4

Ocurría como siempre. Lizzie no se cansaba de contemplar sus tierras por encima de la cascada. Las colinas boscosas, que parecían fluir como olas al valle; ahora que en Lawrence se había construido más, la floreciente ciudad se distinguía mejor, y más en días tan claros como ese de otoño. Las rocas que se erguían altivas hacia el cielo, el arroyo vivaz convertido en afluente de la cinta luminosa del río Tuapeka.

Lizzie seguía dudando de instalarse en ese lugar o en su anterior campamento. Los maoríes preferirían que construyera su casa junto a la cascada. Le habían pedido que ocupara la tierra.

—Cultiva, ten ovejas o haz lo que te apetezca —decía Haikina.

Pero Lizzie tenía otros planes para las dulces colinas de ese lugar orientado hacia el sur. Sol había suficiente, y también agua. Los inviernos eran más duros que en la Isla Norte, pero seguro que no más duros que en Alemania, y allí había vino en abundancia. Un par de cepas, que había transportado cuidadosamente hasta allí arriba y plantado recientemente en la tierra húmeda y cálida del verano tardío, procedían de Alemania, otras de Francia. Había que ver cómo se adaptaban a la Isla Sur de Nueva Zelanda.

Rio para sus adentros. A lo mejor a las cepas les gustaba el oro y ella escribía un capítulo nuevo en la historia de la viticultura. Como fuere, tenía lectura suficiente para los próximos años. Desde que Kahu Heke le había hablado de sus estudios en la biblioteca de Auckland, ardía en deseos de aprender más sobre el cultivo de la vid. ¡Y sin James Busby! ¡Lo que él sabía, ya hacía tiempo que ella lo había superado! Había pedido un libro tras otro y al ritmo lento con que leía estaría siempre ocupada. Y el niño aprendería al mismo tiempo a leer, cuando no estuviera con sus amigos maoríes a los pies de una tohunga escuchando las historias de Papa y Rangi y sus descendientes. Lizzie pensó que al principio tal vez fuera más importante estar cerca del poblado maorí que de Lawrence. Canturreó para sí mientras hundía casi con ternura el siguiente esqueje.

Un movimiento junto al río atrajo su atención. Dos mulos paciendo en la orilla y dos hombres que abrían sus alforjas. Lizzie miró alrededor sin hacerse grandes ilusiones. Por la mañana, un par de mujeres maoríes la habían ayudado a esponjar la tierra y unos hombres de la tribu habían lavado oro —necesitaban provisiones de grano y ropa para el invierno—, pero los maoríes se habían marchado a su casa hacía más de una hora. Esos días, Lizzie volvía a vivir en una tienda, aunque había comprado la más moderna y confortable que se podía adquirir en Dunedin.

Agarró el viejo fusil de Michael que había dejado a un lado. Lo había encontrado en la cabaña y lo había cogido para enseñárselo a los guerreros. Como la mayoría de las tribus maoríes, los ngai tahu poseían numerosas armas de fuego para defenderse. Los hombres habían dado su opinión, limpiado y probado el fusil de Lizzie. Después se lo habían devuelto.

—Funciona —dijo Haikina—. Así que ten cuidado, no vayas a matarte tú misma.

Lizzie le había prometido que dejaría que los guerreros le enseñasen a utilizar el arma, pero siempre lo postergaba porque el arma le resultaba inquietante. Ahora se arrepentía de su negligencia. Bueno, no quería disparar a nadie, solo ahuyentarlo.

El niño se agitó en su seno, quería protestar. Lizzie trató de no hacer caso. Con destreza, se puso el fusil bajo el brazo. Luego bajó hacia el río y saludó cortésmente. Los dos hombres habían descargado las tiendas, uno cogía una escudilla.

Lizzie se acercó a ellos.

—Lo siento, señores, pero aquí no pueden buscar. Esta tierra es propiedad privada y el arroyo también.

Se esforzó en dar firmeza a su voz. Los hombres, altos y barbudos, la miraron tan perplejos al principio como si hubiesen visto un fantasma.

—¿Desde cuándo es esto propiedad privada? —gruñó el primero.

El segundo rio.

—Eh, ¡yo a esta la conozco! ¿No eres tú la mujer de Michael Drury? ¡Ese sí que se ha hecho rico, el viejo Mike! ¿Dónde encontró oro? ¿Aquí? —Señaló el arroyo.

Lizzie sacudió la cabeza.

—Michael estuvo lavando por varios sitios, tenía una concesión con Chris Timlock. Pero la explotaron a fondo. Ahora… —se odiaba por lo que iba a decir, pero si admitía que estaba ahí sola…— ahora vamos a montar una granja. El terreno, desde nuestra vieja cabaña hasta aquí, nos pertenece, adquirido de forma legal a los ngai tahu.

Los hombres se echaron a reír.

—¡Si es que era suya! —señaló el mayor.

Lizzie se encogió de hombros.

—Así lo reconoció el gobernador, el juez de paz y unos abogados… Les mostraré encantada los documentos. Aquí, en cualquier caso, pacerán en breve mis ovejas. Y en cuanto a ustedes, el campamento de buscadores de oro más cercano está al lado de Lawrence. Por lo que sé, hay nuevos hallazgos junto a Queenstown, de ahí pueden ir hacia Otago. Aquí no tienen nada que buscar. Así que márchense, por favor.

Lizzie se apoyó en su fusil con la esperanza de que ese gesto le diera un aire intimidante. Los amigos que tenía entre los guerreros maoríes conseguían un efecto así cuando se apoyaban en sus lanzas. Pero claro, ella no era tan grande ni iba tatuada.

Los hombres no retrocedieron, al contrario. El joven, que la había reconocido, dio un paso hacia ella.

—¿Por qué estamos tan antipáticos? —preguntó con una mueca irónica. Lizzie se percató de lo alto, fuerte y decidido que era—. ¿Qué pasa con la cortesía tan elogiada de la nobleza rural y sus esposas? Porque en eso queremos convertirnos ahora, como una baronesa de la lana recién salida del horno, ¿no? Venga, señora, invítanos, deja que pasemos una noche agradable y cuando mañana nos hayamos convencido de que aquí no hay oro… —Parecía ignorar que Lizzie estaba en avanzado estado de gestación.

—Como mucho, pueden convencerse viendo los documentos de que esto es una propiedad privada —advirtió Lizzie con la voz más incisiva y levantando el arma.

La dirigió hacia los hombres y se habría sentido mejor si hubiese sabido si tenía el seguro quitado o cómo apuntar bien. Aunque, en realidad, daba igual si acertaba. En el poblado se oiría el tiro. Si disparaba, un grupo de guerreros aparecería enseguida.

—Venga, ¡sé amable, Lizzie!

—Para usted, siempre miss Portland —replicó ella.

—¿Todavía no es señora Drury?

El hombre se acercó más. Lizzie inspiró hondo y apretó el gatillo. No pasó nada, debía de llevar todavía el seguro. Tiró de todas las palancas y volvió a apretar, esta vez eficazmente. Para su horror, el fusil pareció dotado de vida propia en su mano. Se levantó una vez disparado.

Lizzie se obligó a no soltarlo. Aterrada, miró al hombre, preparada para verlo agonizante en el suelo. Pero seguía de pie en el mismo sitio. Eso sí, estupefacto; algo de miedo le había inspirado ella.

—No exagere, miss Portland —dijo el otro; casi parecía ofendido—. Solo pasábamos por aquí tranquilamente…

—Pues a lo mejor pueden seguir su camino también tranquilamente —replicó Lizzie.

Despacio, reculó un poco. Los hombres también se movían. De forma casi imperceptible, parecían tratar de acorralarla. Tenía que dar casi la espalda a uno para apuntar al otro.

Volvió a disparar, lo que no fue una buena idea porque los hombres vieron que no dominaba el arma. Se acercaron con más audacia.

—¡No buscamos pelea, miss Portland! —advirtió el mayor—. Denos el fusil y déjenos hacer una pequeña prueba en su terreno. Si encontramos oro también podrá usted sacar provecho… Por cierto, ¿qué es eso?

Señaló las cepas y, con ello, distrajo un segundo a Lizzie. Su compañero se abalanzó sobre ella. Lizzie lo golpeó con el fusil, pero no con fuerza suficiente. Tropezó. El hombre le arrancaría el fusil y entonces…

—¿Qué está pasando aquí? —Lizzie oyó una voz fuerte e imperiosa que conocía bien—. ¿Rusty Hamilton? ¿Y Johnboy Simmons? ¡Hacía mucho que no os veía! —Michael Drury cabalgó hacia ellos—. ¿Se puede saber qué estáis haciendo con mi mujer?

El más joven, Simmons, soltó a Lizzie y musitó una disculpa.

—No te lo tomes a mal, Michael —intervino el mayor—. Pero la señora nos ha amenazado con un arma y…

—La señora sin duda os habrá indicado antes que estáis en su propiedad —objetó Michael—. Esto es la Hacienda Elizabeth, toda esta tierra, desde nuestra antigua concesión hasta arriba. Así que recoged vuestras escudillas y cacharros y largaos.

Michael desmontó del caballo blanco, se acercó a Lizzie y le dio un beso fugaz. Le guiñó el ojo discretamente. Ella callaba, desconcertada.

Rusty Hamilton se acercó a él con la mano medio levantada.

—Pero Michael, el arroyo podría llevar oro… ¡Si estáis al lado de un yacimiento!

Michael soltó una carcajada.

—¡No te engañes, Rusty! Hazme caso, los maoríes tampoco son tan memos como para vendernos un yacimiento como tierra de pastoreo. ¿Y por tan tonto me tienes? ¿Te crees de verdad que yo no he estado haciendo pruebas en el arroyo?

—¿Y? —preguntó ávido el hombre.

Michael sacudió la cabeza.

—Claro, un poco de oro lleva —respondió—. Lo hacen todos, hasta nuestra vieja concesión, ahí abajo.

Rusty y Johnboy rieron desdeñosos.

—Pero esto no es Gabriel’s Gully —sonrió—. Os doy mi palabra de honor, chicos.

Lizzie bajó la vista al suelo.

—Pse… —Rusty Hamilton parecía decepcionado, pero no dispuesto a seguir insistiendo—. ¿Y no vas a decirnos dónde encontraste todo el oro con que compraste este pequeño paraíso de rumiantes? Hacienda Elizabeth. ¡Bonito! ¡Muchas felicidades, señora!

Lizzie sonrió, para su sorpresa, con magnanimidad. A veces había necesitado el efecto de esa sonrisa, pero solo había conseguido contraer los labios. Y ahora resplandecía ante esos bribones como si ellos fueran la respuesta a todas sus oraciones.

Michael sonrió burlón.

—Pues claro que os lo voy a decir: desde aquí hacia el este, a la altura de mi vieja concesión. Luego desde allí hacia el sur, hasta llegar a un lago que… que tiene una forma como… como de perro muerto. Así lo llaman los maoríes. ¿Cómo le dicen, cariño?

Lizzie tuvo que dominarse para no echarse a reír. Nunca había oído hablar de ese lago.

Kuritemato —improvisó.

—Ya lo oís —dijo Michael serio—. En la pata delantera de la izquierda torcéis hacia el Oeste. Y luego hay unos pocos kilómetros hasta un arroyo, un poco escondido, con muchos helechos alrededor, a lo mejor hasta encontráis nuestro viejo lavadero. Pero os lo advierto, chicos: ¡el yacimiento está agotado!

Rusty y Johnboy sonrieron como niños con pantalones nuevos.

—¡Habrá que verlo! —dijo Rusty—. Me da que ya tenías demasiado y dejaste de buscar como es debido. Echaremos un vistazo. Bien, señora… —se despidió, tocándose el sombrero—. ¿A qué distancia dices que está, Michael?

Michael reflexionó.

—Lejos —respondió—. Alrededor de ocho jornadas. Y es fácil perderse. Hay… hay muchos lagos…

—¡Ya nos apañaremos! —exclamó Johnboy, dándose un toquecito en el ala del sombrero—. Y repito… ¡no se lo tome a mal, señora!

Michael y Lizzie esperaron en silencio a que cargasen los dos mulos. Michael solo interrumpió el silencio para hacer una breve pregunta.

—¿Qué es eso? —susurró, señalando las cepas.

—Vino. ¡Un viñedo!

Michael frunció el ceño.

—Tendremos que poner una cerca alrededor para que las ovejas no pisoteen las cepas.

—¿Tendremos? —preguntó Lizzie.

—Luego lo hablamos. No deberíamos enfadarnos antes de que se hayan marchado estos tipos. —Michael hizo un gesto hacia los buscadores de oro.

—¿Quién quiere enfadarse? —inquirió Lizzie.

Se dio media vuelta y subió un poco por la colina, hacia las cepas. Todavía tenía que plantar una en su sitio. Lo hizo cuidadosamente.

—Admite que me necesitas —dijo Michael cuando por fin los hombres se hubieron alejado en sus monturas. Deslizó la mirada por el viñedo y hacia abajo, hacia Lawrence. El panorama era arrebatador.

Lizzie arqueó las cejas.

—¿Por esos bribones? Los ngai tahu ya están informados, esto estará enseguida lleno de guerreros. Y aprenderé cómo apuntar con eso. —Señaló el fusil—. Tú tampoco habrías sabido, dicho sea de paso. O si no, ¿por qué esa historia del lago del perro muerto?

Michael rio.

—¡Aumento mi mana! —contestó—. Whaikorero, el arte de la oratoria.

—Yo más bien perfeccionaría el arte de arrojar la lanza —indicó Lizzie, amontonando tierra alrededor de su último esqueje—. Esos hombres no estarán de muy buen humor cuando vuelvan.

Michael hizo un gesto tranquilizador.

—Bah, esos no vuelven. Con un poco de suerte encontrarán oro en cualquier otro lugar. Y si no es así, los he enviado dirección a Queenstown. Sería una tontería dar media vuelta en lugar de marcharse a los nuevos yacimientos.

—¿Y eso de dar tu palabra de honor?

Lizzie ya no tenía más tareas que hacer en su viñedo y se sentó en la hierba junto a las cepas.

—Tampoco hay mucho que empeñar —respondió Michael, incómodo—. Si os he entendido bien a las dos, a Kathleen y a ti. Por lo visto, no hay gran cosa que hacer con mi mana

Lizzie sonrió burlona.

—Pero puedes vivir en el temor de Dios —dijo—. Y criar a tu hijo dignamente.

—¿Todavía me aceptas? —preguntó él a media voz.

Lizzie suspiró.

—¿Cómo sabías que estaba aquí? —preguntó cambiando de tema.

Michael señaló la tierra que los rodeaba.

—Tu montaña, Lizzie. Tu maunga.

Ella sonrió.

—¿Y aquí pretendes que pasten ovejas?

Michael se mordió el labio.

—No se trata de ovejas. Por mí, también podemos plantar vides o destilar whisky. Lo único que quiero es estar contigo, Lizzie. Porque tú y el niño… vosotros sois mi maunga.

Ella cogió un puñado de tierra y la dejó escurrir entre los dedos.

—¿Y qué sucede con el hijo de Kathleen? —preguntó.

—Sean es casi un adulto. No me necesita. Y tiene al reverendo.

Esto último encerraba cierta tristeza. Michael entendía que Peter Burton lo había sustituido dignamente. Pero le dolía que Sean apenas conociera sus raíces irlandesas. Kathleen había permitido de buen grado que Claire y Peter sustituyeran los cuentos y leyendas de Wicklow por leyendas romanas y griegas, así como por los conocimientos del señor Darwin.

—¿Eso dice Kathleen? —Lizzie sonreía—. Peter se alegrará. Queda por saber quién los casará, si el futuro obispo anglicano o el horrible padre Parrish.

—¡No cambies de tema, Lizzie! Ahora no se trata de Kathleen.

Ella dirigió el rostro en un gesto de agradecimiento hacia el cielo.

—¡Que yo pueda vivir este día! —exclamó teatralmente.

Michael se esforzó por mantener la calma.

—¡Se trata de nosotros, Lizzie! ¡Y de él! —Apoyó con timidez la mano en el vientre de ella.

—¡A lo mejor es mujer! —protestó Lizzie, apartándole la mano—. Como yo.

—¡Tanto mejor! Aunque en el fondo me da igual. Me quedo con un niño, una niña o los dos. Lo importante es que vengan de ti.

Lizzie pensó fugazmente en Kahu Heke.

—Y quiero verlo crecer. Quiero estar con vosotros. Construir una casa para vosotros… —Ella percibió su tono suplicante.

No conseguía mantenerse impasible.

—Y hablarle de Irlanda —bromeó Lizzie—. De su abuelo que destilaba whisky, y de su abuela que rezaba para que no descubrieran al abuelo. Y de cómo enviaron a Australia a papá. Por el asunto de los sacos de grano de Trevallion…

Michael asintió con gravedad.

—¡Exacto! ¿No es eso lo que los maoríes llaman pepeha?

Lizzie rio.

—Más bien whakapapa, «origen»; pero tal como tú lo dices es moteatea, «historias».

Michael puso cara de culpabilidad.

—¿Me lo permites? —preguntó con esperanza—. ¿Puedo quedarme aquí? ¿Puedo amarte? ¿Puedo dormir al niño con un buen, antiguo e irlandés whaikorero?

Lizzie se volvió hacia él y, como tantas otras veces, se rindió ante sus luminosos ojos azules.

—Si es niña, hasta puedes llamarla Mary —dijo generosa—. Siempre que no le reproches lo que su madre fue y es.

Michael la estrechó entre sus brazos.

—Su madre fue y es una mujer con mucho mana —le susurró—. El bebé no tardará en darse cuenta. —La besó y ella respondió a su beso muy despacio, muy tiernamente, sellando un juramento.

—Entonces… me pongo a hacer el cercado —dijo Michael confuso, cuando se separaron—. Por… por las ovejas…

Lizzie se frotó las sienes y sonrió paciente.

—Primero la casa, Michael —lo corrigió con dulzura.