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El viaje de Kathleen e Ian a Nueva Zelanda transcurrió sin incidentes, excepto una tormenta en el cabo de Buena Esperanza y un par de días de calma chicha en la zona ecuatorial. Kathleen casi habría podido disfrutar de la travesía.

Naturalmente, sufrió como todos del reducido espacio de la entrecubierta, pero por trece libras por persona no podía exigirse más. Ian y Kathleen compartían un camarote con un matrimonio y sus dos hijos, una niña llorona y un niño insolente que continuamente reía o hacía comentarios cuando su padre o Ian ejercían sus débitos conyugales. A Kathleen y la joven señora Browning, que ya ofrecía un aspecto afligido, les resultaba desagradable mantener relaciones sexuales con sus maridos delante de los niños y otra gente, pero los maridos no encontraban ningún impedimento a ese respecto.

Tampoco la cubierta del Primrose estaba impermeabilizada y, al igual que en los barcos prisión, el agua también goteaba en los alojamientos de los pasajeros más pobres. No obstante, las condiciones sanitarias eran algo mejores y había retretes en la entrecubierta. Demasiado pocos, desafortunadamente, de modo que rebosaban con frecuencia y había que limpiarlos. La comida era sencilla y solía llegar fría a la entrecubierta, pero bastaba para saciar el hambre.

Los irlandeses, famélicos, no entendían por qué los ingleses se quejaban de las deficiencias de la cocina. Para muchos de ellos era la primera vez en años que comían cada día. Después de superar la primera pena por la despedida, los irlandeses se ocuparon de dar ambiente a bordo. Muchos hombres habían llevado sus flautas, violines y armónicas, y por la noche tocaban música de baile y las mujeres cantaban canciones de su patria. Kathleen no dejaba de pensar en Michael. Nadie tocaba el violín tan bien como él y creía escuchar aquella voz profunda con que entonces cantaba para ella.

Cuando dejaron atrás el Atlántico —y con ello la molestia de tener siempre la ropa húmeda y agua en los camarotes—, los hombres de la entrecubierta y los tripulantes intentaron ampliar la carta con platos de pescado. Tratar de pescar con anzuelos y arpones los delfines, tiburones y barracudas que acompañaban el barco más bien parecía un entretenimiento al principio. Pero con el tiempo la técnica se perfeccionó y el aroma a pescado asado acabó extendiéndose por la cubierta. También las aves, sobre todo el albatros, se convirtieron en parte del menú. Se cogían con cañas largas que se colocaban en la popa con anzuelos y peces como cebo.

Kathleen disfrutaba de las eventuales comidas con carne y, cuando por las noches se reunía al aire libre con los demás pasajeros de la entrecubierta, de la visión de un cielo estrellado cada vez más ajeno. Ese espacio estaba reservado a los pasajeros de primera clase, pero cuanto más duraba el viaje más hacían la vista gorda los oficiales y tripulantes. A una chica tan bonita como Mary Kathleen —incluso si su embarazo ya no se podía ocultar— no se le negaba un deseo. Lo único que ella esperaba era que el bebé no naciera en el barco. Cuando Ian le había confesado, una vez ya embarcados, que la travesía duraría tres meses largos, se quedó horrorizada y le echó en cara su falta de consideración. El bebé debía llegar al mundo a principios de julio, y no era seguro que para entonces hubiesen arribado a su nuevo hogar.

Ian permaneció indiferente a sus protestas, así como a cualquier cosa que ella dijera o sintiera. Kathleen no tardó en sentir que para él no era más que un animal doméstico o una muñeca. Hablaba con ella y esperaba también ciertas reacciones, pero también podría haber sido muda o hablar en chino. Ian no se preocupaba de argumentar o reflexionar acerca de sus planes a corto o largo plazo, y cuando ella le contaba algo que le había gustado o molestado no solía hacer comentarios.

Pero no era solo el silencio de Ian lo que le amargaba el viaje. Era también la continua desconfianza con que la trataba su esposo. Cuando se alejaba o hacía algo sin él, se ponía a indagar lo que había hecho. Nunca se le ocurría preguntarle directamente dónde había estado o qué había hecho. Le salía un instinto casi detectivesco y la espiaba o bien interrogaba a otra gente acerca de su paradero.

Era evidente que a los Browning esto les resultaba molesto, y más aún porque la señora debía de suponer que Ian sospechaba que su marido rondaba a Kathleen. Durante las diversiones nocturnas, Ian observaba con celo los movimientos de su esposa, ¡y eso que nadie trataba de intimar con ella, en un estado tan avanzado! Si la invitaban a bailar —había muchos jóvenes solteros a bordo y la mayoría de los casados permitían sin protestar a sus mujeres que bailasen—, Ian respondía de forma negativa a los jóvenes que le pedían amablemente su autorización. Al principio era cortés y señalaba el avanzado estado de Kathleen, pero tras un par de whiskies se ponía agresivo. Después de que una vez casi llegara a los puños, los demás pasajeros empezaron a evitar a Kathleen. Los hombres, porque Ian desconfiaba de ellos; las mujeres, por el chismorreo. Si alguien tenía que vigilar tanto a su esposa como el señor Coltrane, cotilleaban las aburridas emigrantes por los pasillos, algún motivo tendría. Y desde luego la señora Coltrane era bonita, demasiado bonita… Más les valía no perder de vista a sus propios maridos.

Después de dos meses de travesía, Kathleen se sentía tan sola como en su pueblo cuando se difundió que estaba embarazada. No había nada que pudiesen reprocharle, pero desde Ian hasta los niños de la improvisada escuela, todos la miraban con recelo.

La joven lo aceptó y buscó la soledad. Cuando conseguía escapar de la estrechez de su camarote por unos momentos, admiraba el cielo estrellado y hablaba con el hijo que llevaba en su vientre, que cada vez se movía más.

Ian se molestaba cuando ella prolongaba demasiado tiempo una supuesta visita nocturna al retrete, pero ella disfrutaba de esos momentos de libertad. Bajo esas estrellas desconocidas se sentía más cerca de Michael. A lo mejor también él contemplaba la Cruz del Sur y pensaba en ella. Si al menos pudiera comunicarle que estaba siguiéndole al otro lado del mundo…

Por fin empezó la última parte del viaje. Tras la misa del domingo en cubierta, el capitán explicó a los pasajeros que estaban cruzando el mar de Tasmania, entre Australia y Nueva Zelanda.

—¿A qué distancia de Australia estamos? —preguntó Kathleen en voz baja, después de que el médico se interesase por su salud.

Ella esperaba que no fuera él quien se ocupara del parto, pues no confiaba mucho en sus virtudes como profesional. De todos modos, era un buen maestro. Casi todos los niños embarcados, a los que daba clase como ocupación secundaria, habían aprendido a leer y escribir durante la travesía.

—¡Lejos! —respondió sonriendo el doctor—. Muy lejos. Pero estuvimos algo más cerca, hemos pasado por su lado. Si hubiésemos querido ir a la Bahía de Botany, ya estaríamos allí, señora Coltrane.

Kathleen forzó una sonrisa.

—Ya no envían a nadie allí, ¿verdad? —preguntó.

El médico afirmó con un gesto.

—Cierto, solo a la Tierra de Van Diemen y últimamente a Australia Occidental. Dando la vuelta a medio continente.

Kathleen se sintió decepcionada.

—¿Así que no se puede llegar desde Nueva Zelanda? —dijo con un hilo de voz.

—¿Qué se le ha perdido en Australia? —bromeó el médico amablemente, pero Kathleen se estremeció. Hablaba demasiado fuerte y podría oírlo Ian—. Si quiere un consejo: quédese en Nueva Zelanda. Es un lugar pacífico, no hay animales peligrosos ni serpientes, nada preocupante. En Australia, por el contrario, la mitad de los animales son venenosos, los indígenas son agresivos, el clima es extremo y cada día se producen incendios forestales. Razones hay para enviar allí a los delincuentes. Aunque ahora intentan poblar los nuevos asentamientos con colonos honrados. Los primeros, en el oeste, ya están casi muertos de hambre.

El médico empezó a hablar animadamente de ello, pero cuando se percató del semblante afligido de Kathleen, se interrumpió.

—Bueno, pero si uno quiere ir, supongo que podrá… —añadió—. Tiene que haber barcos que parten de la costa occidental de Nueva Zelanda hacia Fremantle. Pregunte cuando llegue. Pero en primer lugar, dé a luz a su hijo. No tardará. ¿Cómo está? ¿Siente dolores?

Kathleen respondió distraída. Ian la observaba, a esas alturas notaba su mirada incluso sin verlo. Seguro que preguntaría a alguien si había escuchado de qué hablaba con el médico. Se dio media vuelta nerviosa. La señora Browning estaba a su lado y miraba fatigada por la borda. Precisamente ella. Ojalá no hubiese escuchado nada. Aunque, desde otro punto de vista, la mujer con quien compartía el camarote estaba de su parte. Tenía la sensación de que la constante desconfianza de Ian también sacaba a Elinor Browning de sus casillas.

Kathleen esbozó una sonrisa cuando volvió con su marido. Cualquier otro le habría preguntado simplemente de qué había hablado con el médico. Pero, como siempre, Ian apartó la vista de su mujer y se dirigió hacia Elinor.

—¿Sobre qué trataba esa importante conversación que mi bella esposa mantenía con nuestro doctor? —Para un desconocido, la pregunta habría sonado divertida, pero para Kathleen era escrutadora.

Elinor Browning forzó una sonrisa.

—Pues ¿de qué van a hablar? ¡De su hijo! —aseguró—. Sobre si será niño… Los médicos dicen que no se sabe lo que hay en la barriga, pero si quiere que le dé mi opinión: las niñas se alojan más abajo y de ahí que el vientre se vea redondo. Pero su niño está bien arriba y por eso la barriga casi es puntiaguda…

Kathleen dirigió a la mujer una sonrisa de agradecimiento. Había salvado ese escollo. ¡Ojalá fuera tan fácil salvar los escollos que separaban Nueva Zelanda de Australia!

El Primrose llegó a Port Cooper después de ciento dos días de navegación. Coincidiendo con el alumbramiento del bebé. Cuando todavía se estaban reuniendo los inmigrantes en la cubierta principal —llamados por la sirena del barco que anunciaba la primera tierra que se avistaba en semanas—, Kathleen rompió aguas. Pese a los primeros dolores, se acercó como pudo a la borda para ver su nuevo país. No daba una impresión demasiado alentadora, antes al contrario, la Isla Sur se escondía tras una cortina de lluvia. Allí se perfilaba una costa rocosa y a lo lejos se percibían vagamente unas montañas que parecían cubiertas de nieve. ¿Y esa era la tierra que se parecía a Irlanda?, pensó Kathleen. ¿Con ovejas en prados verdes? Estaba decepcionada, pero en ese momento tenía otras preocupaciones. Podían tardar horas en atracar. ¿Qué sucedería si el niño no quería esperar tanto? Poco importaba cómo fuera ese país, ¡no quería tener al niño en el barco!

De hecho, el pequeño se tomó su tiempo. Elinor Browning y un par de mujeres más se ocuparon de Kathleen hasta que atracaron, cuando la dejaron sola para celebrar la llegada. Mientras los primeros colonos bebían por la emoción y alegría de haber sobrevivido a la travesía, bajaban dando traspiés y besaban la tierra de su nuevo hogar, Kathleen estaba muerta de miedo y dolor. ¿Qué sucedería si las mujeres no volvían? ¿Si la habían olvidado ahí? Naturalmente, la joven se dijo que Ian se ocuparía de ella, pero no veía a su marido desde que la costa había aparecido por la mañana. En su peor pesadilla, él ya estaba negociando la compra del primer caballo en Port Cooper mientras ella permanecía en el barco a punto de parir. Al fin y al cabo, no era su propio hijo el que iba a nacer. Seguro que le daba igual lo que ocurriese con el bebé.

Pero al final Ian dio señales de vida, aunque era evidente que le resultaba desagradable ver a su esposa sudada y temblando en el camarote. Parecía tranquilo, por lo visto esperaba que diera a luz de forma tan rápida y carente de emoción como una yegua paría un potro.

—Levántate, Kathleen, tenemos que bajar. Y necesitas a alguien que se ocupe de ti. Ya he hablado con la gente del lugar. Te llevaremos a casa del herrero…

—¿De quién? —preguntó horrorizada la joven—. ¿Del… del herrero? No irás a decirme que es él quien se encarga aquí de los partos…

Conocer al herrero antes que a nadie era propio de Ian, y era probable que ya supiese también dónde vivía el talabartero… Kathleen se habría echado a reír histérica, pero se le atragantó la risa cuando vio la expresión arisca de su marido.

—Claro que no, pero su mujer es la comadrona. ¡Vamos! ¡Y ponte algo, no puedo llevarte en camisón a tierra! Queremos fundar un negocio, Kathleen. Así que ponte como Dios manda y compórtate como una dama.

El regocijo de Kathleen se convirtió en rabia impotente. Se encogía cada dos minutos a causa de las contracciones, ¿cómo iba a ponerse un vestido y peinarse? Pero el rostro de Ian no admitía alegaciones. Agotada, víctima de las contracciones y los sollozos de desesperación, se levantó como pudo de la cama, se puso su vestido más holgado e intentó recogerse el cabello bajo una capota. Al final desembarcó del brazo de Ian.

Apenas si vio nada de su nuevo hogar. Un muelle, un puerto elemental y con forma de pera, más bien un puerto natural, pues no habían construido demasiado todavía. Más arriba, colinas, una población. Kathleen comenzó a sudar mientras luchaba por subir la cuesta. Continuamente tenía que detenerse. Si Ian no la hubiese sujetado, se habría caído y es posible que hubiese dado a luz en el camino.

«Criarás a nuestro hijo dignamente…» Kathleen creía oír la voz de Michael. Apretó los dientes. Por fortuna, la herrería no estaba lejos; en Port Cooper nada estaba lejos de la bahía donde fondeaban los barcos. La localidad era diminuta, pero aun así cualquiera de las casas de madera era bastante más grande y elegante que las cabañas de los aparceros en Irlanda.

Kathleen abrigó esperanzas cuando Ian llamó a una casa pintada de azul. En la dehesa de detrás había una mula y del cobertizo contiguo salían los ruidos de un martillo de forjar. Kathleen se dejó caer contra la puerta. Por lo menos no daría a luz bajo la lluvia… Se le escapó una sonrisa cuando pensó que Nueva Zelanda e Irlanda a lo mejor solo se parecían en que siempre hacía mal tiempo, pero cuando la puerta se abrió, se quedó de piedra. La mujer que les atendió era más baja que ella, regordeta, de cabello oscuro y crespo. Pero lo más sorprendente fue que ¡tenía la tez oscura!

«Una negra», pensó Kathleen consternada. Pero ¡negros solo había en África! Nadie le había comentado que hubiera negros en Nueva Zelanda… ¿O sí? El padre O’Brien había mencionado a indígenas. Pero que había pocos. Y pacíficos.

Cuando Kathleen observó a la mujer con más detenimiento, tuvo que admitir que no obraba ningún efecto aterrador, aunque… La joven se sobrecogió: aquella mujer tenía el rostro cubierto de signos azules. ¡Tatuajes! Kathleen tenía la sensación de estar viviendo una pesadilla. Y encima la siguiente contracción, acompañada de náuseas. Intentó contenerse. No podía ser que vomitara en el umbral de unos desconocidos.

—¡Oh, el niño viene enseguida! —La mujer sonrió, y su ancha sonrisa hizo que su semblante resultara menos terrorífico—. ¡Pasa, mujer! ¡Yo ayudar, no tener miedo!

Complacido, Ian dejó a su esposa cuando la regordeta comadrona se ofreció para ocuparse de todo. La joven se percató de que la esposa del herrero llevaba al menos ropa normal. Y también su pelo estaba recogido como los de las buenas amas de casa inglesas o irlandesas.

Se dejó conducir por la pequeña y acogedora casa. Todo ahí era normal, excepto la piel morena de la mujer y sus conocimientos básicos de la lengua inglesa. ¿Estaría soñando? Al final, la joven se encontró en una cama limpia; por lo visto, la cama del matrimonio en un acogedor dormitorio. Kathleen solo había visto tanto lujo en la casa señorial y en la de Trevallion.

La mujer palpó con manos diestras el vientre.

—¡Viene pronto! —dijo apaciguadora—. ¿Primer hijo?

Kathleen asintió. Y se atrevió a preguntar algo. Con amabilidad, pues, a fin de cuentas, debía comportarse como una dama.

—¿Usted… usted no es inglesa?

La comadrona casi se tronchó de risa.

—Claro, sí —contestó entre risas—. Yo de Londres, pariente de la reina, pequeña prima…

Kathleen se retorció de dolor con la siguiente contracción. ¿Lo decía de broma? Ya no sabía qué era sueño y qué realidad, cómo había llegado hasta allí, qué la esperaba… A lo mejor despertaba de golpe y estaba tendida con Michael en los prados junto al río…

—¡Tú levantada! De rodillas niño sale más fácil. Pero sé que no es costumbre vuestra. Y claro, yo no soy prima de la reina, aunque sí sobrina de jefe tribu. Mi nombre Pere. Yo maorí. Nombre de mi tribu ngai tahu. —La mujer de piel oscura se señaló orgullosa el pecho y sonrió a la desconcertada Kathleen—. Maorí llegar antes que pakeha, por el mar con tainui, que es unión de tribus. Muchos veranos e inviernos atrás… Pero ahora todos viven aquí, no enemigos de pakeha, colonos blancos. Mi marido pakeha, herrero…

Así que una indígena se había casado con el herrero del pueblo. Su tribu o su poblado se llamaba ngai tahu. Y también era cierto que era pacífica. Kathleen ya no quería pensar más. Agotada, se abandonó a sus dolores y a las hábiles manos de Pere.

Unas horas más tarde, el hijo de Kathleen había nacido. Mientras que la joven miraba extasiada a su hijo y Pere parecía compartir su fascinación, Ian no dedicó ni una mirada al recién nacido. Solo cuando la maorí le presentó ingenuamente al niño como Kevin James Coltrane, reaccionó airado.

—James está bien —confirmó a la asustada comadrona—. ¡Que no se atreva a llamarlo Kevin! ¡Díselo! ¡Adviérteselo, mujer, si intenta jugar conmigo…! —La voz de Ian tenía un tono amenazador.

Kathleen suspiró cuando Pere le comunicó la noticia y cómo se la había dado el tratante de caballos.

—Tu marido no muy amable —observó.

Kathleen se dispuso a disculparse por Ian, una actitud que pronto se convertiría en costumbre.

—Entonces llamaré Sean al pequeño —decidió al final. Ese nombre siempre le había gustado y, por lo que sabía, no aparecía ni en la familia de Michael ni en la de Ian.

Ian, que por fortuna no puso ninguna objeción más, enseguida apartó la atención de su esposa y del bebé y pareció alegrarse de que Kathleen se alojara en un principio con John y Pere Seeker. Él mismo se fue a dormir a las tiendas de campaña, alojamientos provisionales que los habitantes de Port Cooper ponían a disposición de los recién llegados. Unos pocos colonos querían quedarse, otros tenían prisa por cruzar las montañas y llegar al interior, donde se suponía que las condiciones eran mejores para construir una granja. Si bien había tierra fértil alrededor de Port Cooper, ya se la habían repartido sus habitantes. Quien quería instalarse en las Llanuras de Canterbury —un nombre que los primeros inmigrantes habían dado a la planicie que se extendía tras las montañas— tenía que negociar con los maoríes.

Ian no tenía esa intención. Tampoco veía la necesidad de aprender unas palabras básicas en la lengua maorí. A fin de cuentas, había pocas probabilidades de que los indígenas le compraran en un futuro próximo algún caballo. No solían criar ganado, sino que vivían de la caza y la pesca, así como de una agricultura primitiva. A Kathleen, por el contrario, le gustaba hablar con Pere. Lo primero que aprendió fue el nombre maorí de Port Cooper: Te whaka raupo, «Puerto de las Cañas».

—¡Y a Nueva Zelanda la llaman Aotearoa! —explicó a Ian durante su segunda visita.

La primera vez todavía se hallaba agotada por el parto, pero ahora estaba sentada en la cama con un camisón limpio y el bebé entre los brazos, y casi era como la Kathleen de siempre. Solo que más feliz y, si eso era posible, todavía más hermosa. Ian miró al pequeño Sean con una expresión que casi rayaba en los celos.

Pere lo observó con los labios apretados. Su inglés no era perfecto, pero por lo visto leía en los semblantes como en un libro abierto.

—Significa «Gran Nube Blanca». Según John, es bonita, este es solo el puerto… solo una bahía con acantilados alrededor. Pero la tierra misma es extensa y fértil…

—¿De qué cosas tan interesantes tienes tú que hablar con el herrero? —preguntó Ian malhumorado.

Al menos esta vez se dirigió directamente a ella. No dio ninguna importancia a que Pere escuchara sus palabras. Kathleen hizo un gesto de indiferencia. Le habría gustado contestar que le agradaba escuchar cualquier información sobre ese nuevo país, pero la rabia se apoderó de ella. No podía permitir que Ian estuviese todo el tiempo acosándola.

—Bueno, por el momento ocupo su cama —observó—. Algo tendré que hablar con él.

Ian se la quedó mirando.

—Estás en la cama de John con el hijo de Michael en los brazos… Realmente notable, Kathleen, puedes sentirte orgullosa de ello. Pero esto no va a seguir así. Si no fueras charlando por ahí y escucharas, hace tiempo que te habría dicho que una parte de tu te whaka raupo ya me pertenece. He comprado una parcela de tierra y una casa.

¿Con el dinero de Michael? Tenía la pregunta en la punta de la lengua, pero logró dominarse. Bastante miedo daba la expresión de Ian, no quería encolerizarlo aún más. Sin embargo, la noticia aumentó más su propia ira.

¡Tierra propia! ¡Casa propia! Siempre lo había deseado, solo que en sus sueños su marido no se lo hubiese presentado como un hecho consumado. ¿No podía haber esperado a que ella lo acompañase? ¿Y cómo había decidido instalarse en Port Cooper, si fuera había quizá mucha más tierra y mejor?

Kathleen puso una expresión compungida.

—Ian, es… seguro que es bonito. Pero… pero ¿no te planteaste comprar la tierra en otro lugar? ¿Detrás de las montañas? A lo mejor… a lo mejor habría sido más barata. ¿Ya has firmado? —Tenía que ser posible hablar de forma racional con su esposo.

Él frunció el ceño. Kathleen se percató de que su observación le había molestado.

—¡Claro que he firmado, no tengo por qué hablarlo contigo! Y claro que he pensado en todo, no soy tonto. Pero esta es la única población grande en un amplio radio. Y por aquí han de pasar todos los nuevos colonos a la fuerza. Así que es el mejor sitio para un negocio de ganado. El único sitio. Creo que mañana podré pasar a recogerte, Mary Kathleen. Mientras tanto llevaré nuestras cosas a casa y así podrás instalarte.

Por el momento, ella apenas podía ponerse en pie. El parto tras la larga travesía la había agotado más de lo esperado, por lo que Pere y John se mostraban muy comprensivos con ella. John Seeker, alto y fuerte como un oso, cogió simplemente la ropa de cama y se la llevó a la herrería, y Pere se tendía junto a Kathleen. Las mujeres enseguida se entendieron. Por las noches charlaban y se contaban historias. Fue Pere quien contó al pequeño Sean las primeras historias sobre su país, Aotearoa.

—¡Tiene que conocer su historia! —dijo a Kathleen—. Para nosotros es importante, lo llamamos pepeha. Todos saber con qué canoa llegar sus antepasados a esta isla, dónde vivir, qué hacer. También las historias de abuelos. —Pere lo pensó brevemente, antes de desviar la conversación hacia un terreno delicado—. Tu marido no contento con hijo. ¿Por qué? ¡Es hijo! Todos quieren hijo.

Entretanto, Kathleen ya había aprendido que pakeha era la palabra maorí para los primeros colonos blancos procedentes de Europa, que pakeha wahine designaba a la mujer blanca y pakeha tane, al hombre blanco. Los maoríes se llamaban a sí mismos «cazadores de moa», expresión que aludía al pájaro que había vivido en Aotearoa cuando ellos habían llegado. Ahora el ave se había extinguido.

Kathleen suspiró. No sabía qué responder. Pero Pere siguió hablando.

—¿Es a lo mejor de otro hombre? Entre nosotros no importar, los hijos bien recibidos. Pero pakeha

Kathleen se ruborizó y la invadió un horror increíble. ¿Tan fácil era reconocerlo? ¿Lo sabrían todos? Asustada, se agarró al brazo de Pere.

—¡Por Dios, Pere, no se lo cuentes a nadie! —suplicó—. Por favor, este niño es un Coltrane, yo… yo lo he hecho todo para darle un nombre y un padre. Nadie debe saber que… ¡Por favor, nadie! ¡Por favor, no se lo cuentes ni a John!

Pere se encogió de hombros.

—Para mí igual. Yo no contar a nadie. Pero tú has dado solo nombre a niño. ¡No padre! Padre es más que un nombre. Y tu marido no es nada.