8
El domingo siguiente, Ian Coltrane apareció en la iglesia vestido de forma más discreta de lo habitual. Había cambiado su chaqueta a cuadros por una elegante levita oscura. Después del oficio, le pidió educadamente a James O’Donnell una entrevista.
Y poco después, delante de la chimenea de su mísera cabaña, pidió la mano de Mary Kathleen.
—Puedo mantener a su hija, O’Donnell, mejor que la mayoría de los hombres de por aquí. Todavía vivo en casa de mi padre, pero puedo acondicionar dos habitaciones en el establo para nosotros… no será por mucho tiempo.
—¿No por mucho tiempo? —repuso O’Donnell con gravedad—. ¿Qué significa eso? ¿No está en tus planes un matrimonio duradero?
Ian rio.
—No; ¡quiero a su hija para siempre! No me la arrebatará ningún otro, se lo aseguro. Pero no quiero pudrirme aquí en este nido de inmundicia. Ya estoy harto de la hambruna, señor O’Donnell. Y también de patrones ingleses a los que dorar la píldora para conservar mi licencia de comerciante. ¡Del alquiler y los impuestos que nos devoran lo poco que ganamos! No quiero hablar en contra de Irlanda, señor O’Donnell. Es una tierra hermosa que se llegaría a amar si se pudiera. Pero no tengo talento para hacer la revolución ni para ser un pelota. Eso significa que tengo que irme. Y estoy dispuesto…
—¿A América? —intervino Erin O’Donnell—. Señor Coltrane, usted podrá creer que eso es una aventura con final feliz, pero la mitad de los emigrantes mueren en el barco. Y Kathleen… ¿Sabe que está embarazada? —La mujer se sonrojó.
La joven presenciaba en silencio la conversación. Quería intervenir, pero era como si no pudiese salir ningún sonido de su garganta.
Ian Coltrane arqueó las cejas.
—Lo sé, señora O’Donnell, no estoy ciego. Ni soy tonto. No hay nada que me tiente en esos ataúdes flotantes. Y tampoco en las fábricas de Nueva York. Un primo mío está allí y escribe de vez en cuando. Es otro tipo de infierno que el de aquí, pero infierno a fin de cuentas. No, señora, quiero hacer fortuna. Quiero ir a un nuevo país, totalmente nuevo, donde nadie escupa delante de un irlandés y le llame «Paddy»… Además, los barcos que llevan hasta allí están mejor acondicionados. El viaje es más largo, y por eso la Corona envía inspectores que observan su mantenimiento y los alojamientos. No se trata de un país extraño que no interesa a Inglaterra: los británicos no pierden sus derechos y los irlandeses los adquirimos. Naturalmente, es algo más caro que la buena vieja América, por eso todavía tengo que ahorrar. Pero en dos años, como mucho…
James O’Donnell frunció el ceño.
—¿Y cómo se llama esa tierra prometida? —preguntó escéptico—. De la que nadie ha oído hablar por aquí.
Ian sonrió y sus ojos brillaron.
Kathleen se percató de repente de qué era lo que la asustaba tanto. Cuando antes había hablado de casamiento, sus ojos no brillaban. Ian parecía estar al acecho, como un comerciante que cierra un negocio. Un chalán que esconde sus verdaderos motivos.
—Nueva Zelanda —respondió Ian—. Descubierta hace cien años, creo. Su aspecto se parece un poco al de nuestra tierra, pero apenas está ocupada. Un par de tribus indias o así… pero pacíficas, al menos la mayoría. Allí donde quiero ir no hay ninguna, solo hay ovejas. Un lugar ideal para el comercio de ganado y la cría, aunque hay que introducir los animales pues allí no hay más que pájaros…
—¿Y dónde se supone que está? —intervino por vez primera Kathleen—. ¿A quién pertenece?
—¡No pertenece a nadie! —contestó Ian triunfal—. Bueno, es una colonia inglesa o algo similar, pero cualquiera puede instalarse… ¿Dónde se encuentra? Lejos, muy lejos, en algún lugar de los mares del Sur… Pero esto da igual, el capitán sabrá llegar. ¡Y a nosotros nos espera tierra, libertad y una nueva vida! Por eso quiero llevarme a Kathleen, James O’Donnell…
—¿Y a su hijo? —preguntó Erin con aspereza.
Ian se encogió de hombros.
—Vendrá al mundo donde sea. Pero es mejor que nazca en un país donde nunca hayan oído el nombre de Drury. Lamentablemente, no podré reunir el dinero tan rápidamente. Pero te prometo, Kathie, que nos habremos marchado antes de que el niño oiga la palabra «bastardo».
Kathleen experimentó un leve consuelo. ¿Se preocupaba Ian realmente por su hijo? ¿Lo criaría como si fuera suyo? ¿Con todas las consecuencias? Deseó poder confiar en él.
Erin O’Donnell respiró hondo y lanzó a Kathleen y su esposo una mirada triunfal.
—No te preocupes por eso, Ian Coltrane. Esta chica tiene su dote. Puedes reservar los billetes, Ian. Pero primero presentas tu solicitud de matrimonio en el registro civil y te casas. ¡Antes de que Kathleen reviente las costuras de todos sus vestidos!
Kathleen casi reventaba, pero sobre todo de indignación.
—¿Y yo? —preguntó enfadada—. ¿A mí nadie me pregunta?
Tres pares de ojos fríos se la quedaron mirando. ¿Perplejos? ¿O despiadados?
—No —respondió lacónico James O’Donnell—. Al menos no antes de que te presentes delante del sacerdote. Y que Dios te perdone si entonces…
Erin O’Donnell resopló.
—Eso no me preocupa —dijo—. Mi hija sabe decir que sí.
Mientras los padres emprendían las negociaciones de la llamada «petición de mano», Kathleen salió corriendo. No quería saber nada del whisky que Ian había llevado ni de la botella, cuya forma le recordó el whisky clandestino que Michael repartía entre la gente. Le urgía hablar con alguien, con alguna persona de buenas intenciones para con ella. Kathleen suspiraba por Michael. O por Bridget, la veterana meretriz. O la mujer del muelle… sería maravilloso poder hablar con ella en ese momento.
Al final acabó en la parroquia del padre O’Brien. El sacerdote sonrió cuando la vio parada ante su puerta, jadeante, con el cabello revuelto y huellas de haber estado llorando.
—Pasa, Mary Kathleen —la invitó con tono afable—. Sabes que aquí eres bienvenida. ¿Quieres confesarte, hija mía? Ayer no estuviste ahí…
—¿Qué tengo que confesar, padre? Mis antiguos pecados están a la vista de todos. Y cometer nuevos… junto a la rueca o en el telar no es posible.
—También podemos pecar con el pensamiento, Mary Kathleen —señaló el sacerdote con fingida severidad—. Pero pasa, estás muerta de frío con ese vestido tan ligero.
La joven entró en la pequeña parroquia, no más confortable que la cabaña de su familia. Sobre la mesa había un vaso y una botella de whisky, seguramente de la producción de la familia Drury.
—¿Quieres? —Señaló el alcohol—. Tienes aspecto de necesitarlo. ¿Qué pasa, Mary Kathleen? —La condujo a una silla junto a la mesa.
Ella se sentó y tomó aire.
—¡Ian Coltrane quiere casarse conmigo! —anunció.
O’Brien escuchó en silencio una historia algo confusa sobre el dinero de Michael y los planes de Ian.
—¿Te refieres a que el joven Coltrane sabía algo de tu bolsa? —preguntó al final—. Tal como lo cuentas…
Kathleen hizo un gesto de ignorancia.
—No lo sé, padre. Es imposible que lo supiera. Pero Ian… es raro, padre. A veces me parece como si supiese todo…
El sacerdote se echó a reír.
—Seguro que no, hija. A no ser que quieras acusarlo de tener trato con el diablo. Y algo así me resulta inimaginable. Incluso en un timador. El mulo que vendió a William O’Neill… pero eso es harina de otro costal. Bien, centrémonos. No tienes mucha elección, Mary Kathleen, si deseas un padre para tu hijo.
—Pero ¡el niño tiene padre! Michael regresará. ¡Lo prometió! ¿Y qué pasará si no me encuentra? ¿Si yo estoy en… en…?
—En Nueva Zelanda —la ayudó el religioso—. Pero de esa forma estarías bastante más cerca de Michael, pequeña. Si bien, naturalmente, una vez convertida en la esposa de Ian te estará prohibido pensar en otro hombre.
—¿Más cerca? —Kathleen se irguió.
El viejo cura advirtió complacido cómo la vida y el espíritu combativo volvían a los ojos verdes de la joven.
—Ven y compruébalo tú misma.
O’Brien sacó un globo terráqueo del armario donde guardaba el material para las clases de la escuela.
—Mira, aquí está Irlanda. Y aquí, Londres, adonde llevan ahora a Michael. Desde ahí partirá hacia Australia. ¿Ves? A través del Canal, por el Atlántico, rodeando África y pasando junto a Madagascar. Y luego aquí, atravesando el océano Índico. Aquí esta la Bahía de Botany, Kathleen, y la Tierra de Van Diemen. Es una isla frente a Australia. Aquí, ¿la ves?
Kathleen siguió con la mirada el dedo del sacerdote, que trazaba una ruta interminable por el globo. Todas sus esperanzas se desvanecieron. ¡Michael nunca regresaría a Irlanda! Era imposible. Se podía huir de una cárcel, pero no navegar por medio mundo sin dinero, sin licencias y sin documentos.
—Y mira aquí abajo. —O’Brien señaló dos islitas en comparación con Australia, al sureste de esta—. He ahí Nueva Zelanda.
Kathleen la contempló fascinada.
—¡Está… está de verdad muy cerca! —exclamó emocionada.
El sacerdote hizo una mueca.
—Más de tres mil kilómetros, Kathleen. Si eso te parece cerca… pero, claro, más cerca que Irlanda sí que está.
—Y ese país… nunca había oído hablar de él. Esas islas en los mares del Sur… ¿no están llenas de caníbales?
O’Brien rio.
—Bueno, esta está llena de protestantes, que en general resultan difíciles de evangelizar. Casi todos los inmigrantes son ingleses y escoceses, y algunos alemanes. Hasta ahora no he oído hablar de los indígenas. Tampoco hay muchos asentamientos, solo un par de estaciones de pesca de la ballena, de cazadores de focas y de aventureros. No te imagino en sus campamentos, pero Ian tampoco se instalará allí; a fin de cuentas, no compran caballos…
—Ian habló de las Llanuras de Canterbury… —recordó Kathleen.
El sacerdote asintió.
—Sí, he oído hablar, la Iglesia de Inglaterra planea fundar allí ciudades y dicen que el entorno es muy apropiado para la cría de ganado. Ian podría convertirse en una persona realmente honorable con que se esforzase solo un poco. En cualquier caso, allí ganará dinero. Así que piénsatelo, Mary Kathleen. Y no temas, no te casaré con ningún hombre que te resulte repugnante, da igual lo que quieran tus padres. Reflexiona. Y recuerda: no tienes muchas opciones.
La joven suspiró. Luego volvió a mirar el interminable trayecto desde Irlanda hasta Australia, y lo cerca que quedaba en comparación Nueva Zelanda.
—¡Ya me lo he pensado, padre! —dijo acto seguido—. ¡Iré a Nueva Zelanda!
El viejo sacerdote movió la cabeza.
—No lo dices en el orden correcto, Kathleen —susurró—. Primero has de decir: «Quiero casarme con Ian Coltrane». En las alegrías como en las penas…
El padre O’Brien unió en matrimonio a Ian y Kathleen dos semanas más tarde en su pequeña iglesia. Kathleen había buscado todos los pretextos posibles para postergar la ceremonia. Primero afirmó que quería casarse en su nuevo hogar y luego recurrió al argumento de que así podría ir vestida de blanco. Su madre miró con sorna el redondeado vientre de su hija.
—¡Ni pensarlo, Mary Kathleen! —replicó con severidad—. No puedes marcharte de viaje con Ian sin estar casada. ¿Y quién os va a unir en matrimonio allí abajo? ¿Un reverendo anglicano? ¿A ser posible uno ciego para que no vea tu estado? ¿Y qué pasa si el niño nace durante el viaje? ¿Traerás al mundo en medio del océano a un pobre bastardo que no tendrá padre ni patria?
—Tendrá padre, por eso he aceptado todo esto… —refunfuñó la hija. Sabía que sus objeciones eran majaderías infantiles. El padre O’Brien tenía razón: Nueva Zelanda significaba tener que casarse. Pese a la cercanía espacial, estaría muy lejos de Michael.
Kathleen se moría de vergüenza cuando al final tuvo que ponerse junto a Ian ante el altar, eso sí, con un vestido nuevo y de corte holgado de color verde. Aunque el sacerdote la habría reñido más de haber sabido que había escondido la carta de Michael y su mechón de cabello en el escote y que los llevaba en ese instante junto a su corazón. En el fondo ya estaba engañando en ese momento a su marido, pero nadie lo sabría. Hacía tiempo que Mary Kathleen no confesaba todos sus pensamientos pecaminosos.
Ian había sido generoso destinando una parte de la dote de Kathleen para la celebración, y la buena comida al menos consiguió acallar las más crueles críticas. De todos modos, poco importaba lo que en el pueblo se rumorease respecto a que la muchacha se hubiese casado con Ian. Tres días después de la boda, la joven pareja partió hacia Dublín. Y el 5 de abril, el Primrose zarpó de Londres hacia Port Cooper, un puerto cercano a las Llanuras de Canterbury, la zona que iba a dedicarse en el futuro a la cría de ganado.
Kathleen no tenía demasiado miedo de pasar la noche de bodas con Ian. Sentía ciertos reparos hacia su nuevo marido, pero su cuerpo no le producía rechazo y los recuerdos que conservaba de su relación con Michael eran estupendos. También había esperado que Ian fuera indulgente con ella al principio, pues el niño que llevaba en su seno obstaculizaría el acto. No obstante, Ian no se amilanó por ello y tomó posesión de su joven esposa ya la primera noche.
No lo expresó así, por supuesto, pero Kathleen lo sintió como tal. El trato se había cerrado, el apretón de manos ya estaba dado y a partir de entonces ya se podía montar la yegua. Ian hizo esto último con poca ternura. Evitó las carantoñas y penetró sin miramientos a su flamante esposa.
Cuando Kathleen gimió a causa de la sorpresa y el dolor, Ian le preguntó:
—¿Y ahora qué pasa? No querrás hacerme creer que todavía eres virgen, ¿verdad?
Kathleen guardó silencio a partir de entonces y se quedó quieta hasta que el acto concluyó. Esperaba que no hubiese hecho daño al niño, pero no se preocupó demasiado. En las diminutas cabañas de los aparceros, a los niños no les pasaba desapercibido cuando sus padres mantenían relaciones sexuales, por mucho que estos evitaran hacer ruido. Y el padre de Kathleen había reivindicado sus derechos hasta el final de los embarazos de su esposa. Erin O’Donnell había aguantado, y ahora le tocaba a Kathleen el turno de aguantar, además de evitar un pecado: nunca podría pensar en Michael mientras Ian la poseía.