6
El reverendo Burton estaba sumamente agradecido a Jimmy Dunloe por todo lo que el banquero había hecho por Kathleen y Colin. Después de que en los últimos meses Kathleen se hubiera ido distanciando cada vez más de Peter, este se enteró tras la partida del muchacho de que Dunloe había intervenido. Fue a visitarlo.
—Yo también habría podido dar mi nombre al chico, naturalmente —dijo, sintiéndose casi culpable—. Incluso lo habría adoptado si Kathleen… si Kathleen me hubiese aceptado. Pero, por supuesto, mis contactos no son tan buenos como los suyos.
Peter Burton procedía de una buena familia, pero no pertenecía a los mismos círculos que el banquero londinense. Y para que un hijo natural de las colonias —sin referencias ni estudios ingleses terminados— fuese aceptado en la academia militar más célebre del país era necesario tener buenos contactos en la buena sociedad, incluso en la casa real.
Dunloe hizo un gesto restándole importancia.
—Bah, no le dé más vueltas, reverendo —dijo tranquilamente—. Usted, siendo clérigo, ¿qué impresión habría dado? En mi caso, por el contrario, a nadie le importa, en todas las familias hay una oveja negra. Y el joven Colin no será el primer granuja que hace carrera en el ejército real. Si su majestad precisara de algún corsario… —Ambos rieron, pero Dunloe enseguida se puso serio—. Me habría gustado que Kathleen hubiese colaborado más. Sigue siendo una sombra de sí misma y Claire se siente muy desdichada por ello.
De hecho, también las expectativas de Peter Burton habían quedado insatisfechas. Kathleen no había acudido de nuevo a él después de la partida de Colin ni había recuperado su modo de vida anterior en la sociedad de Dunedin. Claro que siempre había sido más retraída que la vivaracha Claire, pero desde la muerte de Coltrane y la marcha de Colin solo salía de casa para ir a la iglesia. Sufría una profunda depresión, estaba descontenta con su destino e intentaba purgar su supuesta culpa mediante incontables misas de difuntos por Ian y visitas diarias a la iglesia.
—Si no hubiese abandonado a Ian, Colin quizá no se habría vuelto así —repetía cuando Claire, al principio triste pero luego cada vez más enfadada e insistente, le señalaba que su dependencia del padre Parrish iba en aumento.
—¡Claro que se habría vuelto así! —contestaba Claire indignada—. Ya entonces era el vivo retrato de su padre, hacía mucho que no te obedecía. ¡Y Sean seguro que se habría vuelto igual, aunque fuese para sobrevivir! Con Ian no se entendía. ¿Y Heather? ¿Tenía que seguir viendo cómo su padre pegaba y violaba a su madre? ¿Qué habría sido de los tres si al final te hubiese matado de una paliza?
Kathleen no tenía nada que objetar, pero tampoco lo admitía, sino que lloraba en silencio para sí. Esto suponía una carga para sus hijos. Sean, que estaba contento de haberse librado de Colin, no se mostraba, por primera vez en su vida, nada comprensivo con su madre. Se rebelaba negándose a asistir a las misas de difuntos por Ian Coltrane. Además, no tragaba al padre Parrish, ya que había crecido con la tolerante religiosidad de Peter Burton, que acogía también a los maleantes y prostitutas de Gabriel’s Gully. No le gustaban las lúgubres visiones del infierno de Parrish y las severas penitencias que imponía cuando le confesaban el más ínfimo pecado. Sean evitaba pues asistir a la iglesia siempre que podía, y el cura católico amonestaba por ello a Kathleen.
Heather, que ya casi había cumplido los catorce años y se había convertido en una muchacha hermosa y vivaracha, estaba asustada de ver a su madre en aquel estado. Iba a visitar a sus amigas siempre que podía y estrechaba todavía más su relación con Claire y Chloé. Lo que más le gustaba era escaparse con los caballos. Gracias a Claire se había convertido en una estupenda amazona y ahora deseaba tener un caballo propio. Como su hermano, al final se hartó de la Iglesia católica irlandesa cuando Kathleen le negó ese deseo. Según la opinión del padre Parrish, la silla de montar no era lugar para las chicas, sino la cocina.
—¿Por qué no intentas reanimar tus virtudes femeninas? —preguntó Claire sarcásticamente a Kathleen, después de que Heather hubiese vuelto a quejarse del sacerdote y de la influencia que ejercía sobre su madre—. Me refiero a tus actividades con el hilo y la aguja. ¡Es hora de preparar la nueva colección de primavera, Kathleen! ¡Urge! Hace dos semanas que han llegado las revistas de Inglaterra y Francia y no les has echado ni un vistazo.
—La vanidad es pecado —respondió Kathleen, apática.
Claire levantó los ojos al cielo. Le habría gustado zarandear a su amiga. ¿Qué había pasado con la mujer decidida que años atrás había planificado una fuga? ¿Aquella que tanto en períodos buenos como malos había manejado su negocio común con valor y perseverancia? Con la muerte de Coltrane y el desastre de Colin parecía haberse disipado toda la fuerza de Kathleen. Ahora solo era un pedazo de cera que el beato del padre Parrish moldeaba a su gusto.
—¿Y si hablas tú mismo con ese hombre? —preguntó Claire desesperada a Burton cuando Kathleen siguió sin dar ninguna señal de querer trabajar. Cada vez confiaba más en el reverendo, ambos se habían contado sus penas demasiado a menudo—. ¿De párroco a párroco? Él tiene que ser el más interesado en que Kathleen gane dinero. ¡A fin de cuentas, todo va a parar a sus colectas! Esto se está poniendo serio, Peter, necesitamos los nuevos bocetos o las prendas no estarán listas para primavera.
Claire y Kathleen habían adoptado la costumbre de confeccionar un vestido de cada modelo en una talla normal para exponerlos en la tienda. Las clientas los tenían entonces presentes y podían encargarlos a su medida en la tela y la calidad elegidas.
El reverendo rio abatido.
—¿Qué te imaginas, Claire? ¿Debo pedirle su mano, por así decirlo, al padre Parrish? En cuanto empiece a hablar se dará cuenta de lo mucho que ella me importa. ¡Si no le ha confesado ya los terribles pecados que ha cometido conmigo! En tal caso, me tomará por Lucifer en persona.
—¡Pero algo hay que hacer! —gimió Claire.
Burton enarcó las cejas.
—Si quieres saber mi opinión, tú tienes las mejores cartas. Repréndela con energía, hazle ver que pronto no tendrá dinero para pagar los estudios de sus hijos, presiónala con ese secreto que todavía no habéis desvelado a nadie.
Claire hizo un gesto de sorpresa.
—¿Qué secreto?
Peter se encogió de hombros y sonrió con ironía.
—Si lo supiese, yo mismo la presionaría —observó—. Pero no me creas tonto, Claire, hay algo. Algo entre Kathleen y Coltrane. ¿Por qué se casó con ese tipo? No me digas que se convirtió en chalán después del matrimonio, con un trabajo honrado no habría podido pagarse el viaje a Nueva Zelanda.
—¡Fue Kathleen quien pagó el viaje! —se le escapó a Claire.
Peter le lanzó una mirada significativa.
—No voy a preguntar de dónde sacó ella el dinero. Pero hay algo ahí. Por favor, si ves alguna posibilidad de presionar con ello o de sacarla de su desesperación tirándola de los pelos, ¡hazlo! Quiero invitaros, Claire. A ti, al señor Dunloe y, claro está, a Kathleen. ¡A la misa de presentación en la nueva parroquia! Por fin me dejan volver a Dunedin, aunque solo a un barrio de la periferia. Por lo visto ha corrido la voz de que en los últimos años ni una sola vez he hablado de Darwin. Al menos no desde el púlpito.
—¿Te ha abandonado el valor, reverendo? —bromeó Claire.
Peter rio.
—No; es solo que tengo otras preocupaciones. A los tipos de los yacimientos de oro no les interesa si Dios los ha creado directamente o si vienen del mono. Y creo que Dunedin, a la velocidad con que crece, tiene otros problemas con toda esa gente venida a la ciudad a causa de la fiebre del oro. En cualquier caso, pronto volveré a estar más cerca de vosotros, Claire… y de Kathleen, espero que no solo en cuanto a proximidad espacial se refiere. No podrá faltar al servicio religioso inaugural. No, después de todo lo que hemos vivido juntos.
En efecto, Kathleen no pudo negarse, pero se presentó sin mucho entusiasmo y con un vestido negro de la colección del año anterior. Sin embargo, a pesar de ese triste color en esa alegre fiesta, o quizá precisamente por él, su figura esbelta, su tez clara y su cabello brillante bajo el sencillo sombrero negro atrajeron todas las miradas. Las mujeres en especial cuchichearon porque era evidente que la socia de Claire llevaba luto. Los hombres se limitaron a mirarla con deseo. Burton tuvo que tener cuidado de que a él no le ocurriese lo mismo. Le costó concentrarse en su sermón. Sin embargo, Kathleen no levantó ni una sola vez la vista hacia él. Luego rehusó participar en el tentempié que seguía en el jardín de la pequeña iglesia, algo apartada de Dunedin. Esto provocó casi una pelea entre ella y Sean. El joven insistía en felicitar a su viejo amigo y padre sustituto, y además quería plantearle unas preguntas serias acerca del sermón, en el que se habían mencionado algunos problemas sociales del moderno Dunedin. Sean había saltado un curso también en el instituto. Pronto tendría que elegir una carrera y todavía no se decidía por ninguna disciplina. Burton esperaba que al final no fuera la Teología. No podía imaginarse a Sean como sacerdote católico, y por lo que parecía ahora, le rompería el corazón a su madre si se convertía al protestantismo.
También Heather quería asistir a la fiesta. Estaba contenta de que Peter elogiase lo guapa que se había puesto y comentaba con Chloé y otras amigas a qué chica había mirado más veces Rufus Cooper durante la misa.
Al final, Claire, Jimmy Dunloe y Sean casi tuvieron que arrastrar a Kathleen al jardín de la parroquia para que al menos saludase a Peter.
—Bonito sermón, reverendo —lo felicitó con la mirada baja cuando Peter le tendió la mano.
Él pensó que Kathleen había perdido peso en las últimas semanas. Le estrechó con vigor la mano, pequeña y fría.
—Kathleen, ¿qué sucede? ¿Por qué no quieres hablar conmigo? Por Dios, éramos amigos. Había esperado… Kathleen, ¿qué te pasa?
Le puso con suavidad el brazo sobre los hombros, aunque ella se encogió como si la quemara. Peter miró un momento alrededor e hizo una seña a los Cooper y a Claire para que lo disculpasen. Con una suave presión condujo a la reticente Kathleen a su nueva y pequeña casa. Era muy bonita, una casa de campo de las que ella había visto en Irlanda. Kathleen recordó vagamente la casa cubierta de hiedra y flores del administrador de lord Wetherby. Trevallion… Había odiado al hombre, pero le había encantado la casa.
—Una bonita casa —dijo a media voz, acercándose a la ventana de la acogedora sala de estar en que los muebles ingleses de Burton por fin habían encontrado un lugar fijo—. Solo te falta un huerto. Verduras y flores…
—No cambies de asunto —le dijo él con severidad—. Tenemos que hablar y aquí nadie nos oye ni ve. Nadie puede chivarle al padre Parrish que has estado haciendo manitas con el Anticristo. Y ahora dime qué pasa. ¿Por qué no te atreves a reunirte conmigo? Por Dios, Kathleen, yo había pensado que tú… que al menos me querías un poco.
Kathleen sacudió la cabeza con vehemencia.
—Claro que no te quiero. Has… has entendido mal. No, el padre no debe saberlo…
—¡Él no es quien debe decidir a quién quieres! —protestó Peter—. A quién amas y con quién te relacionas es asunto solo de Dios. Y si no me quieres, Kathleen, si puedes decirme con franqueza que no me quieres, entonces, ¡mírame al menos a los ojos!
—A lo mejor… a lo mejor también lo decide el demonio —susurró ella. Pero al menos levantó la vista. Peter vio un rostro atormentado y consumido por la pena—. Estoy maldita, Peter —dijo con voz ahogada—. Soy una pecadora. Y tengo que penar por eso. Ian fue mi… mi penitencia… y yo no la acepté. Y ahora… ahora el diablo vuelve a tentarme. Por favor, Peter, déjame ir. Por favor, déjame vivir en paz. —Kathleen se apartó.
—¿Así que soy una tentación del demonio? —Peter no sabía si reír o llorar.
Kathleen no respondió. Salió huyendo de la casa y cruzó el jardín a toda prisa. ¿Se había vuelto loca? Ya no era dueña de sí misma. Durante años no había vuelto a pensar como la alumna de los domingos de un pueblo sin nombre junto al río Vartry. Pero ahora todo parecía regresar. Sus pecados, la pérdida de Michael, el matrimonio desdichado con Ian, Colin… era demasiado. Kathleen no sabía cómo superarlo.
Peter volvió a reunirse con los presentes, pero no podía sentirse feliz en su gran día. Kathleen todavía le amaba, lo había visto en sus ojos. Pero si no ocurría un milagro, nunca la recuperaría. Se atormentaría hasta el fin de sus días y una de las causas era la historia del matrimonio con Ian que todavía no le había contado. ¿Se suponía que Ian era el castigo por lo que había hecho?
Peter deslizó la mirada por los niños de su congregación y se detuvo en Heather y Sean, que al parecer hablaban agitados entre sí. Por lo visto, el comportamiento de su madre los había alterado. Y de repente tuvo un presentimiento. La rubia Heather y el moreno Sean… también Colin tenía el cabello rubio. Ian había sido también moreno, pero sin embargo… Peter nunca había pensado que regresaría tan pronto a la colonia de los buscadores de oro, pero ahora quería consultar los registros parroquiales de Tuapeka. Al morir Ian Coltrane le había preguntado a Kathleen la fecha de su matrimonio y la había apuntado. Entonces no se le había ocurrido compararla con la del nacimiento de Sean…
Pero antes, Claire estaba decidida a hacer un milagro echando un sermón a su amiga.
—Kathie, no es asunto mío si en adelante haces de Ian un santo —interpeló a su socia al verla llegar de una de sus misas de difuntos—. Si quieres destrozarte y convertirte en una de esas cornejas negras de las que antes nos burlábamos, adelante, haz lo que quieras. Pero no voy a permitir que arruines nuestro negocio. Hemos trabajado muy duro para llegar hasta aquí. Si no te pones a esbozar la nueva colección, lo hago yo con Lauren Moriarty. —Lauren era una de las mujeres que cosía para ellas.
—¿Lauren? —repitió Kathleen. Miró a Claire como si emergiera de un lago en el que hubiese estado durmiendo como una nereida—. Pero ¡si no sabe ni dibujar!
—Pero sí cortar los vestidos a partir de las revistas de moda y transformarlos un poco. Es sencillo, Kathleen, hasta yo lo sé hacer: se combina un vestido con el cuello del otro y se le pone el cinturón de un tercero. No es muy original, pero estamos en Dunedin, no en París. Nadie se dará cuenta de que los bocetos no son tuyos.
—Pero yo… yo sí me daré cuenta —protestó Kathleen incrédula.
Se sacó lentamente las agujas del sombrero del cabello y se despojó de la capota negra. Claire se la arrebató de la mano y la tiró al suelo.
—Tú, Kathleen —dijo implacable—, vas a tener otras preocupaciones. Porque si no te pones a trabajar, ¡no te daré los beneficios! Tendrás que pensar en cómo reúnes el dinero para la escuela de Sean y Heather. ¡A lo mejor se encarga tu querido sacerdote!
—Pero… pero ¡no puedes hacerlo! El negocio es de las dos. A mí me corresponde la mitad.
—¡Pues reclámala! —gritó Claire—. Ya veremos hasta dónde llegas.
Kathleen se la quedó mirando con los ojos abiertos de par en par.
—Pero somos amigas…
Claire inspiró hondo.
—Kathleen Coltrane era mi amiga —respondió—. Pero ella parece haber muerto. Ahora convivo con la santurrona de Mary Kathleen y con ella tengo muy poco en común. Pero ¡me gustaría que Kathleen volviera a despertar! Y si tengo que zarandear y atizar a esa llorona Mary y dejarla sin un penique y ponerla de patitas en la calle, lo haré. ¡Tanto si después es o no es mi amiga!
Kathleen se mordió el labio.
—Voy a cambiarme de ropa —musitó—. Y a buscar el carboncillo. Voy… voy a hacer un par de dibujos.
Claire se alegró tanto que abrazó a su reticente amiga y bailó con ella por la habitación.
—¡Por fin! ¡Y, Kathleen, esta vez haremos una gran colección! Como las famosas compañías de París y Londres. Con vestidos para llevar en casa, de tarde y de noche. ¡Y como broche final: un traje de novia! No te preocupes por el precio, alguien lo comprará, y si no es así, la apuesta habrá valido la pena.
Por el momento, todavía había pocas novias entre las mujeres que podían permitirse la ropa de Kathleen y Claire. La mayoría de las parejas que formaban la clase acomodada de Dunedin ya habían llegado a Nueva Zelanda como tales o el fundador de una empresa de éxito había recogido a su esposa. Sus hijos crecían ahora en la isla y en algún momento se casarían entre sí. Aunque todavía no había llegado el momento.
—Quiero un vestido de novia en el escaparate —insistió Claire cuando Kathleen intentó contradecirla—. ¡Porque así ha de ser!
En el escaparate de Lady’s Goldmine colgaba un sueño de encajes color crema cuando Michael y Lizzie llegaron a Dunedin.