4

Michael Drury no volvió a Otago. Ni en otoño ni cuando el otoño dio paso al invierno. A Lizzie le dolió, pero la presencia de Kahu Heke la consolaba un poco. El futuro jefe de los ngati pau la pretendía con insistencia y cada día le demostraba lo mucho que respetaba su mana. Kahu le hacía regalos y le llevaba las presas que cazaba para que las preparase para la tribu.

La tribu ocupaba cada vez más a Lizzie. Las mujeres la introducían en los trabajos tradicionales y también intentaban enseñarle las canciones y las danzas. A Lizzie todo esto le gustaba relativamente. Ya en su época de prostituta no le gustaba cantar ni bailar. Tal vez tuviera mana, pero no le complacía jactarse de él. Prefería que Hainga la iniciase en el arte sanatorio de los aborígenes, pero consideraba con escepticismo las múltiples oraciones y tapu que se desarrollaban en torno a él. Pedía permiso a los espíritus para cortar una planta cuando Hainga insistía, pero no entendía por qué las flores de determinadas plantas solo podían ser recogidas por la tohunga tras ejecutar un ritual especial.

Para Lizzie todo eso era una pérdida de tiempo. Siempre había querido llevar una vida según los preceptos divinos, pero no era una criatura espiritual. Le resultaba ajeno entregarse a la oración y la meditación. Tampoco profundizaba en el significado de las historias que le contaban sus amigos indígenas junto al fuego. A ella le gustaban las aventuras emocionantes e intensas que se escuchaban con las mejillas arreboladas por la tensión y que acababan bien, con la heroína en brazos del héroe. Cuando trabajaba de doncella solía comprarse novelas rosa y las leía con avidez. Las intrincadas leyendas, que con frecuencia se recitaban de forma monótona, carecían de sentido para Lizzie, que prefería las parábolas de la Biblia, más breves y menos ambiguas.

Lizzie echaba de menos la compañía del reverendo. En una ocasión él la había visitado en el poblado maorí, pero no se había sentido demasiado cómodo. La joven sospechaba que, desde la muerte de Coltrane, los espíritus le daban un poco de miedo. Por otra parte, el religioso parecía preocupado. En cualquier caso había abandonado sus esfuerzos por la salvación de Lizzie.

De ahí que la compañía de Kahu todavía fuera mejor recibida. No pensaba en serio que fuera a ceder a su petición, pero desde hacía semanas era el único individuo con quien podía hablar en inglés, y, además, con él encontraba otros temas de conversación que las labores diarias o lo que denominaba las intrascendencias espirituales de Hainga. Una y otra vez llevaba la conversación hacia la viticultura, la política de James Busby y la convivencia entre maoríes y pakeha. Kahu se interesaba por todo eso, y también parecía preferir charlar con ella que conversar sobre asuntos de la tribu con el jefe y sus tohunga o hablar con otros guerreros sobre caza y pesca.

Lizzie y Kahu pasaban cada día muchas horas juntos, y la joven pakeha empezó a encontrar al joven maorí cada vez más atractivo. Kahu era alto y de espaldas anchas, su cabello era espeso y oscuro como el de Michael, pero no rizado sino liso. Le cubría los hombros cuando se soltaba el pelo, que llevaba recogido en la coronilla como correspondía a un guerrero, y al hacerlo junto a Lizzie, a solas, parecía desprenderse también de la fuerza y tensión del luchador. A la muchacha le gustaba que cantase para ella, no el belicoso haka, sino las suaves baladas que su pueblo había traído de Hawaiki, donde las palmeras susurraban y las noches eran cálidas también en invierno.

En Otago empezaba a helar y, por muchas mantas que tuviera, Lizzie temblaba de frío por las noches en su tienda.

—Debería ir a Dunedin —anunció una mañana suspirando, mientras aterida se calentaba en una hoguera—. A alguna pensión con una estufa y un baño, ¡será como estar en el cielo!

—También puedes dormir en el dormitorio común —sugirió Haikina, la hija de Hainga.

En las últimas semanas se habían hecho amigas. También ella hablaba inglés y había confesado a Lizzie que, a pesar de la severa vigilancia de la escuela de la misión, había tenido varios amantes pakeha. Como la mayoría de las sinceras chicas maoríes, siempre estaba dispuesta a conversar sobre las características de los distintos hombres, y no se cansaba de comentar el extraño comportamiento de Michael con Lizzie.

—¡Podrías también dejar que yo te calentara! —propuso Kahu Heke, cada vez más directo, también delante de otros miembros de la tribu.

Lizzie se ruborizaba, sorprendida de que todavía fuera capaz de ello. Que Kahu la pretendiera aumentó su mana y, naturalmente, la enorgullecía que un jefe la deseara abiertamente por esposa. Entretanto, también había oído hablar de que Kahu ambicionaba ser elegido kingi de todos los maoríes y a veces soñaba cómo sería vivir igual que una reina. Naturalmente, no tenía ninguna idea precisa, pero se imaginaba que sería una vida muy lujosa. Al menos en la Isla Norte, la vida de la familia del jefe parecía desarrollarse alejada de la tribu. Nunca había visto la casa de Kuti Haoka, pero se decía que era un elegante palacio. Kahu no daba ningún dato concreto al respecto, cuando ella le preguntaba tímidamente sobre el tema. Pero tampoco quería mostrar un claro interés y ponía cuidado en no aludir demasiado a ese asunto.

Al final, el auténtico mes de invierno, julio, fue pasando y se acercó la fecha del cambio de año. Los maoríes celebraban la fiesta del Año Nuevo —Tou Hou— en la primera luna nueva después de la aparición de Matariki, las Pléyades, en el cielo nocturno. Ese año, la constelación había aparecido tarde, Tou Hou se festejaría en los últimos días de julio. Además, los ngai tahu volvían a esperar huéspedes. Los hermanos de Kaikoura regresaban de su migración a las montañas y se detendrían en el poblado. Lizzie se acordó con pena de Chris Timlock cuando Kahu le mostró las estrellas. Había dado el colgante a la pequeña Aputa, quien se había alegrado mucho. Pero las Pléyades siempre le recordarían la absurda muerte de Chris, de la que se sentía culpable. Tendría que haber previsto que los envidiosos reaccionarían ante el repentino hallazgo de oro de Chris y Michael.

—Las estrellas no pueden evitarlo —la consoló Kahu cuando ella le contó la historia—. Limítate a contemplar lo hermosas que son. Esperemos que brillen con tanta intensidad la víspera de Año Nuevo.

Lizzie asintió. Ya hacía tiempo que había aprendido que una noche clara anunciaba, según las creencias maoríes, un año cálido y una buena cosecha. Por el momento hacía frío. Lizzie permitió que Kahu la envolviera con una manta y que al hacerlo demorara el brazo encima de sus hombros. Animado, la estrechó un poco contra sí.

—Celebramos la víspera de Año Nuevo con música y baile, como vosotros —le musitó—. Pero esta vez me gustaría que nuestros bailes fueran como los vuestros. Así podría apretarte contra mí y seríamos uno.

Lizzie no respondió, pero tampoco lo apartó. Era bonito sentir su calor… el calor de alguien. Bajo aquel cielo estrellado añoraba todavía más a Michael. Muchas veces se habían amado en verano al aire libre, y ella había admirado su cuerpo al claro de luna. Y ahora… Todavía abrigaba la esperanza de recibir noticias de él. Tane, su viejo amigo, asistía a la fiesta; sin duda no había pasado todo el año con su tribu en las montañas. En otoño se reunía en las grandes granjas a las ovejas que en verano se llevaban a pacer a la montaña. Tane, que se había ganado buena reputación como pastor y conocía muy bien las montañas, ganaba mucho dinero de ese modo. Así pues, había dejado puntualmente a su tribu antes de bajar los rebaños y pasar las últimas semanas en Kaikoura. Ahora llegaba a Otago para celebrar la fiesta con su familia. A continuación se volvería al mar con su iwi.

Lizzie estaba impaciente por presenciar la ceremonia powhiri en que Tane volvería a ejecutar la danza del guerrero.

Ya cuando ardieron las primeras hogueras y los tohunga esperaban la luna nueva a la luz de las Pléyades, se reunió con los hombres con quienes el amigo de Michael compartía su whisky.

Tane ya estaba un poco bebido y de buen humor. Se alegraba de poder jactarse de novedades.

—¿Michael? —preguntó alzando la voz para impresionar a Lizzie—. Estuvo un tiempo en Kaikoura, para hablar con Fyffe. ¡Ahora es rico! Ofreció whisky y nos divertimos toda la noche. Claudia, del Green Arrow, quiere casarse con él lo antes posible.

La expresión de Lizzie se ensombreció. Así que Michael se iba de juerga por los pubs y mantenía a otras chicas. ¡Precisamente a Claudia! ¿Sabría esta satisfacerlo? Lizzie hubiese gritado de rabia, pero de hecho lo único que sintió fue una tristeza infinita. Todo el tiempo, todo el amor que había dedicado a Michael… para terminar así.

Pero luego se reprendió. Era Año Nuevo y no quería estar abatida. Lo que era justo para Michael, también lo era para ella. ¡Ese día quería pasarlo bien!

Sacó iracunda la última botella de vino que le quedaba en la tienda.

—¡Después beberemos! —le dijo a Kahu, que la miró sorprendido.

¿Vio las huellas de lágrimas en su rostro? Lizzie se las secó con brusquedad y sonrió. Kahu le tendió la botella de whisky que Tane acababa de empezar a pasar.

—Toma, tienes aspecto de necesitar un trago, algo más fuerte que el vino, que ya beberemos cuando salgan las estrellas.

Cuando por fin brillaron las estrellas en el cielo, fue el momento de las oraciones y las danzas, pero Lizzie había bebido demasiado whisky y apenas podía seguir la ceremonia. Pese a ello, consiguió comportarse con cierta compostura.

—¡Mira qué pequeños somos comparados con las estrellas! —dijo soñadoramente Kahu. Lizzie seguía sentada junto a él, pero de momento él no la había tocado. Le pasó el brazo por los hombros—. ¿Todavía sientes miedo o pena? Deja que la luz fluya en ti, Elizabeth. Esta noche empieza todo de nuevo.

Kahu abrió la botella de vino mientras la mayoría de los miembros de la tribu bailaban para saludar a la luna.

—¿No quieres empezar de nuevo, Elizabeth? ¿En la Isla Norte? ¿Como esposa mía?

Lizzie estaba ebria de whisky y vino. Pero ni eso mitigaba su dolor. La música le resonaba en los oídos; quizás el compás del haka estimulara a los bailarines, pero a ella todo le causaba dolor. No quería responder a las preguntas de Kahu, pero tampoco quería estar sola.

—Vámonos de aquí —pidió.

Kahu la ayudó a incorporarse y cogió la botella de vino. La condujo lejos del lugar en que se celebraba la fiesta, hacia el río, que a la luz de las estrellas brillaba como una cinta de plata. Era una noche clara, increíblemente clara, con toda seguridad habría escarcha. Y la cama de Lizzie estaría fría, permanecería fría a menos que…

La joven permitió que Kahu la besara. Debía de haber aprendido con los pakeha, pues besaba bien. Kahu hablaba de un beso como vino en los labios, sabía emplear palabras bonitas, casi tanto como Michael… Así que Lizzie cerró los ojos y se entregó a los brazos de Kahu. Si al menos pudiese detener sus pensamientos… Michael y Claudia, cómo se habría ufanado aquella puta rubia de su cliente. Lizzie quería reír pero no lo conseguía. Ni siquiera deseaba hacer daño a Michael. Si ahora se abandonaba en los brazos de Kahu no era porque quisiera vengarse o resarcirse. Lo único que pretendía era no estar sola, tan inmisericordemente sola. ¡Y no quería ser una puta! Alterada, pensó en entregarse a aquel joven a quien tal vez no amaba… ¿o sí? Soltó una risa seca.

—¿Qué sucede, Elizabeth?

Elizabeth, una reina. Es lo que ella era, lo que quería ser. Michael… Michael se maravillaría al saber en qué se había convertido la pequeña Lizzie, no en una santa, no en una Mary Kathleen, pero ¡tampoco en una Claudia! No, ella tenía mana, mana

Todo giraba alrededor de Lizzie, las estrellas, la luna, el bosque y el río. Pero Kahu la sostenía con firmeza y seguridad. La quería a ella, había llegado hasta allí expresamente desde la Isla Norte.

—¿Vienes conmigo, Elizabeth? —preguntó.

Lizzie asintió. Pero no quiso que la condujera a la casa de las asambleas.

—No, no delante de los demás… no la primera noche.

—Pero ¡es nuestra noche de bodas!

Lizzie sonrió con amargura.

—Hace mucho que no soy virgen, Kahu, espero que no creas eso de mí. Ha habido muchos, muchos hombres en mi vida, más de los que yo hubiese querido, ya lo sabes. Pero ninguno en presencia de otros treinta. No puedo…

—Pero tendrás que hacerlo cuando…

—Las chicas me han dicho que no hay que hacerlo delante de todos —respondió ella—. Tan solo hay que compartir la cama. Es suficiente.

Kahu la atrajo hacia sí.

—Entonces simplifiquemos las cosas, Elizabeth. Puedo esperar, quiero…

Lizzie lo apartó de ella. De repente la invadió la rabia.

—No me quieres en realidad, ¿verdad? —preguntó con tono estridente, y ella se reprendió por ese arrebato de histeria—. Lo único que quieres es… ¿qué quieres, Kahu Heke?

Kahu le acarició el cabello.

—Nada… nada… tranquilízate, Elizabeth. Claro que te quiero. Solo a ti, y quería… quería hacerlo bien.

—¡Entonces hazlo bien! —exclamó Lizzie, apartándose de él—. Ahí está mi tienda. O tómame bajo las estrellas como… como… ¡Haz que olvide a Michael, Kahu Heke! ¡Haz que me olvide de una vez por todas de él!

No era el mejor escenario para amar a alguien y ella lo sabía. No se comportaba bien con él y Lizzie se sorprendió de que él no protestase. Ella estaba bebida, recurría a él como sustituto de otro… todo eso tenía que herir a Kahu, él debería rechazarla, dejarla ir, debería…

Pero Kahu la llevó a la tienda como si no hubiese escuchado sus palabras. Y también la habría conducido a la wharenui.

Con una última gota de sensatez, Lizzie volvió a dudar y se preguntó de nuevo qué intenciones se escondían realmente en el hecho de que el futuro jefe maorí cruzara el umbral de la tienda como quien lleva a una novia pakeha. Luego se sumergió en el delirio de sus caricias y su calidez.

—Nunca me dejarás sola, Kahu, ¿verdad? —preguntó débilmente—. ¿Me lo prometes?

Kahu la besó, ebrio también él de whisky y vino, de excitación y decepción. No debería haberla tomado esa noche. Ella necesitaba tiempo para reflexionar. Pero si pensaba demasiado, si preguntaba demasiado… Era el momento de volver con su tribu. Los hombres de Kaikoura habían comunicado el día anterior la muerte del jefe Kuti Haoka. Los ngati pau no esperarían eternamente a elegir a otro. Esa noche todavía acataría la voluntad de Elizabeth, pero al día siguiente tenía que hacerse oficial el matrimonio y entonces podría ponerse en camino. Con la pakeha wahine, como habían previsto los sacerdotes.

—Nunca te dejaré sola —prometió, consciente de que mentía.

Ella lo olvidaría. Era un juguete en manos de los espíritus.

Kahu Heke ya se había ido de la tienda cuando Lizzie despertó por la mañana. Tenía dolor de cabeza y recordaba solo vagamente lo sucedido por la noche. Se avergonzó, pero luego decidió que no tenía ninguna razón para eso. Una mujer maorí tomaba a un hombre cuando quería y precisamente Michael no tenía nada que echarle en cara.

Lizzie se vistió, se peinó y salió al lugar donde las mujeres cocían el pan ácimo y asaban los boniatos. Como era de esperar, bromearon y la felicitaron. Que hubiera pasado la noche con Kahu era sin duda la comidilla de todas. Lo inesperado fue que Hainga se acercara a ella y le diera un hongi.

—¡Hija, espero que seas digna de tu destino! —dijo la anciana tohunga—. Ojalá regales al ariki de ngati pau tantos hijos como las estrellas bajo las cuales habéis sellado vuestra unión.

—¿Unión? —repitió Lizzie, frotándose la frente.

Hainga sonrió.

—Claro que todavía tenéis que pasar una noche en la wharenui y habrá muchas ceremonias cuando estéis con su tribu. Entre nosotros, todo es más sencillo, el hombre y la mujer se aman en presencia de testigos, luego son marido y esposa. Pero allá arriba… en fin, ya verás.

Las otras mujeres rieron y hablaron de vestidos y danzas de boda, regalos y costumbre de las distintas tribus.

Solo Haikina se mantenía al margen. Lizzie, a quien la conversación le resultaba incómoda, se puso junto a ella y cogió agua y un pan. Sabía a papilla. Intentó recordar con exactitud qué había sucedido la noche anterior. Lentamente los recuerdos acudieron a su mente. Kahu había hablado de una promesa de matrimonio, pero seguro que sin tomársela en serio. ¡Ella estaba totalmente borracha! Sin embargo, ya hacía tiempo que la asediaba. Y en la víspera de Año Nuevo, algo nuevo había de comenzar…

Lizzie estaba dispuesta a meditar el asunto. Kahu había sido tierno, un amante maravilloso… pero ¿casarse ya?

Se sobresaltó cuando Haikina la tocó de repente. Era la única que todavía la llamaba por su nombre pakeha.

—Lizzie, sé que no es asunto mío, pero me gustaría hablar contigo.

La joven hablaba inglés, para sorpresa de Lizzie. Pero entonces se percató de su semblante despierto y preocupado. Era evidente que Haikina no quería que Hainga y las otras mujeres se enterasen de lo que tenía que decirle. También Kahu, que acababa de acercarse, parecía intimidar a la muchacha. Bajó la cabeza y dejó caer sobre el rostro su largo y negro cabello, cuando el hombre se sentó junto a Lizzie. Esta creyó percibir que su amiga se sonrojaba. ¿Estaría enamorada de Kahu? A lo mejor se sentía herida porque el futuro jefe de los ngati pau quería a una blanca y no a una princesa ngai tahu.

Kahu dirigió a Lizzie una sonrisa radiante.

—¡Elizabeth! —dijo con una voz tan dulce como una caricia—. Espero que hayas dormido bien. No has pasado frío entre mis brazos.

Ella asintió. Él le había dado calor. Consiguió sonreírle.

—Y ya ves que todos se alegran por nosotros. Esta noche habrá una fiesta en nuestro honor. En tu honor, Elizabeth. Soy infinitamente feliz, Elizabeth.

No la besó, solo frotó, a la manera maorí, la nariz contra la de ella. Lizzie respondió a la caricia, y en ese momento recordó lo que él le había prometido: «Nunca te dejaré sola». Tal vez era absurdo dudar.

A pesar de todo, Lizzie necesitaba tiempo para reflexionar, la noche anterior todo había ido demasiado rápido. Pero entonces reconoció que los ojos de toda la tribu estaban puestos en ella y Kahu. Eso no era un compromiso privado, no se trataba de promesas susurradas entre dos personas. Por lo visto, Kahu había comunicado por la mañana a toda la tribu su inminente boda. Lizzie se sintió mareada. Al parecer no podía dar marcha atrás, al menos sin provocar problemas. No solo causaría una profunda herida al hombre Kahu Heke, sino que también privaría de su dignidad al jefe de los ngati pau. Se mordió el labio. No había más remedio, tenía que casarse con Kahu. O tirarse al río, pensó sonriendo.

—Yo… yo también soy feliz —afirmó.

Tal vez llegaría realmente a serlo. Al menos no volvería a pasar frío, ni a estar sola. A fin de cuentas, a Michael no le importaba, no la cuidaba como era debido. Pero todo había sucedido demasiado rápidamente…

Lizzie se frotó las sienes, todavía le dolía la cabeza. Y entonces volvió a oír la voz de Haikina a su lado.

—Por favor, Lizzie —dijo la muchacha, todavía escondida tras la cortina de cabello oscuro—. Por favor, habla conmigo. A solas. Quizá no te cuento nada nuevo, pero… Di a los demás que vamos a buscar flores. O lo que sea que hagan los pakeha antes de casarse.

Lizzie reflexionó. Parecía realmente importante para Haikina, que parecía más preocupada que enojada.

Hizo un gesto afirmativo a su amiga.

—Haremos una corona —improvisó—, aunque en pleno invierno no encontraremos flores.

De hecho, la escarcha cubría los helechos y hayas que formaban los bosques de esa parte de Nueva Zelanda. Pronto nevaría, y no sería fácil encontrar flores para un tocado. El pretexto de la corona de novia no resultaba muy convincente.

Pero ni Hainga ni Kahu plantearon ninguna pregunta cuando Lizzie y Haikina abandonaron juntas el poblado. Las mujeres estaban ocupadas con los preparativos de la fiesta. Los visitantes de Kaikoura participarían en ella. Y puesto que el día anterior ya se había celebrado un banquete, las provisiones estaban agotadas. Los hombres tenían que volver a pescar y cazar, y las mujeres molían grano. Nadie se quejaba del trabajo. Un Año Nuevo que empezaba con una boda sería especialmente feliz, todos estaban de acuerdo. Y que Lizzie observara antes de la gran noche una costumbre pakeha les parecía normal.

Haikina y Lizzie subieron en silencio la montaña hasta que empezaron a entrar en calor. Entonces se sentaron en unas rocas, desde donde se abarcaba con la vista el poblado. Lizzie no estaba segura, pero le parecía que Haikina vigilaba a Kahu y Hainga.

—¿Qué sucede? —preguntó al final—. No estarás enfadada, ¿verdad? Yo no he animado a Kahu. En realidad no quería… Hubiera sido mejor que se casara contigo.

Haikina, una muchacha bonita, muy delgada y alta para ser maorí, miró incrédula a Lizzie.

—¿Conmigo? —preguntó—. ¿Cómo se te ocurre?

—Bueno, porque él… él se convertirá en jefe y tú eres hija de una tohunga. Encajáis muy bien.

Haikina rio, aunque sin alegría.

—Crees que es como en las historias de los pakeha, ¿verdad? —dijo. Podría haber sido una burla, pero el tono era triste—. El príncipe sale a lomos de un corcel hacia tierras lejanas en busca de una princesa…

Lizzie asintió.

Haikina puso los ojos en blanco y se arrebujó en el chal que la cubría.

—Ya me lo imaginaba —prosiguió—. Pero no es así, Lizzie. Pocas veces nos casamos con alguien que no pertenezca a la tribu, en especial los hijos del jefe. En las historias maoríes, el príncipe se casa con su hermana.

—¿Que se casa con quién? —Lizzie pareció escandalizarse—. Pero es…

—Es tikanga, Lizzie, desde los tiempos de Hawaiki. Dependiendo de la tribu se practica más o menos frecuentemente, pero no existe entre los ngai tahu. De ello ya se han ocupado vuestros misioneros. Pero en la Isla Norte todavía es habitual.

Haikina arrancó una ramita de uno de los helechos que las protegía del viento y jugueteó con ella.

—Si Kahu no te ha contado nada al respecto, supongo que tampoco te ha mencionado los demás tapu —señaló.

Lizzie se frotó la frente. El dolor de cabeza había remitido, pero al parecer pronto habría razones para sufrirlo de nuevo.

—Kahu no me ha contado nada —contestó con voz ronca—. Claro que en todas las tribus hay algún que otro tapu, pero…

—Hay tapu especiales vinculados a la vida del jefe —aclaró Haikinga—. En rigor, toda la persona del jefe es tapu.

Lizzie frunció el ceño.

Tapu significa intocable, ¿no es así? —preguntó.

Haikina asintió.

—Por eso el jefe tampoco puede vivir junto con su esposa, como… como el príncipe pakeha con la princesa, si es que me entiendes —prosiguió.

Lizzie movió la cabeza.

—No, no entiendo. ¿Qué significa eso, Haikina? ¿Quieres alertarme acerca de algo? Dímelo entonces, por favor, lo que sepas… No… no me siento cómoda y esta noche…

Haikina tomó aire.

—De acuerdo —dijo—. Yo tampoco me siento a gusto con todo esto, ¿entiendes? Tengo la sensación de estar traicionando a mi gente, pero tienes que saber en qué te metes cuando te casas con un jefe ngati pau. En primer lugar, no puedes… no puedes vivir con él.

—¿Qué significa? —preguntó Lizzie con la boca seca. «Nunca te dejaré sola». Creía oír la voz de Kahu.

—El jefe vive apartado de todos. Nadie puede entrar en su casa, nadie puede tocar cosas que él ha tocado. Antes se castigaba con la pena de muerte incluso rozarlo. Hasta si su sombra cae sobre otra persona hay que recurrir a una ceremonia de purificación.

—Pero… pero así, ¿cómo tienen hijos? —preguntó Lizzie inquieta.

—Su esposa puede salir a su encuentro en períodos determinados, pero solo después de una ceremonia especial que se llama karakia. También puedes cocinar para él, pero no puedes comer de lo que hayas preparado porque su comida es tapu. No debe tocar ningún plato ni vaso que alguien vaya a utilizar después, provocaría una desgracia. Por eso se le da de comer en objetos especiales como una calabaza para verter agua en su boca sin que haya contacto físico y un cuerno para los alimentos.

—¿Un cuerno? —Lizzie estaba perpleja.

Haikina le describió el utensilio.

—Y eso no es todo, Lizzie. También sus hijos son tapu. No podrás lavarlos ni peinarlos porque para eso hay que tocarlos, y son sagrados. Los hijos de los jefes suelen ir poco aseados hasta que ellos mismos aprenden a lavarse.

—Pero… pero ¿cómo llevan todo esto las demás… las demás esposas de los jefes? —Lizzie se sentía aturdida. Kahu debería habérselo contado. ¿O planeaba cambiar esas costumbres?

—Como ya he dicho, la mayoría se casa con sus hermanas. Ellas están acostumbradas y además son de tan alta cuna que pueden tocar más que otros a un niño tapu. Pero ¡no peinarlo! En los cabellos del jefe vive el dios Rauru.

Esto sí se lo había contado Kahu, pero solo como una anécdota curiosa, no parecía tomarlo en serio.

Lizzie respiró hondo.

—Te entiendo, Haikina —dijo—. Pero ¿no crees que Kahu cambiará todo eso? Fue a la escuela de los pakeha. Es cristiano, al menos…

Haikina sacudió la cabeza.

—¡Despierta, Lizzie! ¿Te pide que os caséis cristianamente o, por el contrario, que duermas con él en el dormitorio común?

—Las dos… las dos opciones serían posibles —respondió Lizzie, confusa. Se sentía triste y agotada. El segundo hombre, la segunda traición.

Haikina le pasó el brazo por los hombros.

—No me extrañaría que Kahu también se casara contigo por la Iglesia. Para que ambos, pakeha y maoríes reconocieran el matrimonio.

—Entonces podríamos vivir juntos, ¡como una pareja cristiana! —insistió Lizzie.

Haikina suspiró.

—Lo haréis. Más tarde. Cuando él haya impuesto su voluntad y sea kingi. Cuando os inviten a Inglaterra y os presenten a la reina o lo que sea útil para la paz. Pero ¿no irás a creer realmente que Kahu vaya a soliviantar a las tribus de la Isla Norte rompiendo con las tradiciones que hay en torno al rango de jefe tribal? Enviará a sus hijos a la escuela pakeha. Pero en los primeros años no permitirá que su madre les quite los piojos.

—No puede ser verdad —susurró Lizzie, consciente de que sí lo era.

Siempre había habido algo entre ella y Kahu, una intuición que la había advertido la noche anterior y había evitado que le acompañase a la casa de las asambleas.

Haikina se encogió de hombros.

—Pregúntaselo a él —dijo—. Pregúntale por qué tiene tanta prisa en hacer oficial el matrimonio. Y si su unión contigo no responde a la necesidad de heredar el ariki. Creo haber oído también algo al respecto. ¡Y no te pienses que te deseo algo malo! No estoy celosa. Yo no me casaría con ningún jefe ngati pau, ¡aunque fuera el único hombre con el que compartir cama!

Lizzie colocó la frente y la nariz contra las de su amiga. Ese gesto significaba un abrazo entre los maoríes.

—No estoy enfadada contigo, te doy las gracias, Haikina —susurró—. Pero no le preguntaré nada a Kahu, no quiero que siga mintiéndome. No puedo oír más pretextos, estoy harta. Ayer me juró que nunca me dejaría sola.

Lizzie siguió a Haikina al poblado sin pronunciar palabra y cogió su caballo. Reunió un poco de ropa y el oro que había lavado esas últimas semanas, más para pasar el tiempo que para hacerse rica. No obstante, era una cantidad considerable. Podría vivir durante un largo período de ella.

Lizzie intentaba actuar y no darle vueltas a la cabeza. Antes a veces conseguía dejar de pensar, pero ese día no sucedía. Pese a todo el agotamiento y los dolores de cabeza, luchaba con terquedad contra la repercusión que las palabras de Haikina habían tenido en su mente y sus sentimientos. Ahora tomó conciencia de la frecuencia con que Kahu había evitado darle según qué información y respuestas. Se había ufanado de amar a una mujer con mana, pero de hecho tenía planeado protegerse de la fuerza de ella tras cientos de tapu.

Con cada recuerdo de una evasiva o una mentira algo en Lizzie parecía morir. Tal vez Kahu creyese amarla, pero en realidad solo amaba a la pakeha wahine, la reina adecuada al kingi. Y Michael había utilizado el mana de ella y luego la había despreciado. En realidad, siempre había amado a Kathleen. Había tomado conciencia de ello al viajar a las llanuras… Era inútil seguir esperándolo.

Lizzie no lloró cuando condujo el caballo hacia el río, pasando desapercibida para los habitantes del poblado, que se afanaban en los preparativos nupciales. Había dejado montada la tienda, no la necesitaba más. ¡Seguro que no volvería a dormir bajo las estrellas! Y, sobre todo, no quería hablar más. Nadie decía la verdad, ni siquiera los espíritus. Al final, Lizzie seguía siendo una prostituta. La prostituta que utilizaban tanto unos como otros. Ni siquiera Hainga, la tohunga, le había dicho la verdad.

Lizzie esperaba que Kahu no la siguiera, no le quedaban fuerzas para discutir. Esa noche dormiría en su antigua cabaña de madera y por la mañana seguiría su camino hacia Tuapeka y Dunedin. Tal vez volvería un día a vivir y amar, pero ahora solo quería callar, olvidar y dormir. Evadirse en sueños de este mundo.