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Aunque el corazón le latía desbocado, Mary Kathleen se obligó a caminar lentamente hasta quedar fuera de la vista de la casa señorial. No porque nadie la hubiese sorprendido. Además, si la cocinera hubiese sospechado algo, comparado con lo que la vieja Grainné sisaba del presupuesto doméstico de los ricos Wetherby, dos pastelillos de té no tenían la menor importancia.
Mary Kathleen no temía, pues, que alguien estuviera realmente persiguiéndola cuando se escondió, temblorosa, detrás de uno de los muros de piedra que ahí, como por toda Irlanda, limitaban los campos. Protegían contra el viento y las miradas curiosas, pero no contra el sentimiento de culpabilidad que sentía la joven.
Ella, Mary Kathleen, la alumna modelo de las clases de Biblia del padre O’Brien, ella, que en la confirmación había antepuesto orgullosa el nombre de la Madre de Dios al suyo propio… ¡ella había robado!
Todavía no lograba comprender qué le había sucedido, pero cuando había llevado la bandeja con los pastelillos a las dependencias de la distinguida lady Wetherby, su deseo había sido demasiado poderoso. Scones recién horneados de harina blanca y un azúcar no menos blanco, servidos con una mermelada que no habían elaborado hirviendo simplemente bayas, sino que había llegado en unos preciosos tarritos de vidrio de Inglaterra. Según la etiqueta, que Kathleen con tanto esfuerzo había descifrado, se había confeccionado con «naranjas». Fuera lo que eso fuese, ¡estaría riquísimo!
Necesitó de toda su voluntad para colocar la bandeja sobre la mesita de té entre lady Wetherby y su invitada, hacer una reverencia y susurrar un cortés «¡Para servirles!» sin ponerse a babear como el perro del pastor. Solo de pensarlo se le escapaba una risita nerviosa. Pero se había enorgullecido un poco de sí misma cuando había vuelto a la cocina, donde la vieja Grainné estaba saboreando uno de los sabrosos pastelillos. Sin ofrecer ni una sola migaja, naturalmente, a Kathleen o a la ayudante de cocina.
—¡Ya podéis dar gracias a Dios, muchachas —solía sermonearles Grainné—, de haber pillado este empleo en esta casa! Aquí siempre sobra un trozo de pan para vosotras. Ahora, cuando las patatas se pudren en los campos y la gente se muere de hambre, ¡esto puede salvaros la vida!
Kathleen lo reconocía. De todos modos, la suerte había favorecido a su familia. Su padre ganaba algo de dinero como sastre. Los O’Donnell no solo dependían de las patatas que la madre y los hermanos de Kathleen cultivaban en su diminuto terreno. Cuando la necesidad era muy grande, James O’Donnell recurría a sus ahorros y compraba un puñado de grano a lord Wetherby o a su administrador, el señor Trevallion. La joven no tenía ningún motivo para robar, mas lo había hecho.
Pero ¿por qué lady Wetherby y su amiga tenían que dejar intactos dos pastelillos? ¿Por qué no prestaron atención mientras Mary Kathleen recogía la mesa? Las señoras se habían ido a la sala de música, donde lady Wetherby se había puesto a tocar el piano. Los scones sobrantes no les interesaban y Grainné, de eso la chica era consciente, tampoco iba a desconfiar. Lady Wetherby era joven y golosa. Pocas veces dejaba un dulce en el plato.
Así que Kathleen lo había hecho. Se había metido los scones en el bolsillo del bonito uniforme de criada, luego los había escondido entre los pliegues del raído vestido azul y, para acabar, había cometido otro robo más al apoderarse del tarro de mermelada casi vacío en lugar de lavarlo como había ordenado Grainné. Pero este era un pecado venial; lo devolvería limpio cuando lo hubiese rebañado. El hurto de los scones, sin embargo, le remordería en la conciencia hasta que el sábado se confesara con el padre O’Brien. Si es que se atrevía. Desde luego, se le caería la cara de vergüenza.
Mary Kathleen se arrepentía profundamente de su pecado, y eso que aún ni siquiera se había comido los scones. Pero suspiraba por su sabor y su aroma. «Ayúdame, Dios mío», rogó para sus adentros mientras pensaba en si regalar los pastelillos a sus hermanos pequeños quitaría gravedad al pecado. Eso sería al menos un arrepentimiento real, y una penitencia más dura que rezar veinte avemarías. Pero sin duda los niños presumirían de aquellas exquisiteces y cuando los padres de Kathleen se enterasen… ¡No, eso empeoraría las cosas!
Mientras cavilaba piadosamente cómo expiar su culpa, de pronto surgió en ella un deseo que le produjo más inquietud. ¿O culpabilidad? ¿O simplemente… alegría?
¡Se repartiría los pasteles con Michael! Michael Drury, el hijo del campesino de al lado, que vivía en una cabaña todavía más pequeña, más ahumada y más miserable que la de Kathleen. Seguro que ese día Michael todavía no había probado bocado, salvo tal vez unas espigas que iría mordisqueando mientras recogían la cosecha para lord Wetherby. Solo eso ya se consideraba un delito, que el señor Trevallion sancionaba con azotes si pillaba a alguien in fraganti.
Los cereales para los patrones; las patatas para los criados. Y si las patatas se pudrían, los campesinos tenían que buscarse la vida. La mayoría se resignaba. La madre de Michael, por ejemplo, veía el hecho de que las patatas se pudriesen misteriosamente en el campo como un castigo divino e intentaba averiguar con la oración diaria qué había enfurecido tanto al Señor para que arrojase tal infortunio sobre ellos. Michael y otros jóvenes montaban en cólera contra el señor Trevallion y lord Wetherby, quienes recogían complacidos una abundante cosecha de trigo, mientras los hijos de los arrendatarios se morían de hambre.
Mary Kathleen evocó, soñadora, la expresión atrevida de Michael cuando criticaba a los patrones, el ceño fruncido bajo el cabello oscuro y revuelto, y los relucientes ojos azules echando chispas. ¿Consideraría Dios que repartir los scones con su amigo era un acto de contrición? Sin duda así satisfaría el hambre de él y su propio deseo de estar con el alto y flaco joven, cuya profunda voz la fascinaba. Ansiaba sentir el roce de sus manos y abandonarse en sus brazos.
En épocas mejores, Michael, junto con su padre y el viejo Paddy Murphy, tocaba música de baile los sábados por la tarde o en la fiesta anual de la cosecha. Los aldeanos bailaban, bebían y reían, y después, al anochecer, Michael Drury cantaba baladas mientras miraba a Kathleen O’Donnell…
Pero a esas alturas a nadie le quedaban fuerzas para bailar. Y ya hacía mucho que Kevin Drury y Paddy Murphy se habían ido a las montañas. Corrían rumores de que tenían una próspera destilería de whisky. Se decía que Michael vendía las botellas bajo mano en Wicklow. Fuera como fuese, el padre de Kathleen no quería tener nada que ver con los Drury y había censurado severamente a su primogénita cuando la vio hablar con Michael el domingo en la iglesia.
—Pero yo creo que Michael va a pedir mi mano —había protestado Kathleen con las mejillas arreboladas—. De forma… oficial y decente.
El sastre O’Donnell resopló, y su figura alta y delgada se estremeció de desdén.
—¿Cuándo un Drury ha hecho algo de forma oficial y decente? Toda la familia es pura gentuza: violinistas, flautistas y destiladores de whisky. Todos maleantes. Ya a su abuelo lo querían enviar a las colonias. Mira que yo aprecio poco a los ingleses, pero ¡qué favor nos hubiesen hecho! Al final se marchó a Galway y de ahí sabe Dios adónde. ¡Y lo mismo el inútil de su hijo! En cuanto les amenaza un peligro, se esfuman. Eso sí, ¡ninguno deja menos de cinco hijos a sus espaldas! Aparta los ojos del joven Drury, Kathie, y aún más las manos. ¡Con lo guapa que eres, tendrás a quien quieras!
Kathleen se ruborizó de nuevo, avergonzada de que su padre hubiese mencionado su belleza. Bastante desprestigio era eso a ojos del padre O’Brien. Una joven doncella debía ser virtuosa y aplicada, repetía, y jamás debía mostrar sus encantos.
En el caso de Mary Kathleen, eso no era fácil de evitar. No podía andar todo el tiempo escondiéndose para impedir que los hombres observasen su dulce rostro, el cabello sedoso y rubio como la miel y sus atractivos ojos verdes. Michael había comparado su color con el verde oscuro del valle al ponerse el sol. Y a veces, cuando las pupilas de la joven reflejaban alegría y sorpresa, él descubría en ellas unas chispas que brillaban como el primer verdor primaveral en los prados.
¡Oh, Michael sí que sabía decir cosas bonitas! Ella se negaba a creer que fuera un granuja como afirmaba su padre. A fin de cuentas, trabajaba duramente en los campos de lord Wetherby. Además tocaba el violín el fin de semana en los pubs de Wicklow, adonde tenía que ir andando cuando nadie le prestaba un mulo o un burro. A veces Roony O’Rearke, el jardinero de los Wetherby, se ofrecía a hacerlo. Roony tenía fama de borrachuzo, pero Kathleen no quería pensar en serio que hubiese relación entre el préstamo del burro y el whisky clandestino.
Se puso en pie y se encaminó hacia el pueblo. Un bosquecillo separaba las propiedades de los Wetherby de las cabañas de sus arrendatarios. Los patrones no deseaban tener a la vista las viviendas de sus empleados. Poco a poco, Kathleen fue sintiéndose mejor, lo que sin duda se debía a que no caminaba directamente hacia el pueblo y la casa de su familia, sino hacia los campos de trigo más allá de las cabañas. Los hombres todavía estarían trabajando allí, pero el sol estaba poniéndose pausadamente. Trevallion no tardaría en enviarlos a casa.
El crepúsculo siempre creaba un dilema al codicioso administrador: por una parte todavía había luz suficiente para trabajar y lord Wetherby no tenía nada que regalar; pero, por la otra, la penumbra facilitaba los robos. Los trabajadores se metían puñados de espigas en los bolsillos o se escondían tras los muros de piedra para cogerlas al amparo de la oscuridad.
Kathleen esperaba que Trevallion enviara pronto a sus hombres a casa, aunque eso pudiera agudizar el hambre. A fin de cuentas, las familias aguardaban expectantes el botín obtenido por padres y hermanos. Ni siquiera el padre O’Brien podía condenar en serio la conducta de los aparceros, aunque, por supuesto, siempre les impusiera una penitencia cuando le confesaban sus pequeños hurtos. Como consecuencia, los buenos padres de familia pasaban de rodillas medio domingo en la iglesia. A esas horas, los hombres jóvenes como Michael deambulaban por los campos intentando birlar unas espigas más en ausencia de los señores, que aprovechaban el domingo para salir a caballo o a cazar con amigos.
Y en efecto, la luna llena, que se alzaba en esos momentos sobre la montaña sustituyendo al crepúsculo, parecía justificar los temores de Trevallion ante los robos. Sabía que los hombres, sus esposas e hijos encontrarían fácilmente al claro de luna las espigas escondidas, y que algunos, desesperados, intentarían aprovechar la noche para sus hurtos. Kathleen sospechaba que el administrador, celoso en exceso, planeaba tomar un tentempié temprano y hacer una siestecita antes de pasarse media noche patrullando.
Tuvo que hacer un esfuerzo para no gritar cuando lo vio llegar de frente sentado en el pescante del último carro de la cosecha, mientras los agotados trabajadores regresaban andando a sus casas desde los campos.
—¡Vaya, si es la pequeña Mary Kathleen! —la saludó afablemente el administrador—. ¿Qué te trae por aquí, Ricitos de Oro? ¿Ya te han echado de la casa? ¡Anda que no sisáis en la cocina! ¡Apuesto a que la vieja Grainné no solo se abastece a ella misma, sino a todos sus hijos y nietos, con el pan de sus señores!
—Los señores prefieren pasteles… —se oyó decir desde el grupo de labriegos que avanzaban extenuados tras el carro de Trevallion.
Kathleen reconoció la voz de Bill Rafferty, un hijo de Grainné, la cocinera. Billy no era un genio, pero sí era socarrón, y se sentía bien en el papel de bufón.
—Como debería saber usted mejor que nadie, Trevallion —prosiguió Billy—. ¿O es que no se sienta a su mesa?
El comentario fue celebrado con sonoras carcajadas. De hecho, el lord inglés no trataba mucho mejor a su administrador irlandés que a sus arrendatarios. Por supuesto, Trevallion ocupaba un cargo especial y no pasaba hambre. Pero no gozaba del favor de su señor, que en ningún momento se había planteado la posibilidad de elevarlo a la nobleza como, de vez en cuando, caía en suerte a los administradores de las grandes propiedades. Lord Wetherby era de la nobleza, pero su familia era insignificante en Inglaterra. Los terrenos de Irlanda procedían de la dote de su esposa y eran más bien pequeños.
—¡Al menos en mi mesa no falta comida! —replicó Trevallion—. También hay pasteles, pequeña Kathleen, en caso de que busques a un hombre capaz de ofrecerte algo…
Kathleen se puso como la grana. Pero no, ese sujeto no podía saber nada de los pastelillos de té que parecían quemarle en los bolsillos del vestido. ¡No debía mostrarse culpable! Virtuosamente, bajó la mirada. Por lo general, Kathleen no respondía cuando Trevallion le hablaba, en particular cuando decía esa clase de impertinencias.
Trevallion, en sí, no tenía nada que pudiese interesar a una muchacha. Era bajito, nervudo y pelirrojo como un leprechaun, aunque carecía de la chispa de los mitológicos duendecillos del bosque. Los irlandeses acomodados les construían casas en sus jardines para que los ayudaran en las faenas del campo y, especialmente, en la destilación del whisky. Supersticiones antiguas, por supuesto, como solía señalar el padre O’Brien antes de contarles a los niños pequeños en clase alguna historia sobre esos seres insolentes vestidos de verde.
Trevallion no tenía nada de divertido. Era totalmente servil ante los patrones ingleses, y duro e infame con los arrendatarios. Ni siquiera cuando el señor y la señora no se alojaban en sus propiedades irlandesas, lo que sucedía la mayor parte del año, hacía la vista gorda como los demás encargados. En períodos de hambruna, especialmente, los administradores miraban para otro lado cuando los trabajadores salían de caza o una parte de la fruta y la verdura de los campos de los señores acababa en las ollas de las esposas de los aparceros. Trevallion se peleaba por cada zanahoria, cada manzana y cada judía de la tierra de su patrón, quien solo aparecía para la cosecha y la temporada de caza. La gente lo odiaba y si una muchacha se entregaba a un sujeto como él, no era sin duda por amor, sino por necesidad.
—¿O es que tienes a tu galán aquí en los campos? —añadió Trevallion con un guiño malicioso—. ¿Hay algo que tenga que saber, ya que soy la vista y el oído del patrón?
El señor era quien tenía que autorizar las bodas y, naturalmente, solía tener en cuenta las sugerencias de Trevallion.
Kathleen no se dignó contestar.
—De acuerdo, me parece que tendré que hablar en serio con el sastre O’Donnell… —observó el administrador antes de dejar marchar por fin a Kathleen. Con el rabillo del ojo la muchacha vio cómo se relamía los labios.
A Kathleen el corazón le latía con fuerza. ¿Acaso aquel tipo querría realmente pedir su mano? Su padre no hacía más que hablar del «buen partido» con el que ella, gracias a su belleza, haría fortuna, siempre que se limitara a esperar obediente y virtuosa al hombre adecuado. Pero no se referiría a Trevallion, ¿verdad? ¡Antes de casarse con ese asqueroso, se metería a monja!
Se detuvo cabizbaja al borde del camino y dejó pasar al resto de carros y trabajadores. Sabía que Michael no tardaría en apartarse con discreción y siguió caminando hasta ocultarse tras los muros de piedra que cercaban el campo recién cosechado. La joven empezó a buscar en la tierra espigas olvidadas.
En vano, como era de esperar. Trevallion era muy concienzudo. Ardió de rabia hacia aquel malvado hombrecillo cuando vio llegar a los primeros niños hambrientos de la aldea. Todos intentarían encontrar ahí los últimos restos de trigo y todos se marcharían con las manos vacías.
En ese momento, sin embargo, la suerte le sonreía. Michael se acercaba por el campo recién segado, aparentando vagar sin rumbo. Naturalmente, miraba a los niños y las mujeres, fingiendo no haberse percatado de la presencia de Kathleen. Pero con disimulo le indicó que lo siguiera. Ella lo hizo sin hacerse notar: ya sabía hacia dónde la conducía.
Su escondrijo era un pequeño rincón, más allá del pueblo, en los prados junto al río. Un alto cañaveral crecía en la orilla y un poderoso sauce sumergía sus ramas colgantes en el agua. Protegían la pequeña playa de las miradas curiosas desde el agua, al igual que el cañaveral ocultaba a los enamorados desde la tierra. Kathleen sabía que era pecado reunirse con un chico allí, y aún más con uno a quien James O’Donnell no aprobaba pese a que decía cosas tan bonitas. Pero algo en ella insistía en hacerlo a pesar de todo. Algo había que quería arrancar un poco de alegría a los tristes días de trabajo en la casa señorial y a las labores de la tarde en la tierra de su padre, que en los últimos tiempos no eran más que un esfuerzo ímprobo…
Michael estaba sentado a horcajadas en una de las ramas inferiores del amable árbol cuando llegó Kathleen. Sus ojos centellearon al verla. Saltó ágilmente de su asiento elevado.
—La muchacha más dulce de Irlanda, ¡y es mía! —exclamó, lisonjero, con su suave voz—. Se alaban las rosas irlandesas, pero solo cuando conoces los lirios puedes juzgar lo que es la hermosura.
Kathleen se ruborizó y bajó la vista, pero Michael le cogió las manos y las besó, después las acercó a su corazón, aproximando así también a la muchacha. Con delicadeza y ternura besó su frente y esperó a que ella le ofreciera sus labios. La rodeó suavemente con sus brazos.
—¡Cuidado! —susurró ella nerviosa—. ¡Mira, he… traído algo y no quiero que se aplaste!
Antes de que Michael pudiese estrecharla entre sus brazos, sacó del bolsillo del vestido los pastelillos y el tarro de mermelada. El joven, hambriento tras haber trabajado desde la salida hasta la puesta de sol, miró los dulces con avidez. Pero Michael Drury no era un joven voraz. Se daba tiempo con los placeres y depositó los pasteles sobre una hoja grande en una horquilla del sauce. A continuación siguió besando a Kathleen despacio y con cuidado.
Ella nunca le había tenido miedo. No entendía los cuchicheos de las demás chicas, algunas de las cuales ya estaban prometidas y temían la noche de bodas. Michael, en eso confiaba plenamente en él, nunca le haría daño. También ahora se abandonó a su abrazo, a su olor a tierra tras el trabajo en el campo, a su piel fresca y ya seca de sudor. Pero entonces Michael se separó y miró intensamente los scones que la chica le había traído.
—¡Huelen bien! —exclamó.
Ella sonrió y de repente ya no sintió tanta hambre.
—¡Tú sí hueles bien! —susurró.
Michael movió la cabeza sonriente.
—¡Al contrario, cariño mío, apesto! Debería lavarme antes de que me invites a un té como si fuera un caballero…
Antes de que ella pudiese replicar, Michael ya se había desprendido de su humilde y sucia camisa. La muchacha intentó apartar la vista cuando se quitó los gastados pantalones, pero no lo consiguió. La visión de sus fuertes piernas, el vientre plano y los musculosos brazos le gustaba. Michael estaba delgado, pero no parecía medio muerto de hambre como muchos aparceros. Tocar el violín en Wicklow debía de salir a cuenta. A Kathleen le habría encantado acompañarlo a los pubs.
Sonrió y se sentó en la orilla mientras Michael se introducía en el agua resoplando. Se sumergió para lavarse la cara y el cabello, y nadó como un pez hasta el centro de la corriente.
—¿Por qué no te bañas tú también? Está maravillosamente fría —gritó a la muchacha.
Pero ella sacudió la cabeza. Ni pensar en lo que sucedería si alguien veía a Kathleen O’Donnell desnuda o medio desnuda nadando en el río, no en uno de los lugares conocidos donde se bañaban las chicas sino ahí, fuera del pueblo, en una noche de luna llena ¡y con un hombre!
—¡Sal tú antes de que me coma los scones! —bromeó ella.
Michael obedeció enseguida. Se sacudió el agua del pelo, abundante y oscuro, y se sentó junto a la joven en la playa de piedras. Kathleen le tendió su pastel y el tarro de mermelada, en el que acababa de meter el dedo para apurar los últimos restos. Los extendió sobre su scone y mordió un pedacito minúsculo. ¡Jamás había comido algo tan bueno! La confitura de naranja era dulce y ligeramente amarga. El pastel se le deshacía en la boca.
Miró tiernamente a Michael, que masticaba su trozo con no menos devoción.
—¿Te los han regalado o los has birlado? —preguntó.
Kathleen volvió a ruborizarse.
—Habían… habían sobrado… por decirlo de algún modo —murmuró.
Michael la besó en los labios, que todavía conservaban el dulzor de la naranja.
—¡Así que los has mangado! —exclamó burlón—. ¡Eso los hace más dulces todavía! Pero ¿qué dirá el padre O’Brien?
—A lo mejor ni lo confieso —consideró Kathleen. Sabía que él no se tomaba demasiado en serio el tema de la confesión.
Michael rio y engulló el último trozo de pastel. Luego se tendió y la atrajo hacia sí. Empezó a acariciarle el nacimiento de los pechos. En sus dedos todavía quedaba algo de pegajosa confitura y se los dio a lamer cuando ella se quejó.
—¡No, Michael! —se defendió, cuando él empezó a desabrocharle el vestido—. No está bien.
Él no se inmutó.
—Pero, Kathleen, cariño… De todos modos tienes que confesarte. Y lo harás, te conozco. Pase lo que pase, el padre O’Brien se escandalizará. Así que, ¿por qué no le ofrecemos un poco más para que tenga realmente algo que perdonar?
Ella se enderezó enfadada.
—¡Es Dios quien perdona! No el cura. Y Dios perdona cuando uno se arrepiente de verdad. Pero esto…
¡Fuera lo que fuese lo que hiciese con Michael, no se arrepentiría nunca!
El chico le acarició el cabello y la cara, y enseguida consiguió que volviera a tenderse.
—Kathleen, quiero hacerte mi esposa. Quiero que lleves mi nombre, incluso aunque no valga demasiado. Dame un poco más de tiempo. Mira, ahorro…
—¿Ahorras? —lo interrumpió Kathleen, enderezándose de nuevo—. Por todos los santos, ¿de dónde vas a ahorrar tú algo, Michael Drury? ¡Y no me vengas con que de tocar el violín en los pubs!
Michael se encogió de hombros.
—No quieres saberlo, Mary Kathleen. Al menos Mary no quiere saberlo, aunque Kathleen tal vez sienta curiosidad. —Le tomaba el pelo—. Pero no es nada… nada de lo que tenga que avergonzarme.
—Es whisky, ¿verdad? —refunfuñó Kathleen—. ¿Y en serio que no te avergüenzas de fermentar el trigo, la cebada y vete a saber qué más para destilar ese licor? ¿En estos tiempos en que los niños se mueren de hambre?
Michael la estrechó, tranquilizador.
—No lo destilo, cariño —intentó calmarla—. Si me lo quedara, tampoco le haría ningún bien a nadie, hazme caso. Pero si no lo vendo yo, lo hará otro. Al viejo O’Rearke le encantaría hacerlo, ya tiene el burro para llevar los toneles a Wicklow. Pero no se fían del viejo borracho…
—¿Quiénes no se fían?
Michael hizo un gesto apaciguador.
—Los hombres de las montañas. Cariño, de verdad que es mejor que no lo sepas todo. Así me gano un par de peniques. La mayor parte se la entrego a mi madre: todas nuestras patatas se han echado a perder; sin el dinero del whisky, mis hermanos se morirían de hambre.
—¿Tu madre acepta un dinero venido del pecado? —se sorprendió Kathleen.
Michael arqueó las cejas.
—Antes de tener que enterrar a sus hijos…
Kathleen comprendió por qué la señora Drury pasaba tanto tiempo en la iglesia.
—Pero queda todavía un poco para mí, Kathleen —prosiguió con vehemencia Michael—. ¡Y para ti! Cuando haya suficiente, nos largamos. ¡A América! ¿Qué te parece? La tierra prometida. Allí el sol brilla todo el año y hay trabajo para todos. ¡Nos haremos ricos!
—Y llaman coffin ships a los barcos que van hasta allí porque parecen ataúdes flotantes, ya que antes de que lleguen a… a Nueva York o como se llame… ¡No sé si es eso lo que quiero, Michael!
Kathleen se apretó contra él. Cuando estaba con el joven se desconcertaba, le costaba pensar entre sus brazos. Pero América le daba miedo. No quería abandonar Irlanda. Lo único que deseaba era estar con Michael. Quería sentir sus manos y sus labios sobre su cuerpo, dejar que le desabrochase el vestido y siguiera acariciándola. ¡Deseaba muchas más caricias de las que jamás permitiría el padre O’Brien! Tanto amor prohibido que hasta el mismo Dios posiblemente la castigara. Aun así, había cosas peores que cincuenta avemarías en un duro banco de iglesia…
Kathleen se irguió. Había cedido ya con demasiada frecuencia a la tentación. Esa noche, sin embargo, no iría más lejos.
—Tengo que marcharme a casa… —anunció en voz baja con la esperanza de que no sonara demasiado triste.
Pero Michael solo asintió y la ayudó a alisar el vestido y quitarse las hojas del cabello. Luego la acompañó con cautela a la sombra de los muros de piedra. Los trabajadores no debían verlos, ni los ladrones que se llevaban el botín del día a casa, ni las mujeres y niños que buscaban cualquier granito, y sobre todo Ralph Trevallion, quien cabalgaba sin descanso por los campos de su patrón para descubrir a cualquier pequeño pecador.
En ese momento, los claros trigales del hacendado, iluminados por la luna, dejaban paso a los campos de los arrendatarios. Pequeños, miserables y sin brillos dorados. La podredumbre no solo había teñido de negro los tubérculos, sino también las hojas de las patatas. A la luz de la luna, las plantas agonizantes arrojaban sombras fantasmales. Kahtleen creyó percibir la muerte y cogió la mano de Michael.
Se separaron finalmente en la bifurcación que había entre sus granjas: la pequeña casa de los O’Donnell y la diminuta y ruinosa cabaña de los Drury. Era tarde. Los miembros de la familia ya se habrían tendido en sus jergones sobre el suelo, los dos lo sabían. No había camas para todos. Kathleen tenía cinco hermanos y Michael siete; aunque hubiesen podido comprar camastros, no habrían dispuesto de espacio suficiente. En la casa de los O’Donnell siempre ardía un fuego, tal vez Kathleen hasta pudiese llevarse un bocado a la boca. En el hogar de los Drury no había luz.
Pero era viernes. Por la mañana Michael se marcharía con el violín y el burro de O’Rearke a la ciudad. Y en algún lugar, camino de Wicklow, las alforjas se llenarían como por arte de magia de botellas de whisky.