6
La primavera volvió a dar vida al campamento de buscadores de oro y, sobre todo, a Dunedin. De nuevo entraban los barcos uno tras otro en el puerto de Otago y miles de nuevos aventureros acudían en masa al río Tuapeka. Pero también por tierra llegaban nuevos buscadores y quienes querían convertirse en ellos.
Dos de estos últimos aparecieron en Dunedin a comienzos de las vacaciones de primavera: Rufus Cooper y Sean Coltrane. Después de rogar durante meses, también el señor Cooper accedió, por fin, a que visitasen al reverendo, aunque no sin hacerle prometer a Peter Burton que enviaría de vuelta a su hijo en cuanto acabasen las vacaciones. Tanto si el joven quería como si no.
—¡Y tú cuidas de él! —advirtió a Sean antes de que los chicos emprendieran el viaje a caballo.
Los dos habían pasado horas cargando sus caballos con todos los utensilios posibles para acampar y cavar, aunque eso no era necesario. Kathleen quería acompañarlos al campamento y llevaba un carro lleno de suministros. Iba cargado de material para la enfermería, lonas de tienda y provisiones varias, pero un par de sacos de dormir y de palas también habrían cabido en el carro, opinaba Kathleen con gesto cómplice.
Los jóvenes, sin embargo, rechazaron el ofrecimiento.
—A los auténticos buscadores de oro no los acompaña su mamá —declaró Sean con firmeza, haciendo reír a Kathleen.
—En algunos casos, tampoco estaría tan mal que lo hiciera —respondió ella.
Esa primavera, Kathleen estaba de un humor excelente. Le hacía ilusión esa salida a la montaña y volver a ver al reverendo Burton, aunque nunca hubiese admitido esto último. En contra de lo que cabía esperar, se había adaptado bien a Dunedin. Al principio había tenido un miedo cerval a que la descubriesen, ya que se encontraba en una floreciente localidad. Dunedin tenía un ayuntamiento electo y un reglamento comercial e industrial: Kathleen y Claire estaban formalmente registradas y su negocio era conocido. Si Ian la hubiese buscado, podría haberla encontrado sin problema.
Pero habían pasado cuatro años desde su fuga. Ian debía de haberse resignado y, además, Dunedin ya no era una ciudad pequeña y accesible. No dejaba de crecer y ofrecía el correspondiente anonimato. Kathleen se atrevía incluso a asistir a representaciones teatrales o exposiciones de arte con Claire y Jimmy Dunloe. Podía permitirse sin esfuerzo pagar una entrada. Lady’s Goldmine arrojaba buenos beneficios, Kathleen diseñaba nuevos esbozos para vestidos y sus costureras apenas si alcanzaban a cumplir todos los encargos. Claire disfrutaba con los accesorios que pedía a Londres y París. Utilizaba su estilo y buen gusto para aconsejar a las clientas con encanto y acierto y se la consideraba una de las mujeres mejor vestidas y más elegantes de la ciudad. Kathleen se preguntaba cuándo el señor Dunloe la pediría en matrimonio y cómo reaccionaría ella. Pero Claire nunca hablaba al respecto. Así que tampoco Kathleen sacaba el tema a colación.
También Kathleen tenía sus admiradores, o habría podido tenerlos si no hubiese sido tan retraída. Pocas veces aparecía en público y solo respondía con monosílabos cuando los hombres le dirigían la palabra. No obstante, su extraordinaria belleza, ahora madura, no podía esconderse. Su forma de vestir era más modesta que la de Claire, pero su abundante cabello dorado, su tez clara y ligeramente matizada por un tono miel, y sus ojos de un verde esmeralda la convertían en el centro de todas las miradas. Por primera vez en su vida, Kathleen tenía tiempo para cuidarse. Ya no tenía la piel tostada por el sol ni los labios agrietados, y sus manos ya no estaban ásperas y endurecidas de trabajar. Estaba delgada pero no flaca, y poco a poco volvía a mirar a las personas a los ojos. Las pesadillas eran más escasas, empezaba a olvidarse del maltrato y las humillaciones de Ian. Seguía luchando con su sentimiento de culpabilidad, y aún más porque el nuevo sacerdote católico de Dunedin no la absolvía.
—¡No deberías haber abandonado a tu marido! —la regañó tras la primera confesión—. Da igual lo que sucediese. Lo que Dios ha unido no puede separarlo el hombre. Tendrías que haberte quedado con él e intentado ser una buena esposa.
El padre Parrish no tuvo en cuenta que Kathleen objetase que ya lo había intentado suficientes veces. Le aconsejaba que regresara a Christchurch, pero la sumisión de Kathleen a la voluntad divina no llegaba hasta ese extremo.
—A vosotros no os unía Dios, sino la pura necesidad —argumentaba Claire—. A ti Dios te había unido a ese Michael. Con él deberías haberte casado. ¿No podías haberte ido con él a Australia?
Kathleen nunca había pensado en esa posibilidad, pero ya era demasiado tarde. Y, por añadidura, a esas alturas la joven mujer se veía camino de cometer un pecado todavía peor al de dejar en la estacada a su marido maltratador. Cada vez que Peter Burton iba a la ciudad, sentía crecer en su interior su afecto hacia el joven reverendo. Burton la hacía reír, la entretenía con anécdotas sobre el campamento de buscadores de oro y se ocupaba de Sean y Heather. Nunca perdía la paciencia, no se metía donde no lo llamaban y cuando le ofrecía el brazo al salir a pasear, ella se sentía relajada y segura. Cuando la cogía de la mano o ella rozaba su pierna sin querer al subir a la calesa, su corazón latía más deprisa. No era aquel anhelo intenso que había sentido con Michael, pero había algo… Cuando Burton llegaba a la ciudad, Kathleen se sentía más joven y ligera y flotaba todo el día.
A veces cuando estaba sentada frente al cuaderno de diseños y no se le ocurría nada, se sorprendía dibujando la imagen de Peter Burton en el papel: su nariz algo torcida —algo había salido mal cuando boxeaba en la universidad—, sus labios carnosos y su rostro oval con el mechón castaño claro que le caía sobre la frente. Los ojos amables y tranquilos, que, pese a ello, tan vivamente podían relucir cuando algo lo conmovía. Kathleen sabía que eran castaños y emanaban un brillo ambarino. Por fin se atrevía a mirarlo a los ojos el tiempo suficiente para poder estudiar su mirada.
Trataba de no pensar en las posibles consecuencias de sus sentimientos. Pero se permitía experimentar la pura alegría del reencuentro en el campamento. Era la primera vez que subía allí, Peter no había querido recibir ninguna visita en Gabriel’s Gully, en especial de una dama. Sin embargo, el nuevo campamento parecía más civilizado. Algunos buscadores de oro habían llevado incluso a sus esposas y construido cabañas de madera, y últimamente el reverendo daba clases diarias de lectura y escritura a un puñado de niños.
—¡Presta atención, mamá, después de las vacaciones seremos ricos! —anunció Sean, mientras se adelantaba al lado de Rufus.
Heather se estrechó contra Kathleen.
—¿Tú crees que yo también podré lavar oro? —preguntó con su voz cristalina, otro legado de su madre. Heather apenas tenía nada de los Coltrane. Salvo por los ojos castaño oscuro, que contrastaban maravillosamente con su cabello claro, era el vivo retrato de su madre.
Kathleen asintió.
—Seguro, el reverendo Burton nos enseñará cómo hacerlo ¡y entonces encontraremos el doble de oro que todos los chicos juntos!
De hecho, Kathleen apenas llegó a ver el paisaje que rodeaba el campamento. El nuevo asentamiento había crecido hasta convertirse en una pequeña ciudad, y la iglesia de Peter Burton y el centro de la congregación formaban uno de los puntos centrales. Las otras mujeres de la comunidad enseguida rodearon a Kathleen. El hospital, el comedor para los necesitados, la escuela… en todas partes se requería ayuda y, a ser posible, femenina. Seguía habiendo pocas mujeres en el campamento, pero al menos las que había ahora no eran solo prostitutas. Las voluntarias de la congregación de Peter se reclutaban entre las esposas e hijas del tendero, el cartero y el prestamista del campamento. Las esposas de los buscadores de oro colaboraban en escasas ocasiones, pues la mayoría solía trabajar en los yacimientos tan duramente como sus maridos. Muchas no lo aguantaban, sufrían abortos y accidentes, llenando así el pequeño hospital de la comunidad. Ya la primera noche después de su llegada, Kathleen asistió dos partos, si bien habría preferido pasar la tarde con Peter.
—¡Sería usted una estupenda esposa para un párroco! —exclamó la mujer del dueño del colmado.
Kathleen se puso como la grana. No había demostrado la alegría que le producía el reencuentro y Peter ni siquiera la había besado en la mejilla. Pero ya se hablaba de la relación de Kathleen con el reverendo y las matronas del campamento tramaban planes de boda. Tendría que ser prudente. No se atrevía ni a pensar en lo que dirían esas buenas mujeres cuando se enterasen de que ella era católica.
Sin embargo, pese a la continua vigilancia de las matronas, pasó unos días feliz al lado del reverendo. Casi nunca estaba sola con él, pero disfrutaba por el hecho de poder ayudarlo y también le gustaba ver cómo trataba a sus feligreses. Kathleen se sentía dichosa en la nueva colonia de Tuapeka.
No obstante, Peter estaba un poco decepcionado. Había esperado contar con más tiempo para ella, pero precisamente durante su visita el campamento se había visto desbordado por una avalancha de recién llegados. En todos sitios se reclamaba la presencia del reverendo para solventar disputas, dar consejos y establecer nuevas normas para definir nuevas concesiones y la colocación de nuevas tiendas.
—Hoy me acompañarás, ¿de acuerdo? —le pidió a Kathleen una mañana soleada que parecía hecha para una comida campestre.
Sean y Rufus se habían marchado pronto y emocionados en busca de oro, con las alforjas llenas de provisiones, y se habían llevado a Heather. La «pequeña» ya había cumplido los trece años y no permitía que la dejaran de lado tan fácilmente. Para indignación de los dos jóvenes, demostró ser muy diestra en el lavado del oro. En la primera semana había lavado oro de los ríos y arroyos por treinta libras y ahora se sentía rica; superaba a su hermano con creces, naturalmente.
Su madre pensaba menos en los placeres veraniegos. Kathleen estaba limpiando verdura con otras mujeres para la comida de los pobres, cuando Peter pasó por delante de la mayor tienda del centro comunal con un carro tirado por mulas.
—Tengo que ir a buscar leña al otro extremo del campamento —anunció—. Los hombres han talado árboles para hacer sitio para más tiendas y nos regalan los troncos. Si encuentro a un par de personas más que me ayuden, podremos construir un edificio sólido para el hospital. Al menos un pabellón para mujeres.
Encontrar ayudantes para eso sería difícil, pues todos los hombres hábiles corrían cada mañana a los yacimientos de oro. Incluso las primeras pacientes de Kathleen ya se habían vuelto a ir con sus bebés. Envolvían a los pequeños en mantas y los colocaban a orillas del río en que intentaban lavar oro.
Kathleen subió al carro con Peter Burton y él guio el caballo con mano segura entre las tiendas, los animales de carga y los hombres que discutían y reían. Entretanto, le comentaba a Kathleen que esos días la veía muy bien. La joven parecía por fin sentirse segura, se lo pasaba bien con el trabajo y en Dunedin todo parecía estar en orden. Incluso reía abiertamente cuando él bromeaba y estaba preciosa.
Era un día de primavera cálido pero ventoso, unos mechones se habían desprendido del peinado recogido de Kathleen y Peter se atrevió a ponerlos en su sitio delicadamente con la mano. Unos meses antes, la joven se habría apartado asustada, pero ese día arrimó el rostro un segundo a su mano, que todavía estaba en su mejilla. Con cuidado, Peter bajó el brazo y rodeó con él los hombros de la mujer para estrecharla brevemente contra sí. Kathleen levantó la vista y él se quedó prendado de sus ojos radiantes. Las mulas tendrían que abrirse paso solas por el campamento, pero únicamente había un camino batido y no se desviarían.
Kathleen dirigió al reverendo una sonrisa tierna, pero de repente se quedó helada. Sus rasgos, poco antes relajados y llenos de alegría interior, se contrajeron en una mueca de espanto.
—¡Sigue! —susurró a Peter. Ella misma intentó coger las riendas—. ¡Deprisa, más deprisa! Tengo…
Su tono era tan apremiante que Peter no preguntó, sino que azuzó los animales, no sin antes echar un vistazo por encima del hombro. Algo que Kathleen había visto cuando lo estaba mirando le había dado un susto de muerte. Tanto, que ahora se acurrucaba junto a él y escondía el rostro. Parecía como si quisiera ovillarse debajo del pescante.
Peter no distinguió nada que hubiese podido provocar esa reacción. Junto al camino se veía una escena totalmente normal en Tuapeka. Dos recién llegados, un hombre de cabello oscuro y un joven rubio, estaban descargando su carro y el hombre discutía con el vecino acerca de dónde colocar la tienda. Ninguno de ellos había prestado atención al vehículo de Peter ni a la mujer sentada en el pescante.
—¿Qué sucede, Kathleen? Cuéntamelo. —Peter refrenó un poco los animales cuando llegaron a una parte más concurrida del campamento. Ella estaba temblando como una hoja.
—Para… Para, por favor… —murmuró—. Sí, aquí… Yo… lo siento… Sean… los niños… Yo tengo… tengo…
Kathleen saltó del carro, miró alrededor como acosada y luego echó a correr como alma que lleva el diablo.
El reverendo Burton se quedó desconcertado. ¿Qué podía haber hecho para asustar de ese modo a Kathleen? Desechó esa idea al instante. No; tenía que haber sido otra cosa. Sin perder tiempo, dio media vuelta. Ya pasaría a recoger después la madera, primero tenía que encontrar a Kathleen y averiguar qué la había sobrecogido de tal modo. Ella parecía correr hacia la iglesia: un indicio, al menos, de que no huía de él. Entre las tiendas se atajaba el camino, llegaría antes que él con el carro. El reverendo volvió a observar el lugar donde Kathleen se había asustado. El hombre y el joven habían desaparecido. Por lo visto, el vecino gruñón se había impuesto y habían tenido que ir a montar la tienda a otro lugar. ¿Tendría algo que ver el pánico de Kathleen con esos dos individuos? ¿Los conocía? ¿O se trataba del vecino? Pero ¿qué podía tener ella que ver con aquel viejo y malhumorado maleante de Australia? Peter Burton decidió averiguarlo más tarde. Sumamente inquieto, azuzó las mulas y las detuvo cuando llegó al hospital y la iglesia.
—¿Dónde está miss Kathleen? —preguntó a las mujeres que todavía estaban allí limpiando verdura. Conversaban animadamente y levantaron la vista hacia él.
—¿Se han peleado? —preguntó la esposa del tendero.
Peter no se dignó a contestar.
—¿Dónde está?
—Acaba de pasar por aquí, pálida como si hubiese visto un fantasma. Corría hacia el establo. ¿Ha ocurrido algo, reverendo? —Era la esposa del encargado de correos.
Peter saltó del pescante y siguió a Kathleen. Un diligente escocés alquilaba allí el lugar donde dejar los caballos y de ese modo ganaba más que la mayoría de los buscadores de oro. Kathleen estaba enganchando sus caballos.
—Yo… yo… tengo que irme… —balbuceó presa de la agitación cuando vio a Peter.
—Pero Kathleen… ¿tan de repente? Cuéntame qué ha pasado. ¿He hecho algo indebido?
Él quería abrazarla o al menos tranquilizarla, que lo mirase, pero Kathleen no se detuvo. Tampoco parecía tener la intención de recoger sus cosas de la tienda del hospital, donde dormía.
—¿Tú? No, no, claro que no. Peter… tienes que encontrar a Sean… O espera a que los chicos y Heather vuelvan. Diles… diles que tienen que regresar inmediatamente, ¿de acuerdo? A lo mejor encuentras a alguien que los acompañe. Le pagaré… Pero nosotros… nosotros tenemos que… —Saltó al pescante y sacó el tiro de la cochera—. Lo siento, Peter. Lo siento de verdad…
Puso los caballos al trote en cuanto hubo salido del establo. Se dirigió a la carretera que conducía a Dunedin.
Peter se quedó estupefacto.
Sin hacer caso de las curiosas que seguían a Kathleen con la mirada y lo observaban también a él, no precisamente con buenos ojos, el reverendo volvió a su carro. Fuera lo que fuese lo que había sucedido, debía ir a recoger la madera antes de que apareciese otro comprador. Pero a continuación buscaría a ese hombre y ese joven cuya visión tanto había perturbado a Kathleen.
Pasó un buen rato hasta tener cargado el carro y poder regresar a la iglesia. No obstante, todavía había luz cuando pasó por el lugar donde Kathleen había sido presa del pánico. Vio al vecino con quien se habían peleado aquellos dos. Un australiano, Peter lo conocía superficialmente. El reverendo tiró de las riendas.
—Buenas, Terrence, ¿qué tal vamos?
El buscador de oro movió la cabeza.
—Buenas, padre. No muy bien. Poco rendimiento y muchos problemas. —Se rascó la cabeza casi calva.
—He visto que discutía. ¿Vecinos nuevos?
—Bah, he logrado convencerlos de que se fueran. ¿Qué se piensa la gente? Uno necesita un poco de espacio para respirar, y bien sabe Dios que aquí hay espacio de sobra para montar una tienda. Aunque no tan céntrico.
Era cierto. Las nuevas áreas de acampada señaladas estaban lejos de las tiendas y los pubs.
—¡Y el tipo quería encima hacer negocio con los caballos! Además de buscar oro… Intentó venderme a un precio de baratillo los dos mulos que lleva.
Peter frunció el ceño.
—¿Cómo se llamaba? ¿Se ha presentado?
Terrence sacudió la cabeza.
—Qué va, no hemos sido tan educados. ¿Por qué? ¿Quiere comprar un mulo? El suyo ya está entrado en años. Pero los animales de ese sujeto tampoco son jóvenes, aunque brillan que da gusto. —Por lo visto, Terrence entendía de caballos.
—¿Tiene idea de hacia dónde se han marchado?
Terrence hizo un gesto de ignorancia.
—Supongo que a las nuevas zonas de acampada. O a buscar camorra a otro lugar. Ese tipo tiene malas pulgas, reverendo. Es mejor que se mantenga alejado de él.
Peter reflexionó sobre qué era mejor y decidió dejar primero el carro. En el establo ensilló la mula que Kathleen le había regalado de despedida y avanzó a través del campamento. Con la montura tenía más movilidad y tal vez encontraría lo que buscaba, y además podría pretextar que quería cambiar al animal: el método más seguro para entablar conversación con un tratante de caballos.
«Ese tipo tiene malas pulgas…» Peter decidió confiar en la intuición de Terrence y se dirigió primero al pub más cercano.
—Buenas tardes, chicos —saludó a los presentes—. Acabo de oír que ha llegado un tratante de caballos. ¿Sabe alguien dónde para?
—¿Uno gordo y moreno? —preguntó el tabernero—. Ha pasado por aquí. Quería instalarse aquí al lado, el muy caradura. Ha ido al lado de Janey. Puede hacerlo, y ella no puede negarse.
—¿Junto al burdel de Janey? —se sorprendió el reverendo—. He oído decir que lo acompaña un chico joven…
—No muy sensible, por lo visto. —El tabernero sonrió irónico y los hombres se echaron a reír—. ¿Un chupito, reverendo?
Peter se despidió sin aceptar el trago de whisky. Definitivamente, se le había despertado la curiosidad y Janey’s Dollhouse, como se llamaba la casa de lenocinio, estaba justo en la esquina. Vio una tienda recién montada, y un hombre y un joven que llevaban cosas del carro a su nueva vivienda. Los mulos pacían junto a las largas cuerdas con que después sin duda tropezarían los clientes borrachos de Janey.
El reverendo pensó de nuevo cómo iniciar la conversación, pero el hombre de inmediato tomó la iniciativa. Con los ojos inyectados en sangre, pero despiertos y duros, miró la mula de Peter. Primero de forma rutinaria, luego con creciente interés.
—Bonito animal —observó—. ¿De dónde lo ha sacado?
Burton se sorprendió. Si el hombre era un tratante, debería saber dónde se compraban mulos. Decidió andarse con cuidado.
—Lo compré en algún sitio de Christchurch —respondió—. Pero estoy pensando en venderlo. A veces cojea.
El hombre, que era corpulento, sonrió.
—Ya me lo imaginaba. Sí, alguien le ha tomado el pelo, señor… oh… padre… —Se percató del alzacuellos y se inclinó.
—Reverendo. Reverendo Peter Burton.
El hombre emitió una risa jovial.
—Vaya… uno cree que esto es un antro de perdición, ¡y con el primero que hace negocios es con un representante de la Iglesia! Me alegro de conocerle, reverendo. Y será todo un honor para mí venderle el mejor mulo que existe entre Invercargill y Auckland. —Tendió la mano a Peter—. Si permite que me presente: Ian Coltrane.
Ian no había encajado nada bien que Kathleen se escapara de su casa. Si bien no añoraba especialmente a su esposa, sí echaba de menos la mano de obra. El comercio itinerante de caballos precisaba de la granja como punto de apoyo. Alguien había de quedarse ahí y cuidar de los animales que Ian no se llevaba. Una vez que Kathleen se hubo marchado, ya no podía contar con eso. Colin estaba dispuesto a hacer lo que fuese por su idolatrado padre, pero era un niño. Hasta el mismo Ian veía que no se podía confiar la administración de una granja a un niño de nueve años, ni siquiera dejarlo solo. Pese a ello, al menos el gran sueño de Colin se vio satisfecho. Ian dejó de enviarlo a la escuela y se lo llevaba con él en sus viajes de negocios.
Al principio trataba que los viajes fueran cortos, pero ahora sus años de trapicheo se estaban vengando: en Christchurch y los alrededores la reputación de Coltrane estaba por los suelos, la gente prefería recorrer más kilómetros y adquirir los animales en cualquier otro lugar. Lo intentó, pues, con un socio que se ocupaba de la granja mientras él viajaba. También en este caso eran tipos embusteros los que se prestaban a colaborar con él. El primero se llevó un rebaño de ovejas y lo vendió cuando Ian estaba de viaje; al segundo lo encontró en el establo totalmente borracho. El tercero se enfadó cuando Ian intentó engañarlo en el reparto de la venta de un caballo. Con el cuarto, la relación iba más mal que bien, pero el hombre puso pies en polvorosa en cuanto estalló la fiebre del oro en Otago. Así pues, Ian tuvo que volver a reducir sus viajes, cuando en realidad tenía que ampliarlos, pues muy pronto hasta el más pequeño granjero de Canterbury no se dejaría engañar por él. La fiebre del oro no los hacía ricos, pero sí lo suficiente acomodados para incrementar su volumen de ovejas con los grandes criadores y así mejorar su propia cría. Los barones de la lana criaban caballos o mulos para trabajar. De este modo también ayudaban a sus vecinos más pequeños por un precio asequible.
—¿Por qué no te dedicas a cultivar simplemente tu granja? —le preguntó Ron Meyers, el nuevo propietario de la granja Edmunds, en el pub, cuando Ian contó sus penas a sus compañeros de bebercio—. La mía va como la seda. —Meyers criaba bueyes.
—¿Por qué no nos vamos también a buscar oro? —preguntó Colin a su padre.
Ian sopesó ambas posibilidades y optó por la segunda.
Vendió primero los caballos y luego la granja a Ron Meyers, que le hizo una buena oferta. A continuación salió rumbo a los yacimientos de oro con Colin y un carro tirado por dos mulos.
«Ian Coltrane».
Peter Burton respiró hondo. Así que ese era el secreto… No era extraño que Kathleen se hubiese asustado tanto. ¿Acaso creía realmente que su marido estaba muerto? Era improbable, pues se comportaba como si hubiese huido. Peter había sospechado con frecuencia que su marido todavía vivía. Y el chico… El reverendo lo observó discretamente. Tendría que haberse dado cuenta enseguida del parecido: estaba claro que el chico era hijo de Kathleen, se le parecía más que Sean.
—Y este es mi hijo Colin —lo presentó Coltrane—. Colin, enseña al reverendo la mula gris. Está pensando en cambiar su vieja mula.
Colin examinó la montura de Peter. Era extraño, el muchacho tenía los rasgos de Kathleen, pero la expresión con que escrutaba al animal era la de su padre. Como este, pareció reconocer la mula: Kathleen debía de tenerlo antes de que se rompiera el matrimonio. Peter calculó que el chico tendría trece o catorce años y se asombró de que no dijera nada. Pero Colin callaba.
—¿Quiere que monte el gris para enseñárselo? —preguntó.
Peter decidió cortar el asunto.
—No, gracias. Hoy no, señor Coltrane. Ya está oscureciendo y apenas distingo nada. ¡No es buen momento para comprar un animal!
Coltrane arrugó la frente.
—Reverendo, ¡me ofende usted! ¡Como si yo fuera a engañarle a usted y la Iglesia, ya sea de día o de noche! Lo que le ofrezco, reverendo, puede usted comprarlo con los ojos cerrados. Esta yegua gris es una hermosura. Y tiene ocho años, ni un día más. Lo correcto… La suya, por el contrario, calculo que anda por los veinte…
Peter asintió.
—¡Y nunca ha fallado en su trabajo! —dijo, adoptando el tono enfático con que le había hablado Ian—. Bien mirado, sería sumamente desagradecido cambiarla como si tal cosa. ¡No! Este animal debe envejecer dignamente al servicio de la Iglesia. Gracias, señor Coltrane. Muchas gracias, usted me ha abierto los ojos. Que Dios lo acompañe, señor, espero poder saludarlo pronto en mi iglesia. Y a ti en la escuela, Colin. Empezamos a las ocho. Espero verte.
El chico torció el gesto. Estaba claro que no le interesaba mejorar su formación. Peter decidió contrariar sus planes. Sonrió animoso al hijo y luego al padre.
—Puedes traer la mula gris cuando vengas, Colin. A lo mejor le echo un vistazo a la luz del día.
Al menos el día siguiente, ese padre que velaba por su hijo, lo enviaría a la escuela.