3
—O sea, si quieres comprar esta granja, Michael, no deberías quedarte con las ovejas de MacDuff. Búscate una raza buena, las grandes granjas venden animales de cría.
El pequeño y brioso caballo negro de Kahleen hacía escarceos. Se estaban acercando lentamente a Dunedin y con ello a su establo. Y Kathleen resumía a Michael las conclusiones de su viaje. Por enésima vez, o al menos eso le parecía a él. Durante toda la cabalgada de regreso no habían hablado de otra cosa que de sus sugerencias para la adquisición y gestión de una granja de ovejas.
A Michael se le estaba agotando la paciencia, por muy preciosa que fuera Kathleen, por muy relajada que cabalgara a su lado y por muy habilidosa que fuese con su montura. Si tenía que ser sincero, hasta eso le sacaba de quicio. Habría preferido llevar a Kathleen en un carruaje a su lado, apretada contra él y tan tierna como antes. Nostálgico, pensó en sus escasas salidas juntos con el burro de O’Rearke. Ella apoyaba la cabeza sobre su hombro, se abrazaba a él y le cedía las riendas. Sin embargo, ahora hablaba como si quisiera encargarse ella misma de la cría de ovejas.
—¡No hay dinero suficiente para eso! —señaló molesto. Ya se lo había dicho varias veces, pero ella no lo tenía en cuenta.
—¡Pues entonces empieza con bueyes hasta que hayas ganado lo suficiente! —respondió con pragmatismo—. Los bueyes son un negocio más seguro en Otago, desde la fiebre del oro. Hay miles de buscadores de oro, hombres que trabajan duro, que después de partirse la crisma de sol a sol se mueren por un bistec bien hecho. Naturalmente, necesitas reforzar los establos, pero lo tendrías que hacer de todos modos. Más adelante necesitarás cuadrillas de esquiladores y hoy en día reclaman que los cobertizos de esquileo sean seguros.
Michael suspiró. Más valía dejarla hablar. A lo mejor volvería en sí cuando llegaran a Dunedin.
Pero Kathleen estaba imparable.
—Si es que al final compras esa granja. Deberías pensártelo. Más de quince kilómetros de distancia de la ciudad más próxima, Michael. Y de momento Queenstown no es más que un campamento de buscadores de oro algo más decente. Tal vez un día se convierta en una ciudad, o tal vez no. No es nada que me incumba, pero…
Michael aguzó los oídos.
—Kathleen, claro que te incumbe.
Acercó el caballo blanco al negro y más pequeño de ella, que enseguida se dispuso a morderlo. Lizzie seguramente se habría caído del susto. Kathleen lo castigó con un breve golpe de fusta.
—También debería ser tu granja, a fin de cuentas queremos vivir juntos allí.
Una sombra cruzó el rostro de Kathleen. Durante unos minutos pareció luchar consigo misma, hasta que refrenó su caballo y se volvió hacia él con expresión grave.
—Michael —dijo en voz baja pero decidida—. Te amo, pero no quiero una granja. No quiero ir reuniendo ovejas y ayudarlas a parir en las noches heladas, y menos quiero vivir a kilómetros y kilómetros de la ciudad más cercana. ¡No sabes lo sola que una se siente!
—¡Pero estaríamos juntos! —objetó él—. ¿Cómo vas a sentirte sola conmigo? Nosotros… nosotros siempre habíamos soñado con una granja. ¡Ya en Irlanda!
Kathleen desmontó y dejó que el caballo la siguiera. Las primeras casas de Dunedin ya estaban a la vista, llegarían al establo de alquiler de Sullivan en pocos minutos. Era evidente que quería demorarse. Primero había que decir todo lo que quedaba por decir.
Michael detuvo el caballo blanco y la imitó. Avanzaron un par de pasos en silencio el uno junto al otro. Entonces Kathleen empezó a hablar.
—Michael… Irlanda… ¡Han pasado diecisiete años! La mitad de nuestra vida. En ese tiempo han ocurrido muchas cosas, a ti unas y a mí otras… No sé si podemos recuperar ese tiempo perdido. De lo que estoy segura es de que no quiero volver a vivir en una granja. Y mis hijos tampoco.
—¡Sean también es hijo mío!
—Sean es casi un adulto. Sabe lo que quiere. Mucho mejor que nosotros entonces. Es un chico inteligente y yo te doy las gracias por ese hijo maravilloso. Por Sean ha valido todo la pena, incluso si a veces tuve mis dudas. Pero no puedes recuperar los años que no pasaste con él. Sean…
—¡Él echa de menos a ese reverendo! —la interrumpió Michael—. Nunca te lo he preguntado, pero ¿qué hay entre tú y Peter Burton? —La miró con ojos centelleantes.
—¿Y si hubiera algo…? —respondió Kathleen enterneciéndose—. ¡También había algo entre tú y Elizabeth Portland!
—¡Es distinto! Nosotros somos dos partes de un todo. ¡Entre nosotros hay algo santo! Lizzie es… era…
Kathleen le pidió con un gesto que callara.
—No sé lo que Lizzie es o era. Tu pasado no me interesa y el de ella en absoluto. Me interesa el futuro. Y a ese respecto, has determinado mi vida durante diecisiete años. Me casé con Ian por ti, abandoné Irlanda por ti. No lo planeaste, pero fue por ti. He hecho lo que tú querías, crie dignamente a tu hijo. Pero si realmente nos pertenecemos de forma definitiva porque así lo ha querido Dios, entonces tienes que adaptar tu vida a la mía. Monta algo en Dunedin. Un negocio o lo que sea. Quiero vivir contigo, Michael, pero también quiero a mis hijos, y a Claire y mi tienda…
—¿Y a tu reverendo? —preguntó él con sorna.
Ella levantó la mano y le propinó un bofetón. Fue un acto reflejo, como a menudo le había sucedido con Colin y muy raras veces con Sean y Heather. Sin pronunciar palabra se lo quedó mirando. Apenas si podía creer lo que pensaba: Michael, su maravilloso amor, que siempre había sabido encontrar remedio a las cosas, que siempre la había hecho reír, que le había parecido fuerte y bueno… ahora se estaba comportando como un majadero.
Kathleen apoyó el pie en el estribo, se dio impulso y se sentó a lomos del pequeño caballo negro. Sola, sin ayuda.
—Piénsatelo, Michael —dijo calmadamente. Y partió al galope.
Le daba igual que él la siguiera o no.
Se sentía cansada y sucia cuando por fin dejó el caballo en el establo de alquiler y llegó a su casa en George Street. Lo único que deseaba era quitarse el traje de montar sudado, tomar un baño caliente y meterse en una cama de verdad. Lamentaba ahora haberse estrujado la cabeza pensando en Michael y la granja. Ahora le tocaba a él. Si quería vivir con ella, tenía que hacerle otra propuesta.
Entró y se desató la cinta que le sujetaba el sombrero. En el salón se oían voces y risas. Por lo visto, Claire tenía visitas, pero el que hablaba parecía Sean, al que ya le estaba cambiando la voz.
Claire abrió la puerta de la cocina y salió con una bandeja con té y pasteles.
—¡Kathleen! —parecía asombrada y, para sorpresa de ella, se ruborizó—. No pensaba que vendrías. Me alegro de que ya estés aquí. ¡Tienes visita! —Claire señaló el salón—. Pero pensándolo mejor —añadió cuando se oyeron nuevas risas—, no deberías interrumpir ahora. Sean… ¡Ay, escúchale simplemente!
Acompañó a su amiga al estudio contiguo al salón. Era bonito y acogedor, Kathleen solía recibir y hablar allí con las costureras. Por todas partes había revistas de moda, muestras de tela e hilos, y un maniquí en un rincón. Claire abrió apenas la puerta que daba al salón y dejó que Kathleen mirase. Se llevó el índice a los labios y, en efecto, Kathleen apenas pudo reprimir un grito de sorpresa. En el diván del salón estaba sentada Lizzie Owens —¿o Elizabeth Portland?— y hablaba animadamente con su hijo. Le contaba anécdotas de la vida de Michael y por primera vez Sean parecía interesado por su padre.
—¿Quería navegar con un bote de remos desde Australia hasta Nueva Zelanda? —reía el joven—. ¿Por el mar de Tasmania? Pero ¿no sabía lo lejos que está?
—Y con un velero de un solo mástil —precisó Lizzie—. Y tres colegas. Uno de ellos había sido navegante.
—Pero ¡habrían zozobrado! —exclamó Sean—. ¡Cómo se puede ser tan tonto!
Kathleen frunció el ceño.
—¡Tu padre no es tonto! —dijo Lizzie con determinación—. A veces es… un poco atolondrado. Y quería volver a Irlanda en busca de tu madre, Sean. ¡Y de ti!
—¡A mí no me conocía! —objetó el muchacho.
—Pues hablaba continuamente de ti. Había prometido a tu madre que volvería. Y quería conseguirlo como fuera. Costara lo que costase.
Sean rio.
—¿Y cómo consiguió al final llegar aquí? ¿A nado?
—¿Eso ha contado? —preguntó Lizzie con interés. Le habría gustado saber cómo había explicado Michael la travesía.
—No ha contado mucho. Solo que… bueno, que tuvo un golpe de suerte y que navegó con un gran velero.
Lizzie resopló. Entonces habló de David Parsley. Una versión suavizada para el joven, pero Kathleen y Claire ya se imaginaron lo que había sucedido en realidad.
—Por eso tu padre estaba muy enfadado conmigo —admitió Lizzie al final—. No le gusta engañar a nadie. Pero seguro que al señor Parsley no le ocurrió nada, salvo que todos se rieron de él. Ni siquiera tuvo que pagarse el viaje de su propio bolsillo, lo hizo la compañía o su jefe. Yo no podía dejar que Michael se ahogara.
—Fue un acto muy noble por su parte —dijo Sean—. Quiero decir, que lo haya llevado con usted. Lo del pasaje para la esposa de David Parsley era arriesgado. Y si no hubiese habido ningún sitio libre en el barco, tendría que haberse quedado usted y la habrían atrapado.
—El billete estaba a nombre de Parsley —aclaró Lizzie.
Sean asintió.
—Pero usted podría haberlo modificado.
A Lizzie nunca se le había ocurrido, pero era cierto. Nunca había esperado que Michael le devolviera el favor. Que le dieran las gracias era innecesario. La auténtica heroína de esa historia era solo Lizzie. Sintió que aumentaba en su interior el mana.
—No quería emprender el viaje sin él —admitió.
Detrás de la puerta, Claire y Kathleen se miraron. Claire no dijo nada, pero Kathleen casi creía estar escuchando la observación de Michael: «Solo es una vieja amiga».
Sean sonrió irónico.
—¡Usted estaba enamorada! —dijo con grosería involuntaria.
Lizzie se ruborizó.
—¿Y cómo era entonces Irlanda? —preguntó el joven—. Ese asunto por el que enviaron a mi padre a la Tierra de Van Diemen. Los sacos de grano de Trevallion.
Lizzie se encogió de hombros.
—Eso tendrás que preguntárselo a tu madre. Yo lo conocí en el barco.
—Pero mamá no me cuenta nada —se lamentó Sean—. Al menos nada que tenga sentido. Igual que mi padre. ¿Repartió el grano, lo vendió…?
—A ver, si yo he entendido bien, sirvió para destilar whisky —respondió Lizzie sin ambages—. Ilegalmente, claro. Por un par de sacos de grano nadie obtiene un pasaje a América.
Kathleen y Claire se quedaron sin resuello. Claire nunca había oído hablar de esa historia y Kathleen se sentía avergonzada. Jamás se lo habría contado a Sean. ¿Qué iba a pensar de su padre? Pero, para su sorpresa, Sean se echó a reír, tanto que las carcajadas se convirtieron en un agudo gallo.
—Mi padre, el héroe de la libertad de Irlanda, ¿destilaba whisky durante la hambruna? ¡Tengo que decírselo al reverendo Peter! ¡Es la mejor historia que he oído jamás!
Kathleen pensó agradecida en todas las horas que su hijo había pasado con Peter Burton y en las cuales este no solo le había inculcado un profundo sentido de la justicia, sino también sentido del humor y respeto por las auténticas hazañas. Era cierto, Peter se desternillaría con la «lucha por la libertad» de Michael.
—Destilar whisky —corrigió Lizzie— lo hizo más tarde. En Irlanda se encargaba de ello su familia. Pero en Kaikoura teníamos un pub.
Kathleen creyó llegado el momento de entrar. Sonrió y abrió la puerta del salón.
—Disculpe que interrumpa, miss Portland. Pero acabo de llegar a casa. Y me encantaría escuchar también sus historias.
Michael no pensaba en serio abrir una tienda en Dunedin. Claro que fue evaluando distintas posibilidades en su mente mientras volvía lentamente a la ciudad y luego a su hotel. Pero se horrorizaba ante la idea de una tienda o un local con solo recordar el papeleo que acarreaban. En Mount Fyffe Run se había ocupado de la compraventa de ovejas, pero era siempre George quien llevaba la contabilidad. En el pub de Kaikoura se había encargado Lizzie. Michael solo había sido responsable de las cosas prácticas y ahora no tenía intención de cambiar. Comprendía lo de las distintas calidades de la lana y en su importancia para tejer los vellones, y estaba dispuesto a aprender. Sabía construir buenos establos y se veía capaz de manejar bueyes. Pero ¿un negocio? Tal vez el comercio de la madera u otros materiales de construcción. Sin embargo, no entendía demasiado de maderas y absolutamente nada de piedras. ¿Y encima tener que tratar con proveedores, comerciantes, clientes… incluso banqueros como ese arrogante Dunloe? No, ese no era su mundo. ¡Ni por amor a Kathleen! ¡Jo, su mujer era una desagradecida! Él lo había hecho todo para convertir en realidad el sueño de su vida. Depositaba prácticamente a sus pies una granja. ¿Y cómo reaccionaba ella? ¡Pues encontrándole pegas a todo!
Dejó su caballo en el establo del hotel y fue al pub que había al otro lado de la calle. La situación exigía un whisky, a ser posible irlandés. Llamó al camarero y pidió un Bushmills.
Un par de horas más tarde estaba sentado en el tercer pub, esta vez en el centro de la ciudad, en el Octógono. Echó un vistazo a la recién construida iglesia de San Pablo y se autocompadeció. Pero de repente, una especie de aparición surgió ante sus ojos. Procedente de George Street y en dirección a la iglesia iba Lizzie Owens-Portland. Se movía ágil y con un rumbo determinado, como siempre. Iba erguida, por lo que parecía más alta, algo también habitual en ella. ¿Cómo es que no se daba cuenta hasta ahora? Parecía relajada y tranquila. Justo lo contrario que él…
Michael arrojó una moneda sobre la mesa, dejó la cerveza sin terminar y corrió al exterior.
—¡Lizzie!
Ella se dio media vuelta y pareció que iba a sonreír, como siempre que lo veía, pero frunció el ceño y contrajo los labios.
—Michael —dijo con tono de censura—, ¿te estás gastando el dinero de la granja bebiendo?
Él la miró y lo único que deseó fue abrirle su corazón.
—¡No hay granja! —dijo—. Ella… ella… Lizzie, Lizzie, yo… me gustaría hablar contigo. ¡Tengo que hablar contigo!
Lizzie se volvió hacia otro lado.
—No sabía que todavía tuviésemos algo que hablar —apuntó—. Ahora tienes otra vida, una «vida adecuada». ¿No lo dijiste una vez así? Por lo que te deseo mucha suerte con Kathleen. Cuando tengas algo que hablar, hazlo con ella.
Se puso de nuevo en marcha.
—¡Es que justamente no la tengo! —gritó Michael y le cerró el paso—. No tengo otra vida. ¡Ella no me quiere! Kathleen… ¡después de todo, no me quiere! —Las palabras salieron de su boca como un desgarro.
Lizzie contuvo el impulso de abrazarlo. Esta vez no se lo pondría tan fácil. Se acercó a él, pero no lo tocó.
—¿Después de todo? —repitió con severidad—. ¿Después de qué? ¿Has compartido algo con Kathleen durante todos estos años?
—¡Sabes muy bien que siempre pensaba en ella! Cada maldito día que pasaba después de dejar Irlanda.
Lizzie asintió y miró incómoda alrededor. No estaba bien discutir en medio de la calle. A continuación tiró de Michael hacia el frío atrio de San Pablo. Quería pasar a recoger al reverendo Peter en la iglesia, pero al parecer no había concluido su entrevista con el nuevo obispo.
—Ah, sí, ya sé —dijo con tristeza—. Cada día me comparabas con ella, o más bien con el recuerdo que tenías de ella. Kathleen, la guapa, la reina, la pura… «Mary» Kathleen. Y frente a ella, Lizzie la puta.
—Lizzie, yo nunca quise… No tenía esa intención.
Michael arrugó la frente lleno de arrepentimiento, un gesto al que la joven nunca había podido resistirse. En ese momento ni lo miró y siguió hablando decidida y enfadada.
—¡Claro que tenías intención! —dijo sin piedad—. Pero ha llegado el momento de despertar. ¡Tu querida Kathleen ya no es la que era! Se ha vendido como yo. Porque a veces no queda otro remedio. Y entonces da igual que una vaya al altar con un desgraciado con tal de poder criar a su hijo dignamente, o la otra, para no morirse de hambre, se vaya a la cama con clientes que pagan. ¡O vea incluso cómo se hunde el hombre que ama! ¡Sin mí, Michael, te hubiesen matado a palos por fugitivo, o te habrías ahogado en el mar de Tasmania, o te hubieses emborrachado hasta caer muerto porque tu vida entre la caza de la ballena y el esquileo no tenía ningún sentido! Para eso necesitaba mana, Michael, aunque no te guste. Kathleen es como yo. Con la única diferencia de que yo te quiero ¡y ella no!
Michael, cuya mirada había ido errando por las velas y las imágenes de santos que había en la capilla de entrada, clavó la vista en ella.
—¡Claro que me quiere! Cómo puedes decir algo así. Kathleen siempre me ha querido, ella…
—Ha querido al muchacho que la besaba en el prado junto al río Vartry. Tal vez también al aventurero que se rebeló contra la autoridad. Pero ¿te imaginas a Kathleen en los yacimientos de oro? Y ya la has oído: no tiene intención de dejar su preciosa tienda e ir a criar ovejas contigo a Otago.
Michael no preguntó cómo lo sabía. Estaba demasiado indignado y aturullado.
—¡Es lo que piensa ahora! —replicó obstinado—. Pero al final se avendrá. «¡Allá donde tú vayas, también iré yo!» ¿Sabes lo que significa eso, Lizzie?
Ella no pudo reprimirse y le propinó un bofetón. Bastante torpe, le faltaba la práctica de Kathleen.
—¡Lo vivo, Michael! ¡Desde hace muchos años lo vivo! Pero ahora ya basta. Hago como Kathleen. ¡Hago lo que quiero! —Y retomó su camino, pero todavía se dio media vuelta—. Por cierto, tienes un hijo estupendo. He podido conocerlo y ha sido para mí un placer. Espero que nuestro hijo sea igual de inteligente y razonable. Y puesto que esta vez las circunstancias económicas no serán problema, no tienes que preocuparte: ¡yo lo criaré dignamente!
—¿Has hablado con Lizzie? —preguntó Michael.
Estaba intimidado, era extraño estar sentado tan formalmente frente a Kathleen. Había querido verla, pero ella no lo había invitado a su casa. En su lugar, se habían encontrado en el café de su hotel. Kathleen balanceaba grácilmente una tacita de té entre dos dedos y tomaba un trozo de pastel. Era el tipo de pastelito que muchos años atrás había robado en la cocina de la casa grande y repartido generosamente con él. ¿Había compartido él alguna vez algo con ella, en realidad? ¿Salvo el amor y las preocupaciones?
Michael no podía olvidar los campos junto al río. Entonces comían el pastelillo con hambre. Ahora, para él no era más que una nadería dulce en un delicado plato, y para ella una exquisitez cotidiana que uno tomaba como de paso.
Kathleen asintió.
—Sí. Y no me dijiste la verdad. No es una vieja amiga. Es… es tu otra mitad. Precisamente lo que yo nunca fui.
—¡Lo que tú no pudiste llegar a ser! —protestó él—. Las circunstancias estaban en contra nuestra. Pero si las cosas hubiesen salido bien, si hubiésemos ido a América…
—Estaríamos en algún agujero de Nueva York. Tú y Sean estaríais trabajando en una fábrica y yo sería costurera. Para criar a nuestros hijos y sobrevivir de algún modo. Michael, ¡sin Lizzie no lo habrías conseguido jamás! ¡No tendríamos ninguna granja en Wyoming o una fábrica en Boston o lo que fuera! Yo tampoco lo habría conseguido. Nuestro negocio fue idea de Claire, no mía. ¡Nosotros dos habríamos sobrevivido a duras penas! Justamente porque no somos dos mitades de un todo. Tu otra mitad es Lizzie Portland. Y la mía…
—¿Quieres volver con el reverendo?
—«Volver» no es la palabra, nunca estuve con él. Pero ha llegado el momento de que progrese. Hasta ahora, mi otra mitad era Claire. Pero se casará con Jimmy Dunloe en cuanto consiga de una vez el divorcio. Y yo… yo solo puedo esperar que Peter me perdone. Él no es mi pasado, Michael, pero sí mi futuro. —Kathleen lo miró casi con insolencia.
Michael agachó la cabeza.
—Lizzie dice que da igual… pasado y futuro —dijo pensativo. Por primera vez no sintió celos al oír el nombre de Peter Burton—. Al menos eso opinan los maoríes: siempre necesitamos una montaña que nos amarre al aquí y el ahora. Maunga… lo llaman maunga.
Kathleen sonrió.
—¿Lo ves? Lizzie es tu maunga. Si es que puede serlo una persona. Pero yo no lo soy. No soy lo bastante fuerte para amarrarte, yo misma necesito un ancla. Ya veremos si Peter consigue serlo —sonrió—. Petrus, la piedra. La idea no debería parecerle nueva.
—Pero… —Michael todavía no daba su brazo a torcer—. Pero ¿qué sucede con nuestro amor, Kathleen? Estaba aquí… todavía lo está.
Kathleen lo abrazó.
—Y permanecerá. O una sombra de lo que fue. Pero no me necesitas para ser feliz. Necesitas a Lizzie… si es que ella todavía te quiere.
—¿No estás enfadada? —preguntó él, y ella puso los ojos en blanco.
—No estoy enfadada, pero eso da igual. Pregúntate antes si Lizzie todavía te quiere.
Michael puso cara compungida.
—En nuestro último encuentro parecía que sí —admitió—. Pero yo… yo ya lo sabía. ¿Sabes… sabes que está embarazada?
En su rostro apareció el brillo que Kathleen había recordado toda su vida. La misma expresión de entonces, cuando ella le dijo que esperaba a Sean, rogando que estuviera preparado para enfrentarse a la idea de tener un hijo. A lo mejor Michael necesitaba más tiempo para todo.
Kathleen asintió.
—¡Trata entonces de encontrarla! —le aconsejó.
Michael se irguió imbuido de confianza en sí mismo.
—Lo haré. Y si es necesario pondré patas arriba esta isla…
Kathleen puso la mano sobre la de él, sosegándolo.
—Michael, limítate a pensar antes de poner Nueva Zelanda patas arriba. ¡O si te da por cruzar el mar de Tasmania en solitario! Para Lizzie también tiene que haber un maunga.