus circunstancias. Una parte de ellas había encontrado entre los tripulantes y guardias amigos fijos que las visitaban y alimentaban; otra parte regalaba sus favores a los interesados a cambio de un poco de carne adobada o un par de tragos de ginebra. En cualquier caso, ninguna cambiaba su trabajo habitual de puta por la suciedad, el trabajo y a lo mejor el contagio de la enfermedad. Así que al final solo hubo cuatro presidiarias y dos señora del grupo de los futuros colonos libres que se atrevieron a bajar al fondo del barco con agua para lavar y la inevitable ginebra que el médico suministraba como único medicamento.

La señora Bailiff y Anna Portland se pusieron de inmediato manos a la obra. Cuando entraron en la cubierta inferior, retrocedieron horrorizadas.

—¡Dios mío! ¡Aquí no trabajaremos! —declaró resuelta Anna, sin preocuparse de emplear formalismos como «señora»—. Aquí no se ve nada, todo está lleno de mugre y es imposible combatir el calor y la humedad. Vaya a ver al capitán y pídale que lleven los hombres a la cubierta. Allí podremos ocuparnos de ellos, hace buen tiempo.

En efecto, el Asia ya había llegado al océano Índico. Hacía semanas que no se veía tierra, pero se mantenía el buen tiempo y el mar en calma. Las olas ya no bañarían la cubierta, como en el Atlántico o en el cabo de Buena Esperanza. Tampoco era probable que se produjera un motín de los presos, que era el argumento con que el capitán había intentado al principio rechazar la petición de las mujeres de organizar un servicio de asistencia a los enfermos.

—Tal vez sean criminales peligrosos, pero de momento están más muertos que vivos —replicó la señora Bailiff—. E incluso si capturan el barco, ¿adónde van a ir? Yo aquí no veo más que agua, agua y todavía más agua; no sabría si navegar hacia la derecha o la izquierda, y encima no sé navegar. Tan poco como los tipos de ahí abajo, que proceden de la Irlanda profunda o de algún rincón de Londres…

Al final, el capitán Roskell cedió. Ordenó que se quitaran las cadenas a los enfermos y que los subieran con la ayuda de algunos de los que todavía disponían de fuerzas. Las mujeres los tendieron en una enfermería improvisada en la cubierta y les quitaron la ropa húmeda. La señora Bailiff insistió en que solo las asistentes casadas y que hubieran alcanzado la edad adecuada para procrear vieran a los hombres totalmente desnudos.

—¡Como si no hubiésemos vistos suficientes! —se mofó Jenny Toliver, una divertida prostituta pelirroja y con pecas de Aldgate—. Pero qué importa, me alegro por cada uno que me ahorro.

Lizzie asintió, aunque pensaba que los cuerpos jóvenes y en un principio fuertes que lavaba y frotaba con alcohol eran más bellos que los de la mayoría de sus antiguos clientes. Claro que ahora habían enflaquecido y apestaban a sudor, pero aun así algunos…

Pasaba la esponja sobre el pecho de un hombre alto y de pelo oscuro, cuyo rostro anguloso y de labios llenos indicaban que antes había sido apuesto. Se sobresaltó cuando él murmuró un «gracias».

—¿Está usted despierto? —preguntó sorprendida. La mayoría de los hombres a los que había atendido no estaban en condiciones de hablar. Dos acababan de morir cuando Anna se estaba ocupando de ellos, felices, por lo visto, de haber podido al menos dar su último suspiro al aire libre.

—No —susurró—. Estoy soñando. Sueño que soy libre, que no llevo más cadenas, que el sol brilla en lo alto y que estoy viendo a un ángel… porque solo hay ángeles en los sueños. ¿O es que ya he muerto?

Lizzie rio.

—Abra los ojos y verá que no soy ningún ángel —dijo, y acto seguido descubrió unos ojos que, aunque enrojecidos, eran de un azul inverosímil. Cuando el hombre pestañeó y la distinguió a la luz del día, surgió en ellos también vida.

—Como yo decía… —suspiró—. Un ángel… y una nube… me han prometido una nube desde la que podré mirar hacia abajo.

Luego volvió a cerrar los ojos para sumirse de nuevo en los sueños producidos por la fiebre. Pero era evidente que no se encontraba tan mal como la mayoría. Lizzie se dirigió a Anna, que estaba repartiendo té entre los presos que todavía tenían fuerzas para bebérselo. Cogió un cuenco para su protegido y se lo acercó a los labios.

—Tome. Bébase esto —le ordenó.

El hombre obedeció, pero se hallaba medio ido.

—¡Kathleen! —susurró cuando Lizzie le refrescó la frente.

Ella sintió cierta decepción inexplicable. Claro que un hombre así ya debía de tener novia, probablemente esposa.

Michael se había aferrado a su conciencia todo lo posible, también cuando empezaron a dolerle la cabeza y las extremidades y los primeros hombres murieron a su lado. Pero había arrojado la toalla cuando oyó gritar a Billy. Era como si todos los demonios del infierno estuvieran atacando al chico en su delirio febril. Llegó un momento en que Michael fue incapaz de seguir soportándolo y se retiró a su propio mundo. «Tal vez la fiebre me conceda unos sueños hermosos», pensó, pero esa ilusión no se hizo realidad.

Los dolores que Michael sentía lo persiguieron también cuando perdió la conciencia. Las estrías de la espalda se le habían infectado, le escocían y supuraban, los hombros y caderas se habían llagado hasta los huesos de tanto estar acostado y en las articulaciones de manos y pies el roce de las cadenas había producido heridas sangrantes. Cualquier movimiento le dolía, era imposible encontrar una posición en que nada le hiciera daño. Michael sabía que vomitaba y se hacía encima sus necesidades y que con ello aumentaba el hedor ya imperante, pero incluso si las cadenas no le hubiesen mantenido sujeto al camastro, hacía tiempo que carecía de fuerzas para levantarse. A todo eso se sumaba una sed tremenda. Si bien los vigilantes les llevaban agua potable, nadie se tomaba la molestia de distribuirla o acercarla a los labios de los enfermos con fiebre. Michael intentaba atrapar un poco cuando las cuadrillas de la limpieza arrojaban de mala gana un cubo de agua de mar sobre su cuerpo, pero el agua salada empeoraba más las cosas.

También el ruido que lo rodeaba resultaba cada vez más infernal e impedía pensar o soñar en tiempos mejores. Los hombres llamaban delirantes a sus madres y esposas, y también Michael susurraba el nombre de Kathleen. Al menos eso creía hacer, pero no lo sabía seguro. No había nada que supiese con certeza, salvo que iba a morir. Allí, en un barco inglés y envuelto en su propia inmundicia…

Se avergonzaba de su debilidad, pero en algún momento lloró, gimió tan desesperado y desamparado como Billy, a quien hacía tiempo que habían sacado de allí. Envuelto en una lona y preparado para lo que se llamaba «el entierro del marino». Michael luchaba contra la imagen de unos tiburones hambrientos despedazando y comiéndose a su amigo y luego a él mismo.

Protestó con desesperación cuando los guardias lo desencadenaron e indicaron a un par de presos que lo llevaran al exterior.

—¡Todavía no estoy muerto! —gimió—. ¡No… todavía no… no estoy muerto!

¿Era posible que se equivocaran y lo arrojasen vivo al agua para que los tiburones lo devoraran? ¿O se equivocaba él mismo y estaba en efecto muerto, pero no llegaba al cielo y se quedaría atrapado en su cuerpo hasta que los gusanos o los animales marinos se lo hubiesen comido?

Al final, un piadoso desfallecimiento lo había invadido, y cuando despertó creyó estar respirando aire fresco. Se sentía reanimado y estaba esa chica que lo limpiaba. Le susurró algo, un par de cosas bonitas, como antes a Mary Kathleen. La breve conversación le dejó sumido en unos hermosos sueños, sueños en los que hacía calor y el viento soplaba en los campos junto al río… solo que aquí olía a sal. Y el agua tenía un sabor amargo.

Michael tosió cuando el té sin azúcar le mojó el paladar.

—Beba, le sentará bien.

Una voz cálida y afable le hablaba… Notó que alguien le levantaba la cabeza, y la infusión caliente y amarga se deslizaba despacio por su garganta. Tragó obediente. Al menos le calmaría la sed…

Lizzie, que le administraba lentamente el té, descubrió las estrías rojas e infectadas de la espalda de Michael y se quedó horrorizada. Claro que en Newgate se trataba a los presos a base de golpes, pero esas eran las marcas de un látigo.

—¡Anna! —Alguien más versado en la materia que Lizzie tendría que ocuparse de eso.

Al cabo de unos minutos, tanto la señora Bailiff como Anna Portland estaban inclinadas sobre la espalda llena de cicatrices de Michael.

—¡Espantoso! —declaró la señora Bailiff—. Como en la Edad Media. ¿De dónde viene este hombre? ¿Irlanda? Allí las condiciones deben de ser terribles… Menos mal que te has dado cuenta, muchacha, comprueba si a los demás les sucede lo mismo. La gente puede morir a causa de la fiebre si no se la trata. Señora Portland, ayúdeme…

Lizzie se percató de que la señora Bailiff ya no tuteaba a Anna. Ambas mujeres habían reconocido su simpatía mutua y se trataban con respeto.

Mientras la muchacha se separaba a pesar suyo de su enfermo y poco después descubría a dos hombres con heridas semejantes, las dos mujeres lavaron la espalda de aquel desdichado y cuidaron de sus heridas, en primer lugar, con ginebra. Michael dio alaridos de dolor.

Lizzie estuvo a punto de correr a consolarlo y pedir que lo trataran con más delicadeza. Pero se reprimió. Anna y la señora Bailiff sabían lo que se hacían. Y si mostraba el menor interés por aquel apuesto hombre de cabello oscuro, de voz suave y profunda y ojos fascinantes, sin duda le impedirían atenderlo.

Después, las mujeres pidieron al médico que les diera un ungüento para las llagas, pero les dijo que a esas alturas ya no era útil. Solo recordaba vagamente que sus antecesores untaban esas heridas con alquitrán vegetal. Eso enfureció a la señora Bailiff todavía más que la visión de las estrías, fue a su camarote y salió segundos después con un tarro de pomada de caléndula.

—Era para el botiquín de mi casa —se lamentó—. Quién sabe si en Australia encontraré algo similar. Y hasta que las semillas que he cogido crezcan… Pero ahora necesitamos el ungüento aquí, no podemos dejar que esos infelices mueran como animales.

Cuando Lizzie se atrevió de nuevo a acercarse al joven que tanto la había atraído, ya lo habían vendado esmeradamente. Aunque todavía tenía fiebre alta. Los cuidados parecían haberlo debilitado. Lizzie volvió a administrarle té y agua y lo tapó con otra manta. Pese al calor que hacía en la cubierta, le temblaba todo el cuerpo. La muchacha se hubiese quedado con él de buen grado, pero anochecía y los vigilantes insistieron en llevar a las prisioneras de vuelta a la entrecubierta. La señora Bailiff y una de las otras enfermeras, una mujer huesuda y carente de sentido del humor, llamada Amanda Smithers, seguirían ocupándose de los hombres en la cubierta.

Lizzie se percató de lo cansada que estaba cuando se tendió en su litera. Aunque no iba a poder disfrutar de tranquilidad.

—¿Nos vemos luego, corazoncito? —le susurró Jeremiah.

Acompañaba a Candy, que había estado en la fila para recoger la comida del grupo de seis. Una olla llena de un guiso compuesto en su mayor parte por patatas.

—Has de tener hambre… Pero esto no es bazofia. Ven conmigo, fuera tengo pan y carne para ti. —Jeremiah sonrió prometedor.

A Lizzie se le hizo la boca agua. Era consciente, por supuesto, de que en la cubierta no solo la esperaba una comida estupenda, sino también el cuerpo sucio de Jeremiah. ¡Y era posible que la señora Bailiff y la señora Smithers la vieran! ¡Dios no lo quisiera!

Intentó dedicarle una sonrisa seductora y al mismo tiempo pusilánime.

—Un poco más tarde, Jeremiah, por favor. Cuando las señoras… —Intentó ruborizarse e incluso lo consiguió.

El hombre sonrió.

—¡Eres un ratoncito tímido! ¡Se diría que eres una pudorosa muchachita de casa bien! Pero ya me gusta así. Un poco más tarde, cuando hayan servido la comida a los pasajeros.

En el Asia los colonos no viajaban en primera clase, como en los barcos de emigrantes, en los que había lujosos camarotes para pasajeros que pagasen bien y donde incluso se embarcaban animales para servir carne fresca, pero se encontraban en un comedor en las horas de las comidas comunes. Naturalmente, los platos que les ofrecían eran mucho mejores que el rancho de los presos. La señora Bailiff y la señora Smithers no se privarían de la comida. Tras el duro trabajo, estaban tan hambrientas como Lizzie y Anna.

Lizzie trataba de calmar los latidos de su corazón cuando una hora después Jeremiah la condujo escaleras arriba. ¿Evitaría el encuentro con las dos señoras? Hasta entonces nunca había estado por la noche en la cubierta. Las estrellas brillaban en el firmamento mientras Jeremiah se satisfacía con ella.

—Las estrellas brillan de otra manera que en Londres —dijo Lizzie, estrechándose con repugnancia contra él.

Sabía que a él le gustaba y si no conseguía acariciarle mientras él la penetraba procuraba dedicarle al menos un par de caricias antes o después del acto. En general, después él no mostraba demasiado interés. Y si ella se esforzaba demasiado, corría el riesgo de volver a excitarlo. Pero creía que tenía una deuda con él. En el fondo, Jeremiah era un buen tipo.

—Claro —dijo él orgulloso, como siempre que podía darle una explicación—. Estamos casi en el otro lado de la esfera terrestre. La Cruz del Sur… allí, ¿la ves? —Señaló cuatro estrellas brillantes que formaban una cruz fácil de distinguir—. El pie de la cruz señala al sur, por eso se llama así. Antes servía para orientarse en el mar… Ah, sí, y los australianos quieren incluirla en su bandera, cuando se pongan de acuerdo en cómo representarla exactamente.

Lizzie asintió y contempló fascinada el cielo nocturno. El brillo de las estrellas era allí mucho más intenso que en Londres, pero eso se debía, claro, a que la cubierta del Asia estaba a oscuras, mientras que las calles de la gran ciudad estaban iluminadas, al menos en parte, por farolas de gas.

—Precioso… —musitó—. ¿Has estado alguna vez en Australia? ¿Es bonito?

Jeremiah se encogió de hombros.

—Pues nunca he estado allí… Pero no me importaría quedarme. A veces pienso en hacerlo. Se consiguen tierras y podría casarme… ¿Cómo sería, Lizzie, te lo imaginas?

Ella se lo quedó mirando atónita. ¿Era una proposición? ¿Quería realmente…?

—Pero yo… yo soy una condenada, yo…

—Bah, he estado informándome. Te indultan enseguida si encuentras a un hombre. Es lo que quieren. Que os volváis honradas y viváis como mandan los preceptos de Dios. Trabajas uno o dos años para la colonia y luego… Todavía tardaría un poco, tengo que seguir trabajando unos añitos. —Rio—. Tú no te me escapas…

«Pero en el próximo viaje encontrarás a la próxima chica», pensó Lizzie fríamente. Se preguntaba por qué todo eso ya no la emocionaba. ¡Casarse! ¡Volverse decente! Ser libre, tener hijos… Bien, no amaba a Jeremiah, pero era de buena pasta. Hasta el momento no había visto que golpeara a las presas o las tratara mal. Casarse con él era más de lo que una chica como ella podría haber soñado jamás. Y además tener casa y tierras propias… Sin embargo, se sintió aliviada de no tener que decidirse enseguida. En un par de años, Jeremiah tal vez pensara de otro modo.

Por su parte, no podía olvidar al joven de cabello oscuro, ojos azules y la espalda llena de cicatrices. Pensaba todo el rato en él y esperó no levantar sospechas cuando pidió a Jeremiah que la dejara ver una vez más a los enfermos antes de volver a llevarla abajo.

Tal como esperaba, el guardia se quedó fuera del área de la cubierta aislada en la que habían instalado a los enfermos. Los celadores temían el contagio tanto como las presidiarias. Por suerte no se le había pasado por la cabeza que podía contagiarse también a través de la muchacha.

Lizzie se acercó al joven irlandés y se asustó. Ya no temblaba ni se movía. Pero entonces se percató de que estaba contemplando el cielo estrellado como ella había hecho pocos minutos antes. Se sintió espontáneamente unida a él.

—Es muy distinto, Kathleen… —musitaba casi sin emitir sonido—. El cielo… Había pensado que para ver la tierra tendría que mirar hacia abajo… pero miro hacia arriba y veo el cielo… Qué raro, Kathleen.

Lizzie vio que todavía le ardía la cara. Tenía fiebre y alucinaciones, pero miraba las mismas estrellas que a ella la fascinaban.

—¡No estás en el cielo! —musitó—. Sino casi en Australia. Son nuestras estrellas, y mira… ¡la luna!

La pequeña media luna ascendía en ese momento por encima del horizonte azul oscuro.

—Yo tampoco soy Kathleen —puntualizó Lizzie, algo triste—. Soy Lizzie. Lizzie Owens… Elizabeth.

El hombre sonrió con debilidad y buscó su mano.

—Eres bonita, Kathleen… —susurró—. Más bonita que todas esas estrellas.

Lizzie renunció a hacer más rectificaciones. Le habría gustado saber el nombre del joven. Y cuánto deseaba haber sido bonita…