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Tras haber visto a su marido, Kathleen había recorrido la carretera que conducía a Dunedin a una velocidad vertiginosa. Mientras los caballos no tropezaron en una curva y el carro se balanceó peligrosamente, no se recompuso y contuvo el pánico que la atenazaba. Al final llegó a su casa en Dunedin. Cuando Claire volvió de la tienda, la encontró haciendo las maletas. Agitada y sin haber trazado ningún plan, echaba la ropa en las bolsas y maletas.

—Está aquí —gimió histérica—. Ian está aquí otra vez. Tengo que marcharme, tengo que irme a toda prisa.

Claire necesitó horas para tranquilizarla a medias y, sobre todo, convencerla de que no se fuera precipitadamente.

—Kathleen, no dudo de que lo hayas visto. Pero está en Tuapeka. ¡A treinta kilómetros de distancia! E incluso si viene a Dunedin, no visitará una tienda de moda de señoras. Además, tú no te dejas ver por ahí. ¡Y como se me acerque demasiado a mí, tendrá que encararse con Jimmy Dunloe! ¿Qué ha dicho el reverendo al respecto?

Claire sacudió la cabeza cuando Kathleen le contó atolondradamente su huida.

—Peter debe de pensar que te has vuelto loca —declaró—. Al menos podrías haber hablado con él.

Kathleen había dejado de hacer las maletas. Estaba ovillada en una esquina del sofá.

—¡No quiero hablar con nadie! —dijo llorando—. No sé si está bien quedarse aquí. ¿Qué sucederá si ve a Sean? ¿O a Heather? Pero si no me voy… entonces no quiero ver a nadie ni hablar con nadie. No se me puede ver, Claire. Yo…

—Está totalmente histérica y asustada —explicó Claire al reverendo.

Dos días después del episodio con Coltrane, el religioso consiguió por fin tomarse un tiempo libre y viajar a Dunedin. Claire le sirvió té y magdalenas en la tienda; Kathleen se había enclaustrado en la casa.

—No solo teme por sí misma, sino también por usted, reverendo —prosiguió Claire—. Al campamento de buscadores de oro no quiere volver nunca más y usted no debe ir a verla ni dejar que le vean con ella. Se muere de miedo porque la gente del campamento sabe su nombre.

—Pero ¡solo unos pocos! —la tranquilizó Burton—. Un par de mujeres, el doctor, algunos de la pequeña congregación. E incluso ellos la llamaban simplemente «miss Kathie». La probabilidad de que alguien la mencione ante Coltrane es mínima.

—Pese a ello, para Kathleen resulta insoportable —señaló Claire—. Debería haberla visto hasta que Sean y Heather por fin regresaron a casa. Tenía un miedo tremendo de que sus hijos se encontraran con Coltrane.

Burton asintió.

—Ya en el campamento estaba aterrorizada. Sin embargo, por su forma de comportarse se diría que es un buen padre. Su hijo pequeño lo adora.

—Ese también… —Claire se interrumpió. Si alguien tenía que hablar de las relaciones familiares, debía ser la misma Kathleen—. Es idéntico a él —concluyó—. Dele tiempo, Peter. Tiene que superar primero el shock.

Peter Burton se frotó las sienes.

—Y yo que pensaba que por fin estábamos empezando a intimar —se quejó—. Se estaba volviendo más accesible, más vital… —Cogió la taza de té, la encontró vacía y jugueteó inquieto con la cuchara.

Claire le sirvió té y luego le colocó una magdalena en el plato.

—Tenga, coma usted, o se adelgazará tanto como Kathie. Desde que se encontró con Coltrane ha perdido más de dos kilos. Todo esto la está consumiendo.

Peter dio un bocado a la magdalena. También él parecía afectado. Tenía los ojos enrojecidos, necesitaba un afeitado y tenía que cortarse el pelo. Claire decidió enviarlo al barbero, aunque dudaba de que eso cambiara la actitud de Kathleen hacia él.

—En cualquier caso, ahora sabe por qué todos estos años ha estado tan amedrentada y distante —prosiguió—. No tiene nada que ver con usted, Peter, no lo crea. Al contrario, Kathleen lo ama, estoy segura. Pero con esa espada de Damocles encima de su cabeza, ¿cómo va a aclararse?

Kathleen pasó los siguientes días sin salir de casa. Dibujó un poco, pero no se atrevió a ir a ver a las costureras ni a supervisar el trabajo. Si alguna de ellas tenía dudas, debía ir a visitarla y comprobar desconcertada que su jefa cerraba con tres llaves la puerta de su casa. Mientras todavía estaban de vacaciones apenas dejaba salir a Sean y Heather. A Sean, especialmente, no le quitaba el ojo de encima. Heather, quien apenas recordaba a su padre, porque él se marchaba de viaje con frecuencia, había cambiado tanto en los últimos años que Ian no la reconocería a primera vista. Tras una mirada más atenta se notaba, por supuesto, que era igual a Kathleen.

Presa del pánico, ella insistió en que su hija llevase sombreros de ala ancha cuando saliera a la calle y que se recogiera el pelo en lugar de llevarlo suelto o con trenzas. Heather se extrañó del cambio que había sufrido su madre; Sean, por el contrario, se mostró comprensivo con ella. Había alcanzado una madurez extraordinaria y era uno de los mejores estudiantes del nuevo instituto para varones. Se acordaba bien de su padre y su hermano, y comprendía que podían suponer un peligro. Pero también dio a entender a su madre que era imposible que pasaran toda la vida escondidos.

—¿No hay divorcio en Nueva Zelanda, mamá? Tienes que poder deshacerte de él sin… sin atizarlo en la cabeza.

Esta idea alimentó nuevos temores en Kathleen. ¿Estaba tramando su hijo matar a Ian para ayudarla?

Su corazón se desbocó cuando, dos semanas después del encuentro con Ian, llamaron a una hora un tanto intempestiva. Eran las nueve de la mañana, Sean y Heather estaban de nuevo en la escuela, pero la tienda todavía no estaba abierta. Kathleen y Claire habían disfrutado de un largo desayuno y luego Claire había bajado a decorar la tienda. Y las costureras nunca llamaban antes de las diez.

Kathleen reflexionó sobre si abrir o no, a continuación buscó inquieta la pistola que Jimmy Dunloe le había proporcionado atendiendo a su petición. Había tenido fuertes discusiones al respecto con Claire, pues esta no quería armas en casa. Pero al final Kathleen se había impuesto, también porque el señor Dunloe había tomado partido por ella.

—Mira, Claire, Kathie necesita sentirse más o menos segura. Ni a ella ni a vuestro negocio conviene que esté sentada en un rincón de la habitación con una manta sobre la cabeza.

Así que Kathleen consiguió su pistola y Dunloe practicó con ella el fin de semana. Metió el arma en un bolsillo de su vestido y abrió apenas la puerta. Era un agente de policía. Kathleen se sintió como una tonta, pero volvió a sobrecogerse cuando pensó qué querría de ella ese hombre.

—¿Mi… mi hijo…?

El joven sargento miró aquel rostro atemorizado y pálido y saludó primero con una educada inclinación.

—Buenos días, señora. Siento haberla asustado. Sin duda no está acostumbrada a que la policía…

—¿Le ha ocurrido algo a mi hijo? —lo urgió Kathleen aterrada.

El sargento sacudió la cabeza.

—Que yo sepa, no, señora. ¿Es usted la señora Kathleen Coltrane?

Kathleen contuvo su terror y abrió la puerta.

—Disculpe, yo… yo…

—Soy el sargento Jim Potter, de la policía de Dunedin, y debo rogarle que me acompañe a mí o a un compañero hoy o mañana a más tardar a Tuapeka.

Kathleen se tambaleó. ¿Era posible que Ian hubiese mandado a la policía en su busca?

—Tendrá que identificar un cadáver —prosiguió Potter.

Kathleen se apoyó en el marco de la puerta.

—¿El… el reverendo? ¿Peter… Peter Burton?

Potter negó con la cabeza.

—No, no; se trata de un buscador de oro… Por favor, siéntese, señora Coltrane, parece usted muy afectada. Y la noticia que debo comunicarle todavía la afectará más. Podría ser… es incluso muy posible, que se trate de su marido.

Kathleen actuó como en trance cuando pidió al sargento que esperase a que informara a Claire y se cambiara para el viaje. Tal vez se quedaría un par de días en Tuapeka, informó a su amiga. Sean podía ir si quería, pero ella prefería que se quedase en Dunedin y cuidase de su hermana. Luego metió prudentemente un par de vestidos oscuros en la bolsa de viaje, pensó también en el dinero y todos los documentos que necesitaba, y casi parecía relajada cuando al final siguió al sargento Potter.

Claire habría querido acompañar a su amiga. Su repentina serenidad le resultaba tan inquietante como su histeria anterior. Pero después se dijo que, a fin de cuentas, Peter Burton estaría allí. Y en el reverendo podía confiar. Antes de permitir que requiriesen la presencia de Kathleen en Tuapeka para identificar el cuerpo, él sin duda ya se habría asegurado varias veces de que el muerto era realmente Ian Coltrane.

Un par de horas más tarde, Kathleen se encontraba delante de la cámara de frío de la carnicería de Tuapeka, donde habían instalado provisionalmente el cadáver hasta que ella se presentase. Naturalmente ya estaba identificado, pero Peter Burton había insistido en que su esposa se convenciera de que había fallecido. Kathleen debía ser considerada como viuda y, además, su instinto le decía que ella tenía que ver el cadáver para creer realmente que era una mujer libre.

—¿Está usted preparada, señora Coltrane? —preguntó el sargento con tacto.

Kathleen asintió y lo siguió al interior de la casa de madera. El ataúd con el cadáver parecía fuera de lugar en medio de los bueyes troceados y las patas de cerdo que se conservaban en la cámara. Kathleen temblaba de frío, pero observó el cadáver detenidamente. Le habían dicho que se había caído por un peñasco. Distinguió arañazos en la piel que, por lo visto, apenas habían sangrado, y una sola herida grave en la sien. Se diría que no había muerto de una caída, sino más bien de un golpe en la cabeza con un objeto contundente. No pudo evitar pensar en Sean. Pero era imposible, el chico solo había estado fuera de casa las seis horas de colegio.

—Se ha golpeado la sien —dijo el sargento Potter, ingenuo—. Quizá contra una piedra. Lo siento, señora Coltrane, no es una visión agradable. ¿Es su…?

Asintió.

—Es Ian Patrick Coltrane —respondió con calma—. Mi marido. Y me… me gustaría hablar con el reverendo antes de… antes de llevármelo.

Potter la acompañó y Peter Burton cerró la puerta de su despacho detrás de Kathleen. Una de las ventajas de la recién inaugurada nueva iglesia era que tenía puertas, ya no lonas de tienda. El reverendo quiso abrazarla, pero Kathleen se desprendió de él.

—¿Fuiste… fuiste tú? —preguntó en voz baja.

Burton se la quedó mirando sin entender. Luego comprendió.

—¡No! ¿Cómo se te ocurre pensar eso, Kathleen? Soy un religioso, yo… Por todos los cielos, ¡claro que se me pasó por la cabeza cuando vi el miedo que le tenías! Pero ¡no de este modo! —Colocó una mano encima de la de ella, que Kathleen retiró de nuevo.

—Entonces, ¿quién fue? —preguntó—. No me cuentes que se cayó por un barranco, Peter, soy una experta en golpes. Ian Coltrane ejercitó durante años su arte de la guerra conmigo. Sé qué aspecto se tiene cuando a alguien le dan un puñetazo en la sien. Y sé también que uno no suele caerse sobre la sien cuando lo arrojan al suelo. No debe de ser distinto cuando uno resbala o salta. Así pues… ¿quién ha sido, Peter?

El reverendo bajó la vista al suelo.

—Una joven que vive con uno de los buscadores de oro… se supone que con ayuda del espíritu de una guerrera maorí. En cualquier caso, con una maza de guerra maorí, y sabía utilizarla. Tu… tu marido la había asaltado y violado antes.

Kathleen se mordió el labio. Ignoraba si quería saber más detalles. Peter entendió.

—Además, asesinó a un joven muy querido por miss Portland poco antes, es una historia muy desagradable, y a nadie ayudará que se haga pública. Naturalmente, puedo contártela.

Kahtleen hizo un gesto de rechazo.

—Y ¿entonces él… ella lo tiró por el barranco?

—Con mi ayuda —confesó—. Era una urgencia, Kathleen, te lo juro, no estoy encubriendo a ninguna asesina. Pero es muy importante que el escenario del crimen permanezca en secreto. Y la mujer…

—Ya ha sufrido bastante —concluyó Kathleen cansada—. Lo entiendo. Quizá… ¿le harás saber mi simpatía?

El reverendo se frotó la frente.

—No sabe que tenía más familiares, excepto Colin, claro. Y creo que es mejor así. En caso contrario todavía se preocupará más. Por otra parte, no está aquí. Lava oro más arriba, en las montañas. Oficialmente, no tiene nada que ver con este asunto.

Kathleen asintió.

—Entonces… ahora ¿soy libre? —preguntó con voz apagada.

Él asintió.

—Ya no necesitas tener miedo de nada. Y yo… Kathleen… —Se detuvo un instante y se preguntó si debía aventurarse. Pero ¿de que servía seguir postergando ese asunto? Y a lo mejor eso la consolaba y tranquilizaba—. No te lo he preguntado porque no quería abrumarte. Sabía que era un secreto. Pero ahora que no hay nada que se interponga entre nosotros… Kathleen, yo te amo. ¿Quieres casarte conmigo? —Y se la quedó mirando esperanzado.

A Kathleen le zumbaba la cabeza. Era demasiado para un solo día. ¿Y cómo podía precipitarse él de ese modo? Saltó hacia atrás como un caballo asustadizo.

—Peter, ¡ahora no! —susurró—. Es… es muy pronto… Yo… Me gustas, Peter, pero eres un reverendo anglicano, ¡y yo soy católica! Y tengo tres hijos… Oh, Dios, ¡tengo tres hijos! —Kathleen se puso en tensión—. Debo ocuparme de Colin. Todo esto ya será lo bastante difícil. Dame tiempo, Peter. Necesitaré tiempo.

Él se recriminó su precipitación. Debería haberlo previsto. Naturalmente, ella no se arrojaría ahora mismo en sus brazos. Necesitaría de nuevo lo que él había sido durante tanto tiempo: un amigo, un confidente, un padre para sus hijos. Resignado, se levantó.

—Ven —dijo—. Vamos a buscar a Colin. Se esconde en la tienda desde que encontraron a su padre. Hasta ahora no le he dicho nada de ti. Seguro que se alegrará de verte.

Kathleen lo siguió sin pronunciar palabra, pero al final dudaba. Colin lloraría la muerte de su padre y todavía más la vida de ella sin ataduras. Probablemente no estaría entusiasmado de volver con su familia.

En los días que siguieron, Kathleen se ocupó del legado de Ian Coltrane, que consistía en una onza de oro, dos caballos —que según Colin constituían una pequeña fortuna, pero según Peter pertenecían a la categoría «matadero o retiro»— y, naturalmente, su hijo. Como había previsto, era un muchacho difícil. En ningún caso quería regresar con su madre a Dunedin, sino encontrar oro él mismo y llevar el negocio de su padre. Por añadidura, no tenía más de catorce años, por lo que quedaba excluida la posibilidad de dejarlo que se apañara por su cuenta.

Kathleen vendió el oro y el carro entoldado de Ian y le dio los beneficios a Peter Burton como donación por el entierro de su marido y el cuidado de los viejos caballos que tal vez todavía servirían para algo en el entorno de la casa parroquial. Se marchó con su reticente hijo a Dunedin después de los funerales. Peter Burton insistió en llevarla, pero fue un viaje triste. El chico se obstinaba en no responder a ninguna pregunta y Kathleen iba absorta en sus pensamientos.

Encima, Colin dirigió una mirada malévola a Peter cuando este se despidió de Kathleen con un beso. No cabía duda de que el joven tenía un fino olfato para los sentimientos y relaciones, sospechaba que tras el casto beso en la mejilla había más de lo que su madre le dejaba saber. Peter Burton puso su caballo rumbo a Tuapeka. Kathleen se había librado de Ian Coltrane, pero Colin aguardaba con impaciencia ocupar su puesto. No en el corazón de su madre, sino ahí donde se hallaba su miedo.

A partir de entonces se demostró que eso no era tan fácil, también porque Sean no estaba dispuesto a dejar pasar las insolencias de su recuperado hermano. Representaba el papel del hombre de la casa, lo que divertía a Kathleen y Claire, aunque no simplificaba la vida en común con Colin. Este se había acostumbrado en los últimos años a hacer más o menos lo que le apetecía. La vida ordenada en familia con Kathleen y Claire, el trato amable al que estaban habituados los niños y, sobre todo, la asistencia regular a la escuela no le entusiasmaban. El profesor enseguida se quejó a Kathleen: Colin molestaba, decía impertinencias y hacía novillos.

Sean informaba en casa de las malas notas de su hermano y además tenía que escuchar las quejas contra Colin. Si bien los profesores señalaban que no le afectaban a él, era una pesadez. Muy pronto, Sean se sintió incapaz de soportar más el comentario «A lo mejor podrías influir en tu hermano», y aún menos por cuanto sus intentos al respecto habían tenido como consecuencia unas peleas tremendas. Colin lo vencía sin esfuerzo, tenía mucha más práctica en pelear con los puños que el empollón de Sean.

Tampoco Peter Burton conseguía nada, pese a que se pasaba tan a menudo como le era posible y trataba de establecer una relación de confianza con Colin como la que tenía con Sean y Heather. Colin no quería subordinarse: ni a los profesores, ni al reverendo anglicano, ni al sacerdote católico y, desde luego, tampoco a su madre y su hermano. Al final, Kathleen comprendió que Colin era inaguantable en la escuela.

—Intentemos que aprenda un oficio —dijo suspirando, y, con ayuda del párroco, se dirigió a Donny Sullivan, el irlandés propietario del establo de alquiler.

Colin entendía de caballos y Kathleen esperaba que le gustase trabajar con animales. El pequeño y gordo Sullivan —antes un devoto feligrés de Peter Burton, pero ahora miembro de la recién fundada comunidad católica— también estaba dispuesto a aceptar al chico. Podía dormir en el establo, ayudarle con los caballos y montar a diario. Muchos de los que dejaban a sus animales con Sullivan tenían negocios en la ciudad y no podían mover de forma periódica sus monturas. Sullivan estaba muy contento de contar con un joven diestro con los animales.

Al principio, Kathleen estaba algo escéptica, pues Sullivan comerciaba al mismo tiempo con caballos, pero tanto Peter como el padre Parrish, el sacerdote católico, la tranquilizaron. Donny Sullivan era todo lo honesto que uno podía ser en su oficio. Claro está que a un rico señorito de ciudad que no entendía nada de caballos le pedía un precio más elevado de lo que valía el caballo, o le ponía al mulo dos años menos de los que tenía. Pero no hacía chanchullos ni timaba a nadie con un animal demasiado pequeño o grande, demasiado brioso o perezoso. Sullivan tenía muchos clientes satisfechos y se sentía orgulloso de ello.

Hasta que contrató a Colin Coltrane. Tres meses después, el propietario del establo de alquiler se presentó en casa de Kathleen para explicarle abatido por qué iba a despedir al joven.

—No es que no entienda de caballos, señora Coltrane —dijo—. Al contrario, el chico sabe más que yo. Pero, por desgracia, nada que deba saber un hombre honrado. Tengo que estar evitando todo el rato que lime la dentadura de los caballos para que parezcan más jóvenes y que no trabaje las herraduras y así su paso parezca más elegante. Conoce todos los trucos de un tratante de caballos y no entiende por qué yo no los utilizo. Trata a los animales algo duramente, pero eso no es preocupante. Pero ¡no puedo dejarlo solo con los clientes! En cuanto habla con ellos, les señala todos los defectos de sus caballos. ¡Y qué labia tiene! La mayoría quiere cambiar su caballo al momento. La mayor parte por algún semental joven y medio indómito que, por supuesto, tiene un aspecto muy elegante cuando el chico le da un paseo de demostración. Pero luego derriban a los jinetes de domingo. ¡Y luego tengo yo que dar la cara cuando el honrado zapatero se rompe la crisma con el caballo! Lo siento, señora Coltrane, pero el chico miente más que habla. Ayer vendió al viejo Monty Robs, ya sabe, el buscador de oro que ahora quiere instalarse como granjero en Waikouaiti, el caballito que había previsto para la hija de miss Claire.

Kathleen asintió. Chloé iba a recibir un poni de regalo de cumpleaños y Claire llevaba semanas buscando el animal adecuado. Pensaba haberlo encontrado en el pequeño zaino colorado de Donny.

—Le contó a Monty que con ese animalito podría arar toda la granja y que apenas comía.

Kathleen rio con tristeza. Se acordó del burrito de Matt Edmunds. También Donny Sullivan sonrió. No podía resistirse a una mujer bonita, y Kathleen estaba espléndida cuando sonreía. Pero ¡no por ello iba a quedarse con su descarriado hijo!

—En cierto modo es divertido y también podría decirse que el tonto de Monty no se merece otra cosa. Pero el hombre ha confiado en nuestro consejo y se le ha timado. Esto es así. Y si lo va contando por ahí, arruinará mi buena reputación. Así que ahora tendré que ir a Waikouaiti, convencerlo de que ese caballo no es el bueno y cambiárselo por un mulo que ya tenía apalabrado para otro cliente. Por otra parte, costaría cien libras más que el alazán, pero, naturalmente, no puedo pedirle un recargo a Monty, no lo entendería. El chico me cuesta cien libras, un día de trabajo y casi mi buen nombre. Es demasiado, señora. Lo siento.

Por supuesto, Colin no entendió las razones de Sullivan. Al contrario, insultó groseramente al hombre y su necedad. Jimmy Dunloe, a quien Kathleen expuso sus cuitas, le aconsejó que optara por un oficio que no tuviera nada que ver con caballos.

—Por lo que veo, su chico es listo pero anda descarriado. Si lo desea, Kathleen, me lo quedo como mozo de los recados. Puede llevar de un sitio a otro un par de expedientes, también realizar encargos fuera del banco. Cuando se dé cuenta de que confían en él, se portará mejor.

Si bien Kathleen dio las gracias al banquero, no creía demasiado en el éxito de sus medidas. Al fin y al cabo, una de las estraegias más importantes de Ian consistía en crear confianza para aprovecharse después.

—No le dé dinero —advirtió al amigo de Claire—. Me sabe mal tener que decirlo de mi propio hijo, pero no confío en él.

Tenía razón. Un mes más tarde, Jimmy Dunloe despidió a Colin supuestamente a causa de su falta de amabilidad con los clientes y su lentitud en los encargos. Jimmy confesó a Claire que también habían desaparecido de la caja pequeñas cantidades de dinero desde que había contratado al joven.

—Pero no se lo contaremos a Kathleen. Bastante inquieta está ya con él —señaló.

Dunloe observó cierta reserva desde ese día, pero para alivio de Kathleen todavía estaba la comunidad católica y el severo pero sumamente enérgico padre Parrish. En el transcurso del siguiente año, Kathleen recurrió en repetidas ocasiones a la ayuda del menudo y beato sacerdote para que Colin hiciera de aprendiz en una tienda de ultramarinos, luego con un zapatero y al final con un comerciante de material de construcción. Para ello tuvo que estrechar a la fuerza sus vínculos con la comunidad católica, lo que desagradaba tanto a Claire como a Peter.

—Por Dios, Kathleen, te estás convirtiendo en una auténtica mojigata —protestó Claire cuando un domingo por la noche Kathleen asistía a misa por segunda vez—. ¡Y esas continuas misas de difuntos por Ian! ¿Cuántas has encargado ya? ¿Cincuenta? ¿Cuándo has hablado con Peter por última vez? ¡Necesitas una dosis de Darwin en vez de tanta Biblia!

—El padre Parrish abomina de Darwin —replicó Kathleen para cambiar de tema. Estaba delante del espejo y se esforzaba por esconder el último de sus bucles dorados bajo una capota oscura muy poco atractiva—. En cuanto a Ian, era con toda certeza un pecador. El padre Parrish dice que su alma inmortal…

Claire puso los ojos en blanco. Se estaba preparando para asistir a un concierto con Jimmy Dunloe y llevaba un vestido de noche verde oscuro adornado con pedrería.

—¿Te refieres a que encargando misas impides que vaya al infierno? ¡Vaya, pues sería una injusticia que eso se comprase! ¡Kathleen, despierta! Eso solo sirve para la caja de ese sacerdote y además te causa remordimientos. ¡Siempre lo intentó, acuérdate de cómo quería convencerte para que volvieras arrepentida con Ian!

Kathleen se encogió de hombros y se cubrió con un velo negro. Seguro que no era a propósito, pero el luto le quedaba muy bien. Realzaba su tez de alabastro y acentuaba su esbelta figura.

—Es el único que todavía se ocupa de Colin. Ya no hay quien lo contrate. Sin el padre Parrish… ¿Y qué efecto produce que me reúna con un reverendo anglicano? ¡Si me ven con él! ¡Bastante tengo con que Colin esté arruinando mi reputación!

Claire movió la cabeza sin entender. Fuera como fuese, el padre Parrish había conseguido adoptar el papel de Ian en la mente de Kathleen. Le infundía un miedo creciente; aún más, la culpabilizaba de que Colin se hubiese convertido en lo que era. Si su madre no lo hubiese abandonado, según el parecer del cura, su educación habría sido distinta.

Como era comprensible, el comportamiento de Kathleen hería a Peter Burton. La mujer no podía evitarlo del todo porque Claire lo invitaba con frecuencia a la casa que compartían las dos, pero ante él se mostraba reservada y lacónica. Cuando el vino que había llevado y la animada conversación entre Jimmy, Claire y Peter parecían romper la armadura de Kathleen, enseguida hacía acto de presencia Colin, cuyas miradas de refilón parecían abrasar a Kathleen y Peter.

Colin conocía bien la turbación de su madre y no se reprimía a la hora de utilizar como arma su conocimiento sobre la supuesta relación de ella con el anglicano. Al final la censuró incluso en público después de que volvieran a despedirlo. Su último maestro de oficio, un comerciante de artículos de ferretería, intentó formular diplomáticamente los motivos de ello frente a Kathleen. Pero no pudo evitar aludir a que Colin había metido la mano en la caja.

Ella asintió e hizo un gesto de rechazo.

—Mi hijo es un maleante, señor Ritchie, puede usted decirlo claramente —dijo cansada—. Estoy harta de oírlo, y comprendo su decisión.

—¡Y mi madre se entiende con un protestante! —graznó Colin, mirándola con odio—. Los domingos va a rezar, pero los lunes cuando el reverendo llega se besan.

Kathleen reaccionó instintivamente y le propinó un bofetón para hacerlo callar, pero el señor Ritchie y su esposa intercambiaron miradas escandalizadas. Pronto se propagarían los rumores al respecto.

A continuación, Colin se marchó a ver a unos amigos, mientras Kathleen se desfogaba llorando con Claire y Jimmy Dunloe.

—¿Qué tengo que hacer con él? —Sollozaba—. Después de esto nadie querrá volver a darle trabajo. Y lo de Peter… ¡Nunca lo he dicho en confesión! ¿Qué pensará de mí el padre Parrish? Tengo que…

—¿No pensarás de verdad en ir corriendo a ver a ese cura y decirle que le has dado un par de besos en la mejilla a Peter? —preguntó horrorizada Claire.

—No fue en la mejilla, yo… —Kathleen empezó una confesión más larga, pero Jimmy Dunloe la interrumpió.

—Kathleen, solo a usted le incumbe si va a confesarse y qué quiere confesar —apuntó sereno—. Pero en lo referente al chico, me gustaría darle un consejo. Mire, en todas las familias hay ovejas negras. En las clases bajas se convierten en criminales, y Colin está en camino de serlo. Sin embargo, en la alta sociedad hay otras posibilidades, y, por lo que sé de su negocio, podría recurrir a ellas. Envíe al joven a un buen colegio inglés, o aún mejor, a una academia militar. Yo me informaré acerca de los mejores internados.

—¡Pero si ni siquiera quiere ir a la escuela del pueblo! —objetó Kathleen.

Dunloe movió la cabeza.

—Kathleen, él no es quien decide. Y una carrera militar quizá le resulte más de su agrado que una formación académica. En cualquier caso, esta es su última oportunidad. Aquí empeorará y usted no podrá impedirlo.

—Pero ¡nosotros somos irlandeses! —susurró Kathleen—. ¡No puedo convertir a mi hijo en un militar inglés! ¡Son… son nuestros enemigos! Sería una traición, sería…

—¿Todavía peor que besar a un reverendo anglicano? —intervino Claire.

—¡Tampoco aceptarán a irlandeses! —se empecinó Kathleen.

Dunloe frunció el ceño.

—A lo mejor existe una academia militar irlandesa, aunque lo dudo. Pero podría ayudarla. Claro que solo si usted lo desea. Por otra parte, en lo que a mí respecta, ya se me ha endurecido la piel. Yo me quedo en Nueva Zelanda y en cuanto sea posible —sonrió a Claire— me casaré con una divorciada. Ya no nos importa que el hijo sea ilegítimo o descarriado. Podemos registrar a esa perla como Colin Dunloe. Un británico de buena cepa de una de las mejores familias. Si bien no tendrá derecho a heredar, eso lo pondremos por escrito. Él mismo tendrá que amasar su propia fortuna.

Kathleen retuvo las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos e hizo una mueca compungida. Era un ofrecimiento sumamente generoso, pero entonces su hijo crecería con un nombre falso.

—Es… es muy amable —musitó—. Solo que… ¡el ejército británico lo descubrirá! Seguirá siendo irlandés.

Claire levantó la vista al cielo.

—Kathleen, no querrás rechazar una oferta así, ¿verdad? ¡Precisamente el ejército británico! ¡Ya han domado a otros irlandeses testarudos!

Kathleen la miró indignada, pero no podía negarse. Si rechazaba la oferta de Dunloe, Colin acabaría algún día en la cárcel. Cabía preguntarse si no sería eso más digno que acabar en el ejército británico… Sin duda, Ian así lo habría considerado. Él seguro que habría utilizado su posición en el ejército como trampolín para endosarle a la reina un caballo cojo. Kathleen sonrió ante la idea.

—¡Consúltelo con la almohada! —sugirió Dunloe cordialmente—. Pero ya le digo que no se nos ocurrirá nada mejor.

Un par de semanas más tarde, Colin Dunloe Coltrane viajaba hacia Woolwich, Londres, con sus flamantes documentos de súbdito inglés, para entrar en la Real Academia Militar. La formación le entusiasmaba poco, pero Londres y una provechosa carrera militar le parecían una opción de futuro aceptable. El patriotismo irlandés no se interponía en su camino. Aunque su padre siempre había soltado improperios contra los ingleses, les había profesado cierto respeto. Los ingleses eran los vencedores. Habían ganado y ocupado Irlanda. Su reina gobernaba la mitad del mundo. A Colin le atraía su poder, también él quería reinar. Y si para ello tenía que hacerse inglés y vestir el uniforme rojo, no pondría ningún inconveniente.