5
Kathleen cayó rendida en el vestidor de las prostitutas, sobre una montaña de vestidos usados con volantes y que apestaban a sudor y perfume barato. Se envolvió en su chal y dejó a un lado, estremecida, la manta raída y limpia que Bridget le había llevado.
Pero Kathleen no quería tocar nada de todo lo que ahí seguramente tenía un uso pecaminoso. Pese a su cansancio, se asustó un par de veces al oír las carcajadas de los hombres y los chillidos de las mujeres. A medida que transcurría la noche, sus voces sonaban más retozonas y ebrias.
Por la mañana, sin embargo, Bridget no tenía aspecto demacrado cuando despertó a Kathleen, sino animado y despejado. Parecía, además, más digna de confianza que la noche anterior. Había cambiado el chillón vestido rojo por uno azul completamente normal y llevaba un sombrero convencional sobre el cabello castaño y rizado. Si hubiese evitado la capa de maquillaje con la que intentaba ocultar las huellas dejadas por su mala vida, podría haber pasado por un ama de casa normal.
—¡Ven, Mary Kathleen! —dijo sonriente—. Vamos a ver qué podemos hacer por tu Michael…
Kathleen se pasó una mano nerviosa por su abundante cabello dorado. Debía de tener un aspecto horrible, igual que su gastado y ahora también arrugado y sucio vestido. ¡Cómo había sido capaz de dormirse en ese montón de ropa! Seguro que también olía a ese horrible perfume.
Bridget le tendió un peine sonriendo burlona.
—Toma, pequeña, ninguna de nosotras tiene piojos. Debe de chocarte todo lo que ves aquí, pero es una casa de citas muy decente. Sabe Dios que las hay mucho peores. Además, Daisy no es tan severa como parece…
—Pero… dónde… ¿dónde están ahora? —titubeó Kathleen—. Todas las chicas… y los hombres.
Bridget rio.
—Los clientes, gracias a Dios, están en sus casas. Aquí no dejamos que duerma ninguno. Y las chicas están en sus habitaciones. La mayoría ha trabajado mucho por la noche. Yo no tanto, ya no se fijan en mí. Pero, aun así, Daisy me permite quedarme aquí. Cada noche casi siempre hay uno o dos tipos demasiado borrachos para ver lo vieja que soy, y además mis precios son más bajos. Y si no, limpio un poco y vigilo que todo esté en orden. ¿Estás lista, pequeña? Debemos echar un vistazo en la prisión, antes de que trasladen quizás a Dublín a tu tortolito.
Kathleen apenas se peinó y volvió a cubrirse con el chal. Una buena idea, pues cuando salió a la calle con su nueva amiga hacía un frío tremendo.
—Tu tortolito se congelará en la celda —dijo apenada Bridget—. ¿Tienes algo de dinero?
Kathleen no sabía qué responder. Por una parte, Harry le había advertido que no mencionara la bolsa; pero, por otra, Bridget no tenía aspecto de ladrona.
—Solo lo pregunto porque los celadores se pueden comprar —explicó Bridget al notar la reserva de la joven—. En Wicklow, la trena puede ser una habitación corriente o un infierno. Pero quien quiere tener un fuego y siempre algo que comer, tiene que pagar. Es como un hotel. También tienes que pagar por la visita. Pero es barato, yo misma te doy el penique si quieres.
Una oleada de afecto y vergüenza invadió a la joven. Esa mujer, que no la conocía en absoluto, iba a gastarse por ella el dinero que con tanto esfuerzo se había ganado. Y ella, como agradecimiento, la miraba con recelo y desconfiaba.
—No es necesario, ya tengo dinero —se apresuró a responder—. Pero… muchas gracias. Y tú… tú… ¡no creo que vayas a ir al infierno! —se le escapó.
Bridget soltó una carcajada.
—Pequeña, yo ya he estado en el infierno. ¡Voy y vengo! Más a menudo de lo que imaginas. Si Dios o el demonio todavía quieren inventarse algo peor después de la muerte, tendrán que esforzarse mucho.
Kathleen intentó sonreír, aunque estaba horrorizada. Bridget parecía una mujer respetable, pero blasfemaba contra Dios y desafiaba al diablo.
Bridget la condujo a través de la pequeña ciudad portuaria y cruzaron barrios menos pobres. Wicklow Gaol, la tristemente célebre prisión, se encontraba en el extremo sur, junto al Palacio de Justicia.
Cuando la avistaron, Kathleen estaba cansada y aterida.
—¡Allá, mira! Nuestra nueva prisión, con más de diez años ya. El antiguo edificio se caía a trozos, así que lo echaron abajo. Ahora van de modernos… a los que están ahí encerrados ya no los apalean, sino que los obligan a seguir una rutina. Dicen que es más humano. Solo que la cárcel es tan horripilante como antes…
Kathleen no entendía del todo de qué estaba hablando Bridget, pero la adusta fachada del alto muro de piedra que rodeaba el edificio le infundió temor.
Bridget se dirigió directamente a la garita del centinela y pidió con resolución que las dejaran entrar. El guardia parecía conocerla.
—¿Qué, Bridie? ¿Ya han vuelto a enjaular a un admirador tuyo? ¿O a uno de tus amores? —preguntó en tono burlón.
La mujer rio con ironía.
—¡Qué va, guardia! Yo solo me lío con casacas rojas. ¡Aunque vaya a la horca, algo tendrá en los bolsillos!
El hombre rio bonachón y las dejó entrar. Kathleen siguió a Bridget por un sombrío corredor hasta el edificio principal, donde la veterana ramera habló con un celador. Bromearon. Pero el hombre se puso serio cuando ella mencionó el nombre de Michael.
—¿El granuja del condado de Wicklow? ¿El que destila whisky ilegal?
—¡Michael no destila whisky! —intervino Kathleen.
Con un rápido gesto, Bridget le ordenó que guardara silencio. El guardia la miró enarcando las cejas.
—La pobre chica no está muy bien… —observó lacónica Bridget.
El hombre no prestó más atención a la joven y siguió caminando.
—Ese tipo es un hueso duro de roer, Bridie. Ayer por la noche lo molieron a palos. Los soldados estaban furiosos porque se resistió a que lo encarcelaran. Se las hizo pasar moradas, tuvieron que cargar con él todo el camino, no dio ni un paso por su propio pie. ¡Y encima sabe mantener la boca cerrada! Hasta ahora no ha dicho ni mu, y mira que le han atizado de lo lindo. Quieren averiguar dónde están los alambiques clandestinos. Han encontrado whisky en distintos pubs, aunque no tanto como ha vendido el chico. Pero lo más importante sería la destilería.
—Michael no sabe nada… —intervino Kathleen.
Esta vez el hombre la miró ceñudo.
—¿Qué pasa, chica, tú también formas parte de la banda? —le espetó—. ¿Has echado una mano a la hora de destilar?
—¡Anda ya, la pequeña no sabe nada! —terció Bridget con resolución—. Acaba de llegar de su pueblo junto al Vartry, donde el chico se la ha camelado con astucia. Y ahora cae de las nubes. Es una chica decente, deberías dejarla ver a su amorcito, seguro que es una buena influencia para el chico.
El celador rio.
—¡Utilizas todos tus trucos, Bridie! A mí me da lo mismo que el chico cante o no. De todos modos, ya tiene en el bolsillo su billete para la Tierra de Van Diemen, o adonde sea que envíen ahora a los presos. Han cerrado la Bahía de Botany. Que la chica rece con él o que los dos yazcan juntos cuesta un penique.
Kathleen cogió el par de monedas que había sacado antes de la repleta bolsa que llevaba escondida entre sus ropas. Contuvo la respiración.
—Bridget dice que tal vez podría hacerse algo por Michael —susurró—. Darle una celda mejor, y comida mejor…
El centinela hizo un gesto cansino.
—Primero tiene que salir del calabozo y pasar a una celda normal, señoritinga. Mientras se estén divirtiendo con él, no puedo hacer mucho. Y si sigue siendo tan cabezota, se estará ahí hasta que lo condenen. Luego se quedará aquí un par de meses más: los barcos no parten antes de marzo, en invierno el mar está demasiado embravecido. Puedo endulzarle su estancia aquí…
—Ahora tráiganoslo —decidió Bridget—. ¿O tiene que ir la chica al calabozo?
El hombre asintió con un gesto de resignación.
—Así tiene que ser, está encadenado. Pero esta es buena hora, los soldados están desayunando un par de whiskies. ¡Así que vamos allá, pequeña!
Kathleen siguió al hombre por varios lúgubres pasillos y escaleras. Cada paso resonaba espeluznantemente. Ella guardaba silencio y el celador también; parecía contento de no encontrarse con nadie. Solo una vez se cruzaron con otro celador que conducía a un grupo de presos andrajosos. Los hombres no osaron levantar la vista, solo unas miradas fugaces de reojo se fijaron en Kathleen, que se escondía cuanto podía bajo el chal.
—Bueno, es aquí.
El pasillo anterior a los calabozos estaba escasamente iluminado por lámparas de aceite. En los pestilentes habitáculos casi reinaba la oscuridad. Solo se dejaba a los presos una vela para iluminarse. Kathleen parpadeó en la penumbra cuando entró.
—Espera un momento —masculló el hombre, tomando una de las lámparas del pasillo—. Toma, por ser tú. Que tu amorcito pueda ver algo al menos. Solo cuesta medio penique más.
—Pero entonces tiene que dejar la lámpara aquí después.
Kathleen nunca hubiera pensado que tendría el valor de decir algo así. Pero Michael… solo de ver su silueta, tendido sobre un montón de paja, se estremeció. Tenía que luchar por él. No tenía a nadie más que a ella.
—¿Por ser tú? —preguntó con tono hostil cuando el guardián se hubo ido—. ¿Qué has hecho para que te dejen entrar, Kathie?
La joven ya se había agachado a su lado, impaciente por abrazarlo y besarlo. Pero entonces lo miró iracunda.
—¿Qué estás pensando, Michael Drury? ¿Que me comporto como una casquivana solo porque ahora soy para todos la novia de un maleante?
—Kathleen… —Él se enderezó—. Perdona, cariño… ha sido una… una noche muy dura.
Intentó apoyarse en la pared, pero ella vio que tenía pegada la camisa a la espalda y que la tela rezumaba sangre. Y entonces vio las cadenas que le sujetaban brazos y piernas.
—¿Te… te han dado latigazos? —preguntó.
Michael meneó la cabeza.
—No hablemos ahora de eso. Lo único que puedo decirte es que lo siento. Era… Dios mío, lo último que quería era darte una mala reputación. Quería casarme contigo, Kathleen. Empezar una nueva vida, criar contigo a nuestro hijo. ¡Y no me llames «maleante»! No he hecho nada malo a nadie, nunca he pegado a nadie, nunca he engañado… cualquiera te dirá que soy un hombre honesto.
Kathleen sonrió.
—Cuando no te dedicas a robar grano y vender whisky ilegal…
—¿Acaso no tenemos como irlandeses el derecho de destilar nuestro propio whisky en nuestro propio país? ¿No deberíamos comer el grano que nosotros mismos hemos sembrado y cosechado o beber lo que de él obtenemos? ¡Si Irlanda perteneciese a los irlandeses ya no habría más hambruna! ¡No, Kathleen, no me avergüenzo! ¡Y tú tampoco debes avergonzarte de mí!
La cogió por los hombros y la miró fijamente a los ojos. Nunca había hablado tan gravemente con ella.
—Me echarán de aquí, Kathleen —dijo—. No puedo casarme contigo y hacer de ti una mujer decente. Y eso que para mí eres mucho más que solo decente, ¡eres una santa! Y criarás a nuestro hijo dignamente. ¡Confío en ti! —La besó en la frente, como si quisiera sellar un vínculo.
Ella asintió en silencio.
—¿Qué ha pasado con el dinero, Kathleen? ¿Lo tienes?
—Sí —respondió ella en voz baja—. ¿Qué he de hacer ahora? —añadió.
Él la atrajo hacia sí y la estrechó entre los brazos. Sus caricias eran suaves y consoladoras. Pero no daban una respuesta.
Un penique significaba una hora para el celador, y ambos jóvenes se despidieron para siempre en ese breve período de tiempo. No hablaron mucho, pero se acariciaron. Michael puso la mano sobre el vientre de su amada como si pudiese sentir la presencia de su hijo.
—¿Quieres llamarlo Kevin? —propuso—. ¿Como mi padre?
Kathleen pensó en si realmente quería poner a su hijo el nombre de un señor que se dedicaba a destilar whisky, pero luego se dijo que era un nombre bonito, un nombre santo. Pensó en todas las historias en torno a san Kevin que el padre O’Brien les había contado. Entre ellas, que era fuerte y bien parecido, pero también tan dulce y listo que desde monstruos marinos hasta corderitos yacían a sus pies y los pájaros se posaban en sus manos.
Así que volvió a asentir y se abandonó a los besos de Michael por última vez. Tendrían que bastar para toda una vida. Kathleen intentó no llorar cuando se separó de él.
—Quiero conservar el recuerdo de una sonrisa —susurró Michael.
Ella sonrió entre las lágrimas. Pero entonces se le ocurrió una cosa. Con un rápido movimiento envolvió un mechón de sus cabellos con la mano y lo cortó, como había visto hacer a los hombres con las crines de los caballos.
—Toma… —dijo—. No sé si podrás conservarlo. Pero si es así…
Michael se llevó el mechón a los labios.
—¡Lucharé por él! —contestó, y luego trató de hacer él lo mismo. Pero no tenía el pelo lo suficientemente largo. Así que apretó los dientes y se arrancó un mechón.
—Michael… —exclamó asustada Kathleen, no quería que el joven padeciera más dolores.
—Para ti, amor mío. ¡Nunca me olvides!
El celador carraspeó cuando Kathleen besó a Michael en la frente castamente, no debía haber testigos de su intimidad.
El joven sostuvo la mano de la muchacha, hasta que ella la retiró.
—¡Siempre te amaré! —prometió con voz firme.
—¡Volveré! —gritó él cuando Kathleen ya avanzaba por el pasillo—. ¡Sea a donde sea que me envíen, volveré!
La joven no se dio media vuelta. Sabía que se pondría a llorar y no quería hacerlo.
«Criarás a nuestro hijo dignamente, confío en ti», había dicho Michael. Ella lo había prometido y tendría que cumplir su palabra.
—¿Y ahora? —preguntó Bridget.
Habían dejado Wicklow Gaol y la mujer había conducido a la joven al primer lugar que habían encontrado abierto. Kathleen estaba pálida y Bridget pensó que necesitaba un té caliente, a ser posible con un chorro de whisky.
Ahora bebía a sorbitos la infusión.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó desalentada—. Solo sé que no quiero que me quiten al niño. ¿Cómo… cómo se le ha podido ocurrir algo así a madame Daisy? Bridget, yo… no creo que quiera volver con ella.
Bridget se encogió de hombros.
—Daisy no es mala persona. Y no te deseaba nada malo, créeme. Pero sabe muy bien con qué te enfrentarás si traes un bastardo al mundo. Pues así llamarán a tu hijo, pequeña, sin que importe todo el amor con que lo hayas criado. Y eso no será agradable para tu hijo, Kathleen. ¡Yo misma soy una bastarda! Y a veces he pensado que habría sido una bendición que mi madre me hubiese matado en su vientre. Pero tú haz lo que creas conveniente, nadie te fuerza a nada. Y Daisy menos que nadie. Respecto a si deberías volver a su casa…
Kathleen la miraba con toda atención. La mujer prosiguió imperturbable.
—Mira, pequeña, tienes tres posibilidades. Una es quedarte aquí. Daisy ya te ha hecho una oferta. Eres preciosa, chica, y ella ganaría una fortuna contigo, lo que duraría un par de años. Podrías dejar que te cuidaran al niño en algún lugar y pagar por ello…
—Pero ¡entonces no lo vería! —protestó Kathleen—. Serán otros los que lo críen.
Bridget hizo un gesto de resignación.
—En una casa de putas tampoco lo criarás como a un buen cristiano.
—¿Y las otras posibilidades?
—Otra, que te vuelvas a tu pueblo. Y la más inteligente es que te busques a uno que acepte mercancía usada…
—¿A qué te refieres? —inquirió la joven.
—A un hombre que se case contigo a pesar del niño. Eres tan bonita que tiene que haber un montón de hombres que te pretendan. Tendrán que aceptar al niño como un añadido. Y todavía más cuando seguramente aportarás algo de dote. —Bridget le dirigió una mirada penetrante. Algo debía de sospechar del dinero de Michael.
Kathleen asintió.
—Ya —admitió—. Pero yo amo a Michael… no sería capaz de irme con otro…
—¡No te imaginas todo de lo que es capaz un ser humano! —la interrumpió con amargura Bridget—. Pero bueno, también puedes quedarte soltera. Tus padres probablemente te hagan la vida imposible, pero si tienes suerte no te echarán de casa. Y si lo hacen, hay otra posibilidad más.
—¿Cuál? —Kathleen se aferró a la última esperanza.
—Comprarte un billete de barco. Irte a América tal como habíais planificado. Pero te lo advierto: nadie puede asegurarte cómo te irá allí. Ni yo, ni nadie, da igual todo lo que cuenten. Tal vez sea la tierra prometida de la que fluye miel de las fuentes, pero también es posible que todavía sea más mísera y sucia que esta. Especialmente para las chicas. Todavía no he oído hablar de un país en que una mujer sea libre. Es un riesgo. Si quieres correrlo, te ayudaremos hasta que zarpe el próximo barco.
Kathleen reflexionó mientras su corazón palpitaba con fuerza. Tenía miedo. Del barco ataúd, de una tierra desconocida… Suponía que también en América sería una vergüenza criar a un hijo sin marido.
—Podrías decir que eres viuda —apostilló Bridget como si le leyera el pensamiento.
A Kathleen le pasó una idea por la cabeza. Quizás un recurso para sí misma y su nueva amiga.
—¿Vendrías conmigo, Bridget? —preguntó en voz baja—. Tengo… tenemos dinero para dos pasajes. Te lo pagaría. Y yo no estaría… no estaría tan sola…
Bridget se lo pensó un momento, pero luego negó con la cabeza.
—No, pequeña —susurró—. No tengo el valor, ya no creo en el Nuevo Mundo, hija mía, no creo ni en el cielo ni en la remisión, pero tampoco en la deshonra. ¿Qué responsabilidad tiene el pobre crío de que su padre haya robado? Y encima por el más noble motivo. Pero eso no te salva. Y yo ya no tengo fuerzas para pasar por otro infierno. ¿Quién sabe lo que nos aguarda al otro extremo del mundo? —Suspiró—. Sé lo que tengo aquí. No es el paraíso, pero es mejor que otras cosas. No me atrevo a perderlo. Pero no me hagas caso, Kathleen. Ya soy demasiado vieja. Si volviera a tener dieciséis años lo haría. Pero ya no, pequeña. Lo siento.
La mujer apoyó su cálida mano sobre el brazo de la joven, que suspiró. No se atrevería a marcharse sola, América nunca había sido su propio sueño, sino el de Michael. Se habría ido con él. Sola no tenía sentido.
Así pues, Kathleen eligió el segundo camino. Después de despedirse de Bridget y darle las gracias, emprendió el largo y pedregoso camino de regreso al pueblo. Esta vez no tenía ningún carro destartalado, y ya le iba bien. No tenía prisa por llegar. De todos modos, todo el mundo murmuraría acerca de dónde habría estado y qué habría hecho.
Cuando se hallaba a medio camino, se encontró de frente con un carromato de los casacas rojas en el que iba encadenado Billy Rafferty. Por lo visto, conducían a Wicklow al segundo ladrón. Billy yacía sobre la paja del suelo con mirada ausente. Kathleen se tapó el rostro con el chal. No tenía ningún interés en el joven.
En el pueblo, su regreso despertó menos atención de lo que ella había esperado. Los lugareños estaban más preocupados por Grainné Rafferty y su familia que por Kathleen. La ley había caído con todo su rigor sobre la cocinera, y Trevallion, el único que todavía habría podido oponerse a ello, no conocía la clemencia.
El ejército había ido a la casa de los Rafferty y echado a Grainné y sus hijos. La cocinera lloró y suplicó, pero los esbirros de la Corona eran inflexibles. Cuando la familia se quedó en la calle con las pocas posesiones que consiguió salvar, derribaron las paredes de la casa y prendieron fuego a los restos.
La madre y sus hijos se retiraron entre sollozos. Nadie les brindó siquiera la posibilidad de alojarse temporalmente en su casa. Tenían hasta la noche para alejarse de las tierras de Wetherby.
—El único culpable de todo esto es Drury… —se lamentaba Grainné, señalando los escombros humeantes de la cabaña de los Drury.
No obstante, Fiona Drury y sus hijos no le habían concedido a Trevallion el placer de ver cómo les desahuciaban. La misma noche, después de que apresaran a Billy, habían huido a las montañas.
—Tan cristianos que se hacían, pero, en el fondo, de la misma calaña que el abuelo —gruñía Grainné.
Sin embargo, seguro que Fiona también se había marchado llorando. La madre de Michael nunca había querido vivir en las montañas. Pero al menos para ella había habido una salida; en cambio, para Grainné no había esperanza alguna.
—A lo mejor encuentras un empleo en la ciudad —la consolaba la madre de Kathleen—. Las chicas pronto serán mayores para trabajar…
Las mujeres del pueblo se iban acercando quejumbrosas a la condenada y le daban a escondidas pequeños obsequios. La señora O’Donnell le entregó, muy a su pesar, el último saquito de trigo de la reserva de regalos de Trevallion.
Grainné asintió agradecida. Luego emprendió con sus hijos el camino hacia lo desconocido.
Kathleen soportó sin quejarse los reproches de su madre y el bofetón de su padre. No contó dónde había estado, pero los padres lo intuían.
—¡Y a estas alturas, Trevallion ya sabe lo que ocurre! —exclamó enfadada la madre—. ¡Con el buen partido que habría sido! Pero no, ¡tenías que irte con un bribón, un ladrón y un destilador clandestino! ¡Tendrá que pasar mucho tiempo antes de que se eche tierra sobre este asunto! Esperemos que al menos todavía seas virgen…
Kathleen no hizo comentarios. Su madre no tardaría en reparar en que las cosas se habían torcido del todo.